Amor y Responsabilidad (Juan Pablo II)
CAPITULO SEGUNDO
LA PERSONA Y EL AMOR
2. El atractivo y la toma de conciencia de los valores
3. Dos formas de amor: la concupiscencia y la benevolencia
4. El problema de la reciprocidad
5. De la simpatía a la amistad
II. Análisis psicológico del amor
9. La afectividad y el amor afectivo
10. El problema de la integración del amor
11. La experiencia vivida y la virtud
12. La afirmación del valor de la persona
13 La pertenencia recíproca de las personas
14. La elección y la responsabilidad
15. El compromiso de la libertad
16. El problema de la educación del amor
La palabra “amor” es equívoca. Nos limitamos aquí adrede a no hablar más que de algunas significaciones, porque no nos interesamos sino por el amor conyugal. Sabemos, no obstante, que, aun así limitado, esta palabra entraña todavía muchos sentidos. Se requiere un análisis detallado para llegar a definir, aunque sea incompletamente, la rica y compleja realidad que designa. Admitiremos como punto de partida que el amor es siempre una relación mutua de personas, que se funda a su vez en la actitud de ellas individual y común respecto del bien. Ello servirá de punto de partida para la primera parte de nuestro análisis, del análisis general del amor entre el hombre y la mujer. Conviene que en seguida distingamos los principales elementos del amor, así de su esencia ligada con la actitud frente al bien como de su estructura de relación mutua de personas. Todo amor comprende esos elementos. Así, por ejemplo, el amor siempre es atracción y afecto. El amor entre la mujer y el hombre no es más que un caso particular del amor y muestra tener todos los rasgos. Por esto sería mejor llamar “metafísico” al análisis general del amor, porque el término que lo designa es manifiestamente analógico.
El análisis general abrirá el camino para el análisis psicológico. El amor de la mujer y del hombre se forma en el psiquismo profundo de la personas y queda vinculado con la vitalidad sexual del ser humano. Lo que, por consiguiente, sería necesario, en el fondo, es un análisis psico-fisiológico o bio-psicológico. Pero el amor humano, el amor de personas, no se reduce a tales aspectos ni se identifica con ellos. Si no fuese así, la palabra “amor” no tendría aquí más que su sentido más amplio de amor natural o “cósmico”, simple tendencia teleológica de la naturaleza.
El amor del hombre y de la mujer es una relación de personas, tiene, pues, un carácter personal. A esto viene a referirse su profunda significación moral y en este sentido es objeto del más importante mandamiento del Evangelio. A esta significación se dirigirá nuestro análisis. Examinaremos el amor concebido como una virtud, la mayor de las virtudes, la que abarca en sí a todas las demás, las eleva a su nivel y las marca con su huella.
Semejante análisis en tres partes de aquello que une a la mujer y al hombre es indispensable para llegar por sus pasos a separar de esa multitud de significaciones asociadas a la palabra “amor” aquella que nos importa.
2. El atractivo y la toma de conciencia de los valores
El análisis general del amor ve su primer elemento en el atractivo. Hemos dicho que el amor significaba una relación mutua de dos personas, de la mujer y del hombre, fundado en su actitud respecto del bien. Dicha actitud tiene su origen en el atractivo. “Gustar” significa más o menos “presentarse como un bien”. La mujer puede fácilmente parecerle un bien al hombre y viceversa. Esta facilidad con que nace la recíproca atracción es el fruto de la tendencia sexual, particularidad y fuerza de la naturaleza humana, pero fuerza actuante en las personas y que, por ello, exige ser elevada a su nivel.
Este atractivo está estrechamente ligado al conocimiento intelectual, aunque su objeto —el hombre y la mujer— proviene en primer lugar del conocimiento sensible. El atractivo arranca de la impresión, que no es, sin embargo, ella sola la que lo determina. Vemos, en efecto, en el atractivo una vinculación cognoscitiva de un sujeto respecto a un objeto. Ni el conocimiento de la persona dada, ni el hecho de pensar en ella se identifican con el atractivo, porque éste no exige un conocimiento profundo del otro, ni largas reflexiones acerca de él. El atractivo no tiene una estructura puramente cognoscitiva. En cambio, hay que Constatar que en esa vinculación cognoscitiva que tiene el carácter del atractivo, toman parte no sólo los elementos extra-intelectuales, sino también extra-cognoscitivos, a saber, los sentimientos y la voluntad.
El atractivo no es tan sólo el hecho de pensar en la persona dada como en un bien, es asimismo una vinculación del pensamiento respecto de aquella persona en cuanto es un bien. Ahora bien, tal vinculación no puede ser provocada más que por la voluntad. Así, en el hecho de “agradar” está ya comprendido un elemento de “querer”, aunque todavía muy indirecto, lo cual hace que el carácter cognoscitivo se lleve la mayor parte. Se trata, podríase decir, de un conocimiento que compromete la voluntad, por haber sido antes comprometido por ella. Es difícil explicar el atractivo sin admitir una interpenetración del entendimiento y de la voluntad. La esfera de los sentimientos, que juega en ella un gran papel, será objeto de un análisis más detallado en la parte siguiente de este capítulo. Pero desde ahora conviene ya constatar que los sentimientos participan en el nacimiento del amor, porque contribuyen a la formación del atractivo recíproco entre el hombre y la mujer. En su vida afectiva, el hombre experimenta más bien que conoce, porque esa vida se manifiesta por reacciones emotivo-afectivas hacia el bien, importantes para el atractivo. En efecto, una persona aparece en ellas a otra como un bien.
La afectividad es la facultad de reaccionar ante el bien de una cualidad definida, de conmoverse a su contacto (en el análisis psicológico aceptaremos significaciones más precisas de la afectividad, oponiéndola a la sensualidad). Esta cualidad del bien a la cual un hombre o una mujer son particularmente sensibles depende en alguna medida de diferentes factores innatos, heredados o adquiridos bajo diversas influencias, así como del esfuerzo consciente de la persona que tiende a su perfeccionamiento interior. De ahí tal o tal otra coloración de la vida afectiva, que se transmite a las reacciones emotivo-afectivas, principales éstas para el atractivo. Es esa coloración lo que determina, en primer lugar, a la persona a la elección de la otra persona hacia la cual se siente atraída y hacia las cualidades sobre las cuales se concentra.
Porque toda persona es un bien extremadamente complejo y cuasi heterogéneo. El hombre y la mujer son, por su naturaleza, seres, y por tanto, bienes a la vez materiales y espirituales. Así es como aparecen el uno al otro, cuando vienen a ser objetos de su mutuo atractivo. Analizando el atractivo a través de la conciencia del sujeto, sin negar su unidad fundamental, descubrimos en él una pluralidad de experiencias de diversos valores. Todos ellos tienen por origen a la persona hacia la cual se ejerce la atracción.
Pero ésta no es solamente una suma de experiencias vividas a causa del contacto de una persona con otra. Es algo más que el estado de la conciencia que experimenta tales o tales otros valores; tiene por objeto la persona y de ella proviene. Esta actitud respecto a la persona no es sino el amor naciente. El atractivo forma parte de la esencia del amor, es amor en alguna medida, aunque éste no se limite a aquél. Es lo que expresaban los pensadores de la Edad Media cuando hablaban del amor complacentiae: el atractivo no es solamente uno de los elementos del amor, es también uno de los aspectos esenciales del amor en todo su conjunto. Por analogía, podríamos, por consiguiente, emplear la palabra “amor” al hablar del atractivo. De ahí el amor complacentiae. La experiencia de diversos valores que pueden leerse en la conciencia, es sintomática para el atractivo en la medida en que le pone uno o más acentos. Así, en el atractivo que x siente por y, aquel particular valor que él descubre y ante el que reacciona de un modo particularmente intenso, queda, por este hecho, puesto de relieve.
La reacción ante tal o tal otro valor no depende, por lo tanto, únicamente del hecho de que realmente existe en la persona dada, de que ésta lo posee, sino también igualmente de que la otra persona que lo percibe es particularmente sensible a dicho valor. Esto es de una importancia máxima en el amor entre el hombre y la mujer. En efecto, aunque el objeto de la atracción sea aquí siempre Una persona, es cierto que puede uno ser atraído hacia ella de diversas maneras. Por ejemplo, si uno es capaz de reaccionar únicamente, o sobre todo, ante los valores sensuales y sexuales, entonces lo que le atrae, e indirectamente también su amor por tal o tal otra persona, han de tomar necesariamente una forma diferente de la que tendrían en el caso de que fuese susceptible de reaccionar vivamente ante sus valores espirituales o morales, como su inteligencia, las virtudes de su carácter, etc...
La reacción emotivo-afectiva tiene gran parte en el atractivo, que ella marca con una huella específica. Los sentimientos no tienen por sí mismos poder cognoscitivo, tienen, en cambio, el de orientar y de dirigir los actos cognoscitivos, lo cual aparece con la mayor nitidez precisamente en el atractivo. Este hecho crea, con todo, alguna dificultad interior en la vida sexual de las personas.
Esta dificultad reside en la relación de lo vivido y de la verdad. Los sentimientos nacen de una manera espontánea (por esto el atractivo hacia una persona surge muchas veces de manera inesperada), pero esta reacción es, en el fondo, “ciega”. La acción natural de. los sentimientos no tiende a percibir la verdad de su objeto. En el hombre, la verdad es una función y una tarea propia de la razón. Y, si bien hay en esto pensadores (Pascal, Scheler) que recalcan la lógica especial de los sentimientos (logique du coeur[4]), conviene, sin embargo, constatar que las reacciones emotivo-afectivas pueden lo mismo ayudar que impedir el atractivo hacia un verdadero bien. Esto es de suma importancia para el valor de todo atractivo, porque ese valor depende del hecho de que el bien que atrae sea el bien que se buscaba. Así pues, en la atracción entre el hombre y la mujer, la verdad acerca del valor de la persona objeto del atractivo es fundamental y decisivo. En esto contribuyen muchas veces las reacciones emotivo- afectivas a deformar o falsear el atractivo, cuando gracias a ellas se cree percibir en la persona valores de que en realidad está desprovista. Y esto puede mostrarse muy peligroso para el amor. En efecto, la reacción emotiva una vez pasada (y la fluctuación está en la naturaleza), el sujeto que había fundado en ella, y no en la verdad, toda su actitud respecto de determinada persona, se encuentra en el vacío, privada de aquel bien que creía haber encontrado. De este vacío y de esta decepción que lo acompaña nace a las veces una reacción emotiva de signo contrario; el amor puramente afectivo se transforma en odio, afectivo igualmente y dirigido contra aquella misma persona.
Por esto, antes ya en el atractivo —e incluso sobre todo en él— la verdad sobre la persona hacia la cual se orienta es de tanta importancia. Sin embargo, la tendencia, nacida del dinamismo de la vida afectiva, propende a desatender esta verdad, es decir, a la persona tal como ella es en sí misma, y a dirigirse hacia sí mismo, o más exactamente hacia los sentimientos que experimenta. Llegado a ese punto, no se preocupa de saber si el objeto posee realmente los valores que le presta el atractivo que suscita, pero se pregunta a sí mismo si el sentimiento despertado por dicho atractivo es verdadero. Ahí es donde se encuentra por lo menos una de las fuentes de la subjetividad tan frecuente en el amor (volveremos de nuevo todavía a tratarlo).
Según la opinión corriente, el amor se reduce sobre todo a la verdad de los sentimientos. Aun cuando no se pueda negar esto enteramente —el análisis del atractivo viene a corroborar esta opinión—, conviene proclamar, sin embargo, en nombre del valor del atractivo y del valor del amor, que la verdad sobre la persona, objeto del atractivo, juega un papel no menos importante que la verdad de los sentimientos. Una ajustada síntesis de estas dos verdades confiere al atractivo esa perfección que lo hace uno de los elementos del amor verdaderamente “cultivado”.
El atractivo está estrechamente ligado a la experiencia de los valores. La persona de sexo contrario puede ser el origen de experiencias de valores diversos, pero todas ellas juegan un papel en el atractivo, determinado éste —ya lo hemos dicho— por alguna de ellas, por aquella que el sujeto siente más intensamente. Al hablar de la verdad en el atractivo (e, indirectamente, también de la verdad en el amor) subrayamos que es necesario que la verdad no se limite jamás a los valores parciales, a aquello que se encuentra en la persona, pero que no es la persona misma. Se trata de sentir el atractivo hacia la persona, es decir, de englobar en este acto no solamente los diversos valores ligados a ella, sino los valores de la misma persona: porque ésta es un valor por sí misma, y por esta razón merece ser el objeto de la atracción y no tan sólo por tales o cuales valores que se le injertan. No vamos ahora a explicar por qué este aspecto del problema es a tan importante, lo haremos en el capítulo dedicado al análisis moral del amor. Con todo el atractivo suscitado por el valor mismo de la persona viene a tener el carácter de verdad integral: el bien hacia el cual tiende es la persona y no una cosa.
“Agradar” significa “aparecer como un bien”, y más que esto, “como el bien que en sí es”, hay que añadir en nombre de la verdad, tan importante en la estructura del a atractivo. El objeto de la atracción que parece al sujeto como un bien, se le presenta al mismo tiempo como bello. Este hecho importa mucho para el atractivo que está en la base del amor entre el hombre y la mujer. Tocamos aquí el vasto problema de la belleza femenina y masculina. La experiencia de la belleza va a la par con la de los valores, como si en cada uno de éstos estuviese comprendido un valor estético a manera de “suplemento”. Palabras como “encanto”, “gracia”, “atractivo”, sirven para definir ese elemento del amor entre personas. El ser humano es bello y puede, gracias a la belleza que le es propia, atraer la mirada del hombre, y viceversa. Es precisamente en la atracción donde la belleza encuentra su lugar.
No profundizaremos por ahora en este problema. En cambio, cabe recordar que el ser humano es una persona, un ser cuya naturaleza está determinada por su interioridad. Por esto, además de su belleza exterior, es preciso saber descubrir su belleza interior e, incluso, complacer- se en ella preferentemente. Esta verdad es particularmente importante para el amor entre el hombre y la mujer, que es —o por lo menos habría de ser— un amor de personas. El atractivo en que se funda este amor no puede nacer de la mera belleza física y visible, sino que hace falta que abarque profundamente la belleza integral de la persona.
3. Dos formas de amor: la concupiscencia y la benevolencia
La expresión latina “amor concupiscentiae” indica no que el deseo constituye uno de los elementos del amor, sino que el amor se traduce también por el deseo, que pertenece a su esencia tanto como el atractivo y que a las veces predomina en él. Los pensadores de la Edad Media tenían, por lo tanto, enteramente razón cuando hablaban del amor de concupiscencia, lo mismo que hablaban del amor de atracción (amor complacentiae). La concupiscencia pertenece asimismo a la esencia de ese amor que nace entre el hombre y la mujer. Ello resulta de que la persona es un ser limitado, que no puede bastarse a sí mismo, que tiene, por lo tanto, necesidad en el sentido más objetivo, de otros seres. A partir de la limitación e insuficiencia del ser humano se levanta uno hasta la comprensión de su relación con Dios. Como toda otra criatura, el hombre tiene necesidad de Dios para vivir.
Pero, de momento, hemos de tratar de otra cosa. Para la persona humana, el sexo viene a ser una cierta limitación de su ser. El hombre tiene, por consiguiente, necesidad de la mujer para completarse ónticamente, y viceversa. Esta necesidad objetiva se manifiesta por la tendencia sexual, a base de la cual surge el amor entre ellos. Es un amor de concupiscencia, porque resulta de una necesidad y tiende a encontrar el bien que le falta. Para el hombre, lo es la mujer; para la mujer, lo es el hombre. Pero hay una profunda diferencia. entre el amor de concupiscencia y la concupiscencia misma. Esta supone la sensación desagradable de la carencia, que puede eliminarse con un bien definido. El hombre puede, por ejemplo, desear la mujer de este modo. La persona aparece entonces como un medio que puede apagar el deseo, como el alimento apaga el hambre (esta comparación es, con todo, imperfecta). No obstante,. lo que se oculta tras la palabra “concupiscencia” sugiere una relación de carácter utilitario. En el caso que nos interesa, el objeto de la concupiscencia es una persona de otro sexo. De esto hablaba Cristo cuando decía: “Todo el que mira a una mujer para desearla, ya ha cometido, en su corazón, adulterio con ella” (Mt 5,28). Esta sentencia proyecta una vivísima luz sobre la esencia del amor y de la moralidad sexual. El problema nos aparecerá más claramente a medida que iremos haciendo el análisis de la sensualidad.
