Amor y Responsabilidad (Juan Pablo II)
CAPITULO TERCERO
LA PERSONA Y LA CASTIDAD
I. Rehabilitación de la castidad
1. La castidad y el resentimiento
5. El verdadero sentido de la castidad
6. El fenómeno del pudor sexual y su interpretación
7. La ley de la absorción de la vergüenza por el amor
III. Problemas de la continencia
9. El dominio de sí y la objetivación
I. Rehabilitación de la castidad
1. La castidad y el resentimiento
El título de este párrafo está tomado de Max Scheler, autor del estudio “Rehabilitación de la virtud” (Rehabilitierung der Tugend). Parece ser una provocación. En efecto, no puede ser rehabilitado más que aquel (o aquello) que ha perdido su buena fama y el derecho a la estimación. Ahora bien, la virtud en general, y la virtud de la castidad en particular, ¿han perdido su buena reputación? La castidad ¿ya no es considerada por los hombres como una virtud? Pero es que no se trata aquí únicamente de la buena fama. La mera denominación “virtud” y un reconocimiento nominal no resuelven nuestro problema. Es el derecho de ciudadanía de la virtud en el alma y en la voluntad humana lo que está en cuestión, porque ahí está su lugar verdadero fuera del cual la virtud deja de existir en cuanto ser real. La estima por los términos “virtud” o “castidad” no tiene entonces ya gran valor. Scheler encontraba que había que rehabilitar la virtud, porque había descubierto en el hombre contemporáneo una actitud espiritual contraria a su verdadera estima. A esta actitud él la llamó “resentimiento”.
El resentimiento consiste en una falsa actitud respecto de los valores. Es una falta de objetividad de juicio y de apreciación, que tiene su raíz en la flaqueza de la voluntad En efecto, para alcanzar o realizar un valor más elevado hemos de poner un mayor esfuerzo de voluntad. Por lo cual, para librarse subjetivamente de la obligación de poner ese esfuerzo, para convencerse de la inexistencia de ese valor, el hombre disminuye su importancia, le niega el respeto a que la virtud tiene derecho en realidad, llega incluso a ver en ella un mal a pesar de que la objetividad obliga a ver en ella un bien. Parece, pues, que el resentimiento posee los mismos rasgos característicos que el pecado capital de la pereza. Según Santo Tomás, la pereza (acedia) es esa “tristeza que proviene de la dificultad del bien”. Con todo, la tristeza en cuanto tal no falsea e bien: indirectamente hasta sostiene en el alma la estima para con su valor. El resentimiento va más lejos: no solamente deforma la imagen del bien, sino que, para que el hombre no se sienta obligado a elevarse penosamente hasta el verdadero bien y a fin de que pueda “con toda seguridad” reconocer como bien lo que le conviene y lo que le es más cómodo, desacredita los valores que merecen estima. El resentimiento forma parte de la mentalidad subjetiva en la que el placer reemplaza al verdadero valor.
A lo que parece, si hay alguna virtud que haya perdido a causa del resentimiento su derecho de ciudadanía en el alma, en el corazón del hombre, es a buen seguro la castidad. Se han empleado algunos en forjar toda una argumentación para demostrar que no solamente no es útil al hombre, sino que, al contrario, le es dañosa. No hay más que recordar, aunque sea brevemente, estas diversas reservas pretendidamente higiénicas y medicales, formuladas respecto de la castidad y de la continencia sexual. El argumento: “Una castidad exagerada (es, por lo demás, difícil establecer lo que esto quiere decir) es dañosa para la salud; un hombre joven ha de satisfacer sus necesidades sexuales” está siempre en boga. Pero sobre todo se ve en la castidad y en la continencia sexual los grandes enemigos del amor, y de ahí que se les niegue la estima y el derecho de ciudadanía en el alma humana. Según esa opinión, la castidad tiene su razón de ser fuera del amor del hombre y de la mujer, pero no en sí mismo. A partir de tales argumentos ha tomado vuelo y amplitud el resentimiento; por lo demás no constituye una particularidad de nuestra época: una inclinación al resentimiento dormita en el fondo de cada hombre. El cristianismo ve en él una consecuencia del pecado original. Así que, si queremos librarnos del resentimiento, y sobre todo de Tas consecuencias que trae para nuestra manera de considerar el grave problema de la castidad, es menester que de algún modo rehabilitemos la castidad. Conviene eliminar, por lo pronto, todo ese peso de subjetividad que grava sobre nuestras opiniones acerca del amor y acerca de la felicidad que puede aportar aquél al hombre y a la mujer.
Sabido es que el amor ha de ser integral, lo mismo en cada una de las personas que se aman que entre ellas. El análisis a que nos hemos dedicado en el capítulo precedente nos lo ha bien demostrado. Examinando el amor bajo tres aspectos diferentes (general, psicológico, moral) hemos logrado distinguir varios de estos elementos. Es menester que se unan en las personas y entre ellas de modo que creen un todo personal e inter-personal. Por esto el papel de la integración es tan importante. El amor no puede quedar meramente en situación subjetiva, en la que se manifiestan las energías de la sensualidad y de la afectividad despertadas por la tendencia sexual, porque no alcanza entonces su nivel personal, ni puede unir las personas. Para que pueda unir verdaderamente al hombre y a la mujer y alcanzar su pleno valor personal, es preciso que tenga una base sólida en la afirmación del valor de la persona. Partiendo de ahí, puede uno llegar fácilmente a desear realmente el bien de la persona amada—un bien digno de la persona—gracias a lo cual el amor aporta la felicidad, es “heurógeno”. El hombre y la mujer desean el amor porque tienen en cuenta la felicidad que les traerá.
El deseo de la felicidad verdadera para otra persona, el sacrificio en aras de su bien, marcan el amor con una impronta inestimable de altruismo. Con todo, nunca será así, si en el amor entre el hombre y la mujer predomina la concupiscencia nacida de las reacciones sensuales, por más que estén basadas en intensas aficiones. Sí, son ellas las que confieren al amor su “gustosidad” (sabor), pero no siempre le dan su esencia objetiva, estrechamente ligada a la afirmación recíproca del valor de las personas. La mera riqueza de los sentimientos no permite apreciar el valor de las relaciones entre las personas. La exuberancia afectiva debida a la sensualidad puede disimular la falta de verdadero amor, incluso el egoísmo. De hecho no se puede asimilar el amor al erotismo. El amor se desarrolla gracias a la profundidad de la actitud plenamente responsable de una persona respecto de otra, mientras que la vida erótica no es más que una reacción de la sensualidad y de la afectividad. Su demasiado rica floración puede ocultar un subdesarrollo del amor. Por esto hemos recalcado en el análisis del amor la necesidad de distinguir entre sus dos aspectos, el objetivo y el subjetivo.
Por la misma razón, hemos también de examinar con mucha atención la posibilidad de no-integración del amor. Entendemos por ésta un estado erótico que tiene una base sensual y sentimental insuficiente para alcanzar el nivel de las personas. La no-integración denota un subdesarrollo moral del amor. Las manifestaciones de sensualidad o de afecto respecto de una persona de sexo opuesto, nacida más bien y desarrollada con mayor rapidez que la virtud, no son todavía el amor. Sin embargo, se las toma muchas veces como amor y se les da ese nombre. Ahora bien, a un amor así concebido es al que se opone la castidad, que realmente es la que le pone obstáculos. Así, pues, el argumento: “La castidad daña al amor” no tiene en cuenta suficientemente ni el principio de la integración del amor, ni la posibilidad de su no-integración.
Únicamente una concentración adecuada de los diversos elementos sensuales y afectivos en torno al valor de la persona, nos autoriza para hablar de amor. En cambio, no se puede llamar “amor” lo que no es más que uno de sus elementos o una de sus partes. Separados del resto, van a parar a su negación. Y lo que más es, desde el punto de vista moral existe una exigencia fundamental: para el bien del amor, para la realización de su esencia en cada una de las personas y entre ellas, hay que saber librarse de todo erotismo. Esa exigencia toca el corazón mismo del problema de la castidad. La palabra “castidad” contiene la eliminación de todo aquello que “mancha”. Es menester que el amor se transparente: todo acto que lo manifieste ha de dejar ver el reconocimiento del valor de la persona. Por consiguiente, puesto que los sentidos y los sentimientos pueden engendrar erotismo, el cual quita al amor esa transparencia, a fin de preservar su verdadero carácter y su aspecto objetivo una virtud especial es indispensable: la castidad.
Conviene recordar aquí el hecho principal de que hablamos al comienzo de esta obra: los contactos, y mucho más la vida en común de dos personas de sexo diferente, implican toda una serie de actos de los cuales uno es el sujeto y el otro el objeto. El amor suprime esta relación de sujeto a objeto reemplazándola por una unión de las personas en la que el hombre y la mujer tienen el sentimiento de ser un solo objeto de acción. Este sentimiento es la expresión de su estado de conciencia subjetivo, que, por lo demás, es un reflejo de su unión objetiva: sus voluntades se unen porque desean el mismo bien considerado como un fin, sus sentimientos se fusionan porque experimentan en común los mismos valores. Cuanto más madura y profunda es esta unión, tanto más el hombre y la mujer tienen el sentimiento de constituir un solo sujeto de acción. Este sentimiento, sin embargo, no cambia en nada el hecho objetivo de que son dos seres y dos sujetos de acción realmente diferentes.
Entendemos por “actos” no solamente los actos externos perceptibles y definibles por vía de observación, sino también los internos que no son conocidos más que de la persona actuante, la única que está en condiciones de aprehenderlos y de definirlos por vía de introspección.
Los problemas que nos interesan en este libro, y sobre todo en el presente capítulo, nos incitan a examinar también los actos externos tanto como los internos. Ya dos mandamientos del Decálogo, el sexto (“No cometerás adulterio”) y el nono (“No desearás la mujer de tu prójimo”) llaman la atención sobre ellos. Se trata de actos que tienen por objeto la persona de sexo diferente, la persona y no su sexo. La diferencia de sexos crea solamente un problema moral particular. Mientras que la persona habría de ser objeto de amor, el sexo que se manifiesta sobre todo en el cuerpo, y que, por este hecho, excita los sentidos, abre camino a la concupiscencia. La concupiscencia carnal está estrechamente ligada a la sensualidad. El análisis de ésta nos ha demostrado, en el capítulo precedente, que la concupiscencia es reacción ante el cuerpo en cuanto objeto posible de placer. Reaccionamos ante los valores sexuales del cuerpo mediante los sentidos y esta reacción está “orientada”. Sin embargo, no se identifica con la concupiscencia. No hace más que dirigir el psiquismo del sujeto hacia esos valores “interesándole” por ellos, incluso “absorbiéndole” en ellos. Es sumamente fácil pasar de esta primera etapa a la reacción sensual de la etapa siguiente, que es ya la concupiscencia. Esta es diferente del interés que la sensualidad manifiesta respecto a los valores sexuales del cuerpo, y del punto en que los valores sexuales “producen efecto” al sujeto. En el caso de la concupiscencia, el sujeto se dirige netamente hacia esos valores. Algo hay en él que comienza a tender hacia ellos, a apegárseles, y se dispara un proceso impetuoso que lleva a “querer” finalmente esos valores. La concupiscencia carnal no es todavía ese querer, pero tiende a irlo siendo. Esta facilidad bien perceptible de pasar de una etapa a la otra, del interés al deseo, del deseo al querer, está en el origen de grandes tensiones en la vida interior de la persona; ahí está el campo de acción de la virtud de la continencia. La estructura de esta virtud, que examinaremos más adelante, queda en correlación estrecha con la estructura de la concupiscencia carnal, que acabamos de describir.
La expresión “concupiscencia carnal” es acertada tanto del hecho de que la concupiscencia ligada a las reacciones de la sensualidad tiene por objeto el cuerpo y el sexo como porque, en el sujeto, tiene su origen en el cuerpo y busca su salida en el “amor carnal”. Conviene precisar que hay una diferencia entre “el amor carnal” y “el amor del cuerpo”, porque el cuerpo, en cuanto elemento de la persona, puede ser también objeto de amor y no solamente de la concupiscencia.
El hecho de que La primera reacción de la sensualidad, es decir, el interés por los valores sexuales del cuerpo, se transforme tan fácilmente en deseo sensual demuestra que existe una potencia del deseo sensual. Disimulada en la sensualidad, dirige hacia la concupiscencia sus reacciones. Así es como veía el problema Santo Tomás de Aquino, haciendo una distinción entre apetito concupiscible y apetito irascible. Son las dos principales potencias del “alma sensitiva”, estrechamente ligadas al conocimiento sensible. Alrededor de estos apetitos gravitan multitud de “sentimientos” (las passiones animae de Santo Tomás). Por esto, algunos de entre ellos están más fuertemente marcados por la concupiscencia, como, por ejemplo, el deseo, otros tienen un carácter más bien impulsivo, como, por ejemplo, la cólera. Entendemos aquí por sentimientos tanto las primeras emociones como ciertos estados psíquicos más durables, los cuales, por su parte, pueden tener diversos grados de intensidad, desde los climas afectivos, de cólera o de amor naciente, por ejemplo, hasta las pasiones, como el amor pasional o la explosión de furor.
Las reacciones de la sensualidad están siempre orientadas no solamente hacia el cuerpo y el sexo, sino también hacia el placer. Esos son de hecho los objetivos de la concupiscencia y también del amor carnal. La concupiscencia busca su satisfacción en el cuerpo y el sexo por medio del deleite. Tan pronto como lo ha obtenido, toda actitud del sujeto respecto del objeto termina y el interés desaparece hasta el momento en que el deseo se despertará de nuevo. La sensualidad se agota en la concupiscencia. En el mundo animal, en el que el instinto de procreación normalmente asociado al de conservación de la especie regula la vida sexual, semejante final de la reacción de concupiscencia no entraña ningún inconveniente. En el mundo de las personas, por el contrario, surge en tal ocasión un grave peligro de naturaleza moral.
Este peligro está estrechamente ligado con el problema del amor, por lo tanto, con la actitud para con la persona. El amor carnal nacido de sola la concupiscencia del cuerpo no abarca los valores que ha de poseer el amor de la persona. En efecto, el deseo carnal cambia el objeto del amor, sustituye con “el cuerpo y el sexo” de una persona a la persona misma. La reacción de la sensualidad, lo hemos ya dicho, no se dirige hacia la persona, sino hacia el cuerpo y el sexo de una persona concreta como hacia un objeto posible de goce. Los valores de la persona, tan esenciales en el amor, son reemplazados por los valores sexuales que han llegado a ser centrales. El sentimiento sensual de amor, la concupiscencia, predomina entonces. Recordemos que el término “sentimiento sensual de amor” no designa la mera afectividad, porque ésta no reacciona ante el cuerpo ni el sexo, sino ante la persona de sexo opuesto, ante la feminidad o la masculinidad. El análisis precedente lo ha bien demostrado. En efecto, “sentimiento” significa aquí, por de pronto, “estado sensual creado por la concupiscencia vuelta hacia el cuerpo y el sexo en cuanto elementos correspondientes a la sensualidad”, después, “estado de apaciguamiento de la concupiscencia mediante el comercio sexual”.
Por lo dicho ya se ve en qué consiste el peligro moral de la concupiscencia del cuerpo; es que conduce hacia un “amor” que no es un amor, que es un erotismo que no tiene como “fondo” sino tan sólo el deseo sensual y su satisfacción, hacia un amor que se detiene en el cuerpo y en el sexo y que no llega a la persona, un amor no-integrado. Dicho de otra manera, el peligro moral consiste en este caso no solamente en una deformación del amor, sino también en un despilfarro de sus “materiales”. En efecto, la sensualidad suministra materia al amor, pero es la voluntad la que lo produce. Sin ella no hay amor. Quedan “los materiales” que la concupiscencia del cuerpo utiliza agotándose con su uso. Se realizan entonces los actos internos y externos que tienen por objeto sólo los valores sexuales. Tienen el mismo objetivo que la reacción particular ante la sensualidad pura: el cuerpo en cuanto objeto posible de deleite. Lo que sí aparece es la actitud utilitaria respecto de la persona que viene a ser objeto de placer. Que esos actos sean externos o únicamente internos depende en gran parte de la estructura de la sensualidad de la persona dada. Así, en las personas en que predomina el tacto, notaremos una tendencia a los actos externos, y en aquellas en que domina la vista, o, tanto más, la imaginación, los actos internos son los que ganarán la partida.
