Elogio del Pudor
6. ¿Qué he de hacer, Señor?
Arrepentíos y creed en el Evangelio
La Palabra divina, cuando es recibida sinceramente, suscita en el hombre una voluntad incondicional de vivir a su luz. Pero, a veces, esa Palabra no concreta del todo los modos y maneras para vivir así. Por eso, después de las llamadas del Bautista a la conversión, el pueblo le pregunta: «¿qué tenemos que hacer, entonces?» (Lc 3,10). O Saulo, recién converso, le dice a Jesús: «¿qué he de hacer, Señor?» (Hch 22,10).
En el tema que nos ocupa, lo primero que se ha de hacer, sin duda, es creer: creer en el Evangelio del pudor. Los judios, en una ocasión, le preguntan a Jesús: «¿qué haremos para realizar las obras de Dios?». Y el Señor les contesta que lo primero que tienen que hacer es creer: «la obra de Dios es que creáis en aquel que Él ha enviado» (Jn 6,28-29). Sí, lo primero de todo es creer. Por ahí comenzó la predicación del Bautista: «arrepentíos y creeden el Evangelio» (Mc 1,15).
Criterios operativos de discernimiento
En segundo lugar, a la luz nueva de esa fe en que se ha creído, hay que revisar en concreto los diversos aspectos de la vida personal, también, claro está, en lo referente al pudor.
Y aquí no es posible, por supuesto, desde fuera, dar fórmulas concretas que permitan lograr discernimientos precisos en cuestiones relativas al pudor, con frecuencia muy complejas, y en las que hay que tener en cuenta una gran variedad de circunstancias. Pero sí se pueden dar, y con toda seguridad, aquellos criterios bíblicos y tradicionales que, con la oración de súplica y la gracia de Dios, podrán llevar a cualquier cristiano de buena voluntad a discernimientos verdaderos, ciertamente fieles al Espíritu Santo.
A quienes pidan, pues, criterios prácticos de discernimiento en las diversas cuestiones del pudor -modas, palabras y gestos, vestidos y costumbres, playas y piscinas, espectáculos y publicaciones- conviene decirles:
-Enteráos de que sois miembros de Cristo y de que no debéis someter a Cristo a costumbres y lugares, gestos y modas, que de ninguna manera son dignos de Él. Sabed igualmente que sois templos de la santísima Trinidad, y así como dentro de una iglesia no se os ocurriría cometer ciertas ligerezas, disculpables en un ambiente más profano, vosotros, conscientes de vuestra dignidad de templos consagrados, debéis guardar vuestros cuerpos en un gran pudor, digno de Jesús, de María, de José y de todos los santos.
-Aceptad en la fe que la desnudez, y aquello que, ciñendo o descubriendo el cuerpo, se aproxima a ella, ofende a Dios, es contrario a su voluntad, es pecado; material o formal, pero pecado. Sería imposible aquí tratar de señalar qué gestos, modos y modas ofenden el pudor cristiano. Sería vano derivar el tema a una «cuestión de centímetros», ni existe un metro o peso que mida la impudicia de un lugar, de un espectáculo o de un escrito. De acuerdo. Pero reconoced la verdad de ese principio -«creed en el Evangelio»- y atenéos a él. Si no aceptárais esa verdad, si os avergonzárais de una tradición católica de veinte siglos, eso significaría que preferís los criterios del mundo. Y ciertamente entonces, con toda seguridad, erraréis en vuestros discernimientos.
-Enteráos también de que, siendo cristianos, estáis destinados a la cruz, y que si no tomáis la cruz en vuestra vida diaria, también en las cosas referentes al pudor, no podréis seguir a Cristo. No acabarías de conocer la verdad de la vida cristiana, si no llegárais a descubrir su íntima dimensión penitencial. A una vida penitente estamos llamados todos, no solo los religiosos, también los laicos. .
Y en este sentido, convencéos de que el pudor, tal como está el mundo, tal como está incluso la costumbre de muchas familias cristianas, no puede hoy vivirse perfectamente sin una cruz que a veces puede ser bastante pesada; otras no tanto. En otras palabras: el que hoy no sufre cruz alguna a causa del pudor es que en esa cuestión no sigue a Cristo. No os engañéis, pues, pensando que podéis eludir la cruz con buena conciencia. Trataréis quizá de justificaros para ello con muchas razones, pero serán todas falsas.
