El Elogio del Pudor
1. El antiguo impudor
El mundo judío
Yahvé en el Antiguo Testamento da a su pueblo revelaciones preciosas acerca del matrimonio monógamo (Gén 1,27-28; 2,24). Y condena claramente el adulterio (Éx 20,14; Lev 20,10; Dt 5,18), aunque esta prohibición parece resguardar especialmente las «propiedades» del prójimo, que ni siquiera deben ser «deseadas» (Dt 5,21).
También inculca Dios el espíritu del pudor a los judíos desde las más antiguas revelaciones. Adán y Eva, en el principio, «estaban ambos desnudos, sin avergonzarse de ello» (Gén 2,25), pues creados como «imágenes de Dios» (1,27), y ajenos a toda maldad, vivían una total armonía entre alma y cuerpo, y su naturaleza era pura y perfecta.
Sin embargo, una vez que, desobedeciendo a Dios, se hicieron pecadores, de tal modo entra el mal en sus corazones, de tal modo se encrespa en ellos el desorden de la concupiscencia incontrolada, que «se les abrieron los ojos, y viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores» (3,7).
El Señor se dirige entonces a ellos con reproche: «¿y quién te ha hecho saber que estabas desnudo? ¿Es que has comido del árbol del que te prohibí comer?» (3,11)... Partiendo de la vergüenza que ellos mismos sienten, les hace ver que, efectivamente, son ahora pecadores, es decir, que han perdido su primera armonía entre alma y cuerpo, entre voluntad libre y ávidas pasiones.
Y aprobando este nuevo, recién nacido, sentimiento de pudor, «les hizo el Señor Dios al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y los vistió» (3,21). Seguidamente, los arrojó fuera del Paraíso (3,23-24).
La Biblia inculca también el pudor en otras modalidades, concretamente en lo que se refiere a las miradas: «no pasees tus ojos por las calles de la ciudad, ni andes rondando por lugares solitarios. No fijes demasiado tu atención en doncella, y no te entramparás por su causa”» (Eclo 9,7-8; cf. Job 31,1).
En todo caso, la vida de la castidad en Israel tuvo un desarrollo bastante precario. Los antiguos patriarcas guardaron una monogamia muy relativa. La sagrada Escritura habla de las concubinas de Abraham (Gén 25,6). Jacob toma por esposas a dos hermanas, Lía y Raquel, y cada una de ellas le da su esclava (Gén 29,15-30; 30,1-9). Esaú tiene tres mujeres, y las tres con el mismo rango (26,34; 28,9; 36,1-5), dos de ellas extranjeras, hititas (Gén 26,34). Hasta puede decirse que «las costumbres del período patriarcal aparecen menos severas que las de Mesopotamia en la misma época» (De Vaux 56).
Más aún, bajo los jueces y la monarquía, se pierden algunas antiguas restricciones sobre la monogamia. Gedeón tiene «muchas mujeres» y, por lo menos, una concubina (Jue 8,30-31). La ley reconoce la legalidad de la bigamia (Dt 21,15-17). Y los reyes poseen un harén, a veces muy numeroso, en el que se incluyen con frecuencia mujeres no israelitas. David cuenta entre sus mujeres una calebita y una aramea (2Sam 3,3), y el gran harén de Salomón incluye «además de la hija del faraón, moabitas, amonitas, edomitas, sidonias e hititas» (1Re 11,1; +14,21).
Con estos modelos y antecedentes, fácilmente se comprende el escaso nivel de la castidad y del pudor en Israel, y más aún si tenemos en cuenta que la sociedad judía incluía esclavas y cautivas de guerra.
No olvidemos, por otra parte, que el divorcio podía romper fácilmente la santidad de la unión conyugal. La ley judía no exigía graves condiciones para el derecho del marido a repudiar a su mujer; bastaba con que hallara en ella «alguna tara que imputarle» (Dt 24,1). Estas taras podían ser muy leves (Eclo 25,26), y escuelas rabínicas como las de Hilel redujeron los motivos del repudio a causas vergonzosamente mínimas.
