Cogitaciones zoológicas: La intimidad es humana
Un safari en mi pasillo.
Otra catequesis desenfadada a la gente joven
Enrique Monasterio
La intimidad es humana
A mi amigo Kloster le gusta pasear por el zoo. No se fija mucho en los
animales, pero disfruta mirando las miradas de los niños, e impregnándose de
exóticos aromas.
Nos detenemos frente al espacio reservado a los monos. A mí no me atraen en
absoluto. Me produce una inquietud indefinible contemplar sus movimientos
vagamente familiares y sentirme observado por esos ojillos malignos y
estúpidos que siempre recuerdan a algún conocido.
Hoy los simios disfrutan exhibiendo sus miserias y haciendo guarradas para
regodeo del público.
— Ya ves –comenta mi amigo–. Los animales carecen de intimidad.
— Sí –le contesto– son unos impúdicos.
— ¿Impúdicos? No. Acusarles de impudor es tan injusto como decir que no son
humildes o caritativos. El pudor es una virtud, y los animales no son
virtuosos ni perversos. Son sólo animales.
— Ya. Entonces, ¿qué es la intimidad?
Kloster cierra los ojos como siempre que pontifica.
— La intimidad es el ámbito sagrado donde el espíritu humano se reconoce a
sí mismo, establece su dominio y se guarda de las agresiones externas.
Alguien escribió –quizá yo mismo– que la adolescencia comienza el día en que
el niño, por primera vez, cierra el pestillo del cuarto de baño. Ese día
descubre su dignidad. Hasta entonces, durante el primer tramo de su vida, ha
vivido cara al público, en un escaparate como los monos del zoo. Incluso le
encanta proclamar a gritos sus mas íntimos problemas digestivos.
Algo más sobre intimidad
En ese momento, a lo lejos se oye una estridente voz infantil:
— ¡Mamá, me he hecho piiiiís!
— ¿Lo ves? –continúa Kloster–. Esa criatura aún no sabe quién es. Un día
mirará hacia adentro de sí mismo y entenderá que las secreciones de su
cuerpo no deben ser de dominio público.
— Pero la intimidad es más que eso…
— Claro. Ya te he dicho que es el refugio del espíritu. El alma va creando a
su alrededor como círculos concéntricos más o menos privados, que son
expresión de la dignidad personal. El círculo más amplio quizá sea su casa.
En ella el hombre comparte con los suyos mucho de su intimidad. Pero, dentro
de la casa, hay entornos más reservados: el dormitorio, el cuarto de baño…
Y, por último, el propio cuerpo, que se cubre con un vestido no sólo para
abrigarse. Si la indumentaria tuviese ese fin, Dios nos habría creado con
pelo como los gorilas o con plumas de colores como los faisanes. Pero el
vestido es sobre todo un lenguaje con el que expresamos amor, respeto,
veneración, confianza, alegría, piedad… Es también defensa frente a mirones
y marco para la propia belleza.
Lo más privado
Kloster se queda en silencio mirando fascinado cómo se rasca el oso pardo.
— Naturalmente el núcleo más secreto y sagrado es aquel en que radica el
amor. Por eso avergüenza airear los sentimientos eróticos más auténticos:
las dudas, los celos, la ternura, el placer… Y las cartas o los emilios de
amor… De ahí también que la exhibición del propio cuerpo no sea natural.
Porque el cuerpo humano –sólo el humano– ha sido creado para amar como Dios
mismo ama.
— Estamos yéndonos un poco lejos, ¿no te parece?
— Quizá. Pero recuerda que la intimidad no puede ponerse en venta. Nadie
tiene derecho a alquilarse, porque ningún ser humano se pertenece del todo.
Su dignidad también es patrimonio mío. Por eso nos duele verla pisoteada en
tantos lugares del mundo. Y cuando unas marujas y marujos vomitan sus
vergüenzas en la tele a cambio de cuatro duros, me ofenden aún más. Con su
actitud están diciendo que la dignidad humana no existe. tampoco la mía; que
nada es inviolable ni sagrado, que el espíritu es sólo una neurosis.
El valor de la intimidad Esta vez Kloster se ha enfadado en serio. Trato de
cambiar de conversación, y le llevo al sector de las aves, donde las
zancudas y los patos conviven en paz. Pero al cabo de un rato, concluye:
— Hace años en un museo de este país nuestro había un hombre disecado… Era
un negro, por supuesto. ¿Te imaginas que aquí, en el zoo, se exhibiesen en
una jaula más o menos cómoda tres o cuatro parejas de seres humanos…? Sólo
les pediríamos que renunciasen a su dignidad en beneficio de la zoología, a
cambio de un buen sueldo.
— Habría muchos mirones para el espectáculo…
— Sí. Todos somos corruptibles. Y la tentación de violar miserias ajenas es
muy fuerte…
— Sin embargo –le digo–, te equivocas en una cosa. Las aves sí tienen
intimidad. Y pudor. No se trata de una virtud, por supuesto, sino de un don
que Dios hace al hombre para que aprendamos algo más de ellas…
— ¿Estás seguro?
— Completamente. Otro día te lo contaré con detalle.