COMENTARIO TEOLÓGICO AL TERCER SECRETO DE FATIMA DEL CARDENAL RATZINGER
Joseph Card. Ratzinger
Prefecto de la Congregación
para la Doctrina de la Fe
Quien lee con atención el texto del llamado tercer “secreto” de Fátima, que
tras largo tiempo, por voluntad del Santo Padre, viene publicado aquí en su
integridad, tal vez quedará desilusionado o asombrado después de todas las
especulaciones que se han hecho. No se revela ningún gran misterio; no se ha
corrido el velo del futuro. Vemos a la Iglesia de los mártires del siglo
apenas transcurrido representada mediante una escena descrita con un
lenguaje simbólico difícil de descifrar. ¿Es esto lo que quería comunicar la
Madre del Señor a la cristiandad, a la humanidad en un tiempo de grandes
problemas y angustias? ¿Nos es de ayuda al inicio del nuevo milenio? O más
bien ¿son solamente proyecciones del mundo interior de unos niños crecidos
en un ambiente de profunda piedad, pero que a la vez estaban turbados por
las tragedias que amenazaban su tiempo? ¿Cómo debemos entender la visión,
qué hay que pensar de la misma?
Revelación pública y revelaciones privadas — su lugar teológico
Antes de iniciar un intento de interpretación, cuyas líneas esenciales se
pueden encontrar en la comunicación que el Cardenal Sodano pronunció el 13
de mayo de este año al final de la celebración eucarística presidida por el
Santo Padre en Fátima, es necesario hacer algunas aclaraciones de fondo
sobre el modo en que, según la doctrina de la Iglesia, deben ser
comprendidos dentro de la vida de fe fenómenos como el de Fátima. La
doctrina de la Iglesia distingue entre la « revelación pública » y las «
revelaciones privadas ». Entre estas dos realidades hay una diferencia, no
sólo de grado, sino de esencia.
El término « revelación pública » designa la acción reveladora de Dios
destinada a toda la humanidad, que ha encontrado su expresión literaria en
las dos partes de la Biblia: el Antiguo y el Nuevo Testamento. Se llama «
revelación » porque en ella Dios se ha dado a conocer progresivamente a los
hombres, hasta el punto de hacerse él mismo hombre, para atraer a sí y para
reunir en sí a todo el mundo por medio del Hijo encarnado, Jesucristo. No se
trata, pues, de comunicaciones intelectuales, sino de un proceso vital, en
el cual Dios se acerca al hombre; naturalmente en este proceso se
manifiestan también contenidos que tienen que ver con la inteligencia y con
la comprensión del misterio de Dios.
El proceso atañe al hombre total y, por tanto, también a la razón, aunque no
sólo a ella. Puesto que Dios es uno solo, también es única la historia que
él comparte con la humanidad; vale para todos los tiempos y encuentra su
cumplimiento con la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo. En
Cristo Dios ha dicho todo, es decir, se ha manifestado así mismo y, por lo
tanto, la revelación ha concluido con la realización del misterio de Cristo
que ha encontrado su expresión en el Nuevo Testamento.
El Catecismo de la Iglesia Católica, para explicar este carácter definitivo
y completo de la revelación, cita un texto de San Juan de la Cruz: « Porque
en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene
otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra...; porque
lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado todo en Él,
dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese
preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una
necedad, sino que haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en
Cristo, sin querer cosa otra alguna o novedad » (n. 65, Subida al Monte
Carmelo, 2, 22).
El hecho de que la única revelación de Dios dirigida a todos los pueblos se
haya concluido con Cristo y en el testimonio sobre Él recogido en los libros
del Nuevo Testamento, vincula a la Iglesia con el acontecimiento único de la
historia sagrada y de la palabra de la Biblia, que garantiza e interpreta
este acontecimiento, pero no significa que la Iglesia ahora sólo pueda mirar
al pasado y esté así condenada a una estéril repetición.
El Catecismo de la Iglesia Católica dice a este respecto: « Sin embargo,
aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada;
corresponderá a la fe cristiana comprender gradualmente todo su contenido en
el transcurso de los siglos » (n. 66). Estos dos aspectos, el vínculo con el
carácter único del acontecimiento y el progreso en su comprensión, están muy
bien ilustrados en los discursos de despedida del Señor, cuando antes de
partir les dice a los discípulos: « Mucho tengo todavía que deciros, pero
ahora no podéis con ello. Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os
guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta... Él me dará
gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros » (Jn 16,
12-14).
