Relativismo, verdad y fe
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Ángel Rodríguez Luño
Las presentes reflexiones toman como punto de partida algunas enseñanzas de
Benedicto XVI, aunque no pretenden hacer una exposición completa de su
pensamiento[1].
En diversas ocasiones y con diversas palabras, Benedicto XVI ha manifestado su
convicción de que el relativismo se ha convertido en el problema central que la
fe cristiana tiene que afrontar en nuestros días[2].
Algunos medios de comunicación han interpretado esas palabras como referidas
casi exclusivamente al campo de la moral, como si respondiesen a la voluntad de
calificar del modo más duro posible a todos los que no aceptan algún punto
concreto de la enseñanza moral de la Iglesia Católica. Esta interpretación no
corresponde al pensamiento ni a los escritos de Benedicto XVI. Él alude a un
problema mucho más hondo y general, que se manifiesta primariamente en el ámbito
filosófico y religioso, y que se refiere a
la actitud intencional profunda que la conciencia contemporánea —creyente y no
creyente— asume fácilmente con relación a la verdad.
La referencia a la actitud profunda de la conciencia ante la verdad distingue el
relativismo del error. El error es compatible con una adecuada actitud de la
conciencia personal con relación a la verdad. Quien afirmase, por ejemplo, que
la Iglesia no fue fundada por Jesucristo, lo afirma porque piensa
(equivocadamente) que ésa es la verdad, y que la tesis opuesta es falsa. Quien
hace una afirmación de este tipo piensa que es posible alcanzar la verdad. Los
que la alcanzan —y en la medida en que la alcanzan— tienen razón, y los que
sostienen la afirmación contradictoria se equivocan.
La filosofía relativista dice, en cambio, que hay que resignarse al hecho de que
las realidades divinas y las que se refieren al sentido de la vida humana,
personal y social, son sustancialmente inaccesibles, y que no existe una única
vía para acercarse a ellas. Cada época, cada cultura y cada religión ha
utilizado diversos conceptos, imágenes, símbolos, metáforas, visiones, etc. para
expresarlas. Estas formas culturales pueden oponerse entre sí, pero con relación
a los objetos a los que se refieren tendrían todas igual valor. Serían diversos
modos, cultural e históricamente limitados, de aludir de modo muy imperfecto a
unas realidades que no se pueden conocer. En definitiva, ninguno de los sistemas
conceptuales o religiosos tendría bajo algún aspecto un valor absoluto de
verdad. Todos serían relativos al momento histórico y al contexto cultural, de
ahí su diversidad e incluso oposición. Pero dentro de esa relatividad, todos
serían igualmente válidos, en cuanto vías diversas y complementarias para
acercarse a una misma realidad que sustancialmente permanece oculta.
En un libro publicado antes de su elección como Romano Pontífice, Benedicto XVI
se refería a una parábola budista[3].
Un rey del norte de la India reunió un día a un buen número de ciegos que no
sabían qué es un elefante. A unos ciegos les hicieron tocar la cabeza, y les
dijeron: «esto es un elefante». Lo mismo dijeron a los otros, mientras les
hacían tocar la trompa, o las orejas, o las patas, o los pelos del final de la
cola del elefante. Luego el rey preguntó a los ciegos qué es un elefante, y cada
uno dio explicaciones diversas según la parte del elefante que le habían
permitido tocar. Los ciegos comenzaron a discutir, y la discusión se fue
haciendo violenta, hasta terminar en una pelea a puñetazos entre los ciegos, que
constituyó el entretenimiento que el rey deseaba.
