¿Cómo hacer para que la política proteja y valore la familia?
“Si
no se acoge al principio,
¿cómo se podrá ser acogedor después?”
Por monseñor Giampaolo Crepaldi*
La familia es el lugar de la vida: donde la vida se genera y donde la vida es
acogida. Dado que el hombre no es una cosa, la vida humana no es producida, como
se produce en un laboratorio o en una fábrica. La dignidad de la persona humana
requiere que la vida sea generada y acogida en la familia, es decir, en un
contexto de amor y de dedicación recíproca, de responsabilidad y de compromiso
educativo. El hijo tiene derecho a la familia, mientras que la familia no tiene
derecho al hijo. El hijo tiene derecho a ser concebido de forma humana, es
decir, como expresión del amor entre su padre y su madre, de un amor
desinteresado y por tanto abierto a la vida. Tiene derecho a no ser producido en
un laboratorio y concebido en una probeta mediante una intervención médica. La
vida y la familia, por tanto, se llaman mutuamente. No hay verdadero amor entre
los cónyuges si no está abierto responsablemente a la vida, porque en este caso
la instrumentalización recíproca, más o menos consciente, se haría sentir. La
vida, por otro lado, no sería dignamente acogida y honrada si no se recibiese en
una familia, donde el recién llegado se sienta acogido, protegido, y de donde
puede recibir la educación necesaria para la vida.
La familia es la célula de la sociedad, se dice a menudo. Con esta expresión se
pretende decir habitualmente que la familia es ya sociedad en sí, es el primer
núcleo de la sociedad y que la sociedad entera nace de la familia. Se puede
decir también que en la familia se encierra una energía relacional que después
se deriva a toda la sociedad. No es la sociedad, o peor aún, el Estado, el que
funda la relacionalidad humana. Ésta pertenece a la persona, que es relacional
por naturaleza, y se vive en primer lugar en la familia. En este sentido, la
familia está en el origen de la sociedad, y sin familia no hay siquiera
sociedad, sino una suma de individuos. Por esto en el origen debe haber no dos
individuos asexuados, sino un hombre y una mujer, o sea, una pareja. Dos
individuos asexuados o del mismo sexo no forman una pareja, sino sólo dos
individuos. El hombre y la mujer constituyen la pareja de la que nace la
sociedad ante todo por su complementariedad: se completan mutuamente. En segundo
lugar, por su apertura recíproca en su complementariedad: tienden a la unión, a
ser “dos en una sola carne”, a ser una sola realidad. En tercer lugar, porque su
apertura recíproca significa apertura a la vida: son capaces de engendrar una
nueva vida de forma humana, son fuente de humanidad, pueden continuar la
comunidad humana en el futuro. Esto comporta tener presente el aspecto social y
político de la sexualidad, que hoy por desgracia es individualizada y entendida
de modo funcional y no expresivo de la naturaleza de la persona. Si la
sexualidad se separa de la procreación, ésta se convierte en un hecho técnico,
que puede ser llevado a cabo por dos individuos asexuados, en el sentido de que
no interesa su sexo. Pero una sexualidad individualizada y reducida a técnica ya
no es una sexualidad plenamente humana. Le falta el carácter de apertura
recíproca en la complementariedad y de la uni-dualidad. En el origen de la
sociedad no están por tanto dos individuos, sino una pareja de un hombre y de
una mujer, abiertos a la acogida recíproca en la complementariedad sexual, y
abiertos a la vida.
No hemos reflexionado suficientemente sobre los efectos negativos de la
individualización de la sexualidad, que es en cambio el hecho humano originario
de la propia sociedad. Por esto la sociedad no puede renunciar a nacer de una
familia, significaría comprenderse no como un todo relacional, sino como un
conjunto de individuos aislados y como máximo aproximados. Si en el origen hay
dos individuos asexuados, entonces también todos los demás vínculos sociales
serán individuales. Si en cambio hay una relacionalidad complementaria desde el
origen, existe la posibilidad de que también la sociedad pueda fundarse sobre
vínculos de pertenencia y reciprocidad con carácter orgánico. El comienzo es
siempre decisivo. Se ve con la vida. Si no se acoge en ese momento ¿cómo se
podrá ser acogedor después? Eso se ve para la familia: si no hay reciprocidad
complementaria al principio, ¿cómo podrá haberla después? Las personas no se
suman ni se amontonan; se relacionan.