Por una parte el Espíritu, que hace de guía y abre así las puertas a un
conocimiento, del cual antes faltaba el presupuesto que permitiera acogerlo;
es ésta la amplitud y la profundidad nunca alcanzada de la fe cristiana. Por
otra parte, este guiar es un « tomar » del tesoro de Jesucristo mismo, cuya
profundidad inagotable se manifiesta en esta conducción por parte del
Espíritu. A este respecto el Catecismo cita una palabra densa del Papa
Gregorio Magno: « la comprensión de las palabras divinas crece con su
reiterada lectura » (Catecismo de la Iglesia Católica, 94; Gregorio, In Ez
1, 7, 8). El Concilio Vaticano II señala tres maneras esenciales en que se
realiza la guía del Espíritu Santo en la Iglesia y, en consecuencia, el «
crecimiento de la Palabra »: éste se lleva a cabo a través de la meditación
y del estudio por parte de los fieles, por medio del conocimiento profundo,
que deriva de la experiencia espiritual y por medio de la predicación de «
los obispos, sucesores de los Apóstoles en el carisma de la verdad » (Dei
Verbum, 8).
En este contexto es posible entender correctamente el concepto de «
revelación privada », que se refiere a todas las visiones y revelaciones que
tienen lugar una vez terminado el Nuevo Testamento; es ésta la categoría
dentro de la cual debemos colocar el mensaje de Fátima. Escuchemos aún a
este respecto antes de nada el Catecismo de la Iglesia Católica: « A lo
largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas “privadas”, algunas de
las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia... Su función
no es la de... “completar” la Revelación definitiva de Cristo, sino la de
ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia » (n.
67). Se deben aclarar dos cosas:
1. La autoridad de las revelaciones privadas es esencialmente diversa de la
única revelación pública: ésta exige nuestra fe; en efecto, en ella, a
través de palabras humanas y de la mediación de la comunidad viviente de la
Iglesia, Dios mismo nos habla. La fe en Dios y en su Palabra se distingue de
cualquier otra fe, confianza u opinión humana. La certeza de que Dios habla
me da la seguridad de que encuentro la verdad misma y, de ese modo, una
certeza que no puede darse en ninguna otra forma humana de conocimiento. Es
la certeza sobre la cual edifico mi vida y a la cual me confío al morir.
2. La revelación privada es una ayuda para la fe, y se manifiesta como
creíble precisamente porque remite a la única revelación pública. El
Cardenal Próspero Lambertini, futuro Papa Benedicto XIV, dice al respecto en
su clásico tratado, que después llegó a ser normativo para las
beatificaciones y canonizaciones: « No se debe un asentimiento de fe
católica a revelaciones aprobadas en tal modo; no es ni tan siquiera
posible. Estas revelaciones exigen más bien un asentimiento de fe humana,
según las reglas de la prudencia, que nos las presenta como probables y
piadosamente creíbles ». El teólogo flamenco E. Dhanis, eminente conocedor
de esta materia, afirma sintéticamente que la aprobación eclesiástica de una
revelación privada contiene tres elementos: el mensaje en cuestión no
contiene nada que vaya contra la fe y las buenas costumbres; es lícito
hacerlo publico, y los fieles están autorizados a darle en forma prudente su
adhesión (E. Dhanis, Sguardo su Fatima e bilancio di una discussione, en: La
Civiltà Cattolica 104, 1953, II. 392-406, en particular 397).
Un mensaje así puede ser una ayuda válida para comprender y vivir mejor el
Evangelio en el momento presente; por eso no se debe descartar. Es una ayuda
que se ofrece, pero no es obligatorio hacer uso de la misma.
El criterio de verdad y de valor de una revelación privada es, pues, su
orientación a Cristo mismo. Cuando ella nos aleja de Él, cuando se hace
autónoma o, más aún, cuando se hace pasar como otro y mejor designio de
salvación, más importante que el Evangelio, entonces no viene ciertamente
del Espíritu Santo, que nos guía hacia el interior del Evangelio y no fuera
del mismo. Esto no excluye que dicha revelación privada acentúe nuevos
aspectos, suscite nuevas formas de piedad o profundice y extienda las
antiguas. Pero, en cualquier caso, en todo esto debe tratarse de un apoyo
para la fe, la esperanza y la caridad, que son el camino permanente de
salvación para todos.
