Elogio del Pudor
4. Descristianización e impudor
Apostasía e impudor
La apostasía y el impudor han crecido en los últimos tiempos simultáneamente, de modo especial, en los pueblos más ricos de Occidente. La disminución o la pérdida del pudor no es, pues, en modo alguno, un fenómeno aislado y en cierto modo insignificante. La pérdida del sentido del pudor ha de diagnosticarse según la misma visión de San Pablo, ya recordada:
Los hombres paganos, alardeando de sabios se hacen necios, y dan culto a la criatura en lugar de dar culto al Creador, que es bendito por los siglos. Por eso Dios los entrega a los deseos de su corazón, y vienen a dar entonces en todo género de impureza, impudor y fornicación, hasta el punto de que, perdiendo toda vergüenza, se glorían de sus mayores miserias (+Rm 1,18-32).
Apostasía e impudor -con muchos otros males intelectuales y morales- han crecido de forma simultánea. En los mismos tiempos y en las mismas regiones del mundo cristiano, se ha desarrollado la avidez desordenada de gozar de esta vida, el rechazo de la Cruz y de la vida sobria y penitente, la aceptación de las ideologías y de las costumbres mundanas, el alejamiento de la eucaristía dominical y del sacramento de la reconciliación, la escasez o la ausencia de las vocaciones y de los hijos, la debilitación o la pérdida de la fe, así como una erotización morbosa de la sociedad, que los mismos sociólogos señalan. El impudor generalizado, no es, pues, sino uno más entre los fenómenos sociales de la descristianización. Y como tal debe ser entendido y tratado.
En todo caso, junto a esos condicionamientos generales, podemos señalar ciertas falsificaciones concretas del cristianismo que más directamente conducen al impudor, y que lo explican mejor en nuestro tiempo.
Pelagianismo
Los cristianos pelagianos no quieren ver al hombre como un ser espiritualmente enfermo, herido por un pecado original, inclinado fuertemente al mal por la concupiscencia, y que, por tanto, requiere un régimen de vida sumamente estricto, concretamente en su relación con el cuerpo y con el mundo. No. Ésas son, según ellos, visiones antiguas, oscuras, pesimistas, que devalúan la naturaleza humana, y que felizmente están superadas por el cristianismo actual, más positivo y optimista; y en definitiva, más verdadero.
Pues bien, el pelagianismo es una herejía perenne -al menos como tentación intelectual y práctica-, y hoy tiene innumerables seguidores en las Iglesias locales descristianizadas. Es una de las malas raíces que produce el impudor.
Naturalismo
En sintonía con esa visión pelagiana, y rechazando la tradición católica, se va formulando en los últimos decenios un cristianismo naturalista, en el que, negando o silenciando el pecado original, se estima posible para la humanidad una vida sana y feliz. No es, pues, necesaria la gracia, pues basta con la naturaleza. No es necesaria la Sangre de Cristo; basta con su ejemplo. Esta multiforme falsificación del cristianismo surge sobre todo en los países más cultos y ricos, hoy, en general, los más profundamente descristianizados.
Consideremos un ejemplo situado en la Suecia de 1957. Son los años optimistas de la gran recuperación de Europa, después de la catástrofe de la II Guerra Mundial. Henri Engelmann y Gaston Philipson publican el libroScandinavie, en el que describen, con la ayuda de magníficas fotografías en blanco y negro, el encanto fascinante de un cristianismo-pagano, con acento escandinavo, en el que, concretamente, el sentido del pudor desaparece ante una naturalidad corporal recuperada. Escriben ellos:
«En sus Enfances diplomatiques, Wladimir d’Omersson refiere que en la época en que su padre estaba destinado en Copenhague, la joven institutriz que acompañaba en verano a los niños en las playas del Báltico tenía la costumbre de echarse a las olas sin ningún velo. A una tímida observación que le hizo la Sra. d’Omersson, esta jovencita, de una virtud probada y que se disponía a entrar en las Ordenes, había dado un grito de pudor ofendido: “pero señora, yo no tengo nada que ocultar”...