El amor de concupiscencia no se reduce, por lo tanto, a solos los deseos. No es sino una cristalización de la necesidad objetiva de un ser dirigido hacia otro, por ser éste para el otro un bien y un objeto de deseo. Sin embargo, en la conciencia del sujeto, este amor no se limita a la sola concupiscencia. Aparece como el deseo de un bien para él: “Te quiero, porque eres un bien para mí.” El objeto del amor de concupiscencia es un bien para el sujeto —la mujer para el hombre, el hombre para la mujer—. Por esto se experimenta el amor como un deseo de la persona y no sólo como el deseo sensual, como la concupiscencia, que lo acompaña, sino que permanece más bien en la sombra. El sujeto que ama es consciente de la presencia de este deseo, sabe que la concupiscencia permanece, por así decirlo, a su disposición, pero trata él de perfeccionar su amor, no permitirá que predomine por encima de todo aquello que contiene además de ese deseo. Siente, aunque no lo discierna, que semejante hegemonía del deseo deformaría su amor y se lo quitaría a los dos.
A pesar de no identificarse con los deseos sensuales, el amor de concupiscencia constituye, sin embargo, aquel aspecto del amor en el que más fácilmente pueden apoyarse actitudes más bien utilitaristas. Tal como lo hemos hecho notar, el amor de concupiscencia supone un bien real, gracias al cual (para volver a la expresión de que nos valimos más arriba) “tú eres un bien para mí”. Un bien que sirve para satisfacer una necesidad, es siempre un bien útil. Pero ser útil no es exactamente lo mismo que ser objeto de placer. Por esto se puede decir, visto su aspecto que se manifiesta en el amor de concupiscencia, que el amor se acerca tanto como es posible a la utilidad, aunque penetrándola con su propia esencia. Con todo, un verdadero amor de concupiscencia no se transforma jamás en una actitud utilitarista, porque siempre tiene (aun en el deseo sensual) su raíz en el principio personalista. Añadamos que el amor de concupiscencia tiene también su parte en el amor de Dios, que el hombre puede desear y desea como un bien para él mismo. Por lo que se refiere al amor entre personas, conviene describirlo con precisión a fin de evitar el error de ver ya en los meros deseos sensuales el equivalente del amor de concupiscencia, y en seguida el de considerar que el amor de concupiscencia agota la esencia del amor de un hombre para otro hombre (y tanto más para con Dios), el amor entre dos personas.
Conviene subrayar aquí que el amor es la realización más completa de las posibilidades del hombre. Es la actualización máxima de la potencialidad propia de la persona. Esta encuentra en el amor la mayor plenitud de su ser, de su existencia objetiva. El amor es el acto que ex- playa más completamente la existencia de la persona. Evidentemente, para que así sea, es indispensable que el amor sea verdadero. ¿Qué significa exactamente esta expresión? El amor es verdadero cuando realiza su esencia, es decir, se dirige hacia un bien auténtico y de manera conforme a la naturaleza de ese bien. Ha de aplicarse esta definición igualmente al amor entre el hombre y la mujer. En este terreno también, el amor verdadero perfecciona al ser de la persona y da anchura a su existencia. El amor falso provoca resultados contrarios: es aquel que se dirige hacia un bien aparente o —caso más frecuente— hacia un bien verdadero pero de una manera no conforme a la naturaleza de ese bien. Así es muchas veces el amor entre el hombre y la mujer, falso en sus principios, o bien —a pesar de principios aparentemente justos— falso en sus diferentes manifestaciones, en su realización. Pues bien: el amor falso es un amor malo.
El amor del hombre y de la mujer que no pasase del deseo sensual sería también malo, o por lo menos, incompleto, porque el amor de concupiscencia no agota lo esencial del amor entres personas. No es suficiente desear a la persona como un bien para sí mismo, es necesario además —y sobre todo— quererle su bien para ella. Esta orientación, altruista por excelencia, de la voluntad y de los sentimientos se llama en Santo Tomás “amor benevolentiae” o “benevolentia” sencillamente. El amor de una persona a otra debe ser benévolo para que sea verdadero, de otra suerte no será amor, sino únicamente egoísmo. En su naturaleza, no solamente no hay ninguna incompatibilidad entre la concupiscencia y la benevolencia, sino que incluso hay un lazo entre ellas. Cuando se desea a alguien como un bien para sí, es preciso querer que la persona deseada sea verdaderamente un bien, a fin de que pueda ser realmente un bien para el que la desea. Así es como aparece el lazo entre la concupiscencia y la benevolencia.
Con todo y con eso la misma benevolencia no se reduce a esta relación de quereres: el hombre quiere que la mujer sea un bien lo más completo posible, a fin de que lo sea tanto mayor para él, y viceversa. La benevolencia se aleja de todo interés, algunos de cuyos elementos son todavía perceptibles en el amor de concupiscencia. La benevolencia es el desinterés en el amor; no el “Te deseo como un bien”, sino el “Te deseo tu bien”, “Deseo lo que es un bien para ti”. Una persona benévola desea esto sin pensar en sí misma, sin tenerse en cuenta a sí mismo. Por el amor de benevolencia es amor en un sentido mucho más absoluto que el amor de concupiscencia. Es el amor más puro. Por la benevolencia nos acercamos más que con nada a lo que constituye la “esencia pura” del amor.
El amor del hombre y de la mujer no puede dejar de ser un amor de concupiscencia, pero ha de tender a convertirse en una profunda benevolencia. Es necesario que tienda a ello de continuo, y en todas las manifestaciones de su vida común. Y ha de realizarse sobre todo en la vida conyugal que es donde más claramente se manifiesta no sólo el amor de concupiscencia, sino también al mismo tiempo la misma concupiscencia. Porque ahí reside la riqueza particular del amor conyugal, pero al mismo tiempo su dificultad específica. No conviene disimularlo ni pasarlo en silencio. El verdadero amor de benevolencia puede ir a la par con el amor de concupiscencia, incluso con la concupiscencia misma, con tal de que ésta no llegue a dominar todo lo que el amor del hombre y de la mujer contiene además, y que no venga a ser su única sustancia.
4. El problema de la reciprocidad
La reciprocidad nos obliga a considerar el amor del hombre y de la mujer no tanto como el amor del uno para con el otro cuanto, más bien, como algo que existe entre ellos. Ello está estrechamente vinculado al amor entre el hombre y la mujer. Detengámonos en esta proposición. Sugiere dicha proposición que el amor no está ni en la mujer ni en el hombre —porque en tal caso, en el fondo, habría dos amores—, sino que es único, que es algo que les ata. Numérica y psicológicamente hay dos amores, pero esos dos hechos psicológicos distintos se unen y crean un todo objetivo, en cierto modo un solo ser en el que dos personas están internadas, o, tal vez mejor, integradas.
Llegamos así al problema de la relación entre “yo” y “nosotros”. Toda persona es un “yo” absolutamente único que posee su interioridad propia y, gracias a ello, constituye un pequeño universo que depende de Dios en su existencia, quedando, sin embargo, independiente dentro de los límites que le son propios. El camino de un “yo” a otro pasa por el libre arbitrio, por el compromiso del libre arbitrio. Por ese camino puede no ir más que en una dirección. El amor de la persona es entonces unilateral. Claro que posee su aspecto psicológico distinto y auténtico, pero carece de aquella plenitud objetiva que le confiere la reciprocidad Se le llama entonces amor no- compartido, y es sabido que tal amor no puede existir sin pena ni sufrimiento. Sucede a las veces que se mantiene, Incluso durante mucho tiempo, en el sujeto, en la persona que lo fomenta, pero esto no es más que por la fuerza de una especie de obstinación interior que deforma más bien el amor y le despoja de su carácter normal. El amor sin reciprocidad está condenado desde luego a vegetar, más tarde a morir. Y muchas veces, al desaparecer, hace que se extinga la misma facultad de amar. Evidentemente, éste es un caso extremo.
Sin embargo, es cosa clara que el amor no es unilateral por su misma naturaleza, sino que, al contrario, es bilateral, que existe entre personas, que es social. Su ser, en su plenitud, es inter-personal y no individual. Es una fuerza que liga y que une, su naturaleza es contraria a la división y al aislamiento. Para que el amor alcance su plenitud, es preciso que el camino que va del hombre a la mujer se encuentre con el que va de ésta a aquél. Un amor recíproco crea la base más inmediata a partir de la cual un único “nosotros” nace de dos “yo”. En esto consiste su dinamismo natural. Para que nazca el “nosotros”, no es suficiente un solo amor bilateral, porque en él, a pesar de todo, hay dos “yo”, aunque plenamente dispuestos ya a llegar a ser un solo “nosotros”. Es la reciprocidad la que, en el amor, decide del nacimiento de ese “nosotros”. Ella demuestra que el amor ha madurado, que ha llegado a ser algo entre las personas, que ha creado una comunidad, y así es como se realiza plenamente su naturaleza. La reciprocidad entra a formar parte.
Este hecho arroja nueva luz sobre el conjunto del problema. Hemos constatado más arriba que la benevolencia pertenecía a la naturaleza del amor tanto como el atractivo y la concupiscencia. El amor de concupiscencia y el de benevolencia difieren entre sí, pero no hasta el punto de excluirse mutuamente: una persona puede desear a otra como un bien para sí misma, pero puede al mismo tiempo desearle el bien independientemente del hecho de que lo sea para ella. La verdad acerca de la reciprocidad da de ello una nueva explicación: cuando se desea a alguien en cuanto es un bien para sí mismo, en retorno se desea entonces sobre todo su amor, se desea, por consiguiente, a la otra persona desde luego en cuanto con-creador del amor y no como objeto de concupiscencia. El “interés” en el amor se reduciría, por lo tanto, simplemente a buscar un eco en el amor recíproco. Pero, puesto que la reciprocidad pertenece por su naturaleza al amor, y constituye su perfil interpersonal, es difícil hablar aquí de “interés”. El deseo de reciprocidad no excluye el carácter desinteresado del amor. Al contrario, el amor recíproco puede ser enteramente desinteresado, aunque el amor de concupiscencia encuentra en él plena satisfacción. La reciprocidad aporta consigo una síntesis, si así puede decirse, del amor de concupiscencia y del amor benévolo. El primero se manifiesta sobre todo en el momento en que una de las dos personas se hace celosa “de la otra”, cuando comienza a temer su infidelidad.
Aquí está un problema aparte y de una extrema importancia para el amor entre el hombre y la mujer y para el matrimonio. Será útil recordar aquí lo que decía Aristóteles ya entonces a propósito de la reciprocidad en su tratado sobre la amistad (Ética a Nicómaco, libros VIII y IX). Según él, hay diversas clases de reciprocidad y lo que la determina es el carácter del bien sobre el que se apoya, y con ella toda la amistad. Si es un bien verdadero (bien honesto), la reciprocidad es profunda, madura y casi inquebrantable. Por el contrario, si es tan sólo el provecho, la utilidad (el bien útil) o el placer los que la originan, será superficial e inestable. En efecto, aunque siempre sea algo entre las personas, la reciprocidad depende esencialmente de lo que las personas meten en ella. Por esto la consideran dichas personas no como supra-personal, sino, al contrario, como esencialmente individual.
Ahora bien—volvemos al pensamiento de Aristóteles—, si la aportación de cada persona al amor recíproco es su amor personal, dotado de un valor moral integral (amor-virtud), entonces la reciprocidad adquiere el carácter de estabilidad, de certidumbre. Ello explica la confianza que se tiene en la otra persona y que suprime las Sospechas y los celos. Poder creer en otro, poder pensar en él como en un amigo que no puede decepcionar es para el que ama una fuente de paz y de gozo. La paz y el gozo, frutos del amor, están estrechamente ligados a su misma esencia.
Si, por el contrario, lo que las dos personas aportan al amor es únicamente, o sobre todo, la concupiscencia que busca el goce y el placer, entonces la misma reciprocidad estará desprovista de las características de que acabamos de hablar. No cabe tener confianza en una persona si se sabe que ella no tiende más que al goce y al placer. Tampoco se la puede tener si uno mismo procede así. Este es el “desquite” de esta propiedad del amor gracias al cual éste crea una comunidad interpersonal. Basta que una de las personas adopte una actitud utilitaria para que en seguida surja el problema de la reciprocidad en el amor, nazcan sospechas y celos. Es verdad que muchas veces resultan por la flaqueza humana. Pero las gentes que, a pesar de su flaqueza, aportan en el amor una real buena fe, tratarán de fundamentar la reciprocidad en el bien honesto, en la virtud, tal vez aún imperfecta, pero, no obstante, real. La vía común les dará continuamente la ocasión de verificar su buena fe y de completarla con la virtud, y vendrá a ser una especie de escuela de perfección.
Las cosas se presentan diferentemente si las dos personas, o también si solamente una de ellas, no adoptan en E el amor recíproco más que una actitud utilitaria. La mujer y el hombre pueden ser el uno para el otro una fuente de placer sexual y de diversos provechos, pero ni el placer solo ni la voluptuosidad sexual son un bien que une y liga las personas a la larga, como Aristóteles lo ha dicho justamente. Si en el origen del “amor recíproco” no hay más que el placer o el provecho, la mujer y el hombre no estarán unidos más tiempo que mientras serán, el E uno para el otro, la fuente de tal placer o provecho. Apenas dejarán de serlo, la razón de su “amor” desaparecerá, y con ella la ilusión de reciprocidad. Porque no puede haber verdadera reciprocidad allí donde no hay sino la concupiscencia o la actitud utilitaria. En efecto, semejante actitud no busca la expresión del amor en el amor recíproco, no busca más que la satisfacción, el hartazgo de la concupiscencia. En el fondo no es más que egoísmo, mientras que la reciprocidad ha de suponer necesariamente el altruismo de cada uno. La reciprocidad verdadera no puede nacer de dos egoísmos: no puede resultar más que una ilusión de reciprocidad, ilusión momentánea, o todo lo más de corta duración.
De todo lo que precede resultan dos conclusiones, una de carácter más bien teórico, la otra práctico. Así, a la luz de las consideraciones sobre la reciprocidad, aparece claramente la necesidad de un análisis del amor, no sólo psicológico, sino sobre todo moral. Además siempre es preciso “verificar” el amor antes de declararlo a la persona amada, .y sobre todo antes de reconocer a ese amor como su propia vocación y de comenzar a construir su vida sobre él. Es preciso particularmente verificar lo que hay de ello en cada una de las personas con-creadoras del amor, por consiguiente, también lo que hay entre ellas. Es preciso saber sobre qué descansa la reciprocidad y si ella no es tan sólo una apariencia. El amor no puede durar más que en cuanto unidad en la que el “nosotros” se manifiesta, pero no si no es más que una combinación de dos egoísmos en los que se manifiestan dos “yo”. La estructura del amor es la de una comunidad interpersonal.
5. De la simpatía a la amistad
Vamos a examinar el problema del amor todavía bajo otro aspecto. Aun cuando esta manera de considerarlo se acerque ya mucho al análisis psicológico, la situamos aún en la primera parte de este capítulo, consagrada al análisis general del amor. La palabra “simpatía” es de origen griego; se compone del prefijo syn (con, junto con) y de la raíz pathein (sentir, experimentar, sufrir). Literalmente, simpatía significa, por consiguiente, “sentir junto con”. La composición de la palabra señala dos elementos que forman parte de la simpatía, a saber una cierta comunión, expresada por el prefijo, y una cierta pasividad (“sentir, experimentar...”), expresada por la raíz. Por esta razón, la simpatía designa ante todo lo que “pasa” entre las personas en el terreno de la vida afectiva, aquello por lo cual las experiencias emotivo-afectivas les unen. Conviene que se subraye bien que lo que aquí “pasa”, lo que les “sucede” no es su obra, el fruto de sus actos volitivos. La simpatía demuestra más bien experiencia que acción: las gentes la experimentan muchas veces de una manera incomprensible para ellas mismas y su voluntad se siente arrastrada a la órbita de emociones y de sentimientos que acercan a dos personas independientemente del hecho de que una de ellas haya elegido a conciencia a la otra como objeto de su amor. La simpatía es un amor puramente afectivo, en el que la decisión voluntaria y la elección todavía no juegan su papel. A lo más, la voluntad consiente al hecho de la simpatía y a su orientación.