Podemos añadir que a menudo las revelaciones privadas provienen sobre todo
de la piedad popular y se apoyan en ella, le dan nuevos impulsos y abren
para ella nuevas formas. Eso no excluye que tengan efectos incluso sobre la
liturgia, como por ejemplo muestran las fiestas del Corpus Domini y del
Sagrado Corazón de Jesús. Desde un cierto punto de vista, en la relación
entre liturgia y piedad popular se refleja la relación entre Revelación y
revelaciones privadas: la liturgia es el criterio, la forma vital de la
Iglesia en su conjunto, alimentada directamente por el Evangelio. La
religiosidad popular significa que la fe está arraigada en el corazón de
todos los pueblos, de modo que se introduce en la esfera de lo cotidiano. La
religiosidad popular es la primera y fundamental forma de « inculturación »
de la fe, que debe dejarse orientar y guiar continuamente por las
indicaciones de la liturgia, pero que a su vez fecunda la fe a partir del
corazón.
Hemos pasado así de las precisiones más bien negativas, que eran necesarias
antes de nada, a la determinación positiva de las revelaciones privadas:
¿cómo se pueden clasificar de modo correcto a partir de la Sagrada
Escritura? ¿Cuál es su categoría teológica? La carta más antigua de San
Pablo que nos ha sido conservada, tal vez el escrito más antiguo del Nuevo
Testamento, la Primera Carta a los Tesalonicenses, me parece que ofrece una
indicación. El Apóstol dice en ella: « No apaguéis el Espíritu, no
despreciéis las profecías; examinad cada cosa y quedaos con lo que es bueno
» (5, 19-21). En todas las épocas se le ha dado a la Iglesia el carisma de
la profecía, que debe ser examinado, pero que tampoco puede ser despreciado.
A este respecto, es necesario tener presente que la profecía en el sentido
de la Biblia no quiere decir predecir el futuro, sino explicar la voluntad
de Dios para el presente, lo cual muestra el recto camino hacia el futuro.
El que predice el futuro se encuentra con la curiosidad de la razón, que
desea apartar el velo del porvenir; el profeta ayuda a la ceguera de la
voluntad y del pensamiento y aclara la voluntad de Dios como exigencia e
indicación para el presente.
La importancia de la predicción del futuro en este caso es secundaria. Lo
esencial es la actualización de la única revelación, que me afecta
profundamente: la palabra profética es advertencia o también consuelo o las
dos cosas a la vez. En este sentido, se puede relacionar el carisma de la
profecía con la categoría de los « signos de los tiempos », que ha sido
subrayada por el Vaticano II: « ...sabéis explorar el aspecto de la tierra y
del cielo, ¿cómo no exploráis, pues, este tiempo? » (Lc 12, 56). En esta
parábola de Jesús por « signos de los tiempos » debe entenderse su propio
camino, el mismo Jesús. Interpretar los signos de los tiempos a la luz de la
fe significa reconocer la presencia de Cristo en todos los tiempos. En las
revelaciones privadas reconocidas por la Iglesia —y por tanto también en
Fátima— se trata de esto: ayudarnos a comprender los signos de los tiempos y
a encontrar la justa respuesta desde la fe ante ellos.
La estructura antropológica de las revelaciones privadas
Una vez que con las precedentes reflexiones hemos tratado de determinar el
lugar teológico de las revelaciones privadas, antes de ocuparnos de una
interpretación del mensaje de Fátima, debemos aún intentar aclarar
brevemente un poco su carácter antropológico (psicológico).
La antropología teológica distingue en este ámbito tres formas de percepción
o « visión »: la visión con los sentidos, es decir la percepción externa
corpórea, la percepción interior y la visión espiritual (visio sensibilis –
imaginativa – intellectualis). Está claro que en las visiones de Lourdes,
Fátima, etc. no se trata de la normal percepción externa de los sentidos:
las imágenes y las figuras, que se ven, no se hallan exteriormente en el
espacio, como se encuentran un árbol o una casa. Esto es absolutamente
evidente, por ejemplo, por lo que se refiere a la visión del infierno
(descrita en la primera parte del « secreto » de Fátima) o también la visión
descrita en la tercera parte del « secreto », pero puede demostrarse con
mucha facilidad también en las otras visiones, sobre todo porque no todos
los presentes las veían, sino de hecho sólo los « videntes ». Del mismo modo
es obvio que no se trata de una « visión » intelectual, sin imágenes, como
se da en otros grados de la mística. Aquí se trata de la categoría
intermedia, la percepción interior, que ciertamente tiene en el vidente la
fuerza de una presencia que, para él, equivale a la manifestación externa
sensible.