«Como hemos dicho, desde que sale el sol, cada fuente de Oslo, Copenhague o Estocolmo florece de niños desnudos que se mojan y salpican. En los adultos, el régimen de las playas no difiere apenas del nuestro... Es más bien al interior del hogar donde, al azar de nuestros encuentros estivales, hemos constatado ese mismo aparente impudor, no exclusivo ahora de los niños más pequeños. En un acogedor pueblo de Jutlandia, en el que vivía un pastor amigo nuestro, las dos niñas del patriarca -de siete y ocho años- no llevaban en pleno verano otro vestido que el lazo de sus cabellos. Y sucedía a veces que otras personas adultas daban testimonio de esta misma... simplicidad, quizá menos inocente» (96).
Negar «la vergüenza de la desnudez» (Apoc 3,18) procede de la apostasía o conduce a ella. Negar la vergüenza de la desnudez y afirmar su licitud viene a decir, en un lenguaje implícito sumamente elocuente, que el pecado original es un cuento.
Pero «si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos, y la verdad no estaría en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él [Jesús] para perdonarnos y purificarnos de toda iniquidad. En cambio, si decimos que no hemos pecado, le hacemos pasar [a Cristo] por mentiroso y su palabra no está en nosotros» (1Jn 1,8-10).
Hedonismo
En todo el siglo XX, pero especialmente en su segunda mitad, en los años que siguen a la II Guerra Mundial, se aviva mucho en Occidente, como reacción a los sufrimientos pasados y con el estímulo del rápido enriquecimiento económico, la avidez de gozar de este mundo presente. Y este impulso coincide, también en muchos ambientes cristianos, con el optimismo pelagiano y el naturalismo, que ignorando el pecado original y la necesidad del recogimiento y del pudor, falsifican la vida cristiana, y pretendiendo llevarla a la alegría, la llevan a la tristeza del pecado.
La vida cristiana verdadera, libre de las miserias del pecado y del mundo, ya desde el bautismo participa de Cristo, sacerdote y víctima, y por eso tiene siempre un sentido penitencial profundo, el único que guarda al hombre en la paz y la alegría. Los cristianos debemos ser conscientes de que hemos sido enviados al mundo «como corderos en medio de lobos» (Mt 10,16); más aún, como corderos gloriosamente destinados a ser ofrecidos en sacrificio con «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29).
Y así como Cristo en este mundo «pasó haciendo el bien» (Hch 10,38), así también los cristianos estamos en este mundo no tanto para pasarlo bien, sino para pasar por él haciendo el bien. No tenemos, pues, como ideal supremo gozar lo más posible del mundo presente, sino que, muy distintos de aquellos que «no sirven a Cristo, nuestro Señor, sino a su vientre» (Rm 16,18), estamos «crucificados con el mundo» visible (+Gál 6,14), que atravesamos caminando como «forasteros y peregrinos» (1Pe 2,11), y en él vivimos con la esperanza gloriosa de los bienes celestiales, «pensando en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (Col 3,2).
Por eso, es normal que la sobriedad en todo, la modestia y el pudor, caractericen siempre el estilo de la vida cristiana. Como también es normal que el impudor y la avidez desordenada de todos los goces temporales, lícitos o no, caractericen a quienes «tienen el corazón puesto en las cosas de la tierra» (Flp 3,19).
Con todo, a propósito de hedonismos, debe quedar muy claro que el cristiano es en este mundo mucho más feliz que el pagano. A más Cruz, más Resurrección. Si el hombre «pierde la vida» por el Reino, la gana. Si entrega algo por Dios, recibe «ciento por uno». La vida evangélica, en efecto, evita caer en muchas miserias -injusticias, enfermedades, odios, disputas, ruinas y separaciones- más o menos inevitables en una vida de pecado. Pero el Evangelio, además, haciendo participar a los cristianos en los mismos bienes de la vida del mundo -trabajo, salud y belleza, arte y cultura, amistad y acción fecunda-, hace que experimenten todo lo mundano con una alegría nueva, inefable, la alegría que procede de vivir todos esos bienescon Dios, como procedentes de Dios, como medios que conducen a Dios, es decir, como verdaderos dones que manifiestan y comunican el amor de Dios.
Modernismo progresista
El progresismo cristiano actual, consciente de haberse liberado de muchos lastres multiseculares de la tradición católica -plagada de ignorancias, errores y falsificaciones-, está convencido de que ha llegado a descubrir el verdadero cristianismo.