Aunque, etimológicamente, la simpatía parezca indicar un amor afectivo entre las personas, se habla frecuentemente de la simpatía por una persona. Cuando una persona me es simpática, ello significa que se encuentra en el campo de mi afectividad en cuanto es un “objeto” que suscita una resonancia afectiva positiva, la cual representa para la persona dada un acrecentamiento de valor. Este, nacido con la simpatía, puede desaparecer al mismo tiempo que ella, porque depende de la actitud afectiva adoptada respecto a la persona, objeto de la simpatía. Que pueda, con todo, transformarse bruscamente en una fuerte convicción respecto de los valores de la persona de que se trata, es otra cuestión. Sin embargo, dentro de los límites de la misma simpatía, la experiencia de los valores del objeto parece más bien indirecta: el su jeto siente los valores del objeto por intermedio de la simpatía, porque, gracias a ella, adquiere el objeto un valor para el sujeto. Hay en esto un rasgo de subjetividad, que, de acuerdo con la pasividad que hemos señalado más arriba, determina una cierta debilidad de la simpatía. Esta debilidad proviene de que la simpatía toma posesión de la afectividad y de la voluntad, muchas veces independientemente del valor objetivo de la persona hacia la cual se orienta. El valor del sentimiento reemplaza en cierta medida al de la persona (objeto de la simpatía).
La debilidad de la simpatía proviene, como se ve, de su falta de objetividad. Pero de ahí proviene también su gran fuerza subjetiva que da al amor de las personas su expresividad subjetiva. El mero reconocimiento intelectual del valor de otra persona, por honesta que sea, no es todavía el amor (ni el atractivo, como lo hemos dicho al principio de este capítulo). La simpatía es la única que tiene el poder de acercar las gentes de una manera sensible. El amor es una experiencia, y no tan sólo una deducción. La simpatía introduce a una persona en la órbita de otra persona en cuanto cercana a nosotros, hace que se “sienta” su personalidad entera, que se viva en su esfera, encontrándola a un mismo tiempo en la propia. Gracias a esto, precisamente, la simpatía es un testimonio de amor empírico y verificable, tan importante en las relaciones entre el hombre y la mujer. Gracias a ella sienten su amor recíproco, sin ella se extravían y se encuentran en un vacío igualmente sensible. Por esto les parece, en general, que el amor se acaba tan pronto como desaparece la simpatía.
No obstante, el amor, en su conjunto, no se limita a la simpatía, como la vida interior de la persona no se reduce a la emoción ni al sentimiento, que no son más que sus elementos. Un elemento más profundo y con mucho el más esencial es la voluntad, llamada a modelar el amor en el hombre y entre los hombres. Es importante constatarlo, porque el amor entre la mujer y el hombre no puede pararse al nivel de la simpatía: necesita llegar a la amistad. En la amistad —a diferencia de la simpatía— la participación de la voluntad es decisiva. El contenido y la estructura de la amistad podrían expresarse por esta fórmula: “Quiero el bien para ti, como lo quiero para mí.” Aparece ahí, como se ve, la benevolencia (“quiero el bien para ti”) y el “reforzamiento” del sujeto, del “yo”. Mi “yo” y el tuyo constituyen conjuntamente una unidad moral, porque la voluntad es igualmente benévola respecto de los dos. Por la fuerza de las cosas, tu “yo” llega a ser, por tanto, mío y vive la misma vida. Así es como se explica la palabra “amistad”. El reforzamiento del “yo” pone de relieve la unión de las personas realizada por la amistad.
La unión de amistad no es la unión de simpatía. Esta a se apoya únicamente en la emoción y el sentimiento: la voluntad no hace más que consentir. En la amistad, es la voluntad misma la que se compromete. He ahí por qué la amistad toma realmente posesión del hombre todo entero: es ésa su obra, implica la elección de la persona, del otro “yo” hacia el cual se orienta. En la simpatía, no está aún todo esto completo. De ahí la fuerza objetiva de la amistad. Esta última tiene, con todo, necesidad, como de una acentuación subjetiva, de ponerse de relieve en un sujeto. La simpatía sola no es todavía amistad, pero crea las condiciones en que podrá nacer ésta y alcanzar su expresión objetiva, su clima y su calor afectivo. Desprovisto de este calor, que le da la simpatía, el “quiero el bien para ti” recíproco, aunque constituye la raíz de la amistad, queda en el vacío. Es imposible reemplazarlo con mero sentimiento;. sin embargo, privado del sentimiento, resulta frío y poco comunicativo.
Desde el punto de vista de la educación del amor, se impone la siguiente exigencia: hay que transformar la simpatía en amistad y completar la amistad con la simpatía. Como se ve, esta exigencia va en dos direcciones. De una parte. le falta a la simpatía la benevolencia sin la cual no puede haber amor verdadero. Aunque la simpatía pueda parecer que ya es benevolencia (incluso algo más que benevolencia), escóndese ahí una dosis de ilusión. Analizando el atractivo hemos ya subrayado esta subjetividad del sentimiento, a saber, la tendencia que tiene a “tergiversar la verdad” del objeto y a orientarlo lo más posible hacia el sujeto. En consecuencia, se toma por amistad o incluso por algo más, lo que no es más que simpatía y amor afectivo. Por causa de esto se fundamentan en la simpatía relaciones como la del matrimonio que no pueden objetivamente apoyarse más que en la amistad. Y la amistad, como venimos de constatarlo, consiste en un compromiso de la voluntad respecto a una persona, con miras a su bien. La simpatía ha de madurar, por consiguiente, para llegar a ser amistad, y este proceso exige normalmente reflexión y tiempo. Se trata de completar el sentimiento de simpatía determinando la actitud hacia una persona dada y sus valores por su conocimiento objetivo y convencido. En su compromiso activo, la voluntad no puede tener otra base. Los meros sentimientos no pueden comprometer a la voluntad sino pasivamente, y más bien superficialmente, con una cierta dosis de subjetividad, mientras que la amistad exige un compromiso serio de la voluntad, objetivamente fundado.
Pero, de otra parte, es menester completar la amistad con la simpatía; privada de ésta, la amistad quedaría fría y poco comunicativa. Este proceso es posible del hecho de que, aun a pesar de nacer en el hombre de manera espontánea y a pesar de mantenerse en él de manera irracional, la simpatía gravita hacia la amistad, manifiesta una tendencia hacia ella. Hay en esto una simple consecuencia de la estructura de la interioridad humana de la persona, en la que no se ha adquirido el pleno valor más que para lo que está fundado en la convicción y el libre arbitrio. Ni la una ni el otro pueden ser reemplazados por la impresión o el sentimiento que ella suscita. Por esto, en el mismo momento en que entre dos personas nace la simpatía, una posibilidad y un esbozo —tan modesto como se quiera— de amistad se abren a un mismo tiempo. Pero la simpatía es muchas veces bastante fuerte desde un principio, mientras la amistad es a los comienzos feble y frágil. Se trata ahora de formar la amistad recíproca aprovechando la situación afectiva creada por la simpatía, y dándole una significación profunda y objetiva. La falta que se comete frecuentemente en el amor humano consiste en mantenerlo al nivel de la simpatía en vez de transformarlo conscientemente en amistad. Otra consecuencia de esta falta es la de creer que desde el momento en que termina la simpatía, el amor también se acaba. Esta opinión es bastante dañosa para el amor humano, y esta falta denota una laguna en la educación del amor.
El amor no puede en ninguna manera consistir en una “explotación” de la simpatía, ni en un simple juego de sentimientos y de goce (cosa que, en las relaciones entre la mujer y el hombre, va muchas veces, a la par con la hartura sexual). Esencialmente creador y constructivo —y no limitado meramente a la consumación— consiste, por el contrario, en una transformación profunda de la simpatía en amistad. La simpatía no es más que un indicio, no es nunca una relación perfecta entre personas. Es menester que encuentre en el hombre su fundamento, tomando como base la amistad que dilatarán su clima y su calor. La amistad la simpatía habrían de interpenetrarse sin estorbarse. Ahí reside el “arte” de la educación del amor, la verdadera ars amandi. Es contrario a sus reglas el permitir que la simpatía (que aparece particularmente en la relación hombre-mujer, en la que está ligada a un atractivo sensual y carnal) oculte la necesidad de crear la amistad y la haga á ésta prácticamente imposible. Ahí es, según parece, donde radica frecuentemente la causa de diversas catástrofes y fracasos a que se expone el amor humano.
Detrás de ellos se esconde una disparidad entre dos aspectos del amor, objetivo y subjetivo, que no se recuperan. La simpatía, de carácter subjetivo, no es todavía la amistad, generadora del aspecto objetivo del amor, el cual, por su parte, es necesariamente subjetivo: vive en los sujetos, en dos personas, en ellas es donde se forma y se manifiesta. Pero no se ha de confundir este amor subjetivo con la subjetividad. Aunque subjetivo, ya que está enraizado en los sujetos, el amor ha de estar libre de subjetividad. Ha de estar en el sujeto, en la persona, pero ha de tener un aspecto objetivo. Precisamente por esto, no puede limitarse a ser simpatía: ha de ser amistad. Puede uno darse cuenta de la madurez de la amistad verificando si va acompañada de simpatía, o más aún, si no le está enteramente subordinada y no depende más que de emociones y afectos, ni subsiste cuando no las siente, objetivamente, en las personas ni entre ellas. Entonces únicamente es cuando se puede fundar sobre ella el matrimonio y la vida común de los esposos.
Parece, por consiguiente, como si la camaradería pudiese ejercer un papel importante en el desarrollo del amor entre la mujer y el hombre. La camaradería difiere a la vez de la simpatía y de la amistad. Difiere de la primera porque no se limita a la esfera emotivo-afectiva de la persona, sino que se apoya, por el contrario, sobre bases objetivas tales como el trabajo común, las tareas comunes, los intereses comunes, etc. Y difiere de la segunda porque el “quiero el bien para ti como si se tratase de mi propio ‘yo’”, todavía no tiene lugar en ella. Así que, lo que caracteriza a la camaradería, es un elemento de comunidad fundado sobre elementos objetivos. Hay quienes van a clase juntos, trabajan en el mismo laboratorio, hacen el servicio militar en la misma compañía, se interesan por un mismo género de ocupaciones (v. gr., la filatelia), y así se hacen camaradas. La camaradería puede nacer igualmente entre el hombre y la mujer, estén o no igados por una simpatía afectiva. El primer caso es particularmente fecundo, porque entonces la simpatía puede transformarse en una verdadera amistad. La camaradería crea entre el hombre y la mujer una comunidad objetiva, mientras que la simpatía no les une más que de una manera subjetiva. El aspecto objetivo del amor, sin el cual queda siempre éste incompleto, puede, por tanto, conseguirse gracias a la camaradería. Como lo demuestra la experiencia, los sentimientos son más bien inconstantes, no pueden, por consiguiente, determinar de una manera durable las relaciones entre des personas. Es indispensable que se encuentren medios que permitan a los sentimientos no sólo tomar el camino de la voluntad, sino, lo que es más, hacer nacer esta unidad de quereres (unun velle) que hace que dos “yo” lleguen a ser un “nosotros”. Es justamente en la amistad donde se encuentra esa unidad.
La amistad recíproca tiene un carácter inter-personal que se expresa por ese “nosotros”. Ya aparece éste en la camaradería, aunque le falta todavía esa coherencia y esa profundidad que es propia de la amistad. La camaradería puede ligar entre sí a muchas personas, la amistad se limita más bien a un número pequeño. Los que están ligados por el compañerismo constituyen generalmente un medio, lo cual les caracteriza como fenómeno social. De ahí su papel importante en la formación del amor recíproco, si éste, una vez madurado, ha de conducir al matrimonio y llegar a ser el fundamento de una nueva familia: quienes son capaces de vivir en un grupo, capaces de crearlo, están sin duda bien preparados para dar a su familia el carácter de grupo sólidamente unido en el que reina una excelente atmósfera de vida en común.
El análisis general del amor tiene un carácter sobre todo metafísico, aunque en todo momento nos referíamos a los aspectos psicológicos o éticos. Estos diversos aspectos del amor se interpenetran de tal suerte que es imposible examinar uno cualquiera sin hacer mención de los otros. Hasta aquí hemos procurado hacer resaltar lo que pertenece a la esencia de todo amor y lo que, de una manera específica, encuentra su expresión en el amor entre el hombre y la mujer. En un sujeto individual, el amor se forma pasando por el atractivo, la concupiscencia y la benevolencia. Con todo encuentra su plenitud no en un solo sujeto, sino en una relación entre sujetos, entre las personas. De ahí el problema de la amistad que venimos de analizar hablando de la simpatía y de la reciprocidad que se refiere a la amistad. El paso del “yo” al “nosotros” es para el amor no menos esencial que el hecho de salir de su propio “yo”, que se expresa por el atractivo, en el amor de concupiscencia y en el de benevolencia. El amor —y sobre todo el que nos interesa aquí— es no solamente una tendencia, sino mucho más aún un encuentro, una unión de personas. Es evidente que este encuentro y esta unión se realizan a base del atractivo, del amor de concupiscencia y del de benevolencia creciente en los sujetos individuales. El aspecto individual no desaparece en el aspecto inter-personal, al contrario, éste está condicionado por aquél. De donde resulta que el amor es siempre una cierta síntesis inter-personal de gustos, de deseos y de benevolencia.
El amor matrimonial difiere de todos los otros aspectos y formas del amor que hemos analizado. Consiste en el don de la persona. Su esencia es el don de sí mismo, de su propio “yo”. Hay algo en ello, y al mismo tiempo algo más que el atractivo, que la concupiscencia y aun que la benevolencia. Todos los modos de salir de sí mismo para ir hacia otra persona, poniendo la mira en el bien de ella, no van tan lejos como el amor matrimonial. “Darse” es más que “querer el bien”, aun en el caso en que, gracias a esta voluntad, otro “yo” llega a ser en cierta manera el mío propio, como sucede en la amistad. Tanto desde el punto de vista del sujeto individual como del de la unión inter-personal creada por el amor, el amor de matrimonio es al mismo tiempo algo diferente y algo más que todas las otras formas del amor. Hace nacer el mutuo don de las personas.
Este problema exige que se profundice más. Una cuestión se pone en seguida, la de saber si puede una persona darse a otra, ya que hemos constatado que toda persona es, por su misma esencia, inalienable, alteri incommunicabilis. Es, por lo tanto, no sólo dueña de sí misma (sui juris), sino que ni siquiera se puede alienar ni dar. La naturaleza de la persona se opone al don de sí mismo. En efecto, en el orden de la naturaleza, no se puede hablar del don de una persona a otra, sobre todo en el sentido físico de la palabra. Lo que hay de personal en nosotros está por encima de toda forma de don, sea de la manera que fuere, y por encima de una apropiación en sentido físico. La persona no puede, como si no fuera más que una cosa, ser propiedad de otro. Por consiguiente. queda también excluido el poder tratar a la persona como un objeto de placer, tal como ya lo vimos. Pero eso que no es posible ni conforme a la regla, en el orden de la naturaleza y en sentido físico, puede tener lugar en el orden del amor y en sentido moral. Aquí sí que una persona puede darse a otra—al hombre o a Dios—y gracias a ese don una forma de amor particular se crea, al que llamaremos amor matrimonial. Este hecho muestra el dinamismo particular de la persona y las leyes propias que dirigen su existencia y su desarrollo. Cristo lo ha expresado en esta sentencia, que puede parecer paradójica: “El que haya encontrado la vida la perderá, y el que habrá perdido su vida a causa de Mí la. encontrará” (Mt 10, 39).