Ver interiormente no significa que se trate de fantasía, como si fuera sólo
una expresión de la imaginación subjetiva. Más bien significa que el alma
viene acariciada por algo real, aunque suprasensible, y es capaz de ver lo
no sensible, lo no visible por los sentidos, una especie de visión con los «
sentidos internos ». Se trata de verdaderos « objetos », que tocan el alma,
aunque no pertenezcan a nuestro habitual mundo sensible.
Para esto se exige una vigilancia interior del corazón que generalmente no
se tiene a causa de la fuerte presión de las realidades externas y de las
imágenes y pensamientos que llenan el alma. La persona es transportada más
allá de la pura exterioridad y otras dimensiones más profundas de la
realidad la tocan, se le hacen visibles. Tal vez por eso se puede comprender
por qué los niños son los destinatarios preferidos de tales apariciones: el
alma está aún poco alterada y su capacidad interior de percepción está aún
poco deteriorada. « De la boca de los niños y de los lactantes has recibido
la alabanza », responde Jesús con una frase del Salmo 8 (v.3) a la crítica
de los Sumos Sacerdotes y de los ancianos, que encuentran inoportuno el
grito de « hosanna » de los niños (Mt 21, 16).
La « visión interior » no es una fantasía, sino una propia y verdadera
manera de verificar, como hemos dicho. Pero conlleva también limitaciones.
Ya en la visión exterior está siempre involucrado el factor subjetivo; no
vemos el objeto puro, sino que llega a nosotros a través del filtro de
nuestros sentidos, que deben llevar a cabo un proceso de traducción.
Esto es aún más evidente en la visión interior, sobre todo cuando se trata
de realidades que sobrepasan en sí mismas nuestro horizonte. El sujeto, el
vidente, está involucrado de un modo aún más íntimo. Él ve con sus concretas
posibilidades, con las modalidades de representación y de conocimiento que
le son accesibles. En la visión interior se trata, de manera más amplia que
en la exterior, de un proceso de traducción, de modo que el sujeto es
esencialmente copartícipe en la formación como imagen de lo que aparece. La
imagen puede llegar solamente según sus medidas y sus posibilidades. Tales
visiones nunca son simples « fotografías » del más allá, sino que llevan en
sí también las posibilidades y los límites del sujeto perceptor.
Esto se puede comprender en todas las grandes visiones de los santos;
naturalmente, vale también para las visiones de los niños de Fátima. Las
imágenes que ellos describen no son en absoluto simples expresiones de su
fantasía, sino fruto de una real percepción de origen superior e interior,
pero no son imaginaciones como si por un momento se quitara el velo del más
allá y el cielo apareciese en su esencia pura, tal como nosotros esperamos
verlo un día en la definitiva unión con Dios. Más bien las imágenes son, por
decirlo así, una síntesis del impulso proveniente de lo Alto y de las
posibilidades de que dispone para ello el sujeto que percibe, esto es, los
niños.
Por este motivo, el lenguaje imaginativo de estas visiones es un lenguaje
simbólico. El Cardenal Sodano dice al respecto: « ... no se describen en
sentido fotográfico los detalles de los acontecimientos futuros, sino que
sintetizan y condensan sobre un mismo fondo, hechos que se extienden en el
tiempo según una sucesión y con una duración no precisadas ». Esta
concentración de tiempos y espacios en una única imagen es típica de tales
visiones que, por lo demás, pueden ser descifradas sólo a posteriori. A este
respecto, no todo elemento visivo debe tener un concreto sentido histórico.
Lo que cuenta es la visión como conjunto, y a partir del conjunto de
imágenes deben ser comprendidos los aspectos particulares. Lo que es central
en una imagen se desvela en último término a partir del centro de la «
profecía » cristiana en absoluto: el centro está allí donde la visión se
convierte en llamada y guía hacia la voluntad de Dios.
Un intento de interpretación del secreto de Fátima
La primera y segunda parte del secreto de Fátima han sido ya discutidas tan
ampliamente por la literatura especializada que ya no hay que ilustrarlas
más. Quisiera sólo llamar la atención brevemente sobre el punto más
significativo. Los niños han experimentado durante un instante terrible una
visión del infierno. Han visto la caída de las « almas de los pobres
pecadores ». Y se les dice por qué se les ha hecho pasar por ese momento:
para « salvarlas », para mostrar un camino de salvación. Viene así a la
mente la frase de la Primera Carta de Pedro: « meta de vuestra fe es la
salvación de las almas » (1,9). Para este objetivo se indica como camino -de
un modo sorprendente para personas provenientes del ámbito cultural
anglosajón y alemán- la devoción al Corazón Inmaculado de María.