Por eso, aunque en la cuestión del pudor logremos demostrar a los progresistas que la tradición católica ha afirmado siempre el pudor en formas frontalmente contrarias a las que ellos propugnan, nada conseguiremos con ello, pues, fieles a su convicción progresista, no vacilarán en concluir que, si ésa es la verdad histórica, lo único que demuestra es que, una vez más, el cristianismo tradicional estaba tradicionalmente equivocado en estos temas. Con lo cual nuestros argumentos solo conseguirán confirmarles en su error.
En efecto, el católico progresista entiende como «una conquista irrenunciable» la vuelta del pueblo cristiano al impudor nudista del paganismo. Echa a un lado despectivamente aquella tradición cristiana del pudor, que hemos visto desarrollarse en la historia siempre fiel a sí misma, y no vacila en pensar que todos aquellos antiguos cristianos -muchos de ellos grandes santos- estaban equivocados.
Sencillamente, el progresista estima que los antiguos partían de una visión errónea del cuerpo y del pudor, de una antropología pesimista, heredada de los Santos Padres, que en estas cuestiones adolecían de un dualismo platónico patente, despreciador del cuerpo. O imagina alguna otra explicación erudita semejante.
Se ve que los Padres antiguos, tan asombrosamente libres frente al mundo antiguo pagano, tanto en su pensamiento como en sus orientaciones morales, cayeron como tontos en el agujero del error platónico, sin que el Espíritu Santo hiciera nada por evitarlo.
Según esto, la historia del pudor cristiano vendría, pues, a ser la historia de un gran error de la Iglesia, del que ésta sólo ha podido librarse en la segunda mitad del siglo XX, cuando los cristianos progresistas, felizmente, se abrieron mucho más al influjo del mundo pagano. Pobres insensatos.
Efectos providenciales del impudor
Es indudable, sin embargo, que ciertos errores o excesos del antiguo pudor cristiano se ven purificados con ocasión del impudor moderno. Por eso, en medio de tantos errores y perversiones actuales acerca del pudor, reconocemos, agradecidos al Espíritu de la verdad, que el impudor moderno ha ocasionado una purificación de aquellas ideas y prácticas acerca del pudor, que eran erróneas en algunos ambientes cristianos.
En términos generales, por ejemplo, ha de considerarse como un progreso en la historia de la espiritualidad cristiana, no como una decadencia o relajamiento, que un cristiano, sin problemas de conciencia, pueda ducharse diariamente, pueda ocasionalmente llevar en su coche a una señora casada, los dos solos, pueda dar a sus hijos una educación clara en lo referente a la sexualidad, o realice cosas semejantes, que en otros tiempos y lugares quizá no fueran moralmente viables.
Pero en esta «ayuda» del mundo a la espiritualidad cristiana es preciso distinguir bien. «Todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida» -y ése es el espíritu del impudor- «no viene del Padre, sino que procede del mundo» (1Jn 2,16). Lo que propiamente causa el mundo en muchos cristianos es, lógicamente, el impudor, la fornicación y el pecado en tantas formas y modalidades.
Por el contrario, es el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, el que, sirviéndose en parte del fuego impuro del mundo, y también y más de otros muchos medios positivos, purifica hoy el sentido del pudor en aquellos cristianos que viven bajo su influjo. Él es el único que «renueva la faz de la tierra». Fuera de Él todo es indeciblemente viejo, y solo es un regreso a vetustas antigüedades paganas, ya viejas en su época.
En esto, pues, como en tantas otras cuestiones, el mundo no creyente, incluso el más hostil a la Iglesia, es siempre ocasión de un perfeccionamiento cristiano, del que siempre es el Espíritu Santo la única causa. Él es, procediendo del Padre y del Hijo, «el Espíritu de verdad, que nos guía hacia la verdad completa» (+Jn 16,13).
Por lo demás, esto es algo que siempre se nos ha enseñado a los creyentes: que «todas las cosas cooperan al bien de los que aman a Dios » (Rom 8,28). «Etiam peccata», añade San Agustín: también los pecados.
Y también el impudor actual.