Este cuento es particularmente útil para ilustrar la idea relativista de la
condición humana. Los hombres seríamos ciegos que corremos el peligro de
absolutizar un conocimiento parcial e inadecuado, inconscientes de nuestra
intrínseca limitación (motivación teórica del relativismo). Cuando caemos en esa
tentación, adoptamos un comportamiento violento e irrespetuoso, incompatible con
la dignidad humana (motivación ética del relativismo). Lo lógico sería que
aceptásemos la relatividad de nuestras ideas, no sólo porque eso corresponde a
la índole de nuestro pobre conocimiento, sino también en virtud del imperativo
ético de la tolerancia, del diálogo y del respeto recíproco. La filosofía
relativista se presenta a sí misma como el presupuesto necesario de la
democracia, del respeto y de la convivencia. Pero esa filosofía no parece darse
cuenta de que el relativismo hace posible la burla y el abuso de quien tiene el
poder en su mano: en el cuento, el rey que quiere divertirse a costa de los
pobres ciegos; en la sociedad actual, quienes promueven sus propios intereses
económicos, ideológicos, de poder político, etc. a costa de los demás, mediante
el manejo hábil y sin escrúpulos de la opinión pública y de los demás resortes
del poder.
¿Qué tiene que ver todo esto con la fe cristiana? Mucho. Porque es esencial al
Cristianismo el autopresentarse como religio
vera, como religión verdadera[4].
La fe cristiana se mueve en el plano de la verdad, y ese
plano es su espacio vital mínimo. La religión cristiana no es un mito, ni
un conjunto de ritos útiles para la vida social y política, ni un principio
inspirador de buenos sentimientos privados, ni una agencia ética de cooperación
internacional. La fe cristiana ante todo nos comunica la verdad acerca de Dios,
aunque no exhaustivamente, y la verdad acerca del hombre y del sentido de su
vida[5].
La fe cristiana es incompatible con la lógica del «como si». No se reduce a
decirnos que hemos de comportarnos «como si» Dios nos hubiese creado y, por
consiguiente, «como si» todos los hombres fuésemos hermanos, sino que afirma,
con pretensión veritativa, que Dios ha creado el cielo y la tierra y que todos
somos igualmente hijos de Dios. Nos dice además que Cristo es la revelación
plena y definitiva de Dios, «resplandor de su gloria e impronta de su sustancia»[6],
único mediador entre Dios y los hombres[7],
y por lo tanto no puede admitir que Cristo sea solamente el rostro con que Dios
se presenta a los europeos[8].
Quizá conviene repetir que la convivencia y el diálogo sereno con los que no
tiene fe o con los que sostienen otras doctrinas no se opone al Cristianismo;
más bien es verdad todo lo contrario. Lo que es incompatible con la fe cristiana
es la idea de que el Cristianismo, las demás religiones monoteístas o no
monoteístas, las místicas orientales monistas, el ateísmo, etc. son igualmente
verdaderos, porque son diversos modos cultural e históricamente limitados de
referirse a una misma realidad que ni unos ni otros en el fondo conocen. Es
decir, la
fe cristiana se disuelve si en el plano teórico se evade la perspectiva de la
verdad, según la cual quienes afirman y niegan lo mismo no pueden tener
igualmente razón, ni pueden ser considerados como representantes de visiones
complementarias de una misma realidad.
La fuerza del Cristianismo, y el poder para configurar y sanar la vida personal
y colectiva que ha demostrado a lo largo de la historia, consiste en que implica
una estrecha síntesis entre fe, razón y vida[9],
en cuanto la fe religiosa muestra a la conciencia personal que la razón
verdadera es el amor y que el amor es la razón verdadera[10].
Esa síntesis se rompe si la razón que en ella debería entrar es relativista. Por
ello dijimos al inicio que el relativismo se ha convertido en el problema
central que la evangelización tiene que afrontar en nuestros días. El
relativismo es tan problemático porque, aunque no llega a ser una mutación
epocal de la condición y de la inteligencia humanas, sí comporta un desorden
generalizado de la intencionalidad profunda de la conciencia respecto de la
verdad, que tiene manifestaciones en todos los ámbitos de la vida.