La afectividad es, de alguna manera, una protección natural contra la concupiscencia del cuerpo, porque es la facultad de reaccionar ante los valores sexuales ligados a las personas de sexo opuesto, es decir, a la feminidad o a la masculinidad, y no a los valores del cuerpo en cuanto objeto posible de goce. Las reacciones de la afectividad están, por tanto, también orientadas, pero su orientación es diferente de la de las reacciones sensuales. La afición no tiende al placer que tiene por objeto el cuerpo y el sexo y no tiene otro objetivo que el amor carnal. Si se habla a veces de la necesidad de gastarse en el plano afectivo, no tiene esto la misma significación que cuando se afirma una necesidad análoga al nivel de la sexualidad sensual. Se trata entonces más bien de satisfacer a la necesidad de afición amorosa, a la necesidad de “ser amoroso” o de ser amado. La afectividad constituye un mundo aparte compuesto de hechos internos e inter-personales que de suyo se mantienen alejados de la concupiscencia; El amor afectivo parece tan puro que toda comparación con la pasión sensual parece degradarlo.
Y, sin embargo, no aporta una solución positiva ni satisfactoria al problema de la concupiscencia del cuerpo. A lo más, lo aparta de la conciencia introduciendo en la actitud de la mujer para con el hombre (o viceversa) esa idealización de que hemos hablado en el capítulo precedente. Pero descartar un problema no es resolverlo, ni siquiera acometerlo. La experiencia nos enseña que una actitud “idealista” unilateral en el amor va haciéndose en seguida una fuente de decepciones amargas o engendra inconsecuencias, sobre todo en la vida conyugal. Lo que la afectividad aporta al hombre y a la mujer no es todavía un material del amor. No podríamos encontrar una protección eficaz contra la concupiscencia del cuerpo más que un profundo realismo de la virtud, la de la castidad precisamente. La afectividad y esta idealización de la que ella es la fuente pueden ayudar grandemente a la formación de la virtud de la castidad. Con todo, las reacciones naturales, aun las más delicadas, ante la feminidad o la masculinidad, dictadas por la afectividad, no constituyen por sí mismas un fundamento suficientemente profundo para el amor de la persona.
Al contrario, hay el peligro de absorción de la afectividad por la concupiscencia del cuerpo que es de hecho su “acompañamiento” que oculta la actitud aceptable respecto de las personas de sexo opuesto. Así concebido, el “amor” vendrá a ser sobre todo un negocio del cuerpo y un terreno de la concupiscencia, enriquecido, eventualmente, de un cierto “lirismo” procedente de la afectividad. Añadamos que la afectividad privada del apoyo de la virtud, dejada a ella misma y obligada a hacer frente a la poderosa concupiscencia del cuerpo, se deja ir disminuyendo con mucha frecuencia. Aporta entonces un elemento nuevo, transformando el amor en un “tabú” subjetivo, en el que el afecto lo es todo, lo decide todo.
Aquí es donde surge el problema del subjetivismo, porque nada introduce tantos elementos de subjetivismo en el amor como el sentimiento. Conviene hacer una distinción entre el sentimiento y la afectividad. Esta es la facultad de reaccionar ante las cualidades definidas que van ligadas a un ser humano de sexo diferente (feminidad-masculinidad, encanto-fuerza). El sentimiento de suyo es un hecho psíquico subjetivo ligado a la reacción ante diversos valores y, por lo tanto, a los actos realizados en su órbita, en su prolongación por así decirlo. Así, los sentimientos sensuales y psíquicos se relacionan con la reacción de la sensualidad y con los actos externos e internos que tienen su fuente en la concupiscencia del cuerpo. Se relacionan también con las reacciones de la afectividad, así como con los actos que de ella provienen. Cuando se ve la necesidad de integrar en la actitud moralmente admisible de una persona hacia otra todos los elementos sensuales y afectivos, entonces se cae en la cuenta de toda la riqueza del sentimiento humano. Este puede desarrollarse adaptándose a las realizaciones conscientes de la voluntad. La integración del amor exige que el hombre dé forma a los elementos que aportan los sentidos en sus reacciones sensuales y afectivas. Es preciso que, al afirmar el valor de la persona, los realce hasta el nivel de las relaciones entre personas y los mantenga dentro de los límites de una verdadera unión de las personas.
Se trata de no confundir el subjetivismo y el aspecto subjetivo del amor. Este pertenece a la naturaleza misma del amor. El subjetivismo, al contrario, es una deformación de la esencia del amor, que consiste en una hipertrofia del elemento subjetivo que absorbe parcial o totalmente el valor objetivo del amor. Se puede definir su forma elemental como subjetivismo del sentimiento. Los sentimientos juegan un papel muy importante en la formación del aspecto subjetivo del amor, que no existe sin el afecto, y sería absurdo desear, a la manera de los estoicos y de Kant, que el amor fuera a-sentimental. Pero de otra parte, no se puede excluir la subjetividad del sentimiento. Cabe hablar, por consiguiente, de un cierto “peligro del sentimiento”. En el curso del análisis del atractivo (capítulo II, segunda parte) hemos subrayado que el sentimiento tenía una influencia sobre la experiencia de la verdad. El hombre, ser racional, tiene una necesidad natural de conocer la verdad y de seguirla; se trata aquí de la verdad objetiva de la acción, núcleo de la moral humana. Ahora bien, el sentimiento desvía nuestra mirada de la verdad, por así decirlo; la desvía de los elementos objetivos de la actividad, del objeto de la acción y del acto mismo, y lo dirige hacia los elementos subjetivos, hacia lo que ha sido vivido por nosotros. A causa del sentimiento, la conciencia humana es absorbida sobre todo por la autenticidad subjetiva de lo vivido. Y esto es verdadero, es decir, auténtico, en la medida en que está impregnado de un verdadero sentimiento.
Esto trae consigo dos consecuencias. Desde luego una desintegración, porque el estado afectivo domina todos los hechos objetivos y sobre todo los principios a que ellos están sometidos, él es el que sobresale. Por otra parte, el valor del sentimiento reemplaza a los principios objetivos y viene a ser criterio del valor de los actos: éstos son buenos si son “auténticos”, es decir, impregnados de un sentimiento “verdadero”. Pero el sentimiento no es verdadero en sí mismo más que subjetivamente y, aun siendo verdadero, no puede referirse a un acto que, objetivamente, no es bueno. Por esto el subjetivismo del sentimiento abre amplia entrada en el amor entre el hombre y la mujer, a tos diversos actos internos y externos, actos eróticos en desacuerdo con la esencia objetiva del amor. Su autenticidad, en el sentido que acabamos de describir, debería legitimarlos. Pero no lo llega a conseguir. Aun en el supuesto de que los sentimientos que acompañan a la concupiscencia del cuerpo y su satisfacción sean sentimientos verdaderos, los actos que acompañan no son todos buenos sin más ni más.
Un paso más y se pasa del subjetivismo del sentimiento al de los valores. El camino es tan fácil que no se acierta a evitarlo una vez que se ha metido uno en él El amor en sí mismo está orientado hacia los valores objetivos, como lo es el valor de la persona que se afirma en el amor recíproco, o el de la unión de las personas a la que lleva el amor. Tales son también los valores hacia los cuales se dirigen la sensualidad y la afectividad en sus relaciones naturales: el valor del cuerpo en cuanto posible objeto de goce, y el valor del ser humano de sexo diferente, ligados a la feminidad o a la masculinidad. El subjetivismo de los valores consiste en considerar todos los valores objetivos como elementos que sirven únicamente para dar placer o voluptuosidad a diversos grados. El placer llega a ser el único valor y la base de toda apreciación. De donde resulta una confusión en la orientación de lo vivido y de lo actuado, con lo cual finalmente se pierden no solamente la esencia del amor, sino también el carácter erótico de lo vivido. Porque hasta la sensualidad y la afectividad suministran materia al amor, reaccionando de una manera natural ante los valores correspondientes de la persona. El subjetivismo de los valores equivale, con todo, a una orientación hacia el solo goce, éste viene a ser el objetivo mientras que todo el resto—la persona, su cuerpo, su feminidad o su masculinidad—no es más que un medio.
Bajo esta forma, la subjetividad destruye, por consiguiente, la esencia misma del amor y no ve el valor integral de los estados eróticos (así, por lo demás, como del “amor” mismo) sino en el placer. Tales estados dan al hombre y a la mujer un placer y una voluptuosidad intensas que constituyen la única razón de ser tal como, indirectamente, la del amor mismo. De hecho, el hedonismo teórico y práctico es el resultado final del subjetivismo en el amor. Entonces no solamente tales o tales Otros estados, sino también el placer que les acompaña, dominan el conjunto de los hechos y sobre todo de los principios, que deciden del amor verdadero. El placer viene a ser el supremo y absoluto valor al que todo debe estar subordinado, porque él es el que constituye el criterio interno de los actos humanos. Esto recuerda las opiniones utilitaristas criticadas en el primer capítulo. El peligro del sentimiento nos aparece así con mayor evidencia todavía, porque los sentimientos gravitan naturalmente hacia el placer, que para ellos es un bien como la pena es un mal del que huyen. A lo inmediato, tienden, por tanto, a afirmarse en cuanto que la única y esencial sustancia del amor (subjetivismo de los sentimientos), pero, no siendo dirigidos, orientan indirectamente el sujeto hacia la búsqueda del placer y de la voluptuosidad. Entonces se juzga y se aprecia el amor en función del placer que nos produce.
De estas formas de subjetividad, y sobre todo de la segunda, nace el egoísmo. El subjetivismo y el egoísmo se oponen al amor, primeramente, porque este último tiene una orientación objetiva hacia la persona y hacia su bien, y, en segundo lugar, porque tiene una orientación altruista hacia otro ser humano, mientras que aquéllos no ponen la mira más que en el sujeto y sus estados, no se preocupan más que de su “autenticidad” y de la afirmación subjetiva del amor en el sentimiento mismo. El egoísmo se concentra únicamente en el “yo” del sujeto y busca la manera de realizar su propio bien sin preocuparse del de los otros. El egoísmo excluye al amor, porque excluye el ien común y la reciprocidad, fundada en la tendencia hacia éste. Poniendo delante su propio “yo” y concentrando la atención exclusivamente en su propio bien—lo cual es característico del egoísmo—-no se puede evitar una exagerada orientación hacia el sujeto.
El “yo” considerado como sujeto se hace egoísta, cuando cesa de ver correctamente su puesto objetivo entre los otros seres, así como las relaciones e interdependencias que le ligan a ellos. Pero es sobre todo el subjetivismo de los valores lo que de hecho (de facto) se identifica con el egoísmo. Siendo el placer el único valor que cuenta en la actitud mutua del hombre y de la mujer, no podrá jamás haber cuestión entre ellos ni de reciprocidad, ni de unión de las personas. La orientación hacia el placer, su único objetivo, retendrá a cada uno de ellos dentro de los estrictos límites de su propio “yo”. No habrá, pues, reciprocidad, sino un “bilateralismo”: las relaciones entre dos personas de sexo diferente dan una suma de goces que es preciso intensificar de manera que cada una obtenga el máximum. El egoísmo excluye al amor, pero admite los cálculos y el compromiso; aun cuando no haya nada de amor, un arreglo bilateral entre los egoísmos es posible.
Sí, pero no puede haber cuestión de un “yo común” que nace cuando una persona desea el bien de la otra como el suyo propio y encuentra el suyo en el de la otra. No se puede desear el placer de esta manera, porque es un bien puramente subjetivo, no trans-subjetivo, ni siquiera inter-subjetivo. Se puede desear así todo lo más el placer del otro “aparte” o “a condición” del suyo propio. El subjetivismo de los valores, es decir, una orientación hacia el goce considerado como el único objetivo de las relaciones y de la vida común del hombre y de la mujer, es, por tanto, por definición egoísmo. Ello resulta de la naturaleza misma del placer. Con todo, no se ha de considerar el placer como un mal—es en sí mismo un bien—, sino que conviene recalcar el mal moral que late en la orientación de la voluntad hacia solo el placer. Semejante orientación es no solamente subjetiva, sino también egoísta.
Se distingue a veces el egoísmo de los sentidos y el egoísmo de los sentimientos. Esta distinción está fundada en la diferencia que hay entre la sensualidad y la afectividad, dos centros diferentes de reacciones ante los valores sexuales. Con todo, estos dos egoísmos tienen en su origen sentimientos: en el primer caso, un sentimiento “físico” ligado a la satisfacción de la sensualidad, en el segundo, un sentimiento “psíquico”, más sutil y que acompaña a las reacciones de la afectividad. El sentimiento intensamente vivido o un estado afectivo durable facilitan la orientación del ser hacia su propio “yo”; el placer, que es un bien de ese “yo” ligado al sentimiento, aparece al mismo tiempo.
El egoísmo de los sentidos se asocia estrechamente al subjetivismo de los valores. El sujeto tiende al placer inmediato que dan los estados eróticos ligados al cuerpo y al sexo; la persona es entonces tratada simplemente como un objeto. Esta forma de egoísmo es bastante clara. El egoísmo de los sentimientos, en cambio, se presta más fácilmente a confusión. En efecto, se asocia ante todo al subjetivismo del sentimiento, que no atribuye el primer puesto al placer, sino al afecto, condición indispensable de la autenticidad de lo vivido. El egoísmo del sentimiento es, por lo tanto, más bien una búsqueda del “yo” que una búsqueda del placer. Pero éste constituye para él, aun así, un fin: la orientación hacia el placer determina el egoísmo. Se trata, en efecto, del placer vivido o experimentado. Cuando el sentimiento pasa a ser un objetivo únicamente en razón de este placer, la persona hacia la cual se dirige, .o que es su fuente, no es de nuevo más que un objeto que da la ocasión de satisfacer las necesidades afectivas del “yo”. El egoísmo de los sentimientos, que se transforma frecuentemente en una especie de juego (“se juega con los sentimientos de otro”), es una alteración del amor no menos profunda que la que se debe al egoísmo de los sentidos, con la sola diferencia de que éste tiene un aspecto de egoísmo más acentuado, mientras que aquél puede disimularse bajo apariencias de amor. Añadamos que el egoísmo de los sentimientos puede contribuir no menos que el egoísmo de los sentidos, aunque de una manera diferente, a la impureza de las relaciones entre el hombre y la mujer.
Al principio de nuestras consideraciones, hemos hecho la distinción entre el subjetivismo y la subjetividad. El amor, siendo como es un hecho subjetivo e inter-subjetivo, tiene siempre, por tanto, un aspecto subjetivo particular. Pero de todos modos conviene protegerle contra una desviación subjetiva que trae consigo u disgregación y desarrolla las diversas formas del egoísmo. Por esto, cada una de las dos personas comprometidas en el amor, sin dejar de cultivar su aspecto subjetivo, debería esforzarse en alcanzar la mayor objetividad. Lo cual no es fácil, pero este esfuerzo es indispensable para asegurar al amor su existencia.