No conocemos bien, en todo caso, si los maridos israelitas hicieron uso frecuente de este derecho, que parece haber sido bastante amplio (De Vaux 68). No pocos indicios hacen pensar, sin embargo, que «la monogamia era el estado más frecuente en la familia israelita» (id. 57).
En todo caso, el repudio nunca es considerado como algo positivo. La Biblia, por el contrario, hace el elogio de la fidelidad conyugal (Prov 5,15-19; Ecl 9,9): «¿no los hizo Él para ser uno solo?... No seas infiel a la esposa de tu juventud. Odio el repudio, dice Yahvé, Dios de Israel» (Mal 2,14-16).
En suma; Israel recibe de Dios una cierta revelación acerca de la castidad y del pudor. Pero será preciso llegar a Jesucristo para que esos valores espirituales sean revelados y vividos plenamente en el Nuevo Israel, en la Iglesia, y alcancen así su plena firmeza y hermosura.
El mundo pagano
La castidad y el pudor, e incluso la virginidad, fueron valores en alguna medida conocidos por el mundo pagano antiguo. Esta moderación honesta, obligada no pocas veces por la necesidad, fue vivida sobre todo entre los pobres. Pero entre los ricos, y también entre los pobres, aunque en otra medida, reinaron ampliamente la lujuria y el impudor, de tal modo que sobre estos pecados había una conciencia moral sumamente oscurecida. Más aún, en no pocas ocasiones había que decir, como dice San Pablo, que sobre estas cuestiones apenas había conciencia de pecado.
En la enseñanza del Apóstol, efectivamente, esta ceguera moral de la lujuria y el impudor afectaba a los paganos precisamente porque «alardeando de sabios, se hicieron necios, y trocaron la gloria del Dios incorruptible por la semejanza de la imagen del hombre corruptible». Por eso precisamente se vieron hundidos en las miserias de la fornicación y de la impudicia, «porque adoraron y dieron culto a la criatura en lugar del Creador, que es bendito por los siglos» (+Rm 1, 22-25):
«Por eso Dios los entregó a los deseos de su corazón, a la impureza, con que deshonran sus propios cuerpos... Por eso los entregó Dios a las pasiones vergonzosas, pues las mujeres mudaron el uso natural en uso contra naturaleza; e igualmente los varones, dejando el uso natural de la mujer, se abrasaron en la concupiscencia de unos por otros, los varones de los varones, cometiendo torpezas y recibiendo en sí mismos el pago debido a su extravío. Y por eso, porque no procuraron conocer a Dios, Dios los entregó a su perverso sentir, que los lleva a cometer torpezas, y a llenarse de toda injusticia, malicia, avaricia, maldad [etc.]. Todos éstos, conociendo la sentencia de Dios, que quienes tales cosas hacen son dignos de muerte, no sólo las hacen, sino que aplauden a quienes las hacen» (Rm 1,24-32).
Muestra, pues, el Apóstol en ese escrito el nexo profundo que existe entre la irreligiosidad y la lujuria, que es una forma de idolatría.
La plena revelación de la castidad no se da sino en Jesucristo, en quien se produce la plena revelación de Dios. Es comprensible, pues, que los paganos, desconociendo a Dios, vivan en la idolatría, y den así culto a la criatura humana, que es «la imagen de Dios», idolatrando concretamente la belleza corporal y la actividad sexual.
Todo esto significa que los cristianos, también en estas cuestiones referidas al impudor y la lujuria, deben morir completamente a la mentalidad y a las costumbres del hombre pagano, carnal, viejo, cegado por su estupidez espiritual, y deben renacer al espíritu nuevo y santo que trae Cristo, el nuevo Adán, origen de una nueva humanidad:
«Haced morir en vuestros miembros todo lo que es terrenal, la lujuria, la impureza, la pasión desordenada, los malos deseos y también la avaricia, que es una especie de idolatría. Estas cosas provocan la ira de Dios, y en ellas también vosotros andabais antes, cuando vivíais en ellas» (Col 3,5-7).
El cristianismo, es evidente, en los primeros siglos de su vida, tuvo que afirmar la perfecta castidad y el perfecto pudor en un mundo judío y en un mundo greco-romano que en gran medida ignoraban y rechazaban ese espíritu nuevo.