En primer lugar existe hoy una interpretación relativista de la religión. Es lo
que actualmente se conoce como «teología del pluralismo religioso». Esta teoría
teológica afirma que el pluralismo de las religiones no es sólo una realidad de
hecho, sino una realidad de
derecho. Dios querría positivamente las religiones no cristianas como
diversos caminos a través de los cuales los hombres se unen a Él y reciben la
salvación, independientemente de Cristo. Cristo a lo más tiene una posición de
particular importancia, pero es sólo uno de los caminos posibles, y desde luego
ni exclusivo ni inclusivo de los demás. Todas las religiones serían vías
parciales, todas podrían aprender de las demás algo de la verdad sobre Dios, en
todas habría una verdadera revelación divina.
Esa posición descansa sobre el presupuesto de la esencial relatividad histórica
y cultural de la acción salvífica de Dios en Jesucristo. La acción salvífica
universal de la divinidad se realizaría a través de diversas formas limitadas,
según la diversidad de pueblos y culturas, sin identificarse plenamente con
ninguna de ellas. La verdad absoluta de Dios no podría tener una expresión
adecuada y suficiente en la historia y en el lenguaje humano, siempre limitado y
relativo. Las acciones y las palabras de Cristo estarían sometidas a esa
relatividad, poco más o menos como las acciones y palabras de las otras grandes
figuras religiosas de la humanidad. La figura de Cristo no tendría un valor
absoluto y universal. Nada de lo que aparece en la historia podría tener ese
valor[11].
No nos detenemos ahora en explicar los diversos modos en que se ha pretendido
justificar esta concepción[12].
De estas complejas teorías se ocupó la encíclica Redemptoris
Missio[13] de
Juan Pablo II y la declaración Dominus
Iesus[14].
Es fácil darse cuenta de que tales teorías teológicas disuelven la cristología y
relativizan la revelación llevada a cabo por Cristo, que sería limitada,
incompleta e imperfecta[15],
y que dejaría un espacio libre para otras revelaciones independientes y
autónomas[16].
Para los que sostienen estas teorías es determinante el
imperativo ético del diálogo con
los representantes de las grandes religiones asiáticas, que no sería posible si
no se aceptase, como punto de partida, que esas religiones tienen un valor
salvífico autónomo, no derivado y no dirigido a Cristo. También en este caso el
relativismo teórico (dogmático) obedece en buena parte a una motivación de orden
práctico (el imperativo del diálogo). Estamos, pues, ante otra versión del
conocido tema kantiano de la primacía de la razón práctica sobre la razón
teórica.
Se hace necesario aclarar que lo que acabamos de decir en nada prejuzga la
salvación de los que no tienen la fe cristiana. Lo único que se dice es que
también los no cristianos que viven con rectitud según su conciencia se salvan
por Cristo y en Cristo, aunque en esta tierra no le hayan conocido. Cristo es el
Redentor y el Salvador universal del género humano. Él es la salvación de todos
los que se salvan.
Pasamos a ocuparnos del relativismo ético-social. Esta expresión significa no
sólo que el relativismo actual tiene muchas y evidentes manifestaciones en al
ámbito ético-social, sino también — y principalmente — que se presenta como si
estuviese justificado por razones ético-sociales. Esto explica tanto la
facilidad con que se difunde cuanto la escasa eficacia que tienen ciertos
intentos de combatirlo.
Veamos cómo formula Habermas esa justificación ético-social. En la sociedad
actual encontramos un pluralismo de proyectos de vida y de concepciones del bien
humano. Este hecho nos plantea la siguiente alternativa: o se renuncia a la
pretensión clásica de pronunciar juicios de valor sobre las diversas formas de
vida que la experiencia nos ofrece; o bien se ha de renunciar a defender el
ideal de la tolerancia, para el cual cada concepción de la vida vale tanto como
cualquier otra o, por lo menos, tiene el mismo derecho a existir[17].