Hay efectivamente una profunda paradoja en el amor de matrimonio, paradoja no verbal solamente, sino intrínsecamente real; las palabras del Evangelio expresan una realidad particular y contienen una verdad que se manifiesta en la vida del hombre. Hete aquí que por razón de su naturaleza, toda persona es incomunicable e inalienable. En el orden de la naturaleza, está orientada hacia el perfeccionamiento de sí misma, tiende a la plenitud de su ser que es siempre un “yo” concreto. Hemos ya constatado que ese perfeccionamiento se realizaba gracias al amor, paralelamente a él. Ahora bien, el amor más completo se expresa precisamente en el don de sí mismo, en el hecho de dar en total propiedad ese “yo” inalienable e incomunicable. La paradoja aquí resulta doble y va en dos sentidos: primeramente, que se pueda salir de su propio “yo” y, en segundo lugar, que con ese salir no se le destruya ni se le desvalorice, sino que al contrario se le enriquezca, evidentemente en el sentido metafísico, moral. El Evangelio lo subraya netamente: “el que habrá perdido... encontrará”, “el que habrá encontrado... perderá”. Así, pues, encontramos aquí no sólo la norma misma personalista, sino también directrices muy precisas y muy arriesgadas, que amplían dicha norma en varios sentidos. El mundo de las personas tiene sus propias leyes de existencia y de desarrollo.
El don de sí mismo, en cuanto forma de amor, brota de lo hondo de la persona con una clara visión de los valores y la disponibilidad de la voluntad para entregarse precisamente de esta manera. El amor de esposos no puede en ningún caso ser fragmentario o fortuito dentro de la vida interior de la persona. Constituye una cristalización particular del “yo” humano todo entero, el cual, gracias a este amor, está decidido a disponer así de sí mismo. En el don de sí mismo, encontramos, por lo tanto, una prueba sorprendente de la posesión de sí mismo. Las manifestaciones de este amor parecen ser muy diversas. Sin hablar de la abnegada dedicación de la madre a su hijo, ¿no encontramos acaso este don de sí mismo, de su “yo”, en la actitud del médico respecto del enfermo, por ejemplo, en la del preceptor que se consagra abnegadamente a la formación de su alumno, o en la del sacerdote que, con parecida dedicación, se da al alma que se le confía? Militantes o apóstoles se dan a la causa de gentes que ni siquiera conocen personalmente y a las cuales sirven sirviendo a la sociedad. No es fácil distinguir la medida en que interviene en estos casos el amor de dedicación, porque en todos esos casos pueden sencillamente actuar una honesta benevolencia y una sincera amistad con el otro. Por ejemplo, para seguir abnegadamente la vocación de médico, de maestro o de sacerdote, basta querer el bien de aquellos respecto de los cuales nos compromete. Pero, aun en el caso en que nuestra actitud toma el carácter de don de sí mismo y se confirma, por tanto, en cuanto amor, no cabe ningún fundamento para definirlo como amor matrimonial.
El concepto de amor de esposos implica el don de una persona a otra. Por esto empleamos este término en algunos casos, incluso cuando se trata de definir la relación del hombre con Dios (volveremos sobre esto en el capítulo IV). Con mucha mayor razón se justifica hablar de dicho amor matrimonial a propósito del matrimonio. El amor del hombre y de la mujer lleva en el matrimonio al don recíproco de sí mismo. Desde el punto de vista personal, es un don de sí hecho a otra persona, desde el punto de vista inter-personal, es un don recíproco. No se ha de asimilar (y, por consiguiente, no se ha de confundir) el don de sí mismo, del que aquí tratamos, con el “don” en sentido puramente psicológico, ni, menos aún, con el “abandono” en sentido puramente físico. Por lo demás, es solamente la mujer, o a lo menos la mujer sobre todo, la que experimenta su participación en el matrimonio como un “abandono”; el hombre la ve de una manera diferente, de modo que, psicológicamente, hay según él una cierta correlación entre el “abandono” y la “posesión”. Pero el punto de vista psicológico no es aquí el único. En efecto, prolongando hasta el final este análisis objetivo, ontológico por lo tanto, del acto conyugal, llegamos a constatar que en esta relación ha de intervenir necesariamente el don de sí por parte del hombre, sentido de una manera diferente que la mujer, pero no menos real. En el caso contrario, el hombre corre el peligro de tratar a la mujer como un objeto, es decir, como un objeto de placer. Si, pues, el matrimonio ha de responder a las exigencias de la norma personalista, es menester que se realice en él el don de sí, el amor matrimonial recíproco. Según el principio de reciprocidad, dos dones de sí, el del hombre y el de la mujer, se encuentran en él, los cuales, psicológicamente, tienen una forma diferente, pero ontológicamente son reales y “componen” conjuntamente el don recíproco de sí. De ahí surge un deber particular para el hombre, que ha de acompañar su “conquista” y su “posesión” de la mujer con una actitud admisible que consiste igualmente en darse a sí mismo.
Es, pues, evidente que, en el matrimonio, este don de sí no puede tener una significación únicamente sexual. No estando, como no lo está, justificado por el don de la persona, llevaría fatalmente a esas formas de utilitarismo que hemos tratado de analizar en el primer capítulo. Se ha de subrayar este hecho, porque existe una tendencia más o menos acentuada a entender ese “don de sí mismo” en un sentido puramente sexual, o sexual y psicológico. Ahora bien, una interpretación personalista es aquí indispensable. Por esto la moral en la que el mandamiento del amor juega el principal papel se concilia muy bien con el hecho de reducir el matrimonio al amor de esposos, o más exactamente —para adoptar el punto de vista de la educación— con hacer que resulte el matrimonio de esta forma de amor. De ahí se siguen también otras consecuencias que examinaremos en el capítulo IV (primera parte), para justificar la monogamia. El don de sí mismo, tal como lo realiza la mujer para con el hombre en el matrimonio, excluye—moralmente hablando—que él o ella se puedan dar al mismo tiempo y de la misma manera a otras personas. El elemento sexual juega un papel particular en la formación del amor de esposos. Las relaciones sexuales hacen que este amor—aun limitándose a una sola pareja—adquiera una intensidad específica. Y sólo así limitado es como puede tanto más extenderse hacia nuevas personas que son el fruto natural del amor conyugal del hombre y de la mujer.
La noción del amor matrimonial es importante para determinar las normas de toda moral sexual. En el orden objetivo, hay ciertamente entre el sexo y la persona una vinculación enteramente particular, a la cual, en el orden de la conciencia, responde el sentimiento del derecho a la propiedad de su “yo”. (Analizaremos este problema en el capítulo III, “Metafísica del pudor”). Por consiguiente, no cabe tratarse de un abandono sexual que no tuviese la significación de un don de la persona y no entrase, de una manera o de otra, en la órbita de las exigencias que tenemos derecho de poner en el amor de esposos. Estas exigencias se derivan de la norma personalista. El amor de esposos, aunque difiere por su esencia de todas las demás formas del amor anteriormente analizadas, no puede formarse más que en relación con ellas. Es, sobre todo, indispensable que esté estrechamente ligado a la benevolencia y a la amistad. Privado de semejante vinculación, el amor puede caer en un vacío sumamente peligroso, y las personas, comprometidas quedarían entonces desamparadas ante los hechos internos y externos que, imprudentemente, habrían dejado surgir en ellas y entre ellas.
II. Análisis psicológico del amor
Se ha de comenzar este análisis por lo que constituye la “partícula elemental” de la vida psíquica del hombre, a saber, la percepción, y la emoción que de ella se deriva. Llamamos “percepción” a la reacción de los sentidos ante las excitaciones producidas por los objetos. Los sentidos están ligados de lo más estrechamente con la constitución del organismo humano, aunque no se identifican con él. Así que no se puede, por ejemplo, reducir el sentido de la vista a ese mecanismo de la anatomía del hombre: el receptor externo—los nervios ópticos—, los centros cerebrales correspondientes. En el sentido de la vista, hay algo más, una cualidad psíquica específica que no posee ninguno de los demás órganos tomado aparte o en conjunto. Esta cualidad psíquica pertenece al dominio del conocimiento. Con el sentido de la vista, como con cualquier otro sentido, obtenemos conocimiento de objetos definidos, o, por mejor decir, obtenemos conocimiento de objetos de una manera definida. Se trata aquí de objetos materiales, porque son los únicos que pueden ser conocidos por los sentidos. Se dice muchas veces que el objeto adecuado de los sentidos está formado de cualidades sensoriales.
Las percepciones quedan de lo más estrechamente ligadas al conocimiento. Los sentidos reaccionan ante los objetos adecuados mediante sensaciones discernibles en lo interior de la percepción. Cogen y retienen la imagen de un objeto reflejada o refleja. La sensación supone un contacto directo del sentido con el objeto dado; mientras e dura el contacto, dura la experiencia directa en el sentido propio de este término. Pero así que termina, los sentidos conservan la imagen del objeto cuya representación sustituye poco a poco en la conciencia a la percepción que él producía. Con esto llegamos a la noción de sentidos internos. Los sentidos externos son los que entran en contacto directo con el objeto mientras éste se encuentra a su alcance. Los sentidos internos mantienen ese contacto cuando ya el objeto no se encuentra al alcance de los sentidos externos.
La percepción contiene siempre, por tanto, una imagen concreta y detallada en la que se reflejan todos los caracteres de un objeto, de este objeto, evidentemente en la medida en que la percepción es fiel. Porque también puede no serlo: en tal caso, abarcamos con ella solamente algunos caracteres solamente, aquellos que permiten a la razón calificar al objeto de una manera general, pero muchos caracteres individuales se nos escapan. Sabemos, con todo, que un objeto material puede ser sometido a una observación más penetrante: en cuyo caso, los caracteres individuales precedentemente desconocidos nos aparecerán y se fijarán también en el conocimiento sensible.
El hombre recibe gran cantidad de percepciones. Los receptores sensoriales trabajan sin parar, lo cual fatiga y agota el sistema nervioso, que tiene necesidad de reposo y de regeneración tanto como otras partes del organismo humano. A causa del gran número de percepciones, no todas ellas se impregnan en la conciencia humana con la misma intensidad. Unas son duraderas y más fuertes, otras febles y pasajeras. La percepción sensorial se asocia frecuentemente a una cierta emoción. Cuando decimos que una cosa o una persona ha hecho en nosotros “una gran impresión”, queremos expresar con ello que al percibirla hemos experimentado al mismo tiempo una emoción sensible, gracias a lo cual su percepción se ha impuesto a nuestra conciencia. Con esto pasamos al terreno de las emociones.
La emoción es un fenómeno diferente de la percepción. La emoción es también una reacción sensorial provocada por un objeto, pero su contenido difiere del de la percepción. El contenido de ésta es la imagen del objeto, mientras que en la emoción experimentamos uno de los valores del objeto. No olvidemos que los diferentes objetos que encontramos en nuestra experiencia sensorial inmediata, se imponen a nosotros no solamente por sus propiedades, sino también por sus valores. La percepción es la reacción ante las propiedades, la emoción, la reacción ante los valores. La emoción es sensorial, y lo más es, que posee incluso su correspondencia en el cuerpo, pero los valores que la provocan pueden, no obstante, no ser materiales. Es sabido que las emociones son muchas veces provocadas por valores no-materiales, espirituales. Cierto que para provocar la emoción es menester que tales valores sean “materializados” de una manera o de otra. Es menester que se les perciba, que se les escuche, que se les represente o se les rememore: entonces es cuando nace la emoción, una profunda emoción. La emoción es superficial cuando tiene por objeto valores materiales. Cuando, por el contrario, su objeto está constituido por valores supra-materiales, espirituales, llega a lo más profundo del psiquismo del hombre. Es comprensible: en el nacimiento de esta emoción la participación —mediata o inmediata— del espíritu humano y de sus facultades es mucho más vasta. La intensidad de la emoción es todavía otra cosa. Una emoción puede ser superficial pero intensa, así como puede ser profunda cuanto a su contenido, pero débil cuanto a su intensidad. La facultad de experimentar emociones profundas e intensas a la vez parece ser un elemento particularmente importante de la vida interior.
Cuando la percepción se une a la emoción, su objeto penetra la conciencia del hombre y se graba en ella con tanto mayor nitidez. En efecto, en ese caso, aparece en nosotros no solamente la imagen, sino también el valor del objeto, la conciencia cognoscitiva adquiere con ello una coloración afectiva. De este modo nace una experiencia más intensa, gracias a la cual el mismo objeto gana importancia a los ojos del sujeto. Todos esos hechos se producen también cuando se trata de una toma de contacto de personas de sexo diferente. Se sabe, por ejemplo, qué importancia tiene en este terreno lo que se llama “la primera impresión”. Sabemos cuán rica en significado es esta simple frase: “Ella ha hecho en él una gran impresión” o “El le ha causado a ella una gran impresión”. Pero si el amor humano comienza por una impresión, o más exactamente por una percepción impresiva, si todo en él de una manera o de otra ha de apoyarse necesariamente en ella (incluso su contenido espiritual), es precisamente así gracias al hecho de que junto a la impresión está también la emoción que permite experimentar a la otra persona en cuanto valor, o por mejor decir: que permite a dos personas, al hombre y a la mujer, experimentarse recíprocamente como valores. Por esto nuestro análisis psicológico del amor se verá obligado, más adelante, a referirse constantemente a los valores.
En el contacto directo de la mujer y del hombre, una experiencia sensorial tiene siempre lugar en ambas personas. Cada una de ellas es “cuerpo” y como tal provoca una reacción de los sentidos, que da origen a una impresión acompañada muchas veces de una emoción. La razón es que, por su naturaleza, la mujer representa para el hombre, y el hombre para la mujer, un valor que se asocia fácilmente a la impresión sensorial que procede de la persona de sexo opuesto. Esta facilidad con la que los valores se asocian a la impresión y, por consiguiente, la facilidad con la que surgen emociones al contacto de personas de sexo opuesto está ligada a la tendencia sexual propia del ser humano por cuanto le es una energía natural.
Una emoción de este género se asocia a una percepción (impresión) sensorial, es, por tanto, hasta un cierto punto sensorial, pero no resulta igualmente que los valores mismos ante los cuales se reacciona, sean puramente sensibles, que no pertenezcan sino al cuerpo o que se identifiquen con él. Hemos dicho más arriba que las emociones penetran la vida del espíritu, porque la emoción es muchas veces provocada también por valores espirituales. Pero en el caso que nos interesa y en el que se trata del contacto directo de la mujer y del hombre, hay que contar con el hecho de que en la impresión va a grabarse desde luego ese contenido que, de una manera inmediata también, es Perceptible por los sentidos. Así nace una imagen “exterior” de la otra persona. ¿Es lo mismo que decir que esta imagen es únicamente un reflejo del cuerpo? No, es un reflejo de la persona, de la persona de sexo contrario. Es la imagen mental que acompaña en la conciencia a la impresión que la indica. Pero no es ella la que causa la intensidad de la impresión, ni decide de la importancia de la impresión producida por un hombre sobre una mujer y viceversa. El uno hace “una gran impresión” sobre el otro cuando en su conocimiento se han visto sus valores. Los valores son el objeto de la emoción: son ellos los que, al asociarse a la impresión, contribuyen a su intensidad.
Analizando a la luz de lo que precede lo que llamamos la sensualidad, es preciso constatar que es algo más que una simple reacción de los sentidos ante el objeto, ante la persona de sexo diferente. La sensualidad no consiste en e hecho de que el uno percibe al otro con sus sentidos. Siempre consiste en la experiencia de valores definidos y perceptibles por los sentidos: los valores sexuales del cuerpo de la persona de sexo opuesto. (No hablamos ahora de perversiones en las cuales estos valores sexuales pueden considerarse ligados al cuerpo de una persona del mismo sexo, incluso al de un ser no-personal: animal u objeto inanimado.) Se dice entonces simplemente: “El (o ella) dice algo a mis sentidos.” Esta excitación de los sentidos no tiene más que una relación marginal con el hecho de experimentar la belleza del cuerpo, con la impresión estética. Por el contrario, otro elemento es esencial para la sensualidad: en la reacción sensual, el cuerpo es muchas veces sentido en cuanto objeto de placer. La sensualidad tiene por sí misma una orientación utilitaria, por consiguiente, se orienta sobre todo y directamente hacia el cuerpo; no concierne a la persona más que indirectamente, directamente más bien la evita. Incluso con la belleza del cuerpo, su vinculación es secundaria, como acabamos de decirlo. La belleza, en efecto, es esencialmente objeto de contemplación; la experiencia de los valores estéticos no tiene el carácter de placer, sino que, en cambio, provoca aquel gozo que San Agustín designaba con la palabra frui. La sensualidad empece, por tanto, la experiencia de lo bello, incluso de la belleza del cuerpo, porque introduce una actitud utilitaria respecto del objeto; el cuerpo es experimentado en cuanto objeto posible de placer.