El análisis de la concupiscencia del cuerpo, y más aún del subjetivismo y del egoísmo, nos permitirán comprender la expresión “amor culpable”. Es una expresión corriente e incluso justa en su sentido más inmediato. Oculta, con todo, una paradoja. En efecto, el amor es sinónimo del bien mientras que el pecado significa un mal moral. ¿Puede, por consiguiente, haber un “amor” que no solamente no sea moralmente bueno, sino, al contrario, que sea “culpable”, es decir, que comprenda elementos del mal moral? ¿Cómo puede ser, entonces, amor? Hemos constatado que la sensibilidad y la afectividad dan materia al amor, dicho de otra manera que crean en la interioridad de la persona, y entre las personas, hechos y situaciones favorables para el amor, pero que no son amor. Lo llegan a ser gracias a la integración, porque se encuentran elevados al nivel de las personas cuyo valor es recíprocamente afirmado. Sin ello, estos hechos psicológicos nacidos en la sensualidad (o en la afectividad) podrían fácilmente hacerse materia de pecado. Se trata de entender bien el cómo. Por esto vamos a proceder al examen de la estructura del pecado.
Como lo hemos constatado más arriba, la concupiscencia del cuerpo no está ligada solamente a una posibilidad natural de orientación hacia los valores que los sentidos indican en el terreno sexual. Es una inclinación permanente a considerar la persona de sexo opuesto, en razón de los valores del sexo, únicamente como un objeto de posible placer. La concupiscencia del cuerpo significa, por tanto, una disposición latente para intervertir el orden objetivo de los valores. En efecto, la manera justa de considerar y de desear la persona es hacerlo desde el ángulo de su valor. Esto no quiere decir a-sexualidad o insensibilidad ante los valores del cuerpo y del sexo, que deben, por el contrario, ser integrados en el amor de la persona en el sentido propio del término. El deseo carnal se dirige hacia la persona como hacia un objeto posible de goce a causa de los valores de su cuerpo y de su sexo (cuando el cuerpo, elemento de la persona, debería también él ser el objeto del amor). De ahí la distinción entre el amor del cuerpo y el amor carnal.
Así que la concupiscencia del cuerpo es un terreno en el que se oponen dos actitudes respecto de la persona de sexo diferente. El objeto de la lucha es el cuerpo. A causa de sus valores sexuales, despierta el deseo de placer, mientras que debería hacer nacer el amor en razón del valor de la persona. La concupiscencia del cuerpo significa una disposición permanente para solo el goce, mientras que el deber del hombre es el de amar. Por esto hay que enunciar con cierta reserva la opinión que hemos formulado en el curso de este análisis del amor, a saber, que la sensualidad y la afectividad dan materia para el amor. Es así en la medida solamente en que sus reacciones no son absorbidas por el deseo carnal, sino por el amor verdadero de la persona. No es esto fácil, sobre todo cuando se trata de las reacciones de la sensualidad. Porque, ya lo hemos bien constatado, estas reacciones son espontáneas y van en la misma dirección que la concupiscencia del cuerpo que frecuentemente manifiestan. La sensualidad es la facultad de reaccionar ante los valores sexuales del cuerpo, objeto posible de placer; el deseo carnal es tendencia permanente de concupiscencia, provocada por la reacción de la sensualidad.
Hay que recalcar que, desde el punto de vista de la estructura del pecado—proseguimos nuestro análisis del “amor culpable”—ni la sensualidad, ni el deseo carnal, solos, no lo son. La teología católica no ve en la concupiscencia del cuerpo más que una “tea” del pecado. Es difícil no admitir que una disposición permanente para desear el cuerpo de la persona de sexo opuesto como objeto de deleite sea un germen de pecado, siendo así que nuestra actitud respecto de la persona debería ser suprautilitaria (como indica el verdadero sentido de la palabra “amar”). Asimismo, la teología, fundándose en la Revelación, considera la concupiscencia del cuerpo como una consecuencia del pecado original. Esta disposición permanente para adoptar, a causa de los valores sexuales del cuerpo, una actitud inadecuada respecto de la persona, no puede ser sin razón. La ausencia de razón conduciría fatalmente al pesimismo, como todo mal incomprensible. La verdad sobre el pecado original explica ese mal fundamental y universal que nos impide amar simple y espontáneamente, transformando el amor de la persona en deseo de goce. Así, el hombre no puede fiarse con toda seguridad de las reacciones de la sensualidad (ni tampoco de la afectividad que está ligada a la sensualidad en la vida psíquica, gracias a su fuente común), no puede tenerlas por amor que él ha de desprender de ellas. Una cierta pena resulta de ello, porque el hombre desearía seguir aquí sus reacciones espontáneas y encontrar en ellas un amor con todas sus piezas.
La sensualidad, ni siquiera la concupiscencia del cuerpo, no son un pecado en sí mismas, porque no puede ser pecado más que un acto voluntario, consciente y consentido. Por más que el acto voluntario sea siempre interior, el pecado puede encontrarse incluso en las acciones tanto interiores como exteriores, siendo como es la voluntad, tanto para las unas como para las otras, el punto de partida y el punto de apoyo. Por consiguiente, la mera reacción de la sensualidad o el ímpetu del deseo carnal que pudiera haber provocado y que tiene lugar “aparte” o fuera de la voluntad, no pueden ser pecados en sí mismos. Pero hay que tener en cuenta el hecho de que la concupiscencia del cuerpo posee en todo hombre normal su propio dinamismo que se manifiesta en las reacciones de la sensualidad. Ya dijimos que tienen éstas una orientación definida. Los valores sexuales del cuerpo vienen a ser no solamente objeto de interés, sino, con bastante facilidad, objeto de deseo sensual. Es el apetito concupiscible (según la terminología de Santo Tomás) y no la voluntad el que es la fuente de semejante deseo actual. En el deseo sensual, por el contrario, aparece una tendencia a convertirse en querer, acto de la voluntad. El límite entre el actual deseo sensual y el querer es, con todo, distinto. La concupiscencia del cuerpo no se encamina en seguida hacia un papel activo de la voluntad, llamando aquello hacia lo cual se dirige el deseo sensual actual, sino que se contenta con su actitud pasiva de consentimiento.
Aquí comienza el pecado. Por esto la concupiscencia del cuerpo, que intenta continuamente arrastrar a la voluntad a franquear el límite ese, ha sido con justo título llamada “tea del pecado”. Desde el momento en que la voluntad consiente, en que empieza a querer lo que está pasando en la sensualidad y a aceptar el deseo carnal, el hombre comienza a actuar él mismo, interiormente desde luego—por ser la voluntad la fuente inmediata de los actos internos—, exteriormente en seguida. Sus actos poseen un valor moral, son buenos o malos y, en este último caso, se les llama pecados.
En la práctica, surge aquí un problema bastante difícil para algunas personas, el del límite del pecado. Objetivamente, está trazado por el acto voluntario, por el consentimiento libre y consciente de la voluntad. Pero hay personas, con todo, que lo distinguen difícilmente. La concupiscencia del cuerpo por poseer en el hombre su propio dinamismo por el cual tiende a convertirse en querer, acto de la voluntad, pone en peligro, cuando falta el discernimiento necesario, de considerar como un acto voluntario lo que no es todavía más que un aviso de la sensualidad y de la concupiscencia del cuerpo. Gracias a. ese dinamismo, la reacción de la sensualidad sigue su curso, incluso en el caso en que la voluntad no solamente no consiente, sino que se opone. Un acto de voluntad dirigido contra el despertar de la sensualidad no tiene en general un efecto inmediato. De ordinario, la reacción de la sensualidad prosigue hasta el fin dentro de su propia esfera psíquica, es decir, dentro de la -esfera sensual, a pesar de que, en la esfera volitiva, haya encontrado neta oposición. Nadie puede exigirse a sí mismo que las reacciones de la sensualidad no se manifiesten en él ni que cedan desde que la voluntad rehúsa el consentir, incluso opone su repulsa. Esto es importante para la práctica de la virtud de la continencia. “No querer” es diferente de “no sentir”, “no experimentar”.
Por esto, analizando la estructura del pecado, conviene no atribuir demasiada importancia a la sensualidad y a la concupiscencia del cuerpo. La mera reacción espontánea de la sensualidad, el mero reflejo de la concupiscencia, no son un pecado y no lo serán más que si la voluntad interviene. La voluntad conduce al pecado cuando está mal orientada, cuando se deja guiar por una falsa concepción del amor. En esto consiste la tentación, que abre el camino al ���amor culpable”. La tentación no es solamente un “error de pensamiento”, porque un error involuntario no entraña el pecado. Si yo estoy convencido de que “A” es un bien y si yo realizo “A”, yo obro bien aunque en realidad “A” sea un mal (a menos de que continúe siendo responsable, por otra parte, del juicio erróneo de mi conciencia). La tentación, en cambio, implica la conciencia de que “A” es un mal, conciencia falsificada por la sugestión: “A” es, a pesar de todo, un bien. La ocasión de este falseamiento de la conciencia en las relaciones entre personas de sexo diferente viene dada por la subjetividad bajo todas sus formas.
La subjetividad del sentimiento facilita la sugestión de que es bueno lo que está ligado con un verdadero sentimiento, con un sentimiento auténtico. Entonces surge la tentación de reducir el amor a solos los estados emotivos subjetivos. El “amor” sigue entonces al sentimiento como su única sustancia y su solo criterio. Ni la afirmación del valor de la persona, ni la tendencia a realizar su verdadero bien, entran en cuenta para una voluntad orientada subjetivamente hacia solo el sentimiento. El pecado nace entonces del hecho de que el hombre rehúsa subordinar el sentimiento a la persona y al amor, y de que, en cambio, le subordina al sentimiento. El “amor culpable” muchas veces está lleno de sentimientos que reemplazan a todo lo demás. Evidentemente su culpabilidad no se debe al hecho de estar lleno de sentimientos, ni siquiera a los sentimientos mismos, sino al hecho de que la voluntad los pone por encima de la persona, de que los sentimientos suprimen las leyes y los principios objetivos que han de gobernar la unión de las personas. La autenticidad de lo vivido se convierte muchas veces en el enemigo de la verdad en la conducta.
El subjetivismo de los valores nos propone otra sugestión: es bueno lo que es agradable. La tentación del placer y de la voluptuosidad reemplaza entonces a la visión de una verdadera felicidad. Así sucede cuando la voluntad no está orientada sino a la búsqueda del placer. Todavía en este caso, la tentación no es solamente un “error de pensamiento” (“yo creía que era un placer durable y no fue más que un gusto pasajero”), sino que resulta de la actitud de la voluntad que quiere el deleite que desean los sentidos. Entonces es cuando el amor se reduce con más facilidad a la satisfacción de la concupiscencia del cuerpo. Esta no es un pecado, como no lo es su despertar espontáneo. Lo que sí que lo es, es el compromiso consciente de la voluntad impulsada por la concupiscencia del cuerpo en desacuerdo con la verdad objetiva. Evidentemente, la voluntad puede momentáneamente ceder a la concupiscencia: el hombre comete entonces lo que se llama el “pecado de debilidad”. Pero no cede más que en la medida en que ve el bien en el deleite, y esta visión oculta todo lo demás, especialmente el valor de la persona y el valor de la verdadera unión de las personas en el amor.
La sugestión: “Es bueno lo que es agradable” conduce a una grave alteración de la voluntad cuando se pone como único principio de acción, lo que equivale a una permanente incapacidad de amar la persona, por falta de voluntad. El amor en cuanto virtud ha sido en este caso eliminado de la voluntad y reemplazado por la orientación hacia el mero deleite sensual y sexual. La voluntad ha perdido todo contacto con el valor de la persona, se nutre entonces de la negación del amor y no opone ninguna resistencia a la concupiscencia del cuerpo.
Cuando la voluntad se orienta así, la concupiscencia del cuerpo, esa “tea del pecado”, se despliega libremente, porque no encuentra ningún obstáculo en la afirmación del valor de la persona, ni en la tendencia al verdadero bien de ésta. El placer hace retroceder entonces al amor, puesto que el mal moral consiste en considerar la persona como un objeto de placer.
Con todo, los meros estados eróticos no muestran —por lo menos inmediatamente—esta orientación hacia el placer. Con todas sus fuerzas intentan guardar el sabor del amor. De ahí el abandono de toda reflexión que, al introducir una necesidad absoluta de objetivar los valores, desenmascararía el aspecto culpable del amor. Ahí es donde aparece el mal del subjetivismo en la actitud de la • voluntad: constituye no solamente un error de pensamiento, sino que falsea también la orientación de la acción. Fijos en la objetividad, el hombre y la mujer no podrán definir más que con exactitud lo que existe entre ellos. Una orientación subjetiva de la voluntad, por lo mismo que está centrada exageradamente en el sujeto, no solamente hace imposible la realización de un amor verdadero, sino que hace creer sin razón que el estado subjetivo de saturación afectiva es ya un amor admisible, que este estado es el todo en el amor. Esta orientación hacia el sujeto está de ordinario acompañada de una orientación hacia el “yo”. El subjetivismo es con frecuencia una fuente de egoísmo, pero—egoísmo de los sentidos—es vivido generalmente en amor y se le llama así, como si una forma de goce pudiese ser el amor.
El especial peligro del “amor culpable” reside en una ficción, a saber, en, el hecho de que es vivido, en el momento en que es experimentado y antes de toda reflexión, no como “culpable”, sino sobre todo como “amor”. Es verdad que esta circunstancia disminuye la gravedad del pecado, pero indirectamente aumenta el peligro. El hecho de que muchos de los actos de la coexistencia del hombre y de la mujer se verifiquen espontáneamente, bajo el dominio de la afición, no cambia en nada la verdad de que la norma personalista existe y que es de rigor en las relaciones entre las personas. Sólo partiendo de su principio es como podemos hablar de la unión de las personas en el amor en general y en el amor conyugal en particular, en el que la unión del hombre y de la mujer encuentra su complemento en las relaciones sexuales.
El pecado infringe siempre este principio incluso en el caso en que la fuente actual se encuentra en un sentimiento amoroso nacido en la órbita de la sensualidad o de la afectividad (y ésta sigue a aquélla y continúa estándole subordinada). El pecado es una violación del verdadero bien. En el amor entre el hombre y la mujer, este bien es sobre todo la persona y no los sentimientos en sí mismos, ni, menos todavía, el placer por sí mismo. Los unos como el otro no son más que bienes secundarios, los cuales, solos, no bastarían para construir el amor, en cuanto unión durable de personas, a pesar de que marcan profundamente su aspecto subjetivo y psicológico. Nunca se les debe sacrificar la persona, porque así se introduce en el amor el elemento del pecado. El “amor culpable” no es sino una forma de relaciones entre el hombre y la mujer en las que el sentimiento, y sobre todo el placer, han crecido hasta el punto de tomar las proporciones de un bien autónomo, decidiendo de todo sin tener en cuenta el valor objetivo de la persona, ni de las leyes y los principios objetivos de la coexistencia y de las relaciones entre personas de sexo diferente.
El pecado del “amor culpable” está, por su misma esencia, enraizado en el libre albedrío. La voluntad puede y debe tener por guía la verdad objetiva. Puede y debe exigir que la razón le dé una visión adecuada del amor y de la felicidad que puede aportar al hombre y a la mujer. (El mal resulta en esto con bastante frecuencia de una visión falsa y puramente subjetiva de la felicidad, en la que la “plenitud del bien” ha sido reemplazada por una “suma de goces”.) Sabemos que hay en el hombre fuerzas irracionales que le permiten la “subjetivación” no solamente de sus vistas teóricas sobre la felicidad, sino sobre todo sobre la manera práctica cómo mantenerse en ella, y que abren así el camino para los egoísmos que desintegran y destruyen el amor humano. El deber de la voluntad, sobre la cual el verdadero amor ha de ejercer una fuerza de atracción particular porque le permite progresar hacia el bien, es el de protegerse contra la acción destructora de las fuerzas desintegrantes, de proteger la persona contra el “amor malo” (y no solamente su propia persona, sino también la del otro, porque el amor une siempre dos personas: en efecto, protegiéndose a sí mismo se protege también al otro; añadamos que el buen amor de uno puede transformar el “amor malo” del otro, así como el amor malo de uno puede envilecer el bueno.)