La misma idea la expresa de modo más sintético un conocido jurista argentino:
«Si la existencia de razones para modos de vida no fuese utilizada para
justificar el empleo de la coacción, la tolerancia sería compatible con los
compromisos más profundos»[18].
La fuerza de este tipo de razonamientos consiste en que históricamente ha
sucedido muchas veces que los hombres hemos sacrificado violentamente la
libertad sobre el altar de la verdad. Por eso, con un poco de habilidad
dialéctica no es difícil hacer pasar por defensa de la libertad actitudes y
concepciones que en realidad caen en el extremo opuesto de sacrificar
violentamente la verdad sobre el altar de la libertad.
Esto se ve claramente en el modo en que la mentalidad relativista ataca a sus
adversarios. A quien afirma, por ejemplo, que la heterosexualidad pertenece a la
esencia del matrimonio, no se le dice que esa tesis es falsa, sino que se le
acusa de fundamentalismo religioso, de intolerancia o de espíritu antimoderno.
Menos aún se le dirá que la tesis contraria es verdadera, es decir, no se
intentará demostrar que la heterosexualidad nada tiene que ver con el
matrimonio. Lo característico de la mentalidad relativista es pensar que esta
tesis es una de las tesis que hay en la sociedad, junto con su contraria y quizá
con otras más, y que en definitiva todas tienen igual valor y el mismo derecho a
ser socialmente reconocidas. A nadie se obliga a casarse con una persona del
mismo sexo, pero quien quiera hacerlo debe poder hacerlo. Es el mismo
razonamiento con el que se justifica la legalización del aborto y de otros
atentados contra la vida de seres humanos que, por el estado en que se
encuentran, no pueden reivindicar activamente sus derechos y cuya colaboración
no nos es necesaria. A nadie se le obliga a abortar, pero quien piense que debe
hacerlo, debe poder hacerlo.
Se puede criticar a la mentalidad relativista de muchas formas, según las
circunstancias. Pero lo que nunca se debe hacer es reforzar, con las propias
palabras o actitudes, lo que en esa mentalidad es más persuasivo. Es decir:
quien ataca el relativismo no puede dar la impresión de que está dispuesto a
sacrificar la libertad sobre el altar de la verdad. Más bien se debe demostrar
que se es muy sensible al hecho, de suyo bastante claro, que el paso desde la
perspectiva teórica a la perspectiva ético-política ha de hacerse con mucho
cuidado. Una cosa es que sea inadmisible que los que afirman y niegan lo mismo
tengan igualmente razón, otra cosa sería decir que sólo los que piensan de un
determinado modo pueden disfrutar de todos los derechos civiles de libertad en
el ámbito el Estado. Se debe evitar toda confusión entre el plano teórico y el
plano ético-político: una cosa es la relación de la conciencia con la verdad, y
otra bien distinta es la justicia con las personas. Siguiendo esta lógica se
podrá mostrar después, de modo creíble, que de una afirmación que pretende decir
cómo son las cosas, es decir, de una tesis especulativa, sólo cabe decir que es
verdadera o que es falsa. Las tesis especulativas no son ni fuertes ni débiles,
ni privadas ni públicas, ni frías ni calientes, ni violentas ni pacíficas, ni
autoritarias ni democráticas, ni progresistas ni conservadoras, ni buenas ni
malas. Son simplemente verdaderas o falsas. ¿Qué pensaríamos de quien al exponer
una demostración matemática o una explicación médica, empezase a decir que esos
conocimientos científicos tienen sólo una validez privada, o que constituyen una
teoría muy democrática? Si hay completa certeza de que un fármaco permite
detener un tumor, se trata de una verdad médica, a secas, y no hay nada más que
añadir. En cambio a una forma de concebir los derechos civiles o la estructura
del Estado sí cabe calificarla de autoritaria o democrática, de justa o injusta,
de conservadora o reformista. A la vez hay que recordar que existen realidades,
como el matrimonio, que son a la vez objeto de un conocimiento verdadero y de
una regulación práctica según justicia. En caso de conflicto, hay que encontrar
el modo de salvar tanto la verdad cuanto la justicia con las personas, para lo
cual se ha de tener muy en cuenta — entre otras cosas — el aspecto «expresivo» o
educativo de las leyes civiles[19].