Para entender esto puede ser suficiente aquí una breve indicación. « Corazón
» significa en el lenguaje de la Biblia el centro de la existencia humana,
la confluencia de razón, voluntad, temperamento y sensibilidad, en la cual
la persona encuentra su unidad y su orientación interior. El «corazón
inmaculado » es, seg��n Mt 5,8, un corazón que a partir de Dios ha alcanzado
una perfecta unidad interior y, por lo tanto, « ve a Dios ». La « devoción »
al Corazón Inmaculado de María es, pues, un acercarse a esta actitud del
corazón, en la cual el « fiat » —hágase tu voluntad— se convierte en el
centro animador de toda la existencia. Si alguno objetara que no debemos
interponer un ser humano entre nosotros y Cristo, se le debería recordar que
Pablo no tiene reparo en decir a sus comunidades: imitadme (1 Co 4, 16; Flp
3,17; 1 Ts 1,6; 2 Ts 3,7.9). En el Apóstol pueden constatar concretamente lo
que significa seguir a Cristo. ¿De quién podremos nosotros aprender mejor en
cualquier tiempo si no de la Madre del Señor?
Llegamos así, finalmente, a la tercera parte del « secreto » de Fátima
publicado íntegramente aquí por primera vez. Como se desprende de la
documentación precedente, la interpretación que el Cardenal Sodano ha dado
en su texto del 13 de mayo, había sido presentada anteriormente a Sor Lucia
en persona. A este respecto, Sor Lucia ha observado en primer lugar que a
ella misma se le dio la visión, no su interpretación. La interpretación,
decía, no es competencia del vidente, sino de la Iglesia. Ella, sin embargo,
después de la lectura del texto, ha dicho que esta interpretación
correspondía a lo que ella había experimentado y que, por su parte,
reconocía dicha interpretación como correcta. En lo que sigue, pues, se
podrá sólo intentar dar un fundamento más profundo a dicha interpretación a
partir de los criterios hasta ahora desarrollados.
Como palabra clave de la primera y de la segunda parte del « secreto » hemos
descubierto la de « salvar las almas », así como la palabra clave de este «
secreto » es el triple grito: « ¡Penitencia, Penitencia, Penitencia! ».
Viene a la mente el comienzo del Evangelio: « paenitemini et credite
evangelio » (Mc 1,15).
Comprender los signos de los tiempos significa comprender la urgencia de la
penitencia, de la conversión y de la fe. Esta es la respuesta adecuada al
momento histórico, que se caracteriza por grandes peligros y que serán
descritos en las imágenes sucesivas. Me permito insertar aquí un recuerdo
personal: en una conversación conmigo Sor Lucia me dijo que le resultaba
cada vez más claro que el objetivo de todas las apariciones era el de hacer
crecer siempre más en la fe, en la esperanza y en la caridad. Todo el resto
era sólo para conducir a esto.
Examinemos ahora más de cerca cada imagen. El ángel con la espada de fuego a
la derecha de la Madre de Dios recuerda imágenes análogas en el Apocalipsis.
Representa la amenaza del juicio que incumbe sobre el mundo. La perspectiva
de que el mundo podría ser reducido a cenizas en un mar de llamas, hoy no es
considerada absolutamente pura fantasía: el hombre mismo ha preparado con
sus inventos la espada de fuego. La visión muestra después la fuerza que se
opone al poder de destrucción: el esplendor de la Madre de Dios, y
proveniente siempre de él, la llamada a la penitencia. De ese modo se
subraya la importancia de la libertad del hombre: el futuro no está
determinado de un modo inmutable, y la imagen que los niños vieron, no es
una película anticipada del futuro, de la cual nada podría cambiarse. Toda
la visión tiene lugar en realidad sólo para llamar la atención sobre la
libertad y para dirigirla en una dirección positiva.