5. El verdadero sentido de la castidad
Vamos ahora a examinar detalladamente el problema de la castidad. El análisis de los problemas de la concupiscencia del cuerpo, del subjetivismo y del egoísmo, y sobre todo el de la estructura del pecado, dicho de otra manera del “amor culpable” nos han preparado suficientemente. Una actitud negativa respecto de la virtud de la castidad, de la que hemos hablado al principio del presente capítulo, es realmente la consecuencia del resentimiento.
El hombre se niega a reconocer el gran valor de la castidad para el amor cuando rechaza la verdad integral y objetiva sobre el amor de las personas y cuando la reemplaza por una ficción subjetiva. En cambio, cuando admite esa verdad, ve todo el valor de la castidad, elemento positivo de su vida y síntoma esencial de la cultura de la persona, núcleo de la cultura humana.
No se puede comprender integralmente la significación de la virtud de la castidad más que a condición de ver en el amor una función de la actitud recíproca de las personas, que tienden a su unión. Por ello hemos tenido que separar las consideraciones sobre la psicología de ellas sobre la virtud del amor. Por está hemos subrayado el principio de integración: en el mundo de las personas, el amor ha de poseer su plenitud y su integridad moral, sus manifestaciones psicológicas no pueden bastar. Está bien claro, el amor no está psicológicamente maduro más que cuando adquiere un valor moral, cuando llega a ser la virtud del amor. Sólo el amor hecho virtud puede responder a las exigencias objetivas de la norma personalista que exige que la persona sea “amada” y no admite que sea “objeto de placer”, de cualquier manera que se intente. En la esfera de los fenómenos que sólo la psicología define como manifestaciones del amor entre el hombre y la mujer, este principio no se aplica siempre. Un examen profundizado demuestra la falta de esencia moral del amor en lo que se llama mucha veces “manifestación de amor”, incluso “amor”, y que, a pesar de las apariencias, no es sino una forma de placer de la persona. De ahí proviene el grave problema de la responsabilidad por su amor y por la persona. ¿Qué se ha de entender por castidad?
Según Aristóteles, se puede distinguir en la vida moral de los hombres diversas virtudes que pueden ser clasificadas y ordenadas en un sistema. Santo Tomás de
Aquino ha vuelto a tomar esta idea en su Suma teológica (II-II), vasto trabajo detallado y perspicaz de las virtudes. En ese sistema, hay virtudes principales, disposiciones de las facultades esenciales del alma, tanto intelectuales (inteligencia y voluntad) como sensuales (impulsividad y concupiscencia). Las principales virtudes morales, llamadas también cardinales (del latín cardo -gozne) constituyen la base de las otras virtudes morales, las cuales, o bien están emparentadas con tal o tal otra virtud cardinal, o bien condicionan su perfección.
En el sistema de Santo Tomás, la castidad está referida y subordinada a la virtud cardinal de templanza. Esta virtud, cuyo objeto inmediato, según Santo Tomás, es el apetito concupiscible, predispone al hombre para el cumplimiento racional de los movimientos de concupiscencia dirigidos hacia los bienes materiales y físicos que se imponen a los sentidos. Los movimientos sensuales que miran a los bienes sensibles han de estar subordinados al entendimiento; éste es el papel de la templanza. Si esta virtud llega a faltar al hombre, la voluntad puede fácilmente ceder a los sentidos y pretender como fin solamente lo que ellos tienen por bien y lo que ellos desean. La virtud de la templanza ha de defender al ser racional contra semejante adulteración. En efecto, al ser racional que es el hombre, le es natural, es decir, conforme a su naturaleza, el desear aquello que el entendimiento ha reconocido como bien y el tender hacia él. Sólo mediante esta tendencia y esta actitud respecto de los bienes es como se manifiesta. y se realiza la verdadera perfección del ser racional de la persona. La virtud de la templanza le ayuda a vivir según la razón, y por consiguiente a alcanzar la perfección que corresponde a su naturaleza. El punto de vista de toda la moral de Aristóteles y de Santo Tomás es esencialmente perfeccionista, lo cual concuerda, por otra parte, con la línea fundamental del Evangelio: “Vosotros, por tanto, sed perfectos...” (Mt 5, 48).
Con todo, por lo que hace a nosotros, se trata de un problema más particular, a saber, de la subordinación de la virtud de la castidad a la virtud cardinal de templanza. Esta virtud hace a la voluntad y sobre todo al apetito concupiscible aptos para moderar los movimientos de los sentidos y los de la concupiscencia, que nacen en el hombre como reacción de la sensualidad (y también de la afectividad) ante el sexo. Concebida así la virtud de la castidad no es sino una aptitud para dominar los movimientos de concupiscencia ligados a estas reacciones. Aptitud es más que capacidad. La virtud es una aptitud “permanente”; de ser pasajera, no sería permanente. Podría decirse, si no fuese permanente, que el hombre ha tenido la suerte de dominar un movimiento de concupiscencia, mientras que la virtud garantiza tal comportamiento. La capacidad de moderar ad hoc los movimientos de concupiscencia no es todavía una virtud, en este caso la castidad en toda la extensión de la palabra, aun cuando casi siempre lo consiga. Porque la virtud es la aptitud para tener siempre en equilibrio el apetito de concupiscencia gracias a una actitud habitual respecto al verdadero bien definido por la razón. Esta es la razón por la que se entiende por “templanza” desde luego una aptitud para moderar de un caso al otro (en el límite, incluso cada vez) los movimientos de concupiscencia (se la llama también “continencia”). Pero el término “templanza” designa además—y es su sentido propio—una aptitud constante de moderación que asegura un equilibrio razonable del apetito de concupiscencia sensual.
A pesar de su profundo realismo, esta teoría de la virtud ¿consigue hacer derivar de la templanza la esencia de la castidad? Porque ocurre en seguida la cuestión de si, procediendo así, se pone mejor de relieve el valor esencial de la castidad y su importancia en la vida humana. Ahora bien, todas las consideraciones y análisis precedentes nos hacen pensar que hay que subrayar mucho más la estrecha vinculación que existe entre la castidad y el amor.
No puede comprenderse la castidad más que con relación a la virtud del amor (de la persona). Tiene ella la misión de liberar el amor de la actitud de placer. Los análisis hechos en este capítulo nos han demostrado que esa actitud resulta no tanto de la sensualidad o de la concupiscencia del cuerpo cuanto del subjetivismo del sentimiento, y sobre todo del subjetivismo de los valores que se enraíza en la voluntad y crea directamente condiciones propicias al desarrollo de diferentes egoísmos (egoísmo de los sentimientos, egoísmo de los sentidos). Estas son las disposiciones para el “amor culpable”, que entraña bajo las apariencias del amor la actitud de goce. La virtud de castidad, cuyo papel consiste en libertar el amor, ha de controlar no solamente la sensualidad y la concupiscencia del cuerpo, sino también, y aún más, la de los centros internos del hombre, en los cuales nace y se desarrolla la actitud de goce. Para llegar a la castidad, es indispensable vencer en la voluntad todas las formas de subjetivismo y todos los egoísmos que ellas encubren: cuanto más camuflada está en la voluntad la actitud de placer, tanto es más peligrosa; el “amor culpable” raramente se llama “culpable”, se le llama “amor” simplemente, a fin de imponer (a sí mismo y a otros) la convicción de que es así y no es de otra manera. Ser casto, ser puro, significa tener una actitud “transparente” respecto de la persona de sexo diferente. La castidad es la “transparencia” de la interioridad, sin la cual el amor no es amor y no lo será hasta que el deseo de gozar no esté subordinado a la disposición para amar en todas circunstancias.
No es necesario que esta transparencia de la actitud respecto de la persona de sexo opuesto consista en rechazar hacia lo subconsciente los valores del cuerpo o del sexo en general, o en hacer creer que no existen o que son inoperantes. Con mucha frecuencia, se entiende la castidad como un freno ciego de la sensualidad y de los impulsos carnales, que rechaza los valores del cuerpo y del sexo hacia lo subconsciente, donde esperan la ocasión de explotar. Es ésa una falsa concepción de la virtud de la castidad. Si no se la practica más que de esta manera, la castidad crea realmente el peligro de semejantes “explosiones”. A causa de esta opinión (que es falsa), se piensa muchas veces que la virtud de castidad tiene un carácter puramente negativo, que no es más que una serie de “no”. Al contrario, desde luego es un “sí” del que en seguida resultan los “no”. El desarrollo insuficiente de la virtud de castidad se traduce por el hecho de que se tarda en afirmar el valor de la persona, y de que se deja la supremacía a los valores del sexo, que, al apoderarse de la voluntad, deforman la actitud respecto de la persona de sexo opuesto. La esencia de la castidad consiste en no dejarse “distanciar” por el valor de la persona y en realzar a su nivel toda reacción ante los valores del cuerpo y del sexo. Ello exige un esfuerzo interior y espiritual considerable porque la afirmación del valor de la persona no puede ser más que el fruto del espíritu. Lejos de ser negativo y destructor, este esfuerzo es positivo y creador “desde dentro”. No se trata de destruir los valores del cuerpo y del sexo en la conciencia rechazando su experiencia hacia lo subconsciente, sino de realizar una integración duradera y permanente: los valores del cuerpo y del sexo han de ser inseparables del valor de la persona.
Por consiguiente es falsa la opinión, según la cual la virtud de castidad tiene un carácter negativo. El hecho de estar ligada a la virtud de la templanza ciertamente no le da ese carácter. Al contrario, la moderación de los estados y de los actos inspirados por los valores sexuales sirve positivamente a los de la persona y del amor. La castidad verdadera no puede conducir al menosprecio del cuerpo ni a la depreciación del matrimonio y de la vida sexual. Es el resultado, semejante descrédito, de una castidad falseada, y hasta cierto punto hipócrita, y más aún de la impureza. Esto puede parecer sorprendente y extraño, y con todo no puede ser otra cosa. No se puede reconocer ni experimentar el pleno valor del cuerpo y del sexo más que a condición de haber realzado estos valores al nivel del valor de la persona. Y esto es precisamente esencial y característico de la castidad. Así que únicamente un hombre y una mujer castos son capaces de experimentar un verdadero amor. La castidad suprime en sus relaciones y en su vida conyugal la actitud de placer, la cual, en su esencia objetiva, es contraria al amor, y por eso mismo introduce en estas relaciones una disposición enteramente particular para amar. La vinculación entre la castidad y el amor resulta de la norma personalista, la cual, como lo dijimos en el primer capítulo, contiene dos mandamientos relativos a la persona: uno positivo (“tú le amarás”) y otro negativo (“tú no buscarás sólo el placer”). Pero los seres humanos—los hombres, por otra parte, de una manera un poco diferente que las mujeres— han de progresar interiormente para llegar a este amor puro, han de madurar para poder apreciar su “sabor”. Porque todo hombre marcado con la concupiscencia del cuerpo propende a encontrar el “sabor” del amor sobre todo en la satisfacción de la concupiscencia. Por esta razón, la castidad es una virtud difícil y cuya adquisición requiere tiempo; es menester aguardar sus frutos y la alegría de amar que ella debe aportar. Pero es la verdadera vía, la infalible, para ese gozo.
La castidad no conduce en modo alguno al desprecio del cuerpo, pero sí que implica una cierta humildad. Ahora bien, la humildad es la debida actitud respecto de toda verdadera grandeza, sea o no mía. El cuerpo humano ha de ser humilde ante esa grandeza que es la de la persona, porque ésta es la que da la medida del hombre. Y el cuerpo humano ha de ser humilde ante la grandeza del amor, ha de subordinársele, y es la castidad la que lleva a esta sumisión. Sin la castidad, el cuerpo no está subordinado al verdadero amor, sino que, por el contrario, trata de imponerle sus leyes, de dominarlo: el deleite carnal en el que son vividos en común los valores del sexo, se arroga el papel esencial en el amor de las personas, y es así como lo destruye. He aquí por qué la humildad del cuerpo es necesaria.
El cuerpo ha de ser humilde en presencia de la felicidad humana. ¡Cuántas veces no pretende ser él el único que posee la llave de su misterio! La felicidad se identificaría, entonces, con la voluptuosidad, con la suma de goces que en las relaciones entre el hombre y la mujer dan el cuerpo y el sexo. ¡Cuánto impide esta concepción superficial de la felicidad que se vea que el hombre y la mujer pueden y deben buscar su felicidad temporal, terrestre, en una unión duradera de las personas, en una afirmación profunda de sus valores! Con mucha más razón, el cuerpo, si no es humilde y subordinado a la verdad integral acerca de la felicidad humana, puede oscurecer su visión suprema: la unión de la persona humana con el Dios-persona. Así es como se ha de entender el Sermón de la Montaña: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.” Añadamos que la verdad acerca de la unión de la persona humana con el Dios-persona, como se ha de realizar plenamente en la eternidad, aclara tanto mejor el valor del amor humano, la unión del hombre y de la mujer en cuanto dos personas. Es significativo que el Antiguo y el Nuevo Testamento hablen del “matrimonio” de Dios con la humanidad (en el pueblo elegido, en la Iglesia) y los contemplativos, del “matrimonio místico” del alma con Dios.
Pasemos ahora al examen de los dos elementos de la virtud de castidad: el pudor y la continencia.
vea también Iraburu "El Elogio del Pudor"
6. El fenómeno del pudor sexual y su interpretación
Algunos fenomenólogos (M. Scheler, F. Sawicki) ha habido que se han interesado en estos últimos tiempos por el problema del pudor, especialmente del pudor sexual. Es un tema que descubre vastas perspectivas y que requiere un análisis detallado. Sin profundizar la cuestión, podría decirse que en el fenómeno del pudor hay siempre una tendencia a disimular, sea los hechos exteriores, sea los estados interiores. No se puede, con todo, simplificar excesivamente el problema afirmando que no se oculta sino lo que se conceptúa como un mal; tenernos muchas veces “vergüenza” del bien, por ejemplo, de una buena acción. Tal vez, en este caso, el pudor no tanto se refiere al bien mismo cuanto al hecho de exteriorizarse lo que debería permanecer oculto: es esa exteriorización la que se experimenta como un mal. También puede decirse que el pudor aparece en el momento en que, por su naturaleza o por .su destinación, debería aquello quedar en lo interior, y, sin embargo, deja la interioridad de la persona para manifestarse al exterior de una manera o de otra.
Se constata así que el pudor está expresamente ligado a la persona. No podemos discutir ahora la cuestión de saber si este fenómeno aparece igualmente en el mundo animal. Parece más bien que lo que nosotros percibimos no son más que diversas formas de miedo. Este es un sentimiento negativo, provocado siempre por un mal inminente. Evidentemente, la percepción o la representación del mal preceden al temor y lo hacen nacer. El pudor difiere del temor, aunque pueda parecérsele exteriormente. Cuando un hombre tiene vergüenza, este sentimiento va acompañado del temor de que el mundo llegue a saber aquello que, según él, debería permanecer oculto. El temor está, pues, ligado al pudor, pero no es, con relación a éste, sino marginal e indirecto. La esencia del pudor es más que temor y no puede aprehenderse más que dándose perfecta cuenta de esta verdad enunciada más arriba, de que la persona posee una interioridad que es propia tan sólo de ella. De ahí nace la necesidad de ocultar o de dejar disimulados dentro de esta interioridad ciertos valores y ciertos hechos. En cambio, no hay ninguna trabazón necesaria entre la interioridad de la persona y el temor. Este no es más que una simple reacción ante un mal percibido, representado o del que se tiene conciencia. Semejante reacción no implica esa interioridad sin la cual no puede comprenderse el pudor. La necesidad sintomática para el pudor, de ocultar ciertos hechos o ciertos valores, nace en el hombre, porque encuentra en sí un terreno propicio: su vida interior. Es muy diferente del simple hecho de disimular una reacción de temor que puede esconderse en el psiquismo, lo cual también parece posible en los animales. El pudor está, por el contrario, ligado a la persona y a su desarrollo, al de su personalidad.