En el Discurso del 22 de diciembre de 2005, Benedicto XVI ha distinguido con
mucha nitidez la relación de la conciencia con la verdad de las relaciones de
justicia entre las personas. Transcribo un párrafo muy significativo: «Si la
libertad de religión es considerada como expresión de la incapacidad del hombre
para encontrar la verdad, y por tanto se convierte en canonización del
relativismo, entonces se eleva impropiamente tal libertad del plano de la
necesidad social e histórica al nivel metafísico y se le priva de su auténtico
sentido. La consecuencia es que no puede ser aceptada por quien cree que el
hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado por ese
conocimiento, en virtud de la dignidad interior de la libertad. Algo
completamente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad
que deriva de la convivencia humana; más aún, como una consecuencia intrínseca
de la verdad, que no puede ser impuesta desde el exterior, sino que tiene que
ser asumida por el hombre sólo mediante el proceso de la convicción. El Concilio
Vaticano II, al reconocer y asumir con el Decreto sobre la libertad religiosa un
principio esencial del Estado moderno, retomó el patrimonio más profundo de la
Iglesia»[20].
Benedicto XVI da muestras de un fino discernimiento cuando reconoce que en el
Concilio Vaticano II la Iglesia hizo suyo un principio ético-político del Estado
moderno, y que lo hizo recuperando algo que pertenecía a la tradición católica.
Su posición está llena de matices. Y así aclara que «quien esperaba que con este
«sí» fundamental a la edad moderna iban a desaparecer todas las tensiones y que
esa «apertura al mundo» transformase todo en armonía pura, había minimizado las
tensiones interiores y las contradicciones de la misma edad moderna; había
infravalorado la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que es una
amenaza para el camino del hombre en todos los períodos de la historia». Y si
afirma que «no podía ser la intención del Concilio abolir esta contradicción del
Evangelio en relación a los peligros y errores del hombre»[21],
dice también que es un bien hacer todo lo posible por evitar «las
contradicciones erróneas o superfluas con el fin de presentar a este mundo
nuestro las exigencias del Evangelio con toda su grandeza y pureza»[22].
Y señalando el fondo del problema, añade que «el paso dado por el Concilio hacia
la edad moderna, que de manera bastante imprecisa se ha presentado como
«apertura al mundo», pertenece en definitiva al problema perenne de la relación
entre fe y razón, que se muestra siempre con formas nuevas»[23].
El razonamiento de Benedicto XVI muestra un modo de hacer frente de modo justo y
matizado a una posición tremendamente insidiosa como es el relativismo
ético-social.
Hemos dicho que el relativismo en el campo ético-social se apoya en una
motivación de orden práctico: quiere permitir hacer algo a quien lo desea, sin
hacer daño a los demás, y esto sería una ampliación de la libertad. Pero el
valor de esa motivación es sólo aparente. La mentalidad relativista comporta un
profundo desorden antropológico, que tiene costes personales y sociales muy
altos. La naturaleza de este desorden antropológico es bastante compleja y
altamente problemática. Aquí voy a mencionar sólo dos problemas.
El primero es que la mentalidad relativista está unida a una excesiva
acentuación de la dimensión técnica de la inteligencia humana, y de los impulsos
ligados a la expansión del yo con los que esa dimensión de la inteligencia está
relacionada, lo que lleva consigo la depresión de la dimensión sapiencial de la
inteligencia y, por consiguiente, de las tendencias transitivas y trascendentes
de la persona, con las que esta segunda dimensión de la inteligencia está
emparentada.