Esta orientación de la sensualidad es espontánea, instintiva, y, como tal, no es moralmente mala, sino ante todo natural. Para -justificar esta opinión, habría que tener en cuenta las relaciones que existen entre las reacciones de los sentidos y la vida sexual del cuerpo humano. Pero el tratar de ello pertenece al biólogo, al fisiólogo o al médico.
La sensualidad no se identifica con la vitalidad del cuerpo, la cual, en sí misma, tiene un carácter únicamente vegetativo y todavía no sensorial; por esto encontramos manifestaciones de sensualidad que tienen una coloración sexual en los niños cuyo organismo todavía no ha alcanzado la madurez sexual. Aunque la sensualidad difiere de la vitalidad sexual, no se han de disociar, así como tampoco se han de disociar de las funciones vegetativas sexuales. La tendencia sexual se expresa en la vitalidad sexual por el hecho de que el organismo que posee propiedades masculinas tiene necesidad del organismo dotado de propiedades femeninas a fin de que sus vitalidades sexuales encuentren el término natural. En efecto, estas vitalidades están por su naturaleza orientadas hacia la procreación y el sexo opuesto sirve para este fin. Semejante actitud no es en sí misma utilitaria: la naturaleza no tiene por fin el mero placer. No es más que una actitud natural en la que se manifiesta la necesidad objetiva del ser.
Incluida en las funciones vegetativas, se comunica a los sentidos. Por eso la sensualidad está sobre todo orientada hacia la concupiscencia: la persona de sexo contrario es aprehendida en cuanto objeto de concupiscencia, gracias precisamente a sus valores sexuales perceptibles en el cuerpo, porque es en él sobre todo en donde los sentidos descubren la diferencia de sexos. Estos valores penetran en la conciencia cuando la percepción va acompañada de una emoción que se siente no solamente en el psiquismo, sino también en el cuerpo. La sensualidad se religa con las reacciones del cuerpo, sobre todo en las zonas erógenas, prueba de que está vinculada estrechamente con la vitalidad sexual interna del organismo mismo. La orientación de la sensualidad sería natural y, como tal, bastaría a la vida sexual, si las reacciones sexuales del hombre estuviesen infaliblemente guiadas por el instinto, y si la persona del otro sexo, objeto de estas reacciones, no exigiese otra relación que la que le es esencial para la sensualidad.
Pero —ya lo sabemos— la persona humana no puede ser e objeto de placer. El cuerpo es su parte integrante, no se le puede, por tanto, disociar del conjunto de la persona: su valor y el de su sexo se fundan en el valor de ella. En ese contexto objetivo, una reacción de la sensualidad en la que el cuerpo y el sexo hacen el papel de objeto de goce posible, amenazaría de desvalorización a la persona. Apreciar de este modo el cuerpo de una persona equivale a admitir el hecho de gozarla. He ahí por qué la reacción de la conciencia ante los movimientos de sensualidad es fácilmente comprensible. Porque o bien se procura disociar artificialmente la persona de su cuerpo y de su sexo para considerarlos como objetos posibles de placer, o bien se aprecia la persona únicamente desde el ángulo del cuerpo y del sexo, es decir, por tanto, en definitiva, también en cuanto objeto de placer. Las dos actitudes son incompatibles con el valor de la persona. Añadamos que no puede hacerse cuestión en el hombre de una sensualidad “pura”, tal como existe en los animales, ni tampoco de su orientación infalible por el instinto. Por ello, lo que es enteramente natural en los animales, es, en el hombre, infranatural. El contenido mismo de la reacción sensual que implica la experiencia del cuerpo y del sexo como objeto posible de goce, indica que en el hombre la sensualidad no es “pura”, sino transmutada de cierta manera desde el ángulo del valor. La sensualidad natural pura, con reacciones guiadas por el instinto, nunca está orientada hacia solo el placer separado del fin de la vida sexual, siendo así que lo puede estar en el hombre.
La mera sensualidad no es, por lo tanto, amor e incluso puede muy fácilmente convertirse en su contrario. A pesar de ello, hay que reconocer que en la relación hombre-mujer la sensualidad, en cuanto reacción natural ante una persona de sexo opuesto, es un material del amor conyugal, del amor de esposos. Pero no cumple con ese papel por sí misma. La orientación hacia los valores sexuales del cuerpo en cuanto objeto de goce exige la integración: ha de insertarse en una actitud aceptable respecto de la persona, sin ello no será nunca amor. Ciertamente, la sensualidad está atravesada como por una corriente de amor de concupiscencia, pero si no se completa con otros elementos, más nobles, del amor (de los cuales se trató en la primera parte de este capítulo), si no es más que concupiscencia, entonces con toda certidumbre no es amor.
Por sí misma, la sensualidad no tiene en cuenta a la Persona, no se dirige más que hacia los valores sexuales del cuerpo Esta es la razón de su inestabilidad característica: se vuelve hacia allá donde encuentra estos valores, hacia dondequiera que aparece un objeto posible de goce. Los sentidos señalan la presencia de ese objeto, cada uno de una manera diferente; el tacto, por ejemplo, reacciona de manera diferente que los sentidos superiores: la vista y el oído. Pero los sentidos externos no son los únicos capaces de servir para la sensualidad: los sentidos internos, como la imaginación o la memoria, sirven igualmente. Se puede, por intermedio de cualquiera de ellos, entrar en contacto con un cuerpo, incluso con el de una persona físicamente ausente, se puede experimentar los valores de ese cuerpo como un objeto posible de placer. Esto es sumamente sintomático para la sensualidad. Este fenómeno se produce hasta en casos en que el cuerpo de la otra persona no es considerado como objeto de goce, por ejemplo, cuando es objeto de exámenes, de estudios o de arte. La sensualidad hace en tal caso una aparición en cierto modo lateral: intenta a veces influir en la actitud respecto del cuerpo y de la persona; en otros casos, no hace sino provocar en la conciencia un reflejo característico que demuestra que esta actitud podría ser atraída a la órbita de la sensualidad latente.
Pero todo esto no prueba que la excitabilidad sensual, en cuanto innata y natural, sea moralmente mala. Una sensualidad exuberante no es sino una materia, rica pero difícil de manejar, de la vida de las personas y que ha de abrirse mucho más largamente a todo aquello que determina su amor. Sublimada, puede llegar a ser (a condición de no ser enfermiza) el elemento esencial de un amor tanto más completo cuanto más profundo.
Hemos de dedicar ahora algunas palabras a lo que se llama “sex-appeal”. Este término anglosajón no significa lo mismo que lo que nosotros entendemos por “tendencia sexual”. No tiene relación más que con la excitabilidad sensual y la sensualidad. Se emplea con frecuencia para designar la facultad de provocar la excitación sensual o la predisposición para experimentar tal excitación. La función del sexo se limita en dicha expresión a la esfera de los sentidos y de la sensualidad. Se trata aquí de los valores sexuales del cuerpo considerado precisamente como objeto posible de placer—potencial o actual—. La idea del sex-appeal no va más lejos. Presenta estos valores como independientes o que se bastan a sí mismos y corta así el camino a su integración en un amor personal y completo. Concebido de esta manera, el sex-appeal viene a ser la expresión de un amor no integrado que no lleva más que la marca de la sensualidad.
9. La afectividad y el amor afectivo
Hay que fijar una neta distinción entre la afectividad y la sensualidad. Hemos dicho más arriba que la impresión está generalmente acompañada de emoción. Aunque la impresión producida por el objeto sea sensorial, la emoción puede dirigirse hacia valores no-materiales. Un contacto directo del hombre y de la mujer provoca siempre Una impresión que puede ir acompañada de una emoción. Cuando ésta tiene por objeto los valores sexuales de solo el cuerpo, considerado como objeto posible de placer, es entonces una manifestación de sensualidad. Esto, con todo, no es necesario, porque estos valores pueden estar ligados a toda la persona de otro sexo. En ese caso, el objeto de la emoción será para la mujer el valor de “masculinidad” y para el hombre el de la “feminidad”. La primera puede asociarse, por ejemplo, a la impresión de fuerza, la segunda a la de encanto, ambas vinculadas con la persona entera del otro sexo y no solamente a su cuerpo. Ahora bien, habría que llamar afectividad a esta facultad (que no es excitabilidad) de reaccionar ante los valores sexuales de la persona de sexo diferente en su conjunto, facultad de reaccionar ante la feminidad o la masculinidad.
La afectividad es la fuente del amor afectivo. Es muy diferente de la sensualidad, menos cuanto a su base que cuanto a su contenido. Porque entrambas tienen por base la misma intuición sensorial. La percepción lleva hacia la persona toda entera: mujer u hombre. La sensualidad no se fija más que en el cuerpo disociado de todo lo demás y que le llama la atención sobre todo. Por el contrario, la afectividad (como la percepción) reacciona ante la persona en su conjunto. Los valores sexuales percibidos quedan referidos a la persona entera y no se limitan a su cuerpo. Por esto la orientación hacia el goce, tan característica para la sensualidad, no se destaca en la afectividad. Esta no es “consumidora”. Por esto puede permitir momentos contemplativos ligados a lo bello, a la percepción de los valores estéticos por ejemplo. La afectividad del hombre está penetrada de admiración por la feminidad, la de la mujer de admiración por la masculinidad, pero dentro de sus límites no aparece ningún deseo de placer.
La afectividad parece estar libre de concupiscencia, mientras que la sensualidad está llena de ella. En la emoción afectiva se hacen sentir un deseo y una necesidad diferentes, los de acercamiento y de exclusividad o de intimidad, el deseo de estar a solas y siempre juntos. El amor afectivo acerca a las dos personas, hace que se muevan siempre una en la órbita de la otra, incluso cuando, físicamente, están lejos una de otra. Absorbe la memoria y la imaginación, y al mismo tiempo se comunica a la voluntad. No la estimula, la atrae más bien ejerciendo sobre ella un encanto particular. La persona envuelta en esta atmósfera se mantiene interiormente siempre en la proximidad de aquella a la que está vinculada por el amor afectivo. Cuando una mujer y un hombre unidos por semejante amor se encuentran juntos, buscan medios exteriores de expresar lo que les une. Tales serán esas diversas manifestaciones de ternura: miradas, palabras, gestos, aproximación —evito ahora conscientemente el añadir “de los cuerpos”, porque la afectividad les parece a entrambos, y sobre todo a la mujer, que es algo incorpóreo—. De hecho, no está orientada hacia el cuerpo como la sensualidad. Por esto se compara tan frecuentemente el amor afectivo con el amor espiritual.
Es evidente que este mutuo acercamiento que es una expresión de recíproca ternura, aunque proviene directamente del sentimiento, puede muy fácilmente deslizar- se hacia la sensualidad. Esta no aparecerá de buenas a primeras, vuelta, como está, manifiestamente hacia el goce carnal, pero sí latente, escondida en la afición. Parece que a este respecto hay una diferencia significativa entre la experiencia del hombre y la de la mujer. Se admite generalmente que la mujer es de suyo más emotiva y el hombre más sensual. Ya hemos subrayado más arriba este rasgo característico de la sensualidad: la persecución de los valores sexuales del cuerpo considerado como objeto de placer. Ahora bien, ese rasgo parece más señalado en el hombre, cristaliza más rápidamente en su conciencia y en su actitud. La misma estructura del psiquismo y de la personalidad del hombre es de manera que más rápidamente que la mujer se siente empujado a manifestar y a expresar lo que está escondido en él. Ello está en relación con el papel más activo del hombre en el amor, y con sus responsabilidades. En la mujer, por el contrario, la sensualidad está como disimulada en la afectividad. Por esto la mujer se siente de suyo impulsada a ver aún como una prueba de amor afectivo lo que el hombre ya sabe que es la acción de la sensualidad y del deseo de goce. Hay, por consiguiente, como se ve, una cierta divergencia psicológica entre el amor del hombre y el de la mujer. Esta parece más bien pasiva desde este punto de vista, a pesar de que es activa desde otro. En todo caso, su papel y su responsabilidad difieren de los del hombre.
Volvamos todavía a lo que hemos dicho al principio acerca de la afectividad y el amor afectivo. La emoción ligada a la percepción tiene por objeto los valores sexuales de la persona toda entera y no está de suyo orientada hacia el placer. Por lo tanto, el valor central, objeto de la emoción afectiva, puede provocar significativos procesos. Así, bajo la influencia de la afición el valor de su objeto muchas veces se agranda desmesuradamente. Porque el amor afectivo queda bajo la influencia de la imaginación y de la memoria, aunque también él influye sobre ellas. Así es, sin duda, como se explica el hecho de atribuir al objeto del amor diversos valores de que puede estar desprovisto. Son éstos valores ideales, no reales. Existen en la conciencia de aquel que ama con amor afectivo y se los aplica después de haberlos sacado del subconsciente. La afición es fecunda: porque quiere el. hombre y desea que diversos valores se encuentren en la persona que es el objeto de su amor, el sentimiento los crea y se los atribuye a fin de que su embalamiento afectivo sea tanto más completo.
Este fenómeno de idealización de la persona objeto del amor es bien conocido. Es característico, sobre todo, del amor juvenil. El ideal gana al hombre tal como es, éste le da solamente la ocasión de la aparición en la con ciencia emotiva de los valores hacia los cuales se siente arrastrado y que de hecho se atribuyen a la persona amada. Poco importa que sean realmente suyos. Esta persona, como acabamos de decir, no tanto es objeto cuanto pretexto para el amor afectivo. La afectividad es subjetiva, y se nutre —muchas veces hasta el exceso— sobre todo de esos valores que el que ama trae consigo y que le atraen, conscientemente o no conscientemente. Esta es otra diferencia entre la afectividad y la sensualidad, la cual es objetiva a su manera: se nutre de valores sexuales del cuerpo de la persona objeto de concupiscencia; entiéndase bien, es una objetividad del deseo y no del amor.
Parece, sin embargo, que en este rasgo particular de la afectividad humana que acabamos de poner de relieve, se encuentra la fuente principal de la debilidad del amor afectivo. Este se caracteriza por esta ambivalencia significativa: de un lado, busca la presencia de la persona amada, el acercamiento y las manifestaciones de ternura, y de otro se encuentra alejado, porque no se nutre de valores reales de su objeto, sino que vive, por así decirlo, a expensas de éste, entretenido por los valores ideales hacia los cuales se siente atraído. Por esto el amor afectivo es muy frecuentemente una causa de decepción. Puede ser una decepción, sobre todo cuando se trata de la mujer, cuando, con el tiempo, la afición del hombre aparece simplemente como un velo que encubría a la concupiscencia, incluso la voluntad de gozar. Una decepción, tanto para la mujer como para el hombre, cuando los valores atribuidos a la persona amada se revelan ficticios. La disonancia entre el ideal y la realidad extingue a veces el amor afectivo, incluso lo transforma en odio afectivo. Este, a su vez, por principio (o por naturaleza) no percibe las cualidades de que está provista la otra persona realmente. Así, pues, es difícil de decir si esa fecundidad interior de la afición y esa disposición a idealizar el objeto del amor son una fuerza o, al contrario, una debilidad del amor activo. Pero sí que sabemos con certeza que éste no constituye una base suficiente para la relación hombre-mujer. La afición necesita la integración lo mismo que el deseo sensual. Si el amor se limita a la mera sensualidad, a un sex-appeal, no será amor, sino únicamente utilización de una persona por otra, eventualmente utilización mutua. Y si se limita a la mera afectividad, tampoco será amor en el sentido vigoroso de la palabra, las dos personas que darán en cierta manera separadas la una de la otra, a pesar de las apariencias en contrario. La afición sufre de subjetividad, no es más que uno de los elementos que forman la base del amor objetivo y maduro que se modela y se perfecciona, valiéndose también de otras fuentes. La mera afición no puede crearlo; abandonada a sí misma, también ella puede asegurarse de que no es más que una actitud de goce. Volveremos sobre ello en el capítulo III.
Entre tanto, vamos a examinar las energías creadoras del amor objetivo, energías del espíritu humano, gracias a las cuales se cumple perfectamente la integración del amor.