Lo que aquí nos interesa, es el pudor sexual. Sus manifestaciones se refieren al cuerpo; dentro de una cierta medida, es simplemente pudor del cuerpo respecto de las partes y los órganos que determinan el sexo. Los hombres tienen una tendencia casi general a disimularlos a los ojos de los demás, y sobre todo a los de las personas del otro sexo. Así se explica en una gran parte la necesidad de cubrir la desnudez. Evidentemente, también intervienen otros elementos en esto, y desde luego la necesidad de protegerse del frío: los pueblos primitivos de las regiones tropicales viven más o menos desnudos. No pocos hechos referentes a sus costumbres demuestran que la desnudez no se identifica según ellos con el impudor. Así, por ejemplo, el hecho de cubrir ciertas partes del cuerpo es para ellos señal precisamente de impudor. Lo que actúa en estos casos es ciertamente una costumbre, un uso debido a las condiciones atmosféricas. La desnudez es en estos pueblos una función de adaptación del organismo a estas condiciones, de manera que no se ve en ella directamente ninguna otra intención; en cambio, semejante intención puede fácilmente asociarse al hecho de disimular las partes del cuerpo que determinan la diferencia de sexos. Parece, por tanto, que el vestido puede servir tanto para ocultarlos como para ponerlos en evidencia. Según vemos, el pudor no se identifica de manera tan sencilla con el empleo de vestidos, ni el impudor con la desnudez parcial o integral. No hay en ello más que un elemento relativo y marginal. Lo más que se puede constatar es que la tendencia a disimular el cuerpo y sus partes sexuales va a la par con el pudor, pero no constituye su esencia.
Es esencial, con todo, la tendencia a ocultar los valores sexuales mismos, y en la medida sobre todo en que constituyen en la conciencia de una persona un “objeto de placer”. Por esto no observamos este fenómeno en los niños, para los cuales el campo de los valores sexuales no existe, porque todavía no les son accesibles. A medida que van adquiriendo conciencia de ellos, van sintiendo el pudor sexual; en esos momentos, no es el pudor para ellos una cosa impuesta desde lo exterior, sino más bien una necesidad interior de su personalidad naciente. El desarrollo de la pudicicia—llamaremos así la aptitud y la disposición a tener vergüenza—sigue en las jóvenes y en las mujeres un camino diferente que el que toma en los jóvenes y en los hombres. Este hecho está en conexión con las diferencias de la estructura de las fuerzas psíquicas y en la relación de la sensualidad con la afectividad que hemos subrayado en el transcurso del análisis psicológico del amor. Siendo como es generalmente más fuerte y más acentuada en los hombres la sensualidad que hace considerar al cuerpo como un objeto de placer, parece que habría de esperarse que el pudor, en cuanto tendencia a disimular los valores sexuales del cuerpo, fuese más pronunciado en las jóvenes y mujeres. Pero, al mismo tiempo, en la medida en que, por lo que a ellas toca, la afectividad supera a la sensualidad, ya que ésta más bien está escondida en aquélla, son ellas menos conscientes de la sensualidad y de su orientación natural que en los hombres. Por esto se dice frecuentemente que la mujer es por naturaleza más casta que el hombre (expresión que, por otra parte, no tiene ninguna relación con la virtud de la castidad). Lo es, efectivamente, más, porque es más sensible a los valores de la persona, a una cierta masculinidad psíquica (aunque no sin influencia de la masculinidad física). Además, tanto una como otra masculinidad son experimentadas por la mujer más bien en el plano psíquico. Pero es precisamente esto lo que puede hacer difícil para la mujer el pudor. En efecto, al no encontrar en sí misma una sensualidad tan fuerte como la del hombre, siente menos la necesidad de esconder su cuerpo, objeto posible de placer. Un conocimiento del psiquismo masculino es, por consiguiente, necesario para la formación del pudor en la mujer.
El desarrollo de la pudicicia en el joven o en el hombre presenta generalmente un proceso diferente. El hombre no tiene que temer la sensualidad de la mujer, tanto como ella teme la de él. En cambio, siente interiormente su propia sensualidad, lo cual es para él una fuente de vergüenza. Los valores sexuales están para él ligados más estrechamente al cuerpo y al sexo en cuanto objetos posibles de placer y así vienen a ser fuente de vergüenza. Tiene, por tanto, vergüenza desde luego de sentir de esta manera los valores sexuales de la mujer. Tiene también vergüenza de los valores sexuales de su propio cuerpo. Esto es tal vez una consecuencia de aquello: tiene vergüenza de su propio cuerpo, porque tiene vergüenza de la manera como reacciona ante el cuerpo de la mujer. Evidentemente, tiene vergüenza de su cuerpo también de una manera que podría decirse inmanente si designamos a la otra como relativa. El pudor es no solamente una respuesta a una reacción sensual y sexual ante el cuerpo en cuanto objeto posible de placer, una contra- reacción, sino también y sobre todo una necesidad interior de impedir que la mujer reaccione ante el cuerpo del hombre de una manera incompatible con el valor del hombre en cuanto persona. De ahí es de donde nace la pudicicia, dicho de otra manera, una disposición constante para evitar lo que es impúdico.
Aquí aparece la profunda vinculación entre el fenómeno del pudor y la naturaleza de la persona. Esta es dueña de sí misma; nadie, excepto Dios Creador, puede tener sobre ella derecho alguno de propiedad. Se pertenece, tiene el derecho de autodeterminación, por lo que nadie puede atentar contra su independencia. Nadie puede hacerse dueño de ella en propiedad, a menos de que consienta ella misma dándose por amor. Esta inalienabilidad objetiva de la persona y su inviolabilidad hallan su expresión precisamente en el fenómeno del pudor sexual, que no es más que un reflejo natural de la esencia de la persona. Por un lado, necesita de la vida interior de la persona, único terreno en que puede aparecer, y por otro, logramos ver profundizando con nuestro análisis del mismo ser de la persona, que constituye su base natural. Sólo la persona puede tener vergüenza, porque sólo ella, por su naturaleza, puede ser objeto de placer (en las dos acepciones de este término). El pudor sexual es, en cierta medida, una revelación del carácter supra-utilitario de la persona, tanto del hombre como de la mujer.
Así es como se ve que toda la moral sexual se funda en la interpretación correcta del pudor sexual. Para comprenderlo tal como es, no basta la descripción del fenómeno, aunque sea tan penetrante como la de los fenomenólogos; es indispensable su interpretación metafísica. De ahí que la moral sexual pueda encontrar en la experiencia del pudor un punto de partida experimental. De hecho, todas nuestras reflexiones precedentes, sobre todo las del primer capítulo, pueden deducirse fácilmente del pudor como mero hecho experimental. En nuestra interpretación de este hecho, tomamos en consideración la verdad entera sobre la persona, es decir, que tratarnos de definir el ser. Sólo así es como el pudor sexual puede explicarse definitivamente. La persona se encuentra en el centro, y constituye, al mismo tiempo, su base. Aun cuando los valores sexuales sean el objeto directo del pudor, su objeto indirecto es la persona y la actitud adoptada para con ella por la otra persona. Trátase de excluir una actitud—más bien pasiva en la mujer y más bien activa en el hombre—respecto de la persona, actitud incompatible con el carácter supra-utilitario y la “personalidad” de su ser. Al aparecer el peligro de semejante actitud precisamente ante los valores sexuales inherentes a la persona, el pudor se manifiesta como una tendencia a disimularlos. Es ésta una tendencia natural y espontánea: gracias a este ejemplo vemos que el orden moral está estrechamente ligado al orden óntico. La moral sexual tiene sus raíces en las leyes de la naturaleza.
Pero esta tendencia espontánea, que observamos en el hombre y en la mujer, a encubrir los valores sexuales y la vida sexual, tiene también otro sentido más profundo. No se trata solamente de evitar la reacción de la persona del sexo opuesto, ni tampoco su propia reacción análoga. Porque, a la par con esta huida ante una reacción limitada a los valores sexuales va el deseo de provocar el amor, reacción frente al valor de la persona en el otro y de vivirlo él mismo. El primero es tal vez más aparente en la mujer, el segundo en el hombre, aunque no debe tomarse esto demasiado a la letra. La mujer tiende a ser objeto del amor para poder amar. El hombre quiere amar para llegar a ser objeto del amor. En ambos casos, el pudor sexual no es una huida frente al amor, al contrario, es un medio de llegar hasta él. La necesidad espontánea de encubrir los valores sexuales es una manera natural de permitir que se descubran los valores de la misma persona. El valor de la persona está estrechamente ligado a su inviolabilidad, por el hecho de ser ella más que un objeto de placer. El pudor sexual es un movimiento de defensa instintivo que protege este estado de cosas, luego, también el valor de la persona. Pero es que no se trata solamente de protegerlo. Se trata de revelar este valor, y precisamente en relación con los valores sexuales que le están ligados en la persona. El pudor no revela el valor de la persona de una manera abstracta, como un valor teórico que no puede ser aprehendido más que por la razón: al contrario, lo muestra de una manera viva y concreta, ligada a los valores del sexo, aunque superior a éstos a un mismo tiempo. De ahí el sentimiento de la inviolabilidad que se traduce en la mujer por el “No me toques, aunque sea por un deseo interior”, y en el hombre por el “Yo no puedo tocarla, aunque sea por un deseo interior; ella no puede ser un objeto de placer”. Este temor del “contacto”, característico de las personas que verdaderamente se aman, es una expresión indirecta de la afirmación del valor de la misma persona, y ya sabemos que es el elemento constitutivo del amor en sentido propio, es decir, moral, de la palabra.
Hay también una vergüenza natural del amor físico igualmente, y no sin razón a propósito de él se habla de intimidad. El hombre y la mujer en el momento del coito evitan la mirada de los demás, y toda persona moralmente sana juzgada sumamente indecente no evitarla. Podría decirse que hay como una divergencia entre la importancia objetiva del acto y esta vergüenza que lo rodea en la conciencia de los hombres (y que no tiene nada que ver con la gazmoñería, o afectación—hemos hablado de ello en el primer capítulo—). Esta vergüenza es justa, porque hay razones profundas para esconder a las miradas de terceros las manifestaciones del amor entre el hombre y la mujer, y sobre todo las de su comercio carnal. El amor es una unión de personas que lleva consigo su unión física en las relaciones sexuales. Estas constituyen un placer sexual común, en el que el hombre y la mujer reaccionan recíprocamente ante sus valores sexuales. Este acto sexual puede estar esencialmente ligado al amor. Entonces encuentra en él su razón y su justificación objetiva, por donde se llega a vencer la vergüenza en aquellos que lo realizan. Volveremos a esto más adelante.
Pero estas dos personas son las únicas que tienen conciencia de esta razón y de esta justificación, únicamente para ellas este su amor es un asunto de “interioridad” de almas y no tan sólo de cuerpos. Para todo aquel que es extraño al acto, no hay sino las manifestaciones externas de él, mientras que la unión de las personas, esencia objetiva del amor, no le es perceptible. Se comprende, pues, que el pudor, que tiende a encubrir los valores sexuales para proteger el valor de la persona, tienda igualmente a disimular el acto sexual para proteger el valor del amor. Es, por lo tanto, un pudor no sólo relativo, sino también inmanente.
La vida sexual está constituida por hechos que exigen siempre una cierta discreción. El hombre, en general, tiene vergüenza de lo que sucede en él y que no es un acto consciente de su voluntad; por ejemplo, se avergüenza de sus maneras pasionales de comportarse, explosiones de cólera o accesos de miedo, y mucho más de ciertos procesos fisiológicos que tienen lugar en circunstancias determinadas e independientemente de su voluntad, cuya acción se limita a provocar o a admitir tales circunstancias. Encontramos en esto una confirmación del carácter espiritual de la interioridad de la persona, que ve un cierto “mal” en todo aquello que no es enteramente interior, racional, espiritual. Como este “mal” tiene una parte muy amplia en la vida sexual, bien se ve la necesidad de encubrir el amor, en la medida en que llega ya al cuerpo y al sexo.
7. La ley de la absorción de la vergüenza por el amor
Visto desde fuera, el amor, en su aspecto físico, es inseparable de la vergüenza. Con todo, entre las personas que se aman, se produce un fenómeno característico que llamaremos “absorción de la vergüenza por el amor”. La vergüenza es absorbida por el amor, de manera que el hombre y la mujer dejan de sentirla en sus relaciones sexuales. Este proceso tiene una enorme importancia desde el punto de vista de la moral sexual, aporta una indicación que se puede utilizar en moral. No se la puede comprender sin haber entendido bien la relación exacta que existe en el ser humano y en el amor entre el valor de la persona humana y los valores sexuales.
Al analizar el fenómeno del pudor sexual, hemos constatado que se trata de un hecho que tiene una profunda significación personalista. Por esto el pudor no tiene razón de ser más que en el mundo de las personas. Este hecho tiene, por lo demás, un doble aspecto: por un lado, fuga, tendencia a esconder los valores sexuales a fin de que no oculten el valor de la persona misma; por otro, el deseo de despertar el amor y de experimentarlo. De este modo el pudor prepara, en cierta manera, el camino al amor.
Que el amor absorbe la vergüenza sexual no quiere decir que la destruye, sino todo lo contrario: fortifica el sentimiento de pudor, porque no se realiza plenamente más que con el respeto más profundo de él. La palabra “absorción” significa únicamente que el amor utiliza los elementos del pudor sexual y especialmente la conciencia de la justa proporción entre el valor de la persona y los valores del sexo, proporción que el pudor revela al hombre y a la mujer como natural y espontáneamente sentida. Si no se atiende a esto, la conciencia de esta proporción puede desaparecer en perjuicio de las personas y de su amor.
¿En qué consiste, pues, la absorción de la vergüenza por el amor y cómo se explica? Téngase presente que el pudor constituye como una defensa natural de la persona, protegiéndola contra el peligro de descender o de ser rechazada al rango de objeto de placer sexual. Tal como lo hemos subrayado varias veces, ello sería contrario a la naturaleza misma de la persona. No es menester que la persona acepte ser tratada como objeto de placer, ni que ella rebaje a otra hasta ese papel. En ambos casos, el pudor, al encubrir tanto los actos de amor, el acto carnal en particular, como el cuerpo, se opone a ello. Y por esto es por lo que el pudor abre naturalmente el camino al amor.
Lo que es esencial en el amor es la afirmación del valor de la persona; basándose en esta afirmación, la voluntad del sujeto que ama tiende al verdadero bien de la persona amada, a su bien integral y absoluto que se identifica con la felicidad. Esta orientación de la voluntad se opone a toda tendencia al placer. Amar y considerar la persona amada como objeto de placer se excluyen mutuamente. La vergüenza, forma de defensa contra semejante actitud, desaparece, por consiguiente, en el amor, porque en él pierde su razón de ser objetiva. Pero no cede ella más que en la medida en que la persona amada ama también ella y—lo que importa más—está dispuesta a darse por amor. Hay que recordar aquí las conclusiones a que hemos llegado en el curso de nuestro análisis del amor matrimonial. La ley de la absorción de la vergüenza por el amor nos explica psicológicamente todo el problema de la castidad, o—más exactamente—de la pudicicia conyugal. Es un hecho que las relaciones sexuales de los esposos no son simplemente una forma de impudor que se hace legal gracias al acto del matrimonio, sino que, al contrario, son conformes a las exigencias interiores del pudor (a menos que los mismos esposos no lo hagan impúdico por su manera de realizarlos).
