Iglesia y política: El Compendio de la Doctrina Social ofrece algunas directrices
Las tensiones iglesia-estado tienen una larga historia, como deja claro el
Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia en su introducción al capítulo
sobre política. Ya en tiempos del Antiguo Testamento, los profetas
denunciaban con regularidad a los reyes por no defender al débil y no
asegurar justicia para el pueblo.
David es el prototipo de un rey del Antiguo Testamento, y cuando Israel dejó
de tener reyes, los libros y salmos de la Biblia siguen esperando un
gobernante que gobernaría con sabiduría y justicia – una esperanza que
culmina en la figura de Cristo.
El compendio observa que Jesús critica la opresión y el despotismo, pero no
se opone directamente a las autoridades civiles de su tiempo. La famosa
línea sobre el pago de impuestos al César rechaza los esfuerzos del poder
temporal de convertirse en absoluto, pero también le concede el debido
lugar. Jesús enseña que la autoridad humana, tentada por el deseo de
dominar, encuentra «su auténtico y completo significado como servicio» (No.
383).
En la primera comunidad cristiana, San Pablo recomienda el pago de
impuestos, las oraciones por los gobernantes, y la sumisión a la autoridad
legítima. Pero, cuando la autoridad humana va más allá de los límites
queridos por Dios, el libro del Apocalipsis tiene duras palabras para tal
autoridad «se hace a sí misma un dios y demanda sumisión absoluta» (No.
382).
Política centrada en la persona
Al describir la naturaleza de la comunidad política, el compendio una vez
más coloca a la persona humana en el centro. La persona es un ser social y
político por naturaleza, que necesita la interacción con los demás para
alcanzar su plenitud completa. La comunidad política, por ello, existe en
orden a facilitar «el crecimiento pleno de cada uno de sus miembros,
llamados a cooperar con firmeza para lograr el bien común» (No. 384).
Esto no significa que «la gente» sea algún tipo de multitud a manipular o
explotar. Significa más bien que son un grupo de personas, capaces de
formarse una opinión sobre los temas públicos, y con la libertad de expresar
sus opciones políticas.
El compendio también tiene algo que decir sobre la cuestión de las minorías
dentro de una entidad política o nación. El magisterio de la Iglesia afirma
que estas minorías tienen derechos, y deberes, pero sobre todo el derecho de
existir. Las minorías tienen también el derecho a mantener su propia
cultura, lenguaje y religión. Al mismo tiempo, las minorías en su búsqueda
de autonomía deben confiar en el diálogo y la negociación; el terrorismo es
injustificable. Las minorías deberían trabajar por el bien común del estado
en el que viven.
Poner a la persona humana como el fundamento de la comunidad política lleva
al compendio a considerar también el tema de los derechos humanos. Los
derechos y deberes de la persona «contienen un resumen sucinto de los
principales requisitos morales y jurídicos que deben presidir la
construcción de la comunidad política», establece el texto (No. 388).
Además, la amistad y fraternidad juegan un papel en la vida política y
civil. La amistad civil implica desinterés, desapego de los bienes
materiales y aceptación de las necesidades de los demás. Desafortunadamente,
lamenta el Compendio, con demasiada frecuencia esto no se pone en práctica
en la vida política moderna. Los cristianos pueden también encontrar
inspiración en el principio evangélico de la caridad. Esto puede ayudar a
establecer relaciones de comunidad entre las personas.
Ejercer la autoridad
Toda comunidad necesita una autoridad reguladora y pueden darse diferentes
modos por los que se constituya, observa el compendio. Pero esta autoridad
debe también tener en cuenta la libertad de los individuos y los grupos,
«orientando esta libertad, al respetar y defender la independencia de los
sujetos individuales y sociales, para lograr el bien común» (No. 394).
La autoridad, recomienda el texto, debería ejercitarse dentro de los límites
de la moralidad y dentro del marco de un orden jurídico legalmente
constituido, asimismo ha de orientarse al bien común. Si se cumplen estas
condiciones, entonces «los ciudadanos están obligados por conciencia a
obedecer».
El compendio también estipula que la autoridad reside en última instancia en
el pueblo que constituye la comunidad política. Esta autoridad se transfiere
a los elegidos para gobernar, pero el pueblo mantiene la posibilidad de
afirmar su soberanía y reemplazar a quienes gobiernan si no llevan a cabo su
tarea de modo satisfactorio.
Sin embargo, la mera obtención del consentimiento del pueblo no es
suficiente para considerar «justo» el ejercicio de la autoridad. «La
autoridad debe guiarse por la ley moral» (No. 396). También debe reconocer y
respetar los valores humanos y morales, que no pueden invalidarse por una
mayoría de votos. Las leyes, por tanto, deben «corresponderse con la
dignidad de la persona humana y lo que la recta razón requiere» (No. 398). Y
cuando una ley es contraria a esta razón, es injusta y «cesa de ser ley y se
convierte en un acto de violencia».
En este contexto, «los ciudadanos no están obligados en conciencia a seguir
las disposiciones de las autoridades civiles si sus preceptos son contrarios
a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las
personas o las enseñanzas del Evangelio» (No. 399). De hecho, existe el
deber de no cooperar en actos moralmente malos, que la ley civil debería
reconocer y proteger.
El compendio añade que la cooperación con ley es injustas no puede
justificarse diciendo que se hace para respetar la libertad de los demás, ni
puede legitimarse apuntando que es una acción requerida por la ley civil.
«Nadie puede escapar a la responsabilidad moral de las acciones ejercitadas,
y todos serán juzgados por Dios mismos en base a esta responsabilidad» (No.
399).
El texto pasa luego a considerar cuando puede darse la posibilidad de
resistir a la autoridad que no se ejercita de modo justo. El compendio es
cuidadoso al apuntar que la resistencia pasiva es con mucho preferible, y
enumera una serie de condiciones que deben darse antes de que se pueda
considerar como opción legítima cualquier forma de resistencia armada.
Auténtica democracia
Una parte sustancial se dedica a la democracia. Comienza recordando las
palabras de la encíclica de Juan Pablo II «Centesimus Annus», en la que el
Papa expresaba su aprecio por la democracia como el sistema que permite la
participación activa de los ciudadanos. Pero para que la democracia sea
auténtica debe respetar la dignidad humana, ordenarse al bien común, y
respetar una correcta jerarquía de valores.
El compendio recomienda que los quienes tengan autoridad ejerciten su poder
con sentido de servicio a las personas, evitando la tentación de buscar el
prestigio o el beneficio personal. También condena la corrupción como una de
las deformidades más serias del sistema democrático.
Se dedican varios números a explicar la importancia de los medios de
comunicación en la democracia. El compendio apoya que los medios se pongan
al servicio del bien común, y que se proporcione información basada en la
verdad, la libertad, la justicia y la solidaridad. Los problemas se
presentan cuando los medios se concentran en manos de unos pocos, o están
dominados por una ideología o el deseo de lucro.
El capítulo concluye con una consideración sobre la relación entre el estado
y las comunidades religiosas. Se exhorta al estado a respetar el derecho a
la libertad de conciencia y de religión. Sin embargo, esta libertad puede
regularse según las exigencias de la prudencia y el bien común.
El compendio pide que el estado garantice a la Iglesia la suficiente
libertad de acción para llevar a cabo su misión. Por su parte, la Iglesia
respeta la autonomía legítima del orden democrático y entra en temas de los
programas políticos sólo con respecto a sus implicaciones religiosas o
morales.
El frecuente debate sobre religión y política sería muy benéfico si los
participantes se tomaran un momento para reflexionar sobre los principios
presentados por el compendio.