10. El problema de la integración del amor
Desde el punto de vista psicológico, se puede considerar el amor como una situación. Por un lado, una situación interior en un sujeto concreto, en una persona, y, por otro, una situación entre dos personas, la mujer y el hombre. En todo caso, al contemplar, tanto desde el exterior como desde el interior, la situación, resulta que es una situación concreta, única por tanto, y que no puede reproducirse. Su lado exterior se encuentra lo más estrechamente ligado a su lado interior, a lo que se encuentra en las personas, actores del drama de su amor. Porque el amor es ciertamente un drama, en el sentido de que es esencialmente devenir y acción y esto mismo es lo que significa el término griego drao. Ahora bien, las dramatis personae, hombre y mujer, extraen su trama de sí mismas, encuentran el amor siempre como una situación psicológica única en su género, problema muy importante y muy absorbente de sus interioridades.
La psicología trata de descubrir la estructura de la vida interior del hombre y constata, en el curso de sus investigaciones, que los elementos más significativos de esa vida son la verdad y la libertad. La verdad está directamente ligada al dominio del conocimiento. El conocimiento humano no se limita a reflejar los objetos, es inseparable de la experiencia vivida de lo verdadero y de lo falso. Esta experiencia precisamente es la que constituye el “nervio” más interior y, al mismo tiempo, más esencial del conocimiento humano. Si ésta consistiese únicamente en “reflejar” los objetos, podría creerse que es de naturaleza material. Pero la experiencia de lo verdadero y de lo falso se encuentra enteramente fuera de las posibilidades de la materia. La verdad condiciona a la libertad. De hecho, el hombre no puede conservar su libertad respecto de diferentes objetos que se imponen a su acción como buenos y deseables más que en la medida en que es capaz de aprehenderlos a la luz de la verdad, tomando así una actitud independiente respecto de ellos. Desprovisto de esta facultad, el hombre estaría condenado a ser determinado; estos bienes se apoderarían de él, decidirían plenamente de sus actos y de su orientación. La facultad de conocer la verdad hace posible al hombre la autodeterminación, es decir, le permite decidir de manera independiente acerca del carácter y de la orientación de sus propios actos. Ahora bien, en esto consiste la libertad.
Nuestro análisis ha demostrado que el amor entre dos personas de sexo contrario nace sobre la base de la tendencia sexual. De ahí resulta una concentración del hombre y de la mujer sobre los valores sexuales, representados para cada uno por la persona del otro sexo. Cuando estos valores están ligados al cuerpo de esta persona y provocan el deseo de placer, el sujeto está dominado por la concupiscencia. Cuando, por el contrario, los valores sexuales no están vinculados ante todo al cuerpo, entonces el que domina se corre hacia la afectividad, y la concupiscencia no ocupa en ella el primer plano. Las formas sumamente numerosas del amor son función de la actitud respecto de los valores sexuales. Cada una de estas formas es estrictamente individual, porque es la propiedad de una persona concreta, cristalizada en una interioridad como también en un contexto exterior concretos. Según las energías psíquicas dominantes, se obtiene un violento apego afectivo o una apasionada concupiscencia.
Todo ese juego de fuerzas interiores se refleja en la conciencia. El rasgo característico del amor sexual es su gran intensidad, prueba indirecta de la fuerza del “instinto” sexual y de su importancia en la vida humana. Esa intensa concentración de fuerzas vitales y psíquicas absorbe la conciencia del su jeto hasta el punto de que, en comparación, todo lo demás parece esfumarse y perder peso. Para convencerse basta observar a las personas dominadas por el amor. La idea platónica del poder de Eros está confirmándose constantemente. Si se puede concebir el amor sexual como una situación en el interior de la persona, esta situación es desde el punto de vista psicológico expresiva y atractiva. El hombre encuentra en ella energías concentradas de las cuales hasta ahora ignoraba la presencia en sí mismo. Por esto, para él hay en esa presencia sentida un placer, una alegría de vivir, de existir y de actuar, aunque, por otra parte, vengan a mezclárseles la tristeza o el abatimiento.
Así se nos presenta el perfil subjetivo del amor, y bajo este aspecto constituye siempre el amor una situación concreta y única de la interioridad del hombre. Al mismo tiempo, tiende a la integración, tanto en las personas como entre ellas. La palabra latina “integer” significa “entero”. La integración es, por tanto, totalización, tendencia a la unidad y a la plenitud. El proceso del amor se apoya en el lado espiritual del hombre, sobre su verdad y su libertad. La libertad y la verdad determinan la impronta espiritual que marca las diferentes manifestaciones de la vida y de la acción humana. Ellas penetran hasta 1 más profundo de los actos y de los estados de alma humanos y les confieren ese contenido particular del que no encontramos ninguna traza en la vida animal. A esto debe el amor entre personas su conocimiento particular. Por más que se apoye tan fuertemente y tan netamente en el cuerpo y los sentidos, ni el uno ni los otros crean su trama o su perfil verdaderos. El amor es siempre un problema de interioridad y del espíritu; a medida que deja de serlo, deja también de ser amor. Lo que subsiste en los sentidos y en la mera vitalidad sexual del cuerpo humano no constituye su esencia. La voluntad es en la persona esa última instancia sin cuya participación nada tiene valor ni peso que corresponda a la esencia de la persona. El valor de ésta está estrechamente ligado a la libertad, propiedad de la voluntad. Y sobre todo es el amor el que tiene necesidad de libertad: el compromiso de la libertad constituye en una cierta medida su esencia. Aquello que no tiene su fuente en la libertad, aquello que no es compromiso libre, al estar determinado o ser efecto de violencia no puede reconocerse como amor; no contiene nada de su esencia. Por esto en el proceso de la integración psicológica, que se desenvuelve en la interioridad de la persona paralelamente al amor sexual, lo que importa es un compromiso no sólo de la voluntad, sino además de la libertad: es menester que la voluntad se comprometa del modo más completo y conformemente a su naturaleza.
Un compromiso verdaderamente libre de la voluntad no es posible más que a base de verdad. La experiencia de la libertad es inseparable de la de la libertad. Toda situación interior es psicológicamente verdadera: el deseo sensual, como el compromiso afectivo. Es una verdad subjetiva: una persona desea verdaderamente a otra, porque encuentra en su vida interior un sentimiento claro, teñido de concupiscencia y nacido de la impresión producida por la persona deseada. De igual modo el compromiso afectivo del uno respecto del otro es verdadero, porque su sujeto encuentra en sí mismo emociones, una predisposición para las emociones, un deseo de acercamiento y de apoyo tales que se siente obligado a llamar “amor” a su situación interior. Desde el punto de vista subjetivo, nos enfrentamos en ambos casos con un amor verdadero.
Pero el amor exige todavía una verdad objetiva, condición necesaria para la integración del amor. Mientras no la examinamos más que a la luz de su verdad subjetiva, no aprehenderemos la imagen completa del amor y no podremos juzgar de su valor objetivo, el cual, a pesar de todo, es la más importante. Esa es la que vamos a procurar destacar mediante el análisis moral del amor.
11. La experiencia vivida y la virtud
Existe en nuestros días una moral llamada de situación. Está relacionada con el existencialismo filosófico. Según sus adeptos, la existencia humana se compone de situaciones cada una de las cuales constituye una especie de norma de acción. Hay que admitirlas y vivirlas íntegramente, sin tener en cuenta todo lo que se encuentra fuera de ellas. Lo que rebasa la situación no puede, por este mismo hecho, entrar a parte con ella, ni adaptársele la vida humana no soporta normas generales y abstractas fuera de situación; son ellas demasiado rígidas y esenciales, cuando en realidad la vida es siempre concreta y existencial. Partiendo de semejante principio, habría que decir que el amor entre el hombre y la mujer, fragmento particular de sus existencias (o de su coexistencia), se compone de situaciones que, por sí mismas, determinan su valor. Estas situaciones psicológicas serían las determinantes para la estructura y para la sustancia del amor sexual. Al mismo tiempo, cada una de ellas sería una norma más allá de la cual no se habría de investigar ni ahondar. Según esta opinión, la vida supera a la virtud.
Este punto de vista esconde una falsa concepción de la libertad. Hemos dicho más arriba que la libertad de la voluntad no era posible más que en la medida en que estuviese fundada sobre la verdad en el conocimiento. Es aquí donde surge el problema de la obligación. En efecto, el hombre debe escoger el verdadero bien. En la obligación es donde la libertad de la voluntad se manifiesta plenamente. La voluntad “debe” seguir el verdadero bien, pero “debe seguir” implica “puede no seguir”: debe seguirle precisamente porque puede no hacerlo. La moral de la situación y el existencialismo, que rechazan la pretendida obligación en nombre de la libertad, por el mismo hecho abandonan su concepción adecuada, o en todo caso aquello que mejor permite que la libertad se manifieste. Porque, en el terreno moral se revela de la manera más nítida precisamente gracias a la obligación. Y la obligación surge siempre allí donde la voluntad encuentra una norma. He aquí por qué no es sólo en el terreno de la psicología donde hay que buscar la plena integración del amor humano, sino en la moral.
Por lo que hace al. amor entre el hombre y la mujer, puede entenderse de dos maneras: se puede considerar como un fenómeno psicológico o como un acto moral, sometido como tal a una norma. En nuestro caso es. la norma personalista, contenida en el mandamiento del amor. La moral de la situación que no admite ninguna norma cae, cuanto a su concepción del amor, en el psicologismo. Con todo, el amor en el sentido psicológico ha de estar en el hombre subordinado al amor en el sentido moral, so pena de no llegar a integrarse. En definitiva, no puede haber en el amor plenitud psicológica sin plenitud moral. Allí donde la situación (las situaciones) a la (o a las) que no puede reducirse, no es (o no son) psicológicamente “madura” (o “maduras”) o “completa” (o “completas”) más que si el amor alcanza su valor moral. En otras palabras, lo vivido ha de estar, en amor, subordinado a la virtud, so pena de no haber sido plenamente vivido.
Convendrá examinar en seguida el amor entre el hombre y la mujer en cuanto virtud. De momento, subrayemos solamente que, según la moral cristiana fundada en el Evangelio, el amor es una virtud sobrenatural, una virtud divina. Partiendo de esta concepción, trataremos de examinar la manera cómo se manifiesta esta virtud y cómo se desarrolla en las relaciones entre el hombre y la mujer. En efecto, cada virtud sobrenatural está enraizada en la naturaleza y no reviste una forma humana más que gracias a la acción del hombre. Encuentra, al mismo tiempo, su expresión y su confirmación en esta acción, en los actos interiores así como en los exteriores. Podemos, por tanto, examinarla y analizarla como un fenómeno humano, a fin de poner de manifiesto su valor moral. El hecho de que el amor entre dos personas de sexo diferente sea una virtud, o más exactamente haya de serlo, se inserta en los análisis precedentes: general y psicológico. Nos vamos a referir otra vez a sus diversos elementos. Importa sobre todo que no olvidemos que el amor entre el hombre y la mujer puede adoptar la forma “matrimonial”, porque conduce al matrimonio. Teniendo cuenta con ello, trataremos de examinar de qué manera ese amor en cuanto virtud ha de realizarse. Es difícil de mostrarlo en su conjunto, ya que la virtud del amor, realidad espiritual, no es visible. Por lo cual procuraremos hacer resaltar los elementos más esenciales y los más claramente dados por la experiencia. La afirmación del valor de la persona parece ser el primero y el más fundamental.
12. La afirmación del valor de la persona
Hemos dicho que el mandamiento del amor era una norma personalista. Partimos del ser de la persona y venimos a parar al reconocimiento de su valor particular. El mundo de los seres es un mundo de objetos en el que distinguimos personas y cosas. La persona se diferencia de la cosa por su estructura y por su perfección. La estructura de la persona comprende su interioridad en la que descubrimos elementos de vida espiritual, lo cual nos obliga a reconocer la naturaleza espiritual del alma humana y de la perfección propia de la persona. Su valor depende de esta perfección. La perfección de la persona, espíritu encarnado y no meramente cuerpo, por muy estupendamente que esté animado, al ser de carácter espiritual, no se pueden considerar como iguales una persona y una cosa. Un abismo infranqueable separa el psiquismo animal de la espiritualidad del hombre.
Por otra parte, conviene distinguir netamente el valor de la persona y los diversos valores que en ella se encuentran, valores innatos o adquiridos inherentes a la compleja estructura del ser humano. Tal como lo hemos visto en el curso del análisis psicológico, esos valores juegan un papel en el amor entre el hombre y la mujer. Este amor está fundado en la impresión, que se acompaña de una emoción y cuyo objeto es siempre un valor. En este preciso caso, se trata de valores sexuales, porque en el origen del amor entre el hombre y la mujer se encuentra la tendencia sexual. Los valores sexuales, se fijan, para el sujeto, sea en la persona de sexo contrario, sea en su cuerpo en cuanto objeto posible de goce. Hay una diferencia entre el valor de la persona y los valores sexuales, porque éstos se dirigen a la sensualidad o a la afectividad del hombre. El valor de la persona está ligado a su ser íntegro y no precisamente a su sexo, ya que no es éste más que una particularidad de su ser.
Por este hecho, a los valores de persona se añaden sólo en segundo lugar los valores sexuales. Desde el punto de vista psicológico, el amor entre el hombre y la mujer es un fenómeno centrado en su reacción ante estos valores. La persona toma sobre todo el aspecto de un ser humano de sexo diferente, incluso cuando no se llega a considerar su cuerpo en cuanto objeto de placer. Sabemos, con todo, que este ser humano de sexo diferente es una persona. Es un saber intelectual, conceptual, porque ni la persona en cuanto tal, ni el ser en cuanto tal son el objeto de la percepción. La reacción ante el valor de la persona no puede, por tanto, ser tan directo como la reacción ante los valores sexuales ligados al cuerpo de una persona concreta, o—para hablar de una manera más general—al ser humano de sexo diferente. Los elementos percibidos actúan sobre la afectividad del hombre de manera diversa a los elementos descubiertos por el entendimiento. Todo hombre es consciente de que el ser humano de sexo diferente es una persona, que es alguien y que difiere de la cosa. La conciencia de esta verdad despierta la necesidad de integración del amor sexual, exige que la reacción sexual y afectiva ante el ser humano de sexo contrario sea elevada al nivel de la persona.
Así que, en toda situación en que sentimos los valores sexuales de una persona, el amor exige su integración en el valor de la persona, incluso su subordinación a este valor. Y en esto es en lo que se manifiesta el principal rasgo moral del amor: éste es afirmación de la persona o no es amor. Cuando se caracteriza por una justa actitud respecto al valor de la persona—llamamos “afirmación” a semejante actitud—el amor adquiere su plenitud, llega a ser integral. Por el contrario, el amor desprovisto de esta afirmación es un amor no-integrado, o más bien no es amor, aunque las reacciones y las experiencias correspondientes puedan tener un carácter “amoroso” (erótico) en el más alto grado.
Esto dice relación especialmente al amor entre el hombre y la mujer. En la plena acepción del término, el amor es una virtud y no solamente un sentimiento, y tanto menos una excitación de los sentidos. Esta virtud se forma en la voluntad y utiliza sus recursos de potencialidad espiritual, es decir, que constituye un compromiso real de la libertad de la persona-sujeto, fundado sobre la verdad que corresponde a la persona-objeto. El amor en cuanto virtud está orientado por la voluntad hacia el valor de la persona. Es, por lo tanto, la voluntad la fuente de esta afirmación que penetra todas las reacciones, todo lo que experimenta, todo el comportamiento.
El amor-virtud se refiere al amor afectivo así como al amor de concupiscencia. En efecto, en el orden moral, no se trata en absoluto de borrar o de dejar de lado los valores sexuales ante los cuales reaccionan los sentidos y la afectividad. Se trata simplemente de ligarlos estrechamente con el valor de la persona, puesto que el amor no se dirige a solo el cuerpo, ni solamente al ser humano de sexo opuesto, sino precisamente a la persona. Es más, solamente orientado hacia la persona el amor es amor. Repetimos que orientado solamente hacia el cuerpo, no es amor, porque el deseo de goce que se manifiesta en él es radicalmente opuesto al amor. El amor tampoco es amor cuando no es más que una actitud afectiva respecto de un ser humano del otro sexo. Como es sabido, la experiencia —tan fuertemente anclada en la percepción de la feminidad y de la masculinidad—puede borrarse con el tiempo, si no está estrechamente ligada a la afirmación del valor de la persona dada.
