La política como servicio público
Don José María Marco es doctor en Filología Española y profesor de
Literatura y de Lengua y Cultura Españolas en la Universidad Pontificia
Comillas, de Madrid
En nuestros tiempos, la consideración de la política como servicio público
está desprestigiada. Maquiavelo inauguró la modernidad, identificando el
ejercicio de la política como el arte de mantenerse en el poder, una técnica
ajena a cualquier valoración moral de los objetivos perseguidos por la
acción política. Después, algunos grandes pensadores de la Ilustración
escindieron al ser humano de la naturaleza. Con ese gesto, dieron un paso
más allá del que había dado Maquiavelo: el bien no existe fuera de la
voluntad del hombre, es el hombre mismo quien tiene capacidad de decidir lo
que es el bien, en función de la razón, que guiará –confiaban– sus intereses
y su juicio. El siglo XX llevó hasta el final la premisa moderna: el hombre
decidirá por su cuenta lo que es el bien y el mal; nada le impedirá afirmar
que su acción puede dar por terminada tan molesta distinción. El
relativismo, templado por la razón, acabó con la razón puesta al servicio
del nihilismo absoluto. Sabemos el resultado: los centenares de millones de
muertos, la destrucción, el sufrimiento y la abolición, que a punto estuvo
de ser definitiva, de la civilización a cargo del totalitarismo.
Todo esto parecerá un poco exagerado, por no decir apocalíptico, a la luz
del título de este artículo.
Efectivamente, hoy en día la política ha caído muy bajo en nuestra
consideración, y otro tanto ha ocurrido con quienes la ejercen. La enorme
proyección pública de la que gozan los políticos parece desacreditarlos aún
más. Suelen aparecer en los últimos puestos en cuanto a la confianza que
suscitan entre la gente. La profesionalización de la política ha llevado a
considerar al político un hombre que antepone sus intereses personales para
mantenerse en el poder a cualquier otra idea o proyecto. En el mejor de los
casos, los políticos representan intereses de sectores sociales más o menos
amplios, articulados en partidos que se parecen a las antiguas facciones,
enfrentadas en función de objetivos que todo el mundo juzgaba –con razón–
ajenos al interés público. No hay gesto ni movimiento político que no sea
interpretado exclusivamente en función del interés del político o de sus
representados. Cuanto más altos sean los fines que invoque el político, más
desconfiamos de él. Si habla de sacrificio, de moral o se atreve a invocar a
Dios, suscitará el escándalo o la burla.
Llegados a este punto, en el que reina el más puro maquiavelismo, es decir,
la consideración exclusiva de los medios sin referencia a ningún bien de
índole superior y objetivo, ¿es posible restaurar la dignidad de la
política, devolviéndole su naturaleza de acción al servicio del bien
público? Creo que sí, aunque, como la degradación ha llegado tan lejos,
deberíamos plantearnos objetivos concretos y relativamente sencillos.
La democracia, que tan corruptora pareció a muchos de quienes describieron
los orígenes de la actual situación, nos proporciona instrumentos valiosos
para exigir de los políticos algunas cosas: primero, que elaboren un
programa claro e inteligible basado en una visión articulada de lo que
consideran el bien público; segundo, que sean leales a ese programa en su
acción política; tercero, que en su conducta personal se atengan a los
presupuestos morales en los que necesariamente ha de basarse su propuesta
política; cuarto, que no mientan en el ejercicio de su cargo.
Se dirá que exigencias como éstas suponen la existencia de un consenso
previo sobre el bien público, que reposa a su vez sobre un consenso moral
inexistente en nuestro tiempo. Es cierto, pero eso no debe llevar a la
parálisis. Es necesario actuar como si ese consenso existiera, o al menos
como si fuera posible. Si pensamos que el bien y la verdad existen
objetivamente, fuera de nosotros mismos, debemos actuar en consecuencia, sin
miedo a lo que una parte tal vez mayoritaria de la sociedad en la que
vivimos piense al respecto.
En buena lógica, hemos de proponer al conjunto de la sociedad que asuma
nuestros presupuestos mediante los medios que tenemos a nuestro alcance: el
razonamiento, la pedagogía, el ejemplo. Incluso si de algún modo comulgamos
con el cinismo general, sólo conseguiremos que se restaure la consideración
de la política como servicio público si demostramos a los políticos, con
palabras y con hechos –con votos, pero no sólo–, que estamos dispuestos a
exigírselo. Es la responsabilidad que nos ha tocado. No nos queda otro
camino si no queremos repetir, en una forma que será aún más atroz, la
barbarie del siglo XX.
José María Marco A&O 472