Elogio del Pudor
Introducción
(tenga el valor de leerlo todo)
La extraña doctrina del pudor
Hace poco tiempo, en un retiro que yo daba a un grupo de jóvenes seglares sobre la santificación de los laicos en el mundo, señalé la profunda mundanización que hoy padecen muchos bautizados, incluidos también a veces los más fieles, y cómo en buena parte la sufren sin advertirlo. Y para que se dieran buena cuenta de esa realidad, quise ilustrar el tema con varios ejemplos. Uno de ellos se refería al impudor, hoy tan generalizado entre los cristianos:
«No es decente que hombres y mujeres se queden semidesnudos en playas y piscinas, o dicho de otro modo, es indecente. Esa costumbre está hoy moralmente aceptada por la inmensa mayoría, también de los cristianos: pero es mundana, no es cristiana. Jesús, María y José no aceptarían tal uso, por muy generalizado que estuviera en su tierra. Y tampoco los santos.
«La Biblia, en efecto, presenta la vergüenza de la propia desnudez como un sentimiento originario de Adán y Eva, como una actitud cuya bondad viene confirmada por Dios, que “les hizo vestidos, y les vistió” (Gén 3,7.21). Quedarse, pues, casi desvestidos es contrario a la voluntad de Dios. Ciertas modas, ciertas playas y piscinas mixtas -en las que casi se elimina ese velamiento del cuerpo humano querido por Dios- no son sino una costumbre mundana, ciertamente contraria a la antigua enseñanza de los Padres y a la tradición cristiana, que venció el impudor de los paganos. La desnudez total o parcial -relativamente normales en el mundo greco-romano, en termas, gimnasios, juegos atléticos y orgías-, fue y ha sido rechazada por la Iglesia siempre y en todo lugar. Volver a ella no indica ningún progreso -recuperar la naturalidad del desnudo, quitarle así su malicia, generalizándolo, etc.-, sino una degradación.
«Al menos a cierta edad y condición, es poco probable que una persona asuma ese alto grado de desnudez inusual sin pecado de vanidad positiva: orgullo de la belleza propia, o negativa: pena por la propia fealdad -lo que viene a ser lo mismo-; y sin peligro próximo, propio o ajeno, de pecado de impureza (“todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón”, Mt 5,28).
«Y aunque esa persona se viera exenta de las tentaciones aludidas, cosa difícil de creer, hace un mal en todo caso al apoyar activamente con su conducta una costumbre mala, que a otros ocasiona muchas tentaciones, y que, desacralizando la intimidad personal, devalúa el cuerpo -y consiguientemente la persona misma-, ofreciendo su vista a cualquiera.
«Por lo demás, los religiosos fieles a su vocación no frecuentan playas ni piscinas, y los laicos que busquen la santidad tampoco deben hacerlo, como no sea en condiciones de lugar, hora y compañía sumamente restrictivas».
Así quedó escrito en los resúmenes que acostumbro dar en los retiros. Pues bien, en los días siguientes me fueron llegando las reacciones de aquellos jóvenes. Fueron muy variadas, desde la aceptación al rechazo. Pero en casi todas ellas había un fondo común de perplejidad: «nunca se nos había dicho esto».
Eso me hizo pensar que, aunque sea en forma parcial y poco ordenada, merece la pena ampliar un tanto el tratamiento de la cuestión, pues todo parece indicar que no hay en nuestro tiempo, ni siquiera en el pueblo cristiano más cultivado, suficientes noticias del pudor.
Castidad y pudor
La castidad es una virtud que, bajo la moción de la caridad, orienta al bien el impulso genésico humano, tanto en sus aspectos físicos como afectivos. Implica, pues, en el hombre libertad, dominio y respeto de sí mismo, así como caridad y respeto hacia los otros, que no son vistos como objetos, sino como personas. Como es una virtud, la castidad es en la persona una fuerza espiritual, una inclinación buena, una facilidad para el bien propio de su honestidad, y consiguientemente una repugnancia hacia la lujuria que le es contraria.
Y un aspecto de la castidad es el pudor. Mientras la castidad modera el mismo impulso genésico, el pudor ordena más bien las miradas, los gestos, los vestidos, las conversaciones, es decir, todo un conjunto de circunstancias que están más o menos en relación con aquel impulso sexual.
Por eso dice Santo Tomás que «el pudor se ordena a la castidad, pero no como una virtud distinta de ella, sino como una circunstancia especial. De hecho, en el lenguaje ordinario, se toma indistintamente una por otra» (Summa Thlg. II-II, 151,4).
Pío XII enseña que el sentido del pudor consiste «en la innata y más o menos consciente tendencia de cada uno a defender de la indiscriminada concupiscencia de los demás un bien físico propio, a fin de reservarlo, con prudente selección de circunstancias, a los sabios fines del Creador, por Él mismo puestos bajo el escudo de la castidad y de la modestia» (Disc. 8-XI-1957: AAS 49, 1957, 1013).
En otro escrito (El matrimonio en Cristo, 33-38) he estudiado la psicología del pudor, la naturalidad del pudor en la condición humana pecadora, la conexión del pudor con otra virtudes, etc. Ahora, dentro de los múltiples aspectos del pudor, trataré principalmente del vestido, de las miradas, de la desnudez.
¿Y por qué trato del pudor, más bien que de la misma castidad? Por una razón muy sencilla. La mayoría de los lectores previsibles de este escrito tienen la conciencia bastante clara acerca de la castidad. Pero muchos de ellos -recuérdese el caso concreto del que he partido- no acaban de tener su conciencia plenamente evangelizada respecto del pudor. Por el contrario, siendo así que están viviendo en Babilonia, o si se prefiere, en Corinto, no acaban de darse cuenta a veces de las dosis de impudor que han ido asumiendo sin mayores problemas de conciencia. Y esto, lo sepan o no, lo crean o no, lo quieran o no, trae para ellos y para otros malas consecuencias.