La afectividad sexual evoluciona sin cesar en medio de las percepciones emotivas de numerosas personas. Del mismo modo, la sensualidad se mueve en medio de muchos cuerpos que despiertan en el sujeto la sensación de presencia de objetos de posible goce. Por ello el amor no puede fundarse sobre la mera sensualidad, ni por mucho tiempo en la mera afectividad. Una y otra, en efecto, pasan por el lado de la persona, si así puede decirse, estorban su afirmación o, por lo menos, no llegan hasta ella. Así es, a pesar de que el amor afectivo parece acercar tanto a los seres humanos. Y con todo, este amor, aun acercando “al hombre”, puede fácilmente pasar de largo “a la persona”. Volveremos todavía sobre este punto en el capítulo III. La experiencia de la vida enseña que el amor afectivo nace sobre todo en los seres dotados de una cierta estructura psíquica, al solo contacto con el fenómeno “ser humano”, a condición de que esté dicho ser suficientemente cargado de feminidad o de masculinidad. Pero vemos también que no posee por sí mismo esa madura cohesión interna que le confiere el conocimiento de la entera verdad sobre la persona, objeto del amor.
Es preciso que la afirmación del valor de la persona, en el que se refleja esta verdad, encuentre su lugar entre los hechos psíquicos eróticos cuya causa inmediata es bien sea la sensualidad, bien la afectividad del hombre. Con ello, va la afirmación surgiendo en dos direcciones, indicando así de manera general los terrenos principales de la moral sexual. Por un lado, tiende a reprimir las reacciones que tienen su fuente en la sensualidad y en la afectividad del hombre. Este problema será examinado en el capítulo III (“La persona y la castidad”). Por otro lado, indica la elección de la vocación vital principal. En efecto, ésta va ligada generalmente con la entrada en la vida de una persona. Es evidente que cuando un hombre escoge una mujer por compañera de toda su vida, designa con ello la persona cuya participación en su vida será la más importante e imprimirá una orientación a su vocación. Esta orientación es la más estrechamente ligada a la persona, no puede, por tanto, diseñarse sin la afirmación de su valor. Hablaremos de esto en el capítulo IV sobre todo en su segunda parte
13 La pertenencia recíproca de las personas
Hemos constatado en el análisis general que la esencia del amor se realiza lo más profundamente en el don de sí mismo que la persona amante hace a la persona amada. Gracias a su carácter particular, el amor de esposos difiere radicalmente de todas las otras formas y manifestaciones del amor. Uno se da cuenta cuando comprende lo que es el valor de la persona. Es lo más estrechamente ligado al ser de la persona. Por su naturaleza, dicho de otra manera, por razón de su esencia óntica, la persona es dueña de sí misma, inalienable e irreemplazable, así que se trata del concurso de su voluntad y del compromiso de su libertad. Ahora bien, el amor arranca la persona a esa intangibilidad natural y a esa inalienabilidad, porque hace que la persona quiera darse a otra, a la que ama. Desea cesar de pertenecerse exclusivamente, para pertenecer también a otro. Renuncia a ser independiente e inalienable. El amor pasa por ese renunciamiento, guiado por la convicción profunda de que le lleva no a minoración o empobrecimiento, sino, al contrario, a un enriquecimiento y a una expansión de la existencia de la persona. Es como una ley de “éxtasis”: salir de sí mismo para encontrar en otro un acrecimiento de ser. En ninguna otra forma del amor se aplica esta ley con más evidencia que en el- amor matrimonial, al que el amor entre el hombre y la mujer habría de venir a parar.
Muchas veces hemos ya recalcado su particular intensidad psicológica. Esta encuentra una explicación no solamente en la fuerza biológica de la tendencia sexual, sino también en la naturaleza de esta forma de amor. Los fenómenos sensuales y afectivos que se destacan con tanta nitidez en la conciencia de los sujetos no constituyen más que una expresión y un criterio exteriores de lo que se realiza—o por lo menos debería realizarse—en sus interioridades. El don de sí mismo no puede tener pleno valor más que si es la parte y la obra de la voluntad. Porque, precisamente gracias al libre albedrío, la persona es dueña de sí misma, y es un algo inalienable e incomunicable. El amor de matrimonio, amor en el cual uno se da, compromete la voluntad de una manera particularmente profunda. Sabemos que se trata aquí de disponer de su “yo” todo entero, que es preciso—según el dicho del Evangelio—”dar su alma”.
Contrariamente a las opiniones que consideran el problema sexual de una manera superficial y no ven el summum del amor más que en el abandono carnal de la mujer al hombre, hay que ver aquí el don mutuo y la pertenencia recíproca de dos personas. No un placer sexual mutuo en el cual el uno abandona su cuerpo al otro a fin de que ambos experimenten el máximum de voluptuosidad sensual, sino precisamente un don recíproco y una pertenencia recíproca de las personas. He ahí la concepción exhaustiva de la naturaleza del amor de esposos al llegar al pleno desarrollo en el matrimonio. En la concepción contraria; el amor está de antemano anulado en provecho del placer (en los dos sentidos de la palabra). Ahora bien, no puede el amor quedar reducido .al mero goce, mutuo o simultáneo. Por el contrario, encuentra su expresión normal en la unión de las personas. El fruto de esta unión es su recíproca pertenencia en las relaciones sexuales, que llamamos conyugales, porque—como lo veremos más adelante—no caben más que en el matrimonio.
Desde el punto de vista moral, se trata aquí sobre todo de no trastornar el orden natural de los hechos y de no omitir ninguno. Es preciso que, por de pronto, se haya conseguido, gracias al amor, una profunda unión de las personas, de la mujer y del hombre; sus relaciones sexuales no pueden ser más que la expresión de semejante unión. Volvamos a lo que se dijo más arriba acerca del aspecto objetivo y del aspecto subjetivo del amor. Subjetivamente, el amor es siempre una situación psicológica, un estado psíquico provocado por los valores sexuales y centrado alrededor de ellos en el o en los sujetos que lo experimentan. Objetivamente, el amor es un hecho interpersonal, es reciprocidad y amistad basadas en una comunión en el bien, es, por consiguiente, siempre una unión de personas y puede llegar a ser pertenencia recíproca. No se puede reemplazar el aspecto objetivo del amor ni por uno solo de los dos aspectos subjetivos, ni por su suma, porque constituyen dos caras diferentes del amor.
Su cara objetiva es determinante. Se forma en dos sujetas mediante todos los fenómenos sensuales y afectivos característicos del aspecto subjetivo del amor, pero no se identifica con ellos. La sensualidad tiene su propio dinamismo de concupiscencia, ligado a las sensaciones y a la vitalidad sexual del cuerpo. La afectividad tiene, también ella, su propio ritmo con miras a crear esa atmósfera positiva que favorece el acercamiento a la persona amada y un acuerdo espontáneo con ella. El amor, por su parte, tiende a la unión de las personas por la vía de su don recíproco. Ahí está un hecho que tiene una profunda significación objetiva, incluso ontológica, y de ahí que sea el constitutivo del aspecto objetivo del amor. Los fenómenos sensuales y afectivos no se le asimilan, a pesar de que crean un conjunto de condiciones en el que este hecho se hace una realidad. Pero al mismo tiempo ahí surge otra cuestión, casi inversa: ¿cómo sostener y consolidar esta reciprocidad de las personas en medio de todos estos fenómenos que, de suyo, se caracterizan por la inconstancia y la variabilidad?
Surge aquí, una vez más, el problema que hemos examinado más arriba: los valores sexuales que, bajo sus diversas formas, constituyen, por así decirlo, un catalizador del erotismo sensual y afectivo, han de estar asociados en la convivencia y en la voluntad del sujeto a la actitud adoptada respecto al valor de la persona. Sólo entonces puede ya tratarse de la unión de las personas y de su pertenencia recíproca. Sin esta actitud, el amor no tiene ás que una significación erótica y no esencial, lleva a una “unión” sexual, pero que no tiene fundamento en una verdadera unión de personas. Semejante situación tiene un carácter utilitario: la recíproca relación de personas está determinada por el “placer” (sobre todo, en la segunda acepción de la palabra). El uno pertenece entonces al otro en cuanto objeto de goce, y, aun dándole una ocasión de gozar, trata de encontrar él mismo un placer en esas relaciones. Semejante actitud está en el polo opuesto del amor. No puede hablarse en tal caso de la unión de personas, al contrario, la situación está abocada a un conflicto de intereses que no dejará de explotar. No puede ocultarse el egoísmo—de los sentidos o de los sentimientos—más que un cierto tiempo, disimulándolo en los repliegues de una ficción llamada—con una buena fe aparente—”amor”. Pero la fragilidad de esta construcción ha de aparecer cualquier día. Y ése es uno de los grandes sufrimientos, el de ver que el amor se manifiesta claramente como lo contrario de lo que se creía ser.
Se trata de evitar semejantes desilusiones. El amor de esposos que trae consigo una necesidad interior de dar su propia persona a otro—necesidad que cristaliza entre la mujer y el hombre también en el abandono carnal y en las relaciones sexuales—, posee una grandeza natural. Se mide por el valor de la persona que se da y no tan sólo por la intensidad de la voluptuosidad sensual sexual que acompaña al abandono. Pero es fácil en esto confundir la esencia del problema con lo que no es sino su reflejo marginal. Si se le quita al amor la hondura del don y del compromiso personal, lo que queda está en oposición con el amor, es su negación, yendo al fin a parar en la prostitución.
El amor matrimonial consiste en el don de la persona y en su aceptación. A esto se añade el “misterio” de la reciprocidad: la aceptación ha de ser al mismo tiempo don, y el don aceptación. El amor es por su naturaleza recíproco: aquel que sabe aceptar, sabe igualmente dar; se trata evidentemente de esa facultad que es el sello del amor, porque hay también una facultad de dar y de aceptar que es propia del egoísmo. Ahora bien, el hombre posee esa facultad de dar y de aceptar propia del amor cuando su actitud respecto de la mujer se inspira en la afirmación del valor personal de ésta, e inversamente. Crea esa facultad un clima de abandono eminentemente interior, el clima específico del amor de esposos. El hombre y la mujer tienen necesidad de ese clima tanto para que su don de sí tenga su pleno valor como para que la aceptación sea plenamente válida. Sólo la mujer que tiene conciencia de su valor personal propio y del hombre a quien se entrega es capaz de darse verdaderamente, y viceversa. La conciencia del valor del don despierta una necesidad de reconocimiento y el deseo de dar en retorno no menos que lo que se ha recibido. También por esto se ve cuán indispensable es para el amor matrimonial comprender la estructura interna de la amistad.
En todo caso, únicamente en el momento en que examinamos el problema dentro del plano de la persona y en la órbita de su valor esencial es cuando se nos aparece clara y comprensible la importancia objetiva del amor de esposos, del don y de la pertenencia recíproca de las personas. Mientras nuestras reflexiones a este propósito tengan como base solos los valores sexuales y el juego de los sentimientos y de las pasiones ligadas exclusivamente a estos valores, nos será imposible abordar correctamente el problema. Discurriendo de esta manera, no se pueden coger bien los principios de la moral sexual que permanecen vinculados estrechísimamente al mandamiento del amor, norma personalista, como sabemos. Lo mismo dicho mandamiento que todas sus consecuencias no se hacen claras más que desde el momento en que discurrimos a partir de la persona y de su valor esencial.
14. La elección y la responsabilidad
A ninguna otra parte de esta obra le cae más apropiadamente, sin duda, el título “Amor y responsabilidad” que a ésta. Hay en el amor una responsabilidad, la que toma la persona a la que se la atrae hacia la más estrecha comunión de existencia y de acción, y que, gracias al don de sí, viene a ser, en una cierta medida, propiedad nuestra. Por esto mismo carga uno también con una responsabilidad para con su mismo amor: ¿es verdadero, suficientemente maduro y profundo para no decepcionar la inmensa confianza de la otra persona ni la esperanza, nacida de su amor, de que al entregarse ella no pierde su “alma”, sino que, al contrario, encuentra una mayor plenitud de ser? La responsabilidad para el amor se reduce, lo estamos viendo, a la responsabilidad para la persona, aquélla se deriva de ésta y se le retorna. Por esta razón precisamente, hay en esto una responsabilidad inmensa. Pero no puede comprender su importancia sino el que posee la plena conciencia del valor de la persona. El que es capaz de reaccionar únicamente ante los valores sexuales, pero no ve los de la persona, este tal confundirá siempre el amor con el erotismo, complicará su vida y la de los otros privándolos y privándose, a fin de cuentas, del verdadero sentido y del verdadero “sabor” del amor. Este “sabor” es inseparable del sentimiento de responsabilidad por la persona, responsabilidad que comprende el cuidado de su verdadero bien, quintaesencia del altruismo y sello infalible de una expansión de mi “yo” y de mi existencia a los que vienen a añadirse otro “yo” y otra existencia que me son tan íntimos como los míos. El sentimiento de responsabilidad que toma uno por otra persona está muchas veces no desprovisto de cuidado, pero no es nunca desagradable en sí mismo ni doloroso. Porque lo que constituye su sustancia no es una limitación ni un empobrecimiento del ser, sino que, al contrario, es su enriquecimiento y su dilatación. Por esto un amor que rehúsa esa responsabilidad es su propia negación, es siempre e inevitablemente egoísmo. Cuanto el sujeto se siente más responsable de la persona, tanto más hay en él de amor verdadero.
Lo que venimos de constatar arroja una viva luz sobre el problema de la elección. Tal corno lo hemos dicho, la vía natural del amor lleva a un don y a una pertenencia recíproca de las personas. Esa vía ha de pasar necesariamente, para los dos, por la elección de la persona hacia la cual se dirigía el amor de esposos y el don de sí mismo. Semejante elección tiene la importancia y el peso de su resultado final: se elige la persona y, con ella, la forma esponsal del amor, don recíproco de sí. Se la escoge a fin de encontrar en ella su otro “yo”, si así puede decirse; es como si se escogiese a sí mismo en la otra persona, y al otro en sí mismo. Importa, pues, que la elección tenga un carácter verdaderamente personal y que lleve, al mismo tiempo, la impronta de auténtica relación de personas. Dos personas no pueden pertenecer la una a la otra más que si, objetivamente, se encuentran bien estando juntas. El ser humano es, en efecto, siempre y sobre todo una persona, y para que pueda no solamente vivir con Otro ser humano, sino, lo que es más, vivir por él y para él, es menester que se encuentre constantemente en ese otro y que constantemente lo encuentre en sí. El amor es inaccesible a los seres mutuamente impenetrables; solas la espiritualidad y la interioridad de las personas crean las condiciones de recíproca penetración, en la cual estos seres pueden vivir el uno en el otro y también el uno por el otro.
Al margen de estas consideraciones, surge un problema bien interesante y muy vasto que se podría llamar problema de la “psicología de la elección”. ¿Qué elementos psico-fisiológicos determinan el hecho de que dos personas se ,sientan atraídas la una a la otra, amén el estar juntos y pertenecerse? ¿Hay en todo esto regias y principios generales que se derivan de la estructura psico-fisiológica del hombre? ¿Cuál es la parte de los elementos somáticos y constitutivos y hasta qué punto actúan el temperamento y el carácter? Son estos problemas apasionantes, pero parece que, a pesar de todas las tentativas de encontrar una respuesta general, la elección continúa siendo, en este punto, misterio de las individualidades humanas. No hay reglas en este terreno; la filosofía y la moral deben su autoridad de maestras de la cordura vital precisamente al hecho de que no tratan de dilucidar estos problemas más que en la medida en que lo pueden ser. Las ciencias particulares como la fisiología, la sexología o la medicina habrían de adoptar el mismo principio, ayudando al mismo tiempo a la filosofía y a la moral para que llevasen a cabo su tarea práctica.