Me referiré ahora concretamente a la situación del mundo romano decadente de aquella época (+Carcopino).
El adulterio era entre los ciudadanos romanos muy frecuente y estaba completamente trivializado. Y no sólo los hombres se concedían la triste libertad de adulterar, sino también las mujeres, como aquella que le decía a su esposo: «tú haz lo que quieras, pero déjame también a mí que haga lo que yo quiera. Ya puedes protestar y clamar al cielo y a la tierra, que nada vas a conseguir. Yo también soy un ser humano (homo sum!)» (Juvenal VI,282-284).
Las infidelidades conyugales -al menos en las clases ricas y medias altas- eran tan numerosas que apenas ocasionaban escándalo. La existencias de numerosos esclavos y esclavas, libertos y libertas, la facilidad para el concubinato voluntario o impuesto, colaboraban sin duda a esta situación perversa.
El libertinaje era especialmente frecuente en las libertas, antiguas esclavas, que en su nueva situación estaban ávidas de riqueza y de elevación social. Adiestradas a veces por sociedades mercantiles, conseguían grandes ganancias con sus encantos. Y las esposas tenían que llegar a un buen entendimiento con estas corruptoras de sus maridos y de sus hijos, tomándolas con frecuencia más como colaboradoras y modelos, que como rivales.
No faltan maridos que comercian con la belleza de sus esposas, y vienen a ser tantos que la ley Julia ha de dedicar al sórdido asunto un apartado titulado De lenocinio maritii.
En Roma, en los tiempos heroicos de la República, el marido no podía exigir el divorcio sin un motivo válido, reconocido en consejo familiar. Pero con la degradación moral siempre creciente, ya para el siglo II «es cosa corriente el divorcio por el consentimiento mutuo de los cónyuges o por la voluntad de uno solo de ellos» (Carcopino 119). Hay una verdadera epidemia de separaciones conyugales, que se extiende a todo el Imperio, y que llega a poner en grave peligro la natalidad. La lex de ordinibus maritandis dictada por Augusto consigue evitar que en el matrimonio, tanto el marido como la mujer, estén siempre abiertos a nuevos enlaces.
Los maridos pudientes fácilmente cambian su esposa vieja por una joven. «Basta que aparezcan tres arrugas en el rostro de Bibula para que Sertorius, su marido, se vaya a la búsqueda de otros amores, y para que un liberto de la casa le diga: “recoja sus cosas y lárguese”» (Juvenal VI, 142ss).
Pero las esposas tampoco se quedan atrás en esto: «se divorcian para casarse y se casan para divorciarse (exeunt matrimonii causa, nubunt repudii)» (Séneca, De benef. III,16,2). Éstas, que se casan y divorcian tantas veces, en realidad viven en un continuo adulterio legal (quæ nubit totiens, non nubit: adultera lege est) (Marcial, VI, 7,5).
El teatro clásico romano quedó ya muy atrás, y ahora las comedias de violencia y sexo, estimulando las más bajas pasiones del público, consiguen los mayores éxitos. Los mimus es un género teatral en el que los mimos representan en toda su crudeza los aspectos más groseros de la vida real. No representan la realidad normal de la vida social, sino que eligen lo más atroz e impúdico (a diurna imitatione vilium rerum et levium personarum) (Evanthius, +Carcopino 265). Puede verse en escena cómo se mata realmente al malo de la comedia, y para ello se toma a un condenado a muerte. En escena se representan en vivo toda clase de obscenidades, y con frecuencia las actrices aparecen desnudas, sea porque representan historias mitológicas o sea porque actúan en comedias cuyo guión así lo exige (ut mimæ nudarentur) (Valerio Máximo II, 10,8).
Violencia y sexo invaden el teatro y la literatura. «Por sorprendente que parezca la coincidencia, son éstos los mismos ingredientes que hace dieciocho siglos componían los mimos romanos» (Carcopino 266). En realidad se da la coincidencia, pero no la sorpresa, pues es lógico que el mundo que da la espalda a Dios y a su Cristo recaiga en los vicios paganos, y en éstos mismos vicios caiga aún más bajo.