Considerado el problema en su conjunto (a lo cual nos ha preparado el análisis integral del amor hecho en el capítulo precedente), nos vemos obligados a constatar que sólo el amor verdadero, es decir, el que posee plenamente su esencia moral, es capaz de absorber la vergüenza. Y ello se comprende, ya que la vergüenza es una manifestación de la tendencia a encubrir los valores sexuales para que éstos no oculten el valor de la persona. Esta ha de predominar y la afirmación de su valor ha de penetrar toda la vida sexual.
Si ésa es la actitud de aquellos que se aman, ya no tienen razón alguna para avergonzarse de su vida sexual, puesto que no tienen ya por qué temer que esa vida oculte los valores de sus personas, ni atente a su inalienabilidad e inviolabilidad. Aun en los casos en que la sensualidad reacciona de la manera que le es propia al cuerpo como ante un objeto de goce, la voluntad permanece orientada por el amor hacia el verdadero bien de la persona y no hacia el placer, lo que no excluye, con todo, las relaciones conyugales, es decir, ni el placer sexual común. La necesidad del pudor ha sido interiormente absorbido por el amor profundo de la persona, ya no es necesario disimular interior ni exteriormente la actitud de goce respecto de la persona amada desde el momento que dicha actitud se encuentra comprendida en el amor de la voluntad. La afirmación del valor de la persona penetra todas las reacciones sensuales y afectivas que tienen relación con los valores sexuales, hasta tal punto que la voluntad ya no está amenazada de una orientación hacia el goce, incompatible con la actitud que debe guardarse respecto a la persona. Por el contrario, esta orientación influye en la voluntad, de modo que el valor de la persona es aprehendida no sólo de una manera abstracta, sino también profundamente experimentada. En ese momento, el amor alcanza su plenitud psicológica y la absorción de la vergüenza se realiza del todo de una manera admisible. La mujer y el hombre pueden constituir “una sola carne”, según las palabras del Génesis (2, 24), con las que el Creador ha definido la esencia del matrimonio, y esta unidad no será en manera alguna una forma de impudor, sino más bien la realización más completa de la unión de las personas que se deriva de un amor matrimonial recíproco. El problema de la procreación le está estrechamente ligado, pero lo trataremos en el capítulo IV.
Sin embargo, conviene sopuntar el peligro ligado a este fenómeno característico de absorción de la vergüenza por el amor. El pudor está profundamente enraizado en el ser mismo de la persona. He aquí por qué ha sido preciso recurrir a la metafísica de la persona para explicar su esencia. Pero existe el peligro de tratar demasiado superficialmente tanto la vergüenza como el fenómeno de la absorción, que no se realiza cumplida y normalmente más que por el amor. Sabemos que, subjetivamente, la vergüenza es un sentimiento negativo que se parece un poco al temor. Porque la vergüenza es el temor ligado a los valores sexuales. Desaparece en cuanto nace la convicción de que esos valores ya no provocan únicamente el “deseo sexual”. Se desdibuja asimismo a medida que aparece el amor, que la concupiscencia viene acompañada de una actitud afectiva. El sentimiento de amor tiene, por consiguiente, el poder de absorber el de la vergüenza, de liberar de vergüenza la conciencia del sujeto. Este proceso emotivo-afectivo está en el origen de la opinión, con la que tropezamos con frecuencia, según la cual el sentimiento (de amor) da al hombre y a la mujer el derecho a la unión física y a las relaciones sexuales.
Esta opinión es falsa, porque el mero hecho de experimentar el sentimiento de amor, aunque sea recíproco, está lejos de equivaler al verdadero amor de voluntad. Este implica, en efecto, una elección recíproca de las personas fundada en una profunda afirmación de su valor y tendente a su unión duradera en el matrimonio, con una actitud, al mismo tiempo, clara y definida respecto al problema de la procreación. El amor de las personas posee un aspecto netamente objetivo, y es menester que lo posea. En cuanto emoción afectiva, no tiene muchas veces más que un carácter subjetivo y es inmaduro desde el punto de vista moral. Hemos dicho y repetido varias veces que, en este terreno, no se ha de confundir utilización de materiales y creación, ni identificar amor y aventura erótica.
De ahí se sigue que la absorción de la vergüenza por el amor tiene bastante más que una significación emotivo- afectiva. De hecho, no basta que la vergüenza haya sido eliminada por cualquier “amor”,. porque esto es precisamente opuesto a lo esencial del pudor sexual bien comprendido. Muy al contrario, hay siempre, en las uniones eróticas, una forma de impudor. El impudor se aprovecha de estas uniones eróticas para hacerse legitimar. La facilidad con que el sentimiento de vergüenza se borra ante el primer estado erótico emotivo-afectivo, es la negación misma de la vergüenza y del pudor. La verdadera vergüenza difícilmente cede (gracias a lo cual, no nos deja nunca finalmente en una situación impúdica). No puede ser absorbida más que por un amor verdadero, por aquel que, juntamente afirma el valor de la persona y busca con todas sus fuerzas el bien más completo de su objeto. Esta vergüenza es una fuerza real y moral de la persona. Pero, como corre el peligro de disminuir por ciertas influencias, así por razones interiores (hay personas menos púdicas por naturaleza que otras) como por externas (diferencias de opinión, de estilo de vida y de comportamiento reciproco de las mujeres y de los hombres de diferentes medios y en diferentes épocas), es indispensable la educación del pudor sexual, estrechamente ligada con la educación del amor, precisamente porque un auténtico pudor exige, según la ley de su absorción, un amor verdadero y aceptable.
A la luz de cuanto acabamos de decir a propósito del pudor sexual y de la absorción de la vergüenza por el amor, trataremos ahora de examinar el problema del impudor. La misma palabra indica ya de por sí la negación o la falta de pudor, lo que, prácticamente, viene a ser lo mismo. Tenemos a veces ocasión de observar en las personas de uno u otro sexo diversas maneras de ser y de comportarse, situaciones que reputamos como impúdicas, al constatar que no guardan las exigencias del pudor, que están en pugna con sus normas. Una cierta relatividad de la definición de lo impúdico se explica por las diferencias en las disposiciones interiores de unos y otros, así como por la mayor o menor sensibilidad sensual o el nivel de cultura moral del individuo, incluso su “Weltanschauung”. Esta relatividad se explica también, como lo hemos ya dicho, por las diferencias de las condiciones exteriores: clima, costumbres, hábitos, etc.
Pero esta relatividad de apreciación de las diversas manifestaciones de las relaciones sexuales no prueba de ninguna manera que el mismo impudor sea relativo, que no haya en nuestro comportamiento elementos que sentencian de una manera permanente, aunque diversos condicionamientos internos y externos impongan a diversos hombres o a medios sociales diversos nociones diversas acerca de lo púdico y de lo impúdico. Por nuestra parte, no tenernos ahora la intención de registrar esas divergencias, sino por el contrario poner en evidencia los elementos comunes.
El pudor es la tendencia, del todo particular del ser humano, a esconder sus valores sexuales en la medida en que serían capaces de encubrir el valor de la persona. Es un movimiento de defensa de la persona que no quiere ser un objeto de placer, ni en el acto, ni siquiera en la intención, sino que quiere, por el contrario, ser objeto del amor. Pudiendo venir a ser objeto de placer precisamente a causa de sus valores sexuales, la persona trata de disimularlos. Con todo, no los disimula más que en parte, porque, queriendo ser objeto de amor, ha de dejarlos visibles en la medida en que éste lo necesita para nacer y para existir. Con esta forma de pudor, que podría llamarse “pudor del cuerpo”, porque los valores sexuales están exteriormente ligados sobre todo al cuerpo, va a la par otra forma, que hemos llamado “pudor de los actos de amor” y que es una tendencia a esconder las reacciones por las cuales se manifiesta la actitud de goce respecto del cuerpo y del sexo. Esta tendencia tiene su origen en el hecho de que el cuerpo y el sexo pertenecen a la persona, la cual no puede ser objeto de placer. Sólo el amor es capaz de absorber verdaderamente tanto la una como la otra forma de pudor.
El impudor destruye todo este orden. Analógicamente a la distinción del pudor del cuerpo y del de los actos de amor, se pueden distinguir dos formas análogas de impudor. Definiremos como impudor del cuerpo la manera de ser o de comportarse de una persona concreta, cuando ésta pone en primer plano los valores del sexo, de suerte que no oculten éstos el valor esencial de la persona. Consiguientemente, la persona misma se encuentra en la situación de un objeto de placer (sobre todo en la segunda acepción del término), la de un ser del que se puede uno servir sin amarlo. El impudor de los actos de amor es la negativa que opone una persona a la tendencia natural de su interioridad a tener vergüenza de esas reacciones y actos en que la otra persona aparece únicamente en cuanto objeto de placer.
Esta vergüenza interior de los actos de amor no tiene nada que ver con la pudibundez o afectación de pudor, que consiste en la disimulación de las verdaderas intenciones sexuales. Una persona pudibunda, y que al mismo tiempo se deja llevar por el deseo de goce, se esfuerza en crear las apariencias de desinterés o falta de interés por lo sexual, llega hasta a condenar todas las manifestaciones sexuales, aun las más naturales, y todo aquello que dice relación al sexo. Con bastante frecuencia, por otra parte, semejante actitud no es pudibundez, es decir, una forma de hipocresía, sino simplemente una cierta prevención o una convicción de que todo lo que se refiere al sexo no puede ser más que objeto de goce, que el sexo no puede por menos que ofrecer ocasiones de placer, pero jamás abre camino al amor. Esta opinión está teñida de maniqueísmo y está en desacuerdo con la manera de ver los problemas del cuerpo y del sexo que encontramos en el Génesis, y sobre todo en el Evangelio. El verdadero pudor de los actos de amor no se identifica jamás con la pudibundez, sino que es una sana reacción contra toda actitud que lleve a la persona al rango de un objeto de placer. Contra semejante actitud respecto de la persona—en este caso la mujer—, protestó Cristo cuando pronunció las palabras que hemos citado más arriba: “Quienquiera que mira a una mujer para desearla...” (Mt 5, 28). Se trata aquí, como se ve, de un acto interior. La pudibundez está ligada con frecuencia, incluso generalmente, al impudor de las intenciones. Es, por lo demás, distinta del impudor de los actos de amor. Hemos hablado ya de la relatividad de los juicios sobre lo impúdico, sobre todo cuando se trata de un hecho exterior, que pertenece a la manera de ser o de conducirse. Un problema diferente se pone cuando se trata de considerar como impúdico un acto interior, por ejemplo la manera de pensar o la de experimentar los valores del sexo y de reaccionar ante ellos. En esto no hay correlación estricta entre los individuos, aun viviendo en la misma época y en la misma sociedad Las opiniones de las mujeres especialmente difieren de las de los hombres y viceversa. De hecho, una mujer no considera como impúdico tal o cual manera de vestir (“impudor del cuerpo”), mientras que determinado hombre, incluso muchos hombres, la encontrarán indecente. E inversamente, un hombre puede ser, en su fuero interno, impúdico respecto de una o de muchas mujeres (“impudor de los actos de amor”), a pesar de que ninguna de ellas lo haya provocado con su conducta o con una manera de ser impúdica, por ejemplo, por su manera de vestirse, de bailar, etc.
Sin embargo, alguna correlación existe en este terreno: el pudor del cuerpo es necesario porque el impudor de los actos de amor es posible, y el pudor de estos actos es necesario porque el impudor del cuerpo es posible. Pero es difícil coger bien esta correlación en todos los casos particulares. Es preciso, pues, admitir que la posibilidad del impudor en un caso como en otro es en realidad más grande. La formación de costumbres sexuales ha de tener en cuenta de ello, sin caer en el puritanismo: una severidad exagerada puede fácilmente conducir a la pudibundez.
Hemos mencionado de paso la cuestión del vestido. Esta es una de aquellas cuestiones particulares en que el problema del pudor y del impudor se pone con mayor frecuencia. Nos es difícil analizar aquí menudamente los pormenores o examinar los matices de la moda masculina o femenina. El problema del pudor y del impudor está sin duda alguna ligado con la cuestión presente, aunque puede ser que muy diferentemente de lo que suele creerse por lo general. Sabemos que el vestido puede contribuir de diversas maneras a poner en evidencia el sexo (añadamos que, aun haciendo abstracción de las disposiciones innatas o adquiridas del individuo, esas maneras varían según las circunstancias). Es, por otra parte, inevitable hasta cierto punto, pero no hay razones algunas para que ello se haga en contradicción con el pudor. No hay en el vestir nada impúdico más que aquello que, al subrayar el sexo, contribuye claramente a encubrir el más esencial valor de la persona y ha de provocar inevitablemente una reacción hacia la persona como hacia un objeto posible de placer a causa de su sexo, al impedir la reacción hacia la persona en cuanto objeto posible de amor, lo cual es gracias a su valor de persona.
El principio es simple y evidente, pero su aplicación concreta depende de los individuos, de los medios y de las sociedades. El vestido es siempre un problema social, es, por lo tanto, una función de las costumbres (sanas o malsanas). Simplemente hay que subrayar que, aun cuando las consideraciones de naturaleza estética parecen en esto decisivas, ni son ni pueden ser las únicas: están, además de ellas, las consideraciones de naturaleza moral. Pero ¡ay!, el hombre no es un ser tan perfecto que la vista del cuerpo humano, sobre todo de otro sexo, no despierte en él más que una inocente complacencia y un inocente amor. En realidad, provoca la concupiscencia.
Pero esto no significa de ninguna manera que el impudor del cuerpo se identifica simplemente con la desnudez parcial o integral. Hay circunstancias en que la desnudez no es impúdica. Si alguien se vale de ella para tratar a la persona como un objeto de placer (aunque no sea más que por medio de actos interiores), él solo es quien comete un acto impúdico (impudor de los actos). El impudor del cuerpo no interviene más que en el momento en que la desnudez desempeña un papel negativo respecto del valor de la persona. Puede decirse que lo que se realiza entonces es una despersonalización por la sexualidad. Pero se la puede evitar. Incluso cuando la desnudez está ligada al acto carnal, la dignidad de la persona puede quedar plenamente preservada. Así es corno deberían pasar las cosas en el matrimonio, en el que existen las condiciones objetivas necesarias para la absorción de la vergüenza por el amor. Todavía volveremos a tocar este punto en el capítulo siguiente. En todo caso, sólo considerando así el papel del cuerpo en el amor de las personas es como se puede llegar al pudor y a la pureza de las relaciones conyugales; y éste es un principio que vuelve una y otra vez en la doctrina católica.
Aun cuando el impudor del cuerpo no se identifica con la desnudez, es menester un real esfuerzo interior para evitar la adopción de una actitud impúdica ante un cuerpo desnudo. Añadamos, con todo, que el impudor de los actos no se identifica tampoco con la reacción espontánea de la sensualidad que considera el cuerpo y el sexo como un objeto posible de goce. El cuerpo humano en sí mismo no es impúdico y la reacción de la sensualidad, como la misma sensualidad, tampoco lo son; el impudor nace en la voluntad que hace suya la reacción de la sensualidad y reduce a la otra persona, a causa de su cuerpo y de su sexo, al papel de objeto de placer.
Y, puesto que hablamos del vestido en relación con el problema del pudor y del impudor, vale seguramente la pena de llamar la atención sobre el papel funcional del vestido, manifiesto en ocasión de los grandes calores, de la visita al médico, en el baño, o durante un trabajo físico. Para calificar desde el punto de vista moral una manera de vestirse, hay que tomar en consideración la función que llena un vestido determinado. No cabe tener por impúdica una desnudez parcial del cuerpo, si cumple con una función objetiva. Por el contrario, el empleo de un vestido que descubre el cuerpo sin razón objetiva es impúdico y así es como debe ser estimado. No es contrario al pudor el bañarse en maillot, pero lo es el llevarlo por la calle o de paseo.