Partiendo de las premisas de un empirismo razonable, hay que constatar, por tanto, que la elección de la persona del otro sexo, objeto del amor matrimonial—y que, gracias a la reciprocidad, será también con-creadora del amor—ha de apoyarse hasta cierto punto en los valores sexuales. Porque este amor ha de tener un aspecto sexual y constituir la base de la vida común de dos personas de sexo diferente. Imposible imaginárselo sin entrar en juego de una y de otra parte los valores sexuales. Es- tos, tal como sabemos, vienen relacionados no solamente con la impresión que produce el cuerpo en cuanto objeto posible de placer, sino también con el conjunto de la impresión producida por la persona de sexo contrario: por la masculinidad de uno, por la feminidad del otro. Esta segunda impresión es más importante y, cronológicamente, aparece la primera: la juventud sana y no depravada descubre a través de los valores sexuales de buenas a primeras una persona de sexo diferente y no un cuerpo en cuanto objeto posible de placer Cuando sucede la inversa, estamos ante un caso de depravación, que hace difícil el amor, y sobre todo la elección de la persona.
Porque en la elección de la persona, los valores sexuales no pueden jugar el papel de motivo único, ni siquiera—si se analiza hasta lo último este acto voluntario—el de motivo principal. Esto sería contrario al concepto mismo de la elección de la persona. Si los valores sexuales fuesen el motivo único o solamente el principal, no se podría hablar de elección de la persona, sino únicamente de la elección del sexo contrario, representado por una persona o simplemente por un cuerpo objeto posible de goce. Aparece, por tanto, enteramente claro que el valor de la persona ha de ser el motivo principal de la elección. Motivo principal no quiere decir motivo único. Considerarle como el único aceptable equivaldría a prescindir de los datos de un empirismo razonable, semejante opinión estaría marcada con la impronta del apriorismo del formalismo formalista, característico de la moral de Kant. El hecho de que la elección de la persona amada esté dictada no solamente por los valores sexuales, sino también y sobre todo por los valores de la persona da al amor su estabilidad. Porque si los valores sexuales se transforman o, incluso, desaparecen, el valor esencial, el de la persona, subsiste. La elección de la persona es verdadera cuando tiene en cuenta este valor, considerado como el más importante y decisivo. La elección de la persona amada habría de pasar por los valores sexuales sentidos y experimentados de cierta manera, pero en definitiva cada uno ha de elegir no tanto la persona gracias a sus valores sexuales cuanto los valores sexuales gracias a la persona.
Sólo una elección así es un acto interiormente maduro y completo, porque sólo así se cumple en él la verdadera integración del objeto, por haberse aprehendido la persona en toda su verdad. Se está en la verdad aquí cuando todos los valores del objeto de elección están para el sujeto subordinados al valor de la persona amada: de este modo los valores sexuales que actúan sobre los sentidos y los sentimientos van entonces correctamente tratados. Si, por el contrario, constituyen el principal o el único motivo de la elección, ésta es incompleta y falsa en sí misma, porque no hace caso de la verdad entera sobre su objeto, la persona. Semejante elección es fatalmente el punto de partida de un amor no-integrado, luego falso también él e incompleto.
En efecto, la vida confirma el valor de la elección correcta cuando la sensualidad y la afectividad flaquean y los valores sexuales dejan de actuar. Ya no queda entonces más que el valor de la persona, y aparece la verdad interna del amor. Si ha sido una verdadera entrega y una verdadera pertenencia de las personas, no solamente se mantendrá, sino que se hará incluso más fuerte y más arraigado. Si, por el contrario, no ha sido más que una sincronización de sensualidades y de emotividades, perderá su razón de ser y las personas que se habían embarcado en él, se encontrarán bruscamente en el vacío. No se ha de olvidar nunca que todo amor humano atravesará una prueba de fuerza y que entonces se revelará toda su grandeza.
Cuando la elección es un acto interiormente madurado y el amor se integra en la vida interior de la persona—lo cual es indispensable—se transforma también psicológica y, sobre todo,, afectivamente. En efecto, mientras que la sensualidad y la afectividad demuestran una inestabilidad y una movilidad particulares—lo cual provoca siempre una cierta inquietud, quizá inconsciente—, el amor interiormente maduro se libra de ello por l elección de la persona. La afición se hace tranquila y segura, porque cesa de ser absorbida por sí misma y se dedica a seguir su objeto, la persona. La verdad puramente subjetiva del sentimiento cede su lugar a la verdad objetiva de la persona objeto de la elección y del amor. Gracias a esto, la afición adquiere nuevos rasgos particulares, se hace sencilla y lúcida. Mientras que el amor puramente afectivo se caracteriza por una idealización de su objeto (hemos hablado de ello en el curso del análisis psicológico), el amor concentrado sobre el valor de la persona hace que la amemos tal corno es ella verdaderamente: no la idea que nosotros nos hacemos, sino el ser real. La amamos con sus virtudes y sus defectos, y hasta un cierto punto, independientemente de sus virtudes y a pesar de sus defectos. La medida de semejante amor aparece más claramente en el momento en que su objeto comete una falta, cuando sus flaquezas, incluso sus pecados son innegables. El hombre que ama verdaderamente no solamente no le niega entonces su amor, sino que, al contrario, la ama todavía más, sin dejar de tener conciencia de sus defectos y de sus faltas, sin aprobarlas. Porque la persona misma no pierde nunca su valor esencial de persona. Una afición que sigue al valor de la persona, permanece fiel al hombre.
15. El compromiso de la libertad
Sólo el conocimiento de la verdad sobre la persona hace posible el compromiso de la libertad respecto de ella. El amor consiste en el compromiso de la libertad: es un don de sí mismo, y “darse” significa precisamente “limitar su libertad en provecho de otro”. La limitación de la libertad podría ser en sí misma algo de negativo y de desagradable, pero el amor hace que, por el contrario, sea positiva, alegre y creadora. La libertad está hecha para el amor. Si el amor no la emplea, si no la aprovecha, se convierte precisamente en algo negativo, da al hombre la sensación de vacío. El amor compromete a la libertad y la colma de todo lo que naturalmente atrae a la voluntad; el bien. La voluntad tiende al bien y la libertad es una propiedad de la voluntad; por eso decimos que la libertad está hecha, para el amor: gracias a ella sobre todo, el hombre participa del bien. Por la misma razón, la libertad ocupa una de las primeras plazas en el orden moral, en la jerarquía de las virtudes, así como los buenos deseos y aspiraciones del hombre. El hombre desea el amor más que la libertad: la libertad es un medio, el amor es un fin. Pero el hombre desea el amor verdadero, porque únicamente sobre la base de la verdad es posible un compromiso auténtico de la libertad. La voluntad es libre, y al mismo tiempo “debe” buscar el bien que corresponde a su naturaleza; es libre en la búsqueda y en la elección, pero no es libre de la necesidad de buscar y de elegir.
Con todo, no admite que se le imponga un objeto como un bien. Quiere escogerlo y afirmarlo ella misma, porque la elección es siempre afirmación del objeto elegido. Así el hombre que escoge a la mujer afirma con ello el valor de ésta, pero importa que sea el valor de la persona, y no únicamente su valor sexual. Por lo demás, éste se impone por sí mismo, mientras que el valor de la persona espera la afirmación y la elección. Por esto, en la voluntad de un hombre que, no habiendo aún sucumbido a las pasiones, ha guardado intacto su interior lozanía y frescor, se libra generalmente un combate entre la tendencia sexual y la libertad. La tendencia intenta imponerle su objeto y su finalidad, se esfuerza en crear un hecho decisivo interior. No empleamos aquí el término “tendencia sexual” en su plena acepción, tal como la hemos definido en el capítulo precedente: aquí la palabra esa no designa sino ciertas manifestaciones de esa tendencia, gracias a las cuales los valores sexuales subyugan a la sensualidad y a la afectividad del hombre, y por ahí dominan la voluntad. Cuando la voluntad cede al atractivo sensual, nace la concupiscencia. La afición la libra de su carácter carnal y “consumidor”, al darle el de un deseo de la persona de sexo diferente. Sin embargo, mientras la voluntad cede a lo que no atrae más que a los sentidos y a los sentimientos, su propia aportación creadora en el amor no puede aparecer.
El amor de voluntad aparece solamente desde el momento en que el hombre compromete a conciencia su libertad respecto de otro hombre en cuanto persona, de la que reconoce y afirma plenamente el valor. Semejante compromiso no consiste sobre todo en desear con ansia. La voluntad es una potencia creadora, capaz de sacar de sí misma él bien para darlo y no solamente de asimilarse un bien ya existente. El amor de voluntad se expresa sobre todo en el deseo del bien para la persona amada. El hecho de desear la persona para sí no revela aún la potencialidad creadora de la voluntad, ni constituye el amor en el sentido positivo de esta palabra. De suyo la voluntad quiere el bien, el bien infinito, es decir, la felicidad. Al tender hacia ese bien, busca una persona y la desea para sí en cuanto bien concreto, capaz de aportarle la felicidad. El hombre y la mujer se desean con mutua ansia y en esto consiste el amor de concupiscencia. Los sentidos y sentimientos contribuyen a ello. Pero el amor al que así ayudan, da una ocasión inmediata a la voluntad, orientada naturalmente hacia el infinito bien, es decir, a la felicidad, de querer ese bien no solamente para sí misma, sino también para otra persona, aquella, particularmente, que—gracias a los sentidos y sentimientos—es el objeto de la concupiscencia. Aquí es donde se destaca una tensión entre el dinamismo de la tendencia y el dinamismo propio de la voluntad. La tendencia hace que la voluntad mire con codicia y desee una persona a causa de sus valores sexuales, pero la voluntad no se contenta del todo. Es libre, luego capaz de desearlo todo en relación con el bien absoluto, infinito, con la felicidad. Esta facultad precisamente, esta potencialidad natural y noble es la que ella compromete respecto de la otra persona. Desea para ella el bien absoluto, infinito, la felicidad y con esto compensa interiormente el hecho de desear para sí misma una persona del otro sexo, paga su rescate. Evidentemente entendemos la palabra “tendencia” siempre en su acepción parcial. La voluntad hace más que luchar contra la tendencia, se encarga al mismo tiempo, en el amor de matrimonio, de lo que constituye el fin natural. Sabemos que su objetivo es la existencia de la humanidad, lo cual, concretamente, se traduce por la existencia de una nueva persona, del niño, fruto del amor del hombre y de la mujer unidos en el matrimonio. La voluntad se dirige hacia ese objetivo y, al tratar de alcanzarlo, procura ensanchar todavía su tendencia creadora.
De esta manera, el verdadero amor, aprovechándose del dinamismo natural de la voluntad, se esfuerza en introducir en las relaciones entre el hombre y la mujer una nota de desinterés radical, a fin de liberar su amor de la actitud de placer (en las dos acepciones de la palabra). En esto consiste también lo que hemos llamado “lucha entre el amor y la tendencia”. La tendencia ,quiere sobre todo tomar, servirse de otra persona, el amor, por el contrario, quiere dar, crear el bien, hacer felices. Bien se ve de nuevo cuán penetrado ha de estar el amor matrimonial de todo aquello que constituye la esencia de la amistad. En el deseo del bien infinito para el otro “yo”, está el germen de todo el ímpetu creador, del verdadero amor, ímpetu hacia el don del bien a las personas amadas para hacerlas felices.
Este es el rasgo “divino” del amor. En efecto, cuando un hombre quiere para otro el bien infinito, quiere a Dios para ese hombre, porque sólo Dios es la plenitud objetiva del bien y sólo Dios puede colmar de bien al hombre. Por su relación con la felicidad, es decir, con la plenitud del bien, el amor humano de algún modo está rozándose con Dios. Es verdad que “plenitud del bien” y “felicidad” no suelen entenderse explícitamente así. “Quiero tu felicidad” significa: “Quiero lo que te hará feliz, pero de momento no me preocupa qué es la felicidad.” Sólo las gentes profundamente creyentes se dicen el uno al otro expresamente: “Es Dios.” Los otros no terminan su pensamiento, como si dejasen en esto la elección a la persona amada: “Lo que te hará feliz, es lo que tú mismo deseas, eso en lo que tú ves la plenitud de tu bien.” Con todo toda la energía del amor se concentra al exclamar: “Soy yo el que lo quiere para ti.”
La gran fuerza moral del verdadero amor reside precisamente en ese deseo de la felicidad, del verdadero bien para otra persona. Es esa fuerza la que hace que el hombre renazca gracias al amor que le da un sentimiento de riqueza, de fecundidad y de productividad internas. Soy capaz de desear el bien de otra persona, luego yo soy capaz de desear el bien. El amor verdadero me hace creer en mis propias fuerzas morales. Aun cuando yo sea “ruin”, el verdadero amor, en la medida en que se despierta en mí, me obliga a buscar el bien verdadero para la persona hacia la cual tiende. Así es como la afirmación del valor de otra persona corresponde a la del valor propio del sujeto, gracias al cual—y no únicamente a causa de los valores sexuales—nace en él una necesidad de desear el bien para otro “yo”. Cuando el amor alcanza su verdadera grandeza, confiere a las relaciones entre el hombre y la mujer, no solamente un clima específico, sino también una conciencia de absoluto. El amor es realmente el más alto valor moral. Pero es importante que se sepa transportar sus dimensiones a lo cotidiano. Y es ahí donde surge el problema de la educación del amor.
16. El problema de la educación del amor
¿Qué significa la expresión “educación del amor”? ¿Puede “cultivarse” el amor? ¿No es algo ya hecho, dado al hombre, o más exactamente a dos personas, como una aventura del corazón—se podría decir—? Esto es lo. que se piensa muchas veces, sobre todo entre los jóvenes. A consecuencia de esto, la integración del amor se hace, por lo menos parcialmente, imposible. Así concebido, el amor no es más que una situación psicológica que se subordina (casi en contraposición a su naturaleza) a las exigencias de una moral objetiva. En realidad, el amor obedece a una norma. De ésta hay que sacar el valor de toda situación psicológica para que dicha situación obtenga su plenitud y resulte expresión del compromiso real de la persona. El amor no es nunca una cosa toda hecha y simplemente “ofrecida” a la mujer y al hombre, se ha de ir elaborando. He aquí cómo se le ha de ver: en alguna medida, el amor no “es” nunca, sino que “va siendo” a cada momento lo que de hecho le aporta cada una de las personas y la profundidad de su compromiso. Este tiene su base en lo que se le ha “dado”. Pero los estados psíquicos que tienen su fuente en la sensualidad y en la afectividad natural del hombre y de la mujer, no constituyen más que la “primera materia” del amor. Ahora bien, es el caso que muchas veces se tiene tendencia a ver en ella su forma perfecta. Es ésa una opinión falsa, que encubre la actitud utilitaria, contraria, como sabemos, a la naturaleza misma del amor.
El hombre es, en cierta manera, un ser condenado a crear. La creación es para él una obligación igualmente en el terreno del amor. Con frecuencia el verdadero amor no llega a formarse a partir de “materiales” prometedores de sentimientos y de deseos. Sucede incluso que se origine lo contrario del amor, cuando “materiales” modestos producen a veces un amor verdaderamente grande. Pero semejante amor no puede ser sino obra de las personas y—añadamos, para completar nuestro cuadro— de la Gracia. Esta doble obra la vamos a examinar a su vez. Consideraremos el amor sobre todo como obra del hombre, intentando analizar las direcciones principales de sus esfuerzos. Y descubriremos ahí también la acción de la Gracia, participación escondida del Creador invisible que, siendo El mismo como es amor, tiene el poder
—a condición de que los hombres colaboren—de formar todo amor, hasta aquel que se apega a los valores del sexo y del cuerpo. Por lo cual el hombre no se ha de desalentar, si su amor sigue caminos tortuosos, porque la Gracia tiene el poder de enderezarlos.
Por consiguiente, para responder a la cuestión puesta más arriba: “¿Es posible educar el amor?”, hay que volver una vez más a las reflexiones del presente capítulo, para profundizarlas a la luz del Evangelio tomándolo en consideración de una manera más global que hasta aquí. Pero ya se ve desde ahora que la educación del amor implica una serie de actos, en su mayor parte interiores, aunque exteriormente expresables, que emanan de la persona. Tienden a lo que hemos llamado “integración del amor en la persona y entre las personas”. Sin embargo, nuestras reflexiones acerca del amor nos han permitido más de una vez constatar la posibilidad de su desintegración. Es, pues, necesario completarlas a fin de mostrar claramente por qué medios el amor del hombre y de la mujer puede escapar a esa desintegración. Lo haremos hablando de la castidad.