A todas estas malas costumbres de Roma han de añadirse todavía la afición creciente a los gimnasios, tal como éstos venían de Grecia (gymnásion, derivado degymnós, desnudo); la brutalidad del anfiteatro y del circo; las cenas inacabables, con intermedios de cantos y danzas lascivas, que fácilmente terminan en groseras orgías... Y las termas, de las que trataré en seguida más detenidamente.
Por otra parte, conviene recordar que «los días de fiesta obligatoria en la Roma imperial sumaban más de la mitad del año. La cifra de 182 días, que hemos contado, es solo un mínimo muchas veces sobrepasado» (Carcopino 237).
Las termas
Los baños cotidianos en las termas eran una parte tan importante en la vida social grecoromana, que aún hoy, con tantas playas y piscinas, nos resulta difícil reconstruir mentalmente un uso social tan arraigado y difundido.
«El uso diario de los baños estaba universalmente extendido en el imperio romano en la época en que el cristianismo comienza a propagarse. Roma estaba llena de termas públicas» (Dumaine 72). En tiempos de Agripa (33 a. de Cristo.) había en Roma ciento setenta termas, y poco más tarde eran ya un millar. Algunas eran establecidas por empresarios, otras por benefactores, y otras, normalmente las más grandiosas, por los mismos gobernantes. Son famosas las termas de Nerón y de Tito (s.I), las de Trajano (II), las de Caracalla (III), las de Diocleciano y Constantino (IV) (Carcopino 294-296). Y a imitación de Roma, las termas se multiplican en esos siglos por todas las ciudades del imperio.
Las termas venían a ser como un centro social, en el que, además de las piscinas, que formaban el establecimiento principal, había gimnasio, biblioteca, salas de masaje, y salas de estar tan decoradas y adornadas, que a veces venían a ser verdaderos museos públicos. Se abrían las termas a hora temprana, eran cerradas a la puesta del sol, y «el pueblo romano había contraído la costumbre, como si fuera algo necesario, de asistir a ellas todos los días, llenando así sus horas de ocio», algunos hasta la hora de cierre (Carcopino 298).
De este modo, «las termas eran generalmente un lugar de pasatiempo y de placer, en el que la licencia de costumbres se desarrollaba fácilmente» (Dumaine 73). «Ellas absorbían diariamente a la mayoría de la población libre, invitándola a los refinamientos de un placer radiante de lujo y sensualidad» (Vizmanos 297). Todo el espíritu pagano de pereza, refinamiento blando y sensualidad ilimitada encontraba en las termas un marco verdaderamente ideal. Y téngase en cuenta que todavía bajo el emperador Trajano (+117) estaba permitido que hombres y mujeres se bañaran juntos.
Los mismos paganos, sin embargo, son conscientes, al menos algunos, del influjo degradante de las termas, según aquel dicho: balnea, vina, Venus corrumpunt corpora nostra, sed vitam faciunt - baños, vinos y Venus corrompen nuestros cuerpos, ¡pero nos dan la vida!-.
Y justamente en los años primeros del cristianismo, la situación en este asunto llega a un punto tal de inmoralidad, que el emperador Adriano se ve obligado a decretar, en 117 y 138, que hombres y mujeres se bañen por separado. En adelante las termas tienen horas reservadas para unos y para otras, o locales distintos. También se ocuparon de esta cuestión Marco Aurelio y Alejandro Severo.
La eficacia, sin embargo, de estas normas -a juzgar por las exhortaciones de los Padres- fue muy dudosa, sobre todo en las termas no estatales. Está claro que si no cambia y mejora el espíritu de un pueblo, poco pueden hacer las leyes para mejorar sus costumbres.
Hasta aquí he evocado brevemente las graves deficiencias de la castidad y del pudor, tanto en el mundo judío como en el pagano, concretamente en el mundo pagano. Veamos, pues, ahora con qué atrevimiento y eficacia el Espíritu de Jesús y los Apóstoles plantaron en este barro social las flores cristianas de la castidad y del pudor.