Lo que aquí se llama dimensión técnica de la inteligencia humana, y que otros
autores llaman con otros nombres[24],
es la evidente y necesaria actividad de la inteligencia que nos permite
orientarnos en el medio ambiente, garantizando la subsistencia y la satisfacción
de las necesidades básicas. Acuña conceptos, capta relaciones, conoce el orden
de las cosas, etc. con la finalidad de dominar y explotar la naturaleza,
fabricar los instrumentos y obtener los recursos que necesitamos. Gracias a esta
función de la inteligencia las cosas y las fuerzas de la naturaleza se hacen
objetos dominables y manipulables para nuestro provecho. Desde este punto de
vista conocer es poder: poder dominar, poder manipular, poder vivir mejor.
La función sapiencial de la inteligencia mira, en cambio, a entender el
significado del mundo y el sentido de la vida humana. Acuña conceptos no con la
finalidad de dominar, sino de alcanzar las verdades y las concepciones del mundo
que puedan dar respuesta cumplida a la pregunta por el sentido de nuestra
existencia, respuesta que a la larga nos resulta tan necesaria como el pan y el
agua.
La sistemática huida o evasión del plano de la verdad, que hemos llamado
mentalidad relativista, comporta un desequilibrio de estas dos funciones de la
inteligencia, y de las tendencias que les están ligadas. El predominio de la
función técnica significa el predominio a nivel personal y cultural de los
impulsos hacia los valores vitales (el placer, el bienestar, la ausencia de
sacrificio y de esfuerzo), a través de los cuales se afirma y se expande el yo
individual. La depresión de la función sapiencial de la inteligencia comporta la
inhibición de las tendencias transitivas, es decir, de las tendencias sociales y
altruistas, y sobre todo un empequeñecimiento de la capacidad de
autotrascendencia, por lo que la persona queda encerrada en los límites del
individualismo egoísta. En términos más sencillos: el afán ansioso de tener, de
triunfar, de subir, de descansar y divertirse, de llevar una fácil y placentera,
prevalece con mucho sobre el deseo de saber, de reflexionar, de dar un sentido a
lo que se hace, de ayudar a los demás con el propio trabajo, de trascender el
reducido ámbito de nuestros intereses vitales inmediatos. Queda casi bloqueada
la trascendencia horizontal (hacia los demás y hacia la colectividad) y también
la vertical (hacia los valores ideales absolutos, hacia Dios).
El segundo problema está estrechamente vinculado con el primero. La falta de
sensibilidad hacia la verdad y hacia las cuestiones relativas al sentido del
vivir lleva consigo la deformación, cuando no la corrupción, de la idea y de la
experiencia de la libertad; de la propia libertad en primer lugar. No puede
extrañar que la consolidación social y legal de los modos de vida congruentes
con el desorden antropológico del que estamos hablando se fundamenten siempre
invocando la libertad, realidad ciertamente sacrosanta, pero que hay que
entender en su verdaderos sentido. Se invoca la libertad como libertad de
abortar, libertad de ignorar, libertad de no saber hablar más que con palabras
soeces, libertad de no deber dar razón de las propias posiciones, libertad de
molestar y, ante todo y sobre todo, libertad de imponer a los demás una
filosofía relativista que todos tendríamos que aplaudir como filosofía de la
libertad. Quien le niega el aplauso será sometido a un proceso de linchamiento
social y cultural muy difícil de aguantar. Pienso que estas consideraciones
pueden ayudar a entender en qué sentido Benedicto XVI ha hablado de «dictadura
del relativismo».