Vemos así los efectos muy negativos, incluso para la propia sociedad, de la
separación entre procreación y sexualidad mediante la inseminación artificial.
La FIVET, es decir, la concepción en probeta, representa una herida incurable a
la naturaleza humana y a la familia. A la naturaleza porque transforma al hijo
en un producto, insinuando la idea de que la vida pueda ser una producción
humana. A la sociedad, porque la nueva vida presupone solo una capacidad técnica
y no un contexto de amor de pareja. De hecho la concepción in vitro puede
suceder también mediante “donantes” de espermatozoides o de ovocitos externos a
la pareja; puede ser satisfecho el deseo de tener un hijo por parte de dos
mujeres o de dos hombres; se puede implantar el embrión en el útero de una
tercera mujer que puede hacerlo por dinero, haciendo de madre subrogatoria. La
familia natural es así deconstruida y reconstruida artificialmente de muchas
formas, siguiendo los deseos de cada individuo. La maternidad y la paternidad se
multiplican: está la genética, la biológica y la social... desde el punto de
vista técnico, hoy un niño puede tener hasta seis padres. De la misma forma,
también la filiación se multiplica y asume muchas facetas. Los derechos del niño
a una familia compuesta por un hombre y una mujer unidos por un pacto duradero
de amor recíproco son negados, con innumerables consecuencias negativas en el
plano psicológico y de la maduración personal y con nuevas formas de malestar y
de inadaptación, con ingentes costes para la comunidad. Por todos estos motivos,
la política no puede resignarse a hacer de notario imparcial de estos deseos de
frontera animados por un espíritu individualista e incapaces de asumir
responsabilidades en cuanto que destruyen la dignidad de la persona, de la
mujer, del hijo concepbido, de la sexualidad y de la propia sociedad.
He insistido en los aspectos sociales de la sexualidad y de la procreación
porque considero indispensable que la política vuelva a apropiarse de esos
ámbitos, no en el sentido de intervenir en la responsabilidad personal y de
pareja, como sucede por ejemplo en los países que imponen con la fuerza la
planificación familiar y la política del hijo único. El poder político no puede
intervenir en las cuestiones relativas a la sexualidad y a la procreación sin
lesionar la libertad responsable originaria de la pareja. Esto, con todo, no
significa que la sexualidad y la procreación deban perder su relevancia también
pública, y sean relegadas a las decisiones individuales, incluso como decisiones
lúdicas.
Se trata de decisiones de graves consecuencias sociales. Por lo demás, los hijos
no son una propiedad privada. Sea porque son personas y las personas no son de
nadie, o porque los hijos representan un recurso para toda la humanidad. Si son
bien educados, instruidos, formados en un ejercicio maduro de las virtudes
personales y sociales, representan un “bien común”. Cuando en cambio crecen mal,
sufren violencia o malos tratos, no adquieren ni una instrucción adecuada ni una
verdadera capacidad laboral, cuando viven en las áreas del malestar y de la
marginación, producen disfunciones y costes para toda la sociedad. Por todos
estos motivos, la procreación no es un hecho privado, aunque nadie pueda
sobreponerse a la responsabilidad de la pareja. El proprio hecho de que quien
engendra es una pareja, en el sentido tantas veces expresado de esta palabra,
confirma que no se trata de un hecho privado sino originariamente social.
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*Monseñor Giampaolo Crepaldi es arzobispo de Trieste y Presidente del
Observatorio Internacional “Cardenal Van Thuân” sobre la doctrina social de la
Iglesia.
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