No podemos dejar de mencionar la cuestión particular de la pornografía, es decir, del impudor en el arte. Es un. problema vasto y complejo a causa de la diversidad de las artes. Se trata para nuestro caso de comprender lo esencial. El artista, escritor, pintor, escultor, etc., presenta en su obra sus propios pensamientos, sentimientos y actitudes, pero su arte sirve también para otro fin: ha de captar y comunicar un aspecto de lo real. Su particularidad esencial es la belleza. Una realidad frecuentemente expresada por el artista es precisamente el amor y, en las artes plásticas, el cuerpo humano. Esto prueba indirectamente, cuán importante es tal objeto en el conjunto de la vida humana. En nombre de la verdad, el arte tiene el derecho y el deber de reproducir el cuerpo humano lo mismo que el amor del hombre y de la mujer tales como son en realidad, tiene el derecho y el deber de decir sobre ello toda la verdad. El cuerpo es una parte auténtica de la verdad sobre el hombre, como los elementos sensuales y sexuales son una parte auténtica del amor humano. Pero no es justo que esta parte oculte el conjunto, y esto precisamente es lo que frecuentemente sucede, en el arte.
Hay que investigar más profundamente para encontrar la esencia de eso que llamamos pornografía en el arte. Es una tendencia a poner en la representación del cuerpo humano y del amor el acento sobre el sexo a fin de provocar en el lector o el espectador la convicción de que los valores sexuales son el único objeto del amor, porque son los únicos valores de la persona. Esta tendencia es nociva, porque destruye la imagen integral del amor precedente- mente evocada. Ahora bien, el arte debe ser verdadero y la verdad sobre el hombre es que es una persona.
La obra de arte ha de dejar transparentarse esta verdad, abstracción hecha de la medida en que tiene que tratar naturalmente del sexo. Si contiene una tendencia a deformarla, no nos dará lo real. Pero es que la pornografía no es solamente un error o una falta, es tendencia. Cuando una imagen deformada viene provista de los atractivos de lo bello, es tanto más probable que se fijará en la conciencia y en la voluntad del individuo que la contempla. En ese terreno la voluntad humana está pronta para recibir falsas imágenes de lo real. Por esto, con frecuencia, cuando se le reprocha a alguno la pornografía, la responsabilidad por ella recae sobre su falta de castidad y de pudor de los actos.
III. Problemas de la continencia
9. El dominio de sí y la objetivación
En la primera parte del presente capítulo, hemos llamado la atención sobre el hecho de que la práctica de la virtud de castidad permanece estrechamente ligada a esa virtud cardinal que Santo Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles, ha llamado templanza. Su oficio es el de moderar los movimientos de la concupiscencia del cuerpo. En el terreno sexual es importante examinar el dominio de sí que dispone para la adquisición de la templanza. Un hombre casto es precisamente un hombre que se domina.
Aristóteles y Santo Tomás hablan a este propósito de continencia. El hombre ha de dominar la concupiscencia del cuerpo. dominarla si es contraria a la razón, cuando va a la búsqueda del bien, de lo justo. (Es pacífico que la razón natural conoce el orden objetivo de la naturaleza, o por lo menos puede y debe conocerlo.) Así que, obrar de acuerdo con la razón es la condición de la realización de este orden y de la rectitud de la acción. Es honesto, es recto, lo que está de acuerdo con la razón, lo que es digno del ser racional, de la persona. El principio de la rectitud de la acción es, sustancialmente, opuesto al principio de la utilidad que propugnan los utilitaristas. El dominio de la Concupiscencia del cuerpo es, por lo tanto, digno de la persona. Quien no lo posee pone en peligro su perfección natural, deja obrar en sí mismo lo que le es inferior y que debe estarle subordinado; y, lo que es más, él se le subordina según su propio gusto y capricho.
Esta manera de ver el problema del dominio de si resulta sobre todo de las tendencias perfeccionistas en la moral. Estas no se oponen al conjunto de nuestras consideraciones, a pesar de que ponemos el acento principal en el amor de la persona, base de nuestro análisis de la castidad, y en la rehabilitación de ésta. El dominio de la concupiscencia del cuerpo tiene por objeto no sólo la perfección de la persona que lo practica, sino también la realización del amor en el mundo de las personas. Reprimiendo la concupiscencia del cuerpo, el hombre ha de contener los movimientos de su apetito concupiscible y, de este modo, moderar los diversos sentimientos o sensaciones ligadas a estos movimientos, puesto que acompañan a las reacciones de la sensualidad. Bien sabemos que así es como nacen los actos internos y externos que fácilmente pueden entrar en colisión con el principio del amor de la persona.
Por lo que hace a la sensualidad y al dinamismo natural de las sensaciones y los sentimientos sensuales, Aristóteles ha constatado con mucha precisión que en este terreno hay diferencias entre los hombres, que nos autorizan a hablar, por un lado, de hipersensibilidad, sensibilidad excesiva, y, por otro, de hiposensibilidad, sensibilidad insuficiente, anormalmente débil. Y ya que hemos establecido la distinción entre la sensualidad y la afectividad en cuanto son aptitudes para reaccionar que difieren tanto por el contenido como por la orientación de las reacciones producidas, podemos de modo análogo distinguir la hiperemotividad y la hipoemotividad. Esta manera de poner el problema implica que la sensibilidad y la emotividad naturales pueden estar sometidas a fluctuaciones: tanto la una como la otra pueden ser más o menos fuertes o débiles (según el individuo o la época), pero no pueden sobrepasar sus límites naturales.
Nos queda todavía por tratar el problema de la moderación. Aceptando una concepción realista del hombre, admitimos asimismo que tanto su sensibilidad como su emotividad son en él naturales, es decir, en principio, conformes a la naturaleza, y que, por lo mismo, no se oponen a la realización en el mundo de las personas. A la luz de esta concepción, hay que resolver el problema de la moderación, sin la cual la virtud de la castidad, en sus relaciones entre las personas de sexo diferente, no existe. Llamamos “moderación” a la aptitud para encontrar en el dominio de la sensibilidad y de la emotividad la medida que, en cada caso concreto y en cada coyuntura o situación entre las personas, ayuda más y mejor a realizar el amor evitando el peligro del placer, del cual, como se sabe, van acompañadas fácilmente no sólo las reacciones de la sensualidad, sino también las de la emotividad.
Con todo, la moderación no se identifica con, una sensibilidad o una emotividad mediocre. En tal caso, los hombres dotados de una sensibilidad o de una emotividad insuficiente, los hiposensibles, serían ya hombres continentes. La moderación no es mediocridad, sino más bien aptitud para guardar el equilibrio en medio de los movimientos de concupiscencia del cuerpo. Es preciso que este equilibrio constituya en el terreno sensual y afectivo un criterio interior inmutable, un criterio de los actos, y, hasta un cierto punto, de los estados vividos. La virtud está estrechamente ligada a este equilibrio y en él es donde se manifiesta. Es en cierta manera una función permanente de la moderación, pero no puede definirse de una manera rigurosa, porque toma un aspecto diferente en cada persona, según las disposiciones naturales. La esencia misma de la moderación no tiene más que una significación: quien no la ha conseguido, quien no es ni morigerado ni continente, no es casto. Pero hay diversas maneras de practicar la moderación, evidentemente, según las disposiciones interiores del individuo, las condiciones exteriores, el estado o la orientación de la voluntad del hombre, etc.
Es difícil hablar de las diversas formas del dominio de sí en el terreno sexual. Es preciso, en todo caso, constatar que sin él no se puede ser casto. Podemos, no obstante, procurar definir los principales métodos de realizarlo, de llevarlo a la práctica. Se pronuncia muchas veces a este propósito la palabra “continencia”. Este término sugiere que el método principal tiene algo de común con la acción de contener. Esta palabra, a su vez, ilustra perfectamente esas situaciones interiores bien conocidas en las que la persona es presa de una especie de invasión cuyos centros de disposición se encuentran en la sensualidad, en la concupiscencia del cuerpo o (indirectamente) en la afectividad natural. Surge entonces en la persona, a causa de su esencia de ser racional, una necesidad de defenderse contra la invasión de la sensualidad y de la concupiscencia del cuerpo, que atentan a su poder natural de autodeterminación. En efecto, la persona ha de querer ella misma, no puede permitir que pase en ella algo sin la participación de su voluntad. La razón indirecta de este movimiento de defensa pertenece al orden de los valores. En ese orden reside la continencia, estrechamente ligada a la necesidad de dominarse natural a la persona.
En la primera parte de este capítulo hemos dicho, con todo, que frenar los movimientos de la concupiscencia del cuerpo o de las reacciones sensuales rechazando hacia lo subconsciente su contenido, no constituye todavía la virtud. La castidad no es una depreciación metódica del cuerpo y del sexo, así como tampoco se identifica con el temor malsano, instintivo que pueden despertar. No se trata en tales supuestos de manifestaciones de la fuerza interior, sino, al contrario, de debilidad. Y la virtud ha de ser una fuerza espiritual. Esta fuerza no existe sin la razón que discierne la verdad esencial acerca de los valores y pone el de la persona y del amor por encima de los valores del sexo y del placer que de él depende. Pero, precisamente, por esta razón la castidad no puede consistir en una continencia ciega. La continencia, aptitud para controlar la concupiscencia del cuerpo por la voluntad, para moderar las reacciones sensuales y la afectividad, es una condición indispensable del dominio de sí. Pero no basta para que se realice la virtud, puesto que la continencia no puede ser un fin en sí misma. Ello resulta del análisis general de los valores y de la actitud del hombre para con ellos.
Llamamos “valor” a todo aquello a lo que se abre la vida interior del hombre y a lo que tiende su acción. El solo hecho de ‘sustraerse a ciertos valores (por ejemplo, a aquellos hacia los cuales la sensualidad y la afectividad se orientan por naturaleza) no contribuye al desarrollo de la persona, si no procede del reconocimiento del orden objetivo ligado a la verdad vivida sobre los valores o, a lo menos, de este reconocimiento solo. En esto consiste el método de objetivación de los valores. La continencia ciega no basta ciertamente. No puede aquí admitirse una continencia aceptable sin que sea reconocido el orden objetivo de los valores: el valor de la persona está por encima de los valores del sexo. En el caso que nos interesa, se trata de un reconocimiento práctico, es decir, del que influye en la acción. La condición primera del dominio de sí en el terreno sexual es el reconocimiento de la superioridad de la persona sobre el sexo en el momento en que la sensualidad y también indirectamente la afectividad reaccionan sobre todo ante los valores sexuales. Es el primer paso en el camino de la castidad: la continencia subordinada al proceso de objetivación de los valores así concebido es necesario para una toma de conciencia del valor de la persona a favor de la cual se pronuncia la razón, toma de conciencia concomitante con la de los valores que atraen a los sentidos.
El valor de la persona ha de tomar en seguida la dirección de lo que se realiza en el hombre. La continencia deja entonces de ser ciega. De este modo se supera la etapa del dominio y del atrincherarse para permitir a la conciencia y a la voluntad que se abran a un valor que es a la vez verdadero y superior, Por ello la objetivación de los valores está. estrechamente ligado a la sublimación.
¿En qué relación el método de objetivación de los valores está con la necesidad de contener los movimientos sensuales y afectivos? No se eliminan entre sí: quien se contentase con objetivar, es decir, con aprehender objetivamente, correctamente, el valor de la persona respecto a los valores del sexo, pero sin moderar a un mismo tiempo los movimientos de la concupiscencia, no podría ser considerado ni como continente ni como casto. La objetivación sin continencia no es todavía virtud; sin embargo, gracias a ella la continencia lo viene a ser. El hombre está constituido de tal manera que sus movimientos de concupiscencia, si no son cohibidos por un esfuerzo de la voluntad, no desaparecen más que aparentemente; para que realmente desaparezcan, es preciso que el su jeto sepa desde luego por qué los cohíbe. Cabría decir que ese por qué significa en este caso una interdicción, un “porque está prohibido”, pero ello no sería una respuesta satisfactoria ni determinaría un verdadero objetivismo de los valores. No se puede hablar de semejante objetivismo más que en el momento en que la voluntad se encuentra en presencia de un valor que justifica plenamente la necesidad de contener la concupiscencia del cuerpo y la sensualidad. Sólo al paso que este valor se apodera de la conciencia y de la voluntad, se va calmando ésta y se libera del sentimiento característico de frustración. Es cosa notoria que la práctica de la templanza y de la virtud de la castidad viene acompañada—sobre todo en sus primeras fases— de un sentimiento de frustración, de renuncia a un valor. Es un fenómeno natural que demuestra hasta qué punto el reflejo de concupiscencia está sólidamente anclado en la conciencia y en la voluntad del hombre. A medida que el verdadero amor de la persona se desarrolla, este reflejo va haciéndose más feble, porque los valores recuperan el sitio que se les debe. Así que, la virtud de la castidad y el amor se condicionan mutuamente.
La sublimación de los sentimientos juega un papel importante en este proceso; acabamos de decir que el objetivismo de los valores le está estrechamente ligado. Preexiste en esto una cierta disposición por el hecho de que la reacción ante la persona de sexo diferente nace no solamente a base de la sensualidad, sino también a la de la afectividad. Por consiguiente, una pasión sensual puede ceder ante otra forma de- compromiso emocional, desprovista de la orientación característica, de la sensualidad hacia el objeto de goce. Con todo, la afectividad sola ¿es capaz de rechazar la sensualidad y de formar en los límites de sus propias reacciones y conforme con su orientación una actitud frente a la persona? Sabemos ya que su orientación es diferente de la que domina en la sensualidad, la concupiscencia afectiva no va dirigida hacia el mero goce sensual carnal, es con mucho más bien un deseo de la presencia de un ser humano de sexo diferente. Con todo, al dar litre curso a las reacciones espontáneas, habremos de tener en cuenta el peligro de una recaída (quizás indirecta) desde el piano afectivo al sensual. Es difícil imaginar una sublimación de los sentimientos sin la participación de la reflexión y de la virtud.
La afectividad puede, sin embargo, jugar en este proceso un papel importante de auxiliar. Es menester, efectivamente, no sólo conocer “fríamente” el valor de una persona, sino también sentirlo. La aprehensión abstracta de la persona no llega hasta ahí. El hecho de sentir el valor de la persona, según la plena significación metafísica de ésta, parece sobrepasar el límite superior de nuestra vida emotiva: este fenómeno se desarrolla paralelamente a la espiritualización de la vida interior. Para llegar hasta ello, pueden explotarse precisamente los elementos de la afectividad. Las reacciones espontáneas ante los valores del ser humano de sexo diferente, feminidad o masculinidad, y la tendencia a idealizarlos, pueden fácilmente asociarse al concepto de la persona, de suerte que el proceso espontáneo de idealización emocional se desarrolle no ya alrededor de los valores feminidad-virilidad, sino en torno al valor de la persona que capta al espíritu gracias a la reflexión. Así la virtud de castidad encuentra un apoyo también en la afectividad.
Por otra parte, en esto consiste la práctica bien entendida de esta virtud, como ya lo dijeron Aristóteles y Santo Tomás de Aquino. Uno y otro han sopuntado que, en el terreno sensual y afectivo de la vida interior, hay que aplicar una táctica apropiada, incluso una cierta diplomacia; el empleo del imperativo es aquí poco eficaz, e incluso puede provocar efectos contrarios a los que se pretendían. Esta manera de ver las cosas denota la experiencia de la vida. En efecto, cada hombre ha de saber utilizar las energías latentes de su sensualidad y de su afectividad a fin de que le ayuden a tender hacia el verdadero amor en vez de ponerle obstáculos. Esta facultad de transformar enemigos en aliados es tal vez más característica de la esencia de la templanza y de la virtud de la castidad que de la pura continencia. Todo lo dicho constituye la primera parte de la problemática específica de la continencia (para emplear la terminología más frecuente). Se continuará en el capítulo siguiente que trata del amor conyugal. Entre tanto, vamos a la segunda parte, que comprende los problemas de la relación entre la ternura y la sensualidad; ésta corre paralelamente a la primera, se le acerca a veces, pero nunca la recubre.