Todo esto también tiene mucho que ver, negativamente, con la fe cristiana. Quien
piensa que existe una verdad, y que esa verdad se puede alcanzar con certeza aun
en medio de muchas dificultades, quien piensa que no todo puede ser de otra
manera, es decir, quien piensa que nuestra capacidad de modelar culturalmente el
amor, el matrimonio, la generación, la ordenación de la convivencia en el
Estado, etc. tiene límites que no se pueden superar, piensa, en definitiva, que
existe una inteligencia más alta que la humana. Es la inteligencia del Creador,
que determina lo que las cosas son y los límites de nuestro poder de
transformarlas. El relativista piensa lo contrario. El relativismo parece un
agnosticismo. Quien pueda pensarlo coherentemente hasta el final lo verá mucho
más afín al ateísmo práctico. No me parece compatible la convicción de que Dios
ha creado al hombre y a la mujer, con la idea de que puede existir un matrimonio
entre personas del mismo sexo. Esto sólo sería posible si el matrimonio fuese
simplemente una creación cultural: nosotros lo estructuramos hace siglos de un
modo, y ahora somos libres de estructurarlo de otro modo.
El relativismo responde a una concepción profunda de la vida que trata de
imponer. El
relativista piensa que el modo de alcanzar la mayor felicidad que es posible
lograr en este pobre mundo nuestro, que siempre es una felicidad
fragmentaria y limitada, es
evadir el problema de la verdad, que sería una complicación inútil y
nociva, causa de tantos quebraderos de cabeza. Pero esta concepción se encuentra
con el problema de que los hombres, además de desear ser felices, de querer
gozar, de aspirar a carecer de vínculos para movernos a nuestro antojo, tenemos
también una inteligencia, y deseamos conocer el sentido de nuestro vivir.
Aristóteles inició su Metafísica diciendo
que todo hombre, por naturaleza, desea saber[25].
Y Cristo añadió que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que
procede de la boca de Dios»[26].
El deseo de saber y el hambre de la palabra que procede de la boca de Dios son
inextinguibles, y ningún aparato comunicativo o coercitivo podrá hacerlos
desaparecer de la vida humana. Por eso estoy convencido de que la hora actual es
una hora llena de esperanza y de que el futuro es mucho más prometedor de lo que
parece. Con las presentes reflexiones, que no quieren ser negativas, sólo se ha
pretendido exponer con seriedad y realismo el aspecto de la presente coyuntura
que Benedicto XVI ha llamado relativismo, así como su incidencia en la práctica
y difusión de la fe cristiana en el mundo actual.
Notas
[1] Aquí tendremos en cuenta los
siguientes textos: Ratzinger, J., Fede,
verità, tolleranza. Il Cristianesimo e le religioni del mondo, Cantagalli,
Siena 2003 (trad. española: Fe,
verdad y tolerancia, Ed. Sígueme, Salamanca 2005); la homilía de la «Missa
pro eligendo Romano Pontifice» celebrada en la basílica vaticana el 18 de abril
de 2005, y el importantísimo Discurso de Benedicto XVI a la Curia Romana con
ocasión de la Navidad, del 22 de diciembre 2005.
[2] Cfr. por ejemplo Ratzinger,
J., Fede,
verità, tolleranza. Il Cristianesimo e le religioni del mondo, cit., p.
121. Se vea también la homilía antes mencionada del 18 de abril de 2005.
[3] Cfr. Ratzinger, J., Fede,
verità, tolleranza…, cit., pp.
170 ss.
[4] Cfr. ibid.,
pp. 170-192.
[5] Decimos que el conocimiento
de Dios que nos da la fe no es exhaustivo porque en el Cielo conoceremos a Dios
muchísimo mejor. Sin embargo, lo que nos dice la Revelación es verdadero, y es
todo lo que Dios ha querido darnos a conocer de Sí mismo. No hay otra fuente
para conocer más verdades acerca de Dios. No hay otras revelaciones.
[6] Hb 1,
3.
[7] Cfr. 1
Tm 2, 5.
[8] Ésta es la tesis defendida a
principios del siglo XX por E. Troeltsch. Cfr. L’assolutezza
del cristianesimo e la storia delle religioni, Morano, Napoli 1968.