Decidíos, pues, a llevar la cruz del pudor, que, como toda cruz, es fuente de resurrección y de gozo. Recordad siempre que a más cruz, más resurrección. A más penitencia, más alegría. No falla.
-Acabad de enteráos de que no sois del mundo, pues tampoco Cristo es del mundo (Jn 15,19; 17,14.16), y que de ningún modo habéis de sentiros «obligados» a los usos mundanos, cuando éstos se muestren inconciliables con el Espíritu que procede del Padre y del Hijo. Por tanto, ni en asuntos de pudor ni en ninguna otra cuestión, por muy laicos y seglares (seculares) que seáis, «no os configuréis a este siglo, sino, por el contrario, transformáos por la renovación de vuestra mente [a la luz del Evangelio y de la tradición de los santos], de modo que podáis discernir cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rm 12,2).
El concilio Vaticano II dice que los laicos cristianos han de «tener presente que en cualquier asunto temporal deben guiarse por la conciencia cristiana» (GS 8b), y no por la inclinación de la carne, ni tampoco por la costumbre del mundo.
-Leed vidas de santos, y eso os ayudará a modelar vuestras vidas con una gran libertad respecto al mundo y con una ilimitada docilidad al Espíritu Santo. No haréis en muchos asuntos «las mismas cosas concretas» que ellos hicieron, pero sí obraréis según «su mismo espíritu», es decir, según el Espíritu Santo.
-Siendo seglares, recordad en las cuestiones del pudor el ejemplo de vuestros hermanos religiosos. Ellos son gente que vive una «vida consagrada», sí, pero vosotros también estáis vivís una «vida consagrada» a la Trinidad divina desde el bautismo. Ellos pretenden alcanzar la santidad, pero vosotros también. Ellos ponen los medios adecuados para tan alto fin, pero vosotros también habéis de ponerlos: serán los vuestros «otros medios», pero han de estar igualmente ordenados a ese «mismo fin», la santidad. Por tanto, aplicando todo esto a las cuestiones concretas del pudor, sea vuestro pudor total, como el de los religiosos, y tome formas no iguales, pero sí homogéneas con las que ellos eligen para sí, contrastando con el mundo todo lo que en cada circunstancia sea preciso.
-Tened en cuenta que estáis enviados a evangelizar el mundo, y que no debéis pretender solamente «libraros del mal» mundano o «no escandalizar». Mucho más alto es el fin de vuestra vocación. Mucho más atrevido y libre ha de ser vuestro intento, partiendo siempre de la originialidad infinita del Espíritu Santo. Tenéis, pues, que ser dentro del mundo luz que ilumina situaciones tenebrosas, y sal que preserva a la masa de la corrupción (Mt 5,13-14).
-Recordad las enseñanzas de Cristo sobre el escándalo. Y no penséis que por el hecho de que a veces vuestras conductas sean menos indecentes que las de otros, siendo éstos mayoría, ya por eso son decentes. Pueden seguir siendo ocasión de escándalo, aunque sea menor, y por eso pueden seguir pesando sobre ellas las terribles palabras del Señor: «¡ay de aquel por quien viniere el escándalo!» (Mt 18,7).
Pues bien, si seguís el conjunto de estos criterios con fidelidad y valentía, ciertamente que en todas las cuestiones del pudor, por obra del Espíritu Santo, acertaréis con discernimientos verdaderos y santos. La Inmaculada, la Llena-de-gracia os ayudará.
Final
Ya terminamos. Y es momento de que os diga yo con el Apóstol: «ojalá soportéis un poco de locura por mi parte. De hecho, ya me soportáis. Es que estoy yo celoso de vosotros con el celo de Dios, porque os he unido al único Esposo, Cristo, y a él quiero presentaros como una casta virgen» (2Cor 11,1-2).
Todos, laicos, sacerdotes y religiosos, hacemos nuestra aquella oración litúrgica:
«Oh Dios, que muestras la luz de tu verdad a los que andan extraviados para que puedan volver al buen camino, concede a todos los cristianos rechazar lo que es indigno de este nombre, y cumplir cuanto en él se significa» (III lunes Pascua).
Finalmente, a todos nos dice el Señor: «el que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias» (Apoc 2,29). «No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado... El que pueda entender, que entienda» (Mt 19,11-12).
Bibliografía citada
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