La ternura (terneza, cariño) nace también de la afectividad y se desarrolla a base de las sensaciones que tienen un carácter concupiscible y de las que ya hemos hablado repetidamente. Pero su significado y su papel en la vida de los hombres son muy particulares, sobre todo en el terreno de las relaciones entre el hombre y la mujer: la sublimación de estas relaciones, en una medida muy amplia, está fundada en la ternura. Por eso nos es necesario explicar ahora su papel.
Experimentamos ternura para con una persona (o incluso para con un ser no racional, por ejemplo, un animal o una planta), cuando tomamos conciencia, de algún modo, de los lazos que le unen con nosotros. La conciencia de estos lazos, de una comunidad en la existencia, en la actividad o en el sufrimiento, nos hace pensar con enternecimiento ‘no sólo en los hombres, sino también, algunas veces, en los animales que comparten nuestra suerte. Sentimos ternura hacia los diversos seres con los cuales nos sentimos tan unidos que somos poco menos que capaces de ponernos en su lugar y de experimentar su estado interior en nuestro propio “yo”. La ternura está más próxima de la “simpatía” en el sentido etimológico de la compasión, la cual puede considerarse más bien como una consecuencia de la ternura, aunque a veces se manifiesta en el hombre independientemente de ésta. Muchas veces esta comprensión del estado interior de un ser es, por lo menos en parte, ficticia, por ejemplo, cuando atribuimos al animal lo que no pertenece más que al hombre, o cuando pensamos en el “sufrimiento” de las plantas pisoteadas y destrozadas, etc. El hombre se da cuenta en determinadas circunstancias de los lazos que le unen a la naturaleza, con todo su unión con los demás hombres es mucho más estrecha, y en ella se basa la ternura. En las relaciones de hombre a hombre, aparecen a la vez una imposibilidad y una necesidad de comprensión de los estados interiores del otro, de su alma, con la posibilidad y la necesidad de significárselo. Esas son las funciones de la ternura.
La ternura no es solamente una aptitud para la simpatía de la que acabamos de hablar, una sensibilidad para con los estados del alma del otro. La trae consigo sin que por ello constituya su esencia, que consiste en una tendencia a hacer suyos los estados de alma de otro. Esta tendencia se manifiesta al exterior, porque se siente la necesidad de señalarle al otro “yo” que uno se toma a pechos lo que el otro está viviendo, sus estados interiores, a fin de que este otro sienta que uno se los comparte y los vive también. La ternura nace, por tanto, de la comprensión del estado de alma de otro (e, indirectamente, de su situación exterior también, porque es la que lo condiciona), y tiende a comunicarle cuán íntimamente le está unido en aquello. Ahora bien, lo está uno a consecuencia de un compromiso afectivo; el análisis hecho en el capítulo precedente ha demostrado que la afectividad nos hace capaces de sentirnos junto a aquel otro: el sentimiento por su naturaleza acerca a los hombres. Así es como nace la necesidad de comunicar al Otro nuestra proximidad interior, y por esto la ternura se exterioriza por diversos actos que la reflejan: el gesto de estrechar al otro contra sí, de abrazarle o simplemente de cogerle por el brazo (lo cual puede ser también una forma de ayuda que se le presta, gesto que tanto difiere del que se realiza cuando se anda con el otro “cogidos del brazo”), ciertas formas de beso. Estas manifestaciones diversas de ternura tienen todas el mismo fin y una significación interior común. Que uno las acepte de grado no demuestra reciprocidad, sino que indica simplemente que no se tiene ninguna repugnancia afectiva respecto a aquella persona que exterioriza así su ternura. La ternura es una actitud afectiva interior y no se limita a las manifestaciones externas, que pueden ser puramente convencionales. Al contrario, es siempre individual, interior e íntima, rehuye las miradas, por lo menos hasta cierto punto, es púdica. No puede manifestarse libremente más que respecto de aquellos que la comprenden y la sienten.
Conviene distinguir netamente entre la ternura y sus diversas manifestaciones exteriores de una parte, y, de otra, las diferentes formas de la satisfacción de la sensualidad. Sus fuentes y sus fines son absolutamente desemejantes. La sensualidad está por naturaleza orientada hacia el cuerpo en cuanto objeto posible de placer sexual, y tiende a saciar esa necesidad de goce por los medios naturales; se llama a esto “satisfacción de necesidades sexuales”. La ternura, por el contrario, proviene de la afectividad y, en el caso que nos interesa, de esta reacción ante el ser humano de sexo diferente, que la caracteriza. No expresa la concupiscencia sino más bien la benevolencia y abnegado afecto. Evidentemente, hay en ella una cierta necesidad de satisfacer a la afectividad, pero tiene un carácter radicalmente diferente de la necesidad de satisfacer a la sensualidad. La afectividad está orientada hacia el hombre y no hacia el cuerpo y el sexo; no se trata para ella de gozar sino de sentirse cerca.
Todo esto merece subrayarse. La ternura, en su orientación interior y en sus manifestaciones exteriores, se distingue de la sensualidad y del goce sensual, de suerte que no se les puede ni asimilar ni identificar. Los actos tanto internos como externos que son su fuente en la ternura no pueden ser calificados (moralmente) de la misma manera que los actos que tienen por origen la sensualidad y la voluntad de deleite sexual. Por el contrario, la ternura puede ser completamente desinteresada, sobre todo cuando marca la atención dirigida a la persona y a su situación interior. Este desinterés desaparece, si las manifestaciones diversas de ternura sirven para satisfacer sobre todo nuestras propias necesidades de afectividad. Con todo, esta satisfacción puede no ser sin valor en la medida en que permite sentir la proximidad del otro, sobre todo cuando las dos partes sienten la necesidad. Un cierto utilitarismo entra en el amor humano sin que por eso lo destruya, corno el análisis general del amor lo ha demostrado en ciertos casos. Siendo como es el hombre un bien limitado, su desinterés lo es también.
Existe, pues, un problema de educación de la ternura contenido en el de la educación del amor en el hombre y en la mujer, y. por consiguiente, entre ellos. Forma parte de la problemática de la continencia. En efecto, la ternura ha de rodearse de una cierta vigilancia: hay que vigilar para que estas diversas manifestaciones no tomen otra significación y no vengan a ser medios de satisfacer a la sensualidad y a las necesidades sexuales. Así que no puede prescindirse de un verdadero dominio de sí, que aquí viene a ser el índice de la sutileza y de la delicadeza interior de la actitud para con la persona de sexo diferente. Mientras que la sensualidad incita al placer y que el hombre dominado por ella no ve ni siquiera que puede haber en ello otro sentido y Otro estilo de relaciones entre el hombre y la mujer, la ternura revela, de alguna manera, este sentido y este estilo, vigilando en seguida para que no se pierdan.
¿Puede hablarse de un derecho a la ternura, por el que hay que entender, de un lado, el derecho a aceptar la ternura y, de Otro, el de manifestarla? Hablamos intencionadamente de “derecho” y no de deber también en el segundo caso, aunque esté claro que a veces existe igualmente un deber de ternura para con otro. Así, pues, todos aquellos que tienen particularmente necesidad de ternura, tienen derecho a ella: los débiles, los enfermos, los que padecen física o moralmente. Parece que los niños, para quienes la ternura es un medio natural de manifestar el amor (no solamente para ellos, por otra parte) tienen un derecho particular al cariño. Es, por consiguiente, más necesario aplicar a estas manifestaciones, sobre todo exteriores, una sola y única medida, la del amor de la persona. Hay, en efecto, el peligro de excitar el egoísmo por una ternura exagerada que contribuye a ello -en la medida en que sirve para satisfacer sobre todo nuestra propia afectividad, sin tener en cuenta la necesidad objetiva y el bien del otro. Por esto el verdadero amor humano, el amor de la persona y el amor entre personas, ha de reunir’ en sí dos elementos: la ternura y una cierta firmeza. En otro caso, se convertirá en enternecimiento y debilidad. No se ha de olvidar que el amor humano es también una lucha, lucha por el hombre y por su bien.
La ternura ganará en calidad si va acompañada de firmeza e intransigencia. Una ternura demasiado fácil, y sobre todo la sensiblería, no inspiran confianza, todo lo contrario, despiertan la sospecha de que el hombre busca en esas tiernas manifestaciones un medio de satisfacer a su propia afectividad, incluso a su sensualidad y a su deseo de goce. Por esto no están moralmente justificadas más que las formas de ternura que corresponden plenamente al amor de la persona, a todo aquello que verdaderamente liga a los hombres entre sí. Por consiguiente, está claro que la ternura no tiene razón de ser sino en el amor. Fuera de él, no tenemos el derecho ni de manifestarla, ni de aceptarla, y sus manifestaciones externas quedan en el vacío.
Lo que acabamos de decir se aplica particularmente al amor entre el hombre y la mujer. Hay que exigir en esto más que en otras cosas que las diversas formas de ternura correspondan realmente al verdadero amor de personas. Se ha de tener en cuenta el hecho de que el amor del hombre y de la mujer se desarrolla en una amplia medida plagiando de la sensualidad y de la afectividad las cuales, ambas a dos, exigen satisfacerse. Por esta razón, ciertas formas de ternura pueden apartarse del amor de la persona y acercarse al egoísmo de los sentidos o de los sentimientos. Además, las manifestaciones exteriores de cariño pueden crear las apariencias del amor. El seductor busca cómo ser cariñoso, como la coqueta trata de excitar los sentidos, y, con todo, uno y otra carecen del verdadero amor de la persona. Prescindiendo del “juego del amor”, flirt o romance, conviene llamar la atención sobre el hecho de que en todo amor entre el hombre y la mujer, hasta en el que es verdadero y honesto, el aspecto subjetivo aventaja al aspecto objetivo.. Los diversos elementos de su estructura psicológica germinan más pronto que su esencia moral, la cual madura lentamente y por etapas. La edad y el temperamento son en esto un factor importante. En los jóvenes, la divergencia de estos dos procesos interiores es en general mayor que en las personas de más edad. En los seres dotados de un temperamento vivo y explosivo, los sanguíneos por ejemplo, el sentimiento de amor estalla con fuerza, impetuosamente, mientras que la virtud, para estar formada y cultivada, necesita mucho mayor esfuerzo interior.
Por consiguiente, para acordar al hombre y a la mujer el derecho a la ternura (tanto de sentirla como de manifestarla), hay que apelar a un grado más elevado de responsabilidad. Existe una tendencia sin duda alguna, sobre todo en ciertos hombres, a ensanchar estos derechos, a aprovecharse demasiado pronto, cuando la afectividad y la sensualidad se despiertan, pero cuando todavía el aspecto objetivo del amor y la unión de las personas no están presentes. Semejante ternura prematura en las relaciones entre el hombre y la mujer destruye muchas veces el amor, o por lo menos impide que se constituya en amor verdadero y objetivo. No vamos a hablar ahora de las diversas formas de familiaridad que pertenecen a otro orden de hechos en las relaciones entre el hombre y la mujer. La familiaridad es una forma de placer sexual; puede ser también una manifestación de grosería o, más sencillamente, una falta de tacto. Por lo que hace a nosotros, no se trata aquí sino de la ternura o cariño. Es imposible formarla y desarrollarla, de manera que no impida el amor, antes le sirva, sin la intervención de la templanza, de la castidad y de la continencia. En efecto, hay peligro en experimentar el amor superficialmente y en “usarlo” al mismo tiempo, en usar esta “materia” de la que está formado en el hombre y la mujer. En este caso, ni el hombre ni la mujer podrán alcanzar el bien esencial ni el aspecto objetivo del amor, sino que se quedarán en las manifestaciones puramente subjetivas, sin extraer de ellas más que un placer inmediato. Semejante amor, en vez de comenzar siempre de nuevo y de crecer se interrumpe continuamente y acaba. Añadamos que hay muchas cosas que dependen aquí de la educación de la ternura, de la responsabilidad por sus manifestaciones.
Subrayemos una vez más que la ternura es un elemento importante del amor, porque no se puede negar esta verdad, que el amor está en gran parte fundado sobre los sentimientos, esta materia que la afectividad natural ha de suministrar continuamente a fin de que el aspecto objetivo del amor esté orgánicamente unido a su aspecto subjetivo. Se trata aquí no tanto de esos primeros transportes de la afectividad, que, vinculados a la feminidad o a la masculinidad, realzan, de alguna manera, artificialmente, el valor de la persona amada, cuanto de una participación permanente de los sentimientos, de su compromiso duradero en el amor. Son ésos los que acercan a la mujer y al hombre y crean una atmósfera interior de armonía y de mutua comprensión. Teniendo ese fondo, la ternura es natural, verdadera, auténtica. Hace falta mucha ternura en el matrimonio, en esa vida común en la que no solamente un cuerpo tiene necesidad del otro cuerpo, sino, sobre todo, un ser humano del otro ser humano. Ahí es donde tiene un gran papel que jugar. Estrechamente ligada a un verdadero amor de la persona, desinteresada, puede salvar al amor de los diversos peligros debidos al egoísmo de los sentidos o a la actitud de placer. La ternura es el arte de “sentir” el hombre todo entero, toda su persona, todos los movimientos de su alma, por escondidos que se supongan, pensando siempre en su verdadero bien.
Esta ternura es la que la mujer espera del hombre. Tiene ella particularmente derecho a esa ternura en el matrimonio, en el que ella se da al hombre, en el que ella vive esos momentos y esos períodos tan difíciles y tan importantes de su existencia que son el embarazo, el parto y todo lo que con eso se relaciona. Su vida afectiva es en general más rica que la del hombre, y, por consiguiente, su necesidad de ternura y cariño es mayor. El hombre también lo necesita, pero no en la misma medida y bajo otra forma. En ambos, la ternura crea la convicción de que no están solos y de que su vida es compartida por el otro. Semejante convicción les es una grande ayuda y refuerza la conciencia que tienen de su unión.
A pesar de todo, puede parecer extraño que consideraciones sobre la ternura formen parte de un capítulo consagrado a los problemas de la continencia. Y, con todo, éste es su lugar. En efecto, no puede haber verdadera ternura sin una verdadera continencia que tiene su origen en la voluntad siempre dispuesta a amar y a triunfar de la actitud de placer que la sensualidad y la concupiscencia tratan de imponer. Sin la continencia, las energías naturales de la sensualidad y las de la afectividad atraídas a su órbita, llegarían a ser únicamente “materia” para el egoísmo de los sentidos, eventualmente para el de los sentimientos. Hay que decirlo netamente. Por otra parte la vida nos lo enseña a cada momento. El creyente ve en ello el misterio del pecado original cuyas consecuencias parecen gravar particularmente en el terreno del sexo y amenazan a la persona, bien el más importante del universo creado. En cierto sentido, este peligro acecha al amor; efectivamente, los mismos materiales pueden servir para edificar el verdadero amor, unión de personas, y el amor aparente que no es más que un velo que disimula la actitud interior de goce y el egoísmo contrario al verdadero amor. Aquí es donde la continencia, que libera de esta actitud y de este egoísmo y, por eso mismo, forma indirectamente el amor, juega el papel más importante y, finalmente, positivo. No se puede construir el amor del hombre y de la mujer más que por vía de algún sacrificio de sí mismo y por vía de renunciamiento. Encontramos su formulación en el Evangelio. Se expresa por estas palabras de Cristo: “Quien quiera venir en pos de Mí, que se niegue a sí mismo...” El Evangelio nos enseña la continencia en cuanto manifestación del amor.