[9] Esta es una idea muy presente
a lo largo de libro antes citado Fede,
verità e tolleranza…
[10] Cfr. Ratzinger, J., Fede,
verità e tolleranza…, cit., p.
192.
[11] Una exposición y defensa de
la tesis pluralista puede encontrarse en: Knitter, P., No
Other Name? A
Critical Survey of Christian Attitudes towards the World Religions, Orbis
Books, Maryknoll (NY) 1985; Hick, J., An
Interpretation of Religion. Human Responses to Tracendent, Yale University
Press, London 1989; Amaladoss, M., The
pluralism of Religions and the Significance of Christ, en Id.,Making
All Things New: Dialogue, Pluralism and Evangelisation in Asia, Gujarat
Sahistya Prakash, Anand 1990, pp. 243-268; Id.,Mission
and Servanthood, «Third Millennium» 2 (1999) 59-66; Id., Jésus
Christ, le seul sauveur, et la mission, «Spiritus» 159 (2000) 148-157; Id., «Do
Not Judge…» (Mt 7:1), «Jeevadhara» 31/183 (2001) 179-182; Wilfred, F., Beyond
Settled Foundations. The Journey of Indian Theology, Madras 1993.
[12] Unos afirman que el Verbo no
encarnado, Lógos
ásarkos o Lógos cósmico,
desarrolla una acción salvífica mucho más amplia que la del Verbo Encarnado, es
decir, que la del Lógos
énsarkos (Cfr. por ejemplo
Dupuis, J., Verso
una teologia del pluralismo religioso, Queriniana, Brescia 1997, p. 404).
Otros dicen en cambio que es el Espíritu Santo quien despliega una acción
salvífica separada e independiente de la de Cristo, y fundamentan en el Espíritu
Santo el valor salvífico autónomo de las religiones no cristianas y la verdadera
revelación contenida en ellas.
[13] Cfr. Juan Pablo II, Carta
encíclica «Redemptoris missio» sobre la permanente validez del mandato misionero,
7-XII-1990.
[14] Cfr. Congregación para la
Doctrina de la Fe, Declaración
«Dominus Iesus» sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y
de la Iglesia, 6-VIII-2000.
[15] Cfr. Dupuis, J., Verso
una teologia del pluralismo religioso, cit., pp. 367 y 403.
[16] Cfr. ibid.,
pp. 332 y 342.
[17] Cfr. Habermas, J., Teoria
della morale, Laterza, Roma - Bari 1995, p. 88 (original: Erläuterungen
zur Diskursethik, Suhrkamp, Frankfurt am Main 1991).
[18] Nino, C.S., Ética
y derechos humanos. Un ensayo de fundamentación, Ariel, Barcelona 1989, p.
195.
[19] Se llama aspecto «expresivo»
de las leyes civiles al hecho innegable de que las leyes, además de permitir o
de prohibir algo, expresan una concepción del hombre, de la vida, del
matrimonio, y así tienen un efecto educativo de signo positivo o negativo.
[20] Benedicto XVI, Discurso
a la Curia Romana con ocasión de la Navidad, 22-XII-2005.
[21] Ibidem.
[22] Ibidem.
[23] Ibidem.
[24] Philipp Lersch la llama función
intelectual, y denomina función
espiritual de la inteligencia a
la que nosotros llamamos función sapiencial. Cfr. Lersch, Ph., La
estructura de la personalidad, 4ª ed., Scientia, Barcelona 1963, pp.
399-404.
[25] Cfr. Aristóteles, Metafísica,
I, 1: 980 a 1.
[26] Mt 4,
4.
Catedrático de
Teología Moral Fundamental
ConoZe.com
Contenidos
1. La fe cristiana
ante el desafío del relativismo
2. El relativismo religioso
3. El relativismo ético-social
4. Los problemas
antropológicos del relativismo
1. La fe cristiana
ante el desafío del relativismo
2. El relativismo religioso
3. El relativismo ético-social
4. Los problemas
antropológicos del relativismo