El político católico, laicismo y cristianismo
Por monseñor Giampaolo Crepaldi*
Para el político católico el laicismo es un valor adquirido que hay que
defender. Esto significa que la esfera política es independiente de la
eclesiástica, que la política y la religión pertenecen a ámbitos distintos.
El cristianismo ha contribuido mucho en la fundación del laicismo auténtico. De
hecho el cristianismo no es una religión fundamentalista. El texto sagrado en el
que se inspira no se toma al pie de la letra, sino que se interpreta; la
autoridad universal del Papa libera a los cristianos de las excesivas sujeciones
políticas nacionales, Dios confío la construcción del mundo a la libre y
responsable participación del hombre. Esto no significa que la sociedad y la
política sean totalmente ajenas a la religión cristiana, que no tengan nada que
ver con ella. La sociedad necesita a la religión en tanto en cuanto la necesita
de manera concreta para mantener un nivel de laicismo sano.
El cristianismo ayuda a este fin, dado que no le impide ser legítimamente
autónoma y al mismo tiempo la sostiene y la ilumina con su propio mensaje
religioso. Podríamos incluso decir que el cristianismo la empuja a ser ella
misma en cuanto que hace aparecer su plena vocación y le pide que exprima al
máximo sus capacidades, sin encerrarse en sí misma.
La sociedad que se cierra a la religión y al cristianismo, se cierra, de hecho a
sí misma y no permite a las personas y a las relaciones sociales respirar
adecuadamente, sofocando sus posibilidades mediante una presunta
autosuficiencia. El cristianismo no teme enfrentamientos con otras religiones
sobre este punto: en el Dios que se ha hecho hombre reside la valorización
máxima de la dimensión humana, familiar, social y al mismo tiempo su total
iluminación por parte de Dios. Cuando la razón política teme al cristianismo lo
hace porque ya ha decidido decantarse por la propia autosuficiencia y haciéndolo
así se cierra a un mensaje que sin embargo la valorizaría.
Hoy se tiende a considerar el laicismo como neutralidad del espacio público
respecto de los absolutos religiosos. Un espacio en el que los absolutos
religiosos no deberían intervenir por dos motivos: el primero, porque en una
democracia no habría sitio para los absolutos; en segundo lugar porque los
absolutos religiosos serían irracionales, mientas que el espacio público se
debería alimentar de un discurso racional. Sucede que este espacio permanecería
desnudo y en este desnudo se crearía sitio para nuevos absolutos enemigos del
hombre, para nuevos dioses.
Pero examinemos antes que nada los dos principios vistos hasta ahora: ¿la
democracia es incompatible con los principios absolutos? ¿La religión es
irracional? No es verdad que la democracia presuponga el relativismo moral y
religioso como no es verdad que los principios absolutos sean por fuerza
violentos y opresivos. Sin embargo se podría decir lo contrario. La falta de
referentes absolutos genera una lucha de todos contra todos donde tiene razón
quien es más fuerte. También la democracia se arriesga a reducirse a la fuerza
de la mayoría. Por esto existe la necesidad de que los ciudadanos crean en
principios absolutos, como por ejemplo la dignidad de cada persona humana, la
libertad, la justicia y demás. Por otro lado la democracia se convierte en sólo
un procedimiento, pero éstos se pueden cambiar fácilmente si no están llenas de
la sustancia.
La sustancia de la democracia no es el procedimiento, sino que es la dignidad de
la persona que se debería considerar un valor absoluto. ¿Y cómo se puede
considerar un valor absoluto si no se basa en Dios? Como bien había observado
Tocqueville con respecto a la joven democracia americana, la religión está
estrechamente conectada con la libertad, y la libertad puede disminuir incluso
en los regímenes democráticos.
Pasamos al segundo punto: ¿la religión es irracional? No hay duda de que existen
formas de religión irracionales total o parcialmente. Pero el cristianismo no lo
es.
Existen las religiones del mito, que entienden la divinidad como una unión de
fuerzas oscuras e indescifrables, arbitrarias y extrañas, que la religión busca
hacerse aliadas. Están también las religiones del Logos, como la
judío-cristiana, que cree en un Dios que es Verdad y Amor.
Esta religión es razonable, no contradice ninguna verdad racional, sino que
incluso se vincula a ellas complementándolas y no exige al hombre la renuncia de
todo aquello que lo hace verdaderamente hombre, para ser cristiano. No es por
tanto aceptable la idea de que la religión, sea cual sea, es, por su naturaleza,
irracional, seguro que esto no vale para el cristianismo. No obstante esto,
muchos entienden el laicismo como neutralidad, como una expulsión de la religión
del espacio público. La idea de quitar la festividad de la navidad, de impedir
que se expongan símbolos religiosos en espacios públicos, de ejercer de
misioneros, o sea de hacer pública a otros la propia fe porque sería un atentado
a la libertad de religión y demás, son algunas expresiones de esta idea de
laicismo como espacio neutro, querida sobre todo por el modelo francés. En estos
casos no se demuestra absolutamente la mencionada neutralidad.
Una pared sin un crucifijo no es neutro, es una pared sin crucifijo. Un espacio
público sin Dios no es neutro, sino que no tiene a Dios. El estado que impide a
toda religión manifestarse en público, quizás con la excusa de defender la
libertad de religión, no es neutro en cuanto que se posiciona de parte del
laicismo o del ateísmo y se toma la responsabilidad de relegar a la religión al
ámbito privado. En muchos casos nace la religión del estado, la religión de la
antirreligión.
Entre la presencia o la ausencia de Dios en el espacio público no hay término
medio, no existen posiciones neutrales. Eliminar a Dios del espacio público
significa construir un mundo sin Dios. Cualquiera distingue entre laicismo
fuerte y débil. El primero se limitaría a admitir en el espacio público todas
las opciones, comprendida la no religiosa; la segunda admite también formas de
oposición a la religión. Pero esta distinción no convence, en cuanto que un
mundo sin Dios es ya un mundo contra Dios. Excluir a Dios, aunque no se le
combata, significa construir un mundo sin referencias a Él.
Por este motivo, el político católico no puede admitir ni colaborar con el
laicismo entendido como neutralidad, porque verá trabajar a una nueva razón del
estado que, perjudicando la religión, se hará daño también a sí misma. El
político católico se opondrá, sea por razones religiosas, de las que no se puede
separar, sea por razones políticas, es decir para impedir que nazca una nueva
religión del estado perjudicial para la libertad de las personas.
*Monseñor Giampaolo Crepaldi es arzobispo de Trieste, presidente de la
Comisión “Caritas in veritate” del Consejo de las Conferencias Episcopales de
Europa (CCEE) y presidente del Observatorio Internacional “Cardenal Van Thuan”
sobre Doctrina Social de la Iglesia.
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