El sentido de la visión no es el de mostrar una película sobre el futuro ya
fijado de forma irremediable. Su sentido es exactamente el contrario, el de
movilizar las fuerzas del cambio hacia el bien. Por eso están totalmente
fuera de lugar las explicaciones fatalísticas del « secreto » que, por
ejemplo, dicen que el atentador del 13 de mayo de 1981 habría sido en
definitiva un instrumento del plan divino guiado por la Providencia y que,
por tanto, no habría actuado libremente, así como otras ideas semejantes que
circulan. La visión habla más bien de los peligros y del camino para
salvarse de los mismos.
Las siguientes frases del texto muestran una vez más muy claramente el
carácter simbólico de la visión: Dios permanece el inconmensurable y la luz
que supera todas nuestras visiones. Las personas humanas aparecen como en un
espejo. Debemos tener siempre presente esta limitación interna de la visión,
cuyos confines están aquí indicados visivamente.
El futuro se muestra sólo « como en un espejo de manera confusa » (cf. 1 Co
13,12). Tomemos ahora en consideración cada una de las imágenes que siguen
en el texto del « secreto ». El lugar de la acción aparece descrito con tres
símbolos: una montaña escarpada, una grande ciudad medio en ruinas y,
finalmente, una gran cruz de troncos rústicos. Montaña y ciudad simbolizan
el lugar de la historia humana: la historia como costosa subida hacia lo
alto, la historia como lugar de la humana creatividad y de la convivencia,
pero al mismo tiempo como lugar de las destrucciones, en las cuales el
hombre destruye la obra de su propio trabajo. La ciudad puede ser el lugar
de comunión y de progreso, pero también el lugar del peligro y de la amenaza
más extrema. Sobre la montaña está la cruz, meta y punto de orientación de
la historia. En la cruz la destrucción se transforma en salvación; se
levanta como signo de la miseria de la historia y como promesa para la
misma.
Aparecen después aquí personas humanas: el Obispo vestido de blanco (« hemos
tenido el presentimiento de que fuera el Santo Padre »), otros Obispos,
sacerdotes, religiosos y religiosas y, finalmente, hombres y mujeres de
todas las clases y estratos sociales. El Papa parece que precede a los
otros, temblando y sufriendo por todos los horrores que lo rodean. No sólo
las casas de la ciudad están medio en ruinas, sino que su camino pasa en
medio de los cuerpos de los muertos. El camino de la Iglesia se describe así
como un viacrucis, como camino en un tiempo de violencia, de destrucciones y
de persecuciones. Se puede ver representada en esta imagen la historia de
todo un siglo.
Del mismo modo que los lugares de la tierra están sintéticamente
representados en las dos imágenes de la montaña y de la ciudad y están
orientados hacia la cruz, también los tiempos son presentados de forma
compacta. En la visión podemos reconocer el siglo pasado como siglo de los
mártires, como siglo de los sufrimientos y de las persecuciones contra la
Iglesia, como el siglo de las guerras mundiales y de muchas guerras locales
que han llenado toda su segunda mitad y han hecho experimentar nuevas formas
de crueldad. En el « espejo » de esta visión vemos pasar a los testigos de
la fe de decenios. A este respecto, parece oportuno mencionar una frase de
la carta que Sor Lucia escribió al Santo Padre el 12 de mayo de 1982: « la
tercera parte del “secreto” se refiere a las palabras de Nuestra Señora: “Si
no (Rusia) diseminará sus errores por el mundo, promoviendo guerras y
persecuciones a la Iglesia. Los buenos serán martirizados, el Santo Padre
tendrá que sufrir mucho, varias naciones serán destruidas” ».
En el viacrucis de este siglo, la figura del Papa tiene un papel especial.
En su fatigoso subir a la montaña podemos encontrar indicados con seguridad
juntos diversos Papas, que empezando por Pío X hasta el Papa actual han
compartido los sufrimientos de este siglo y se han esforzado por avanzar
entre ellas por el camino que lleva a la cruz. En la visión también el Papa
es matado en el camino de los mártires.
¿No podía el Santo Padre, cuando después del atentado del 13 de mayo de 1981
se hizo llevar el texto de la tercera parte del « secreto », reconocer en él
su propio destino? Había estado muy cerca de las puertas de la muerte y él
mismo explicó el haberse salvado, con las siguientes palabras: « ...fue una
mano materna a guiar la trayectoria de la bala y el Papa agonizante se paró
en el umbral de la muerte » (13 de mayo de 1994). Que una « mano materna »
haya desviado la bala mortal muestra sólo una vez más que no existe un
destino inmutable, que la fe y la oración son poderosas, que pueden influir
en la historia y, que al final, la oración es más fuerte que las balas, la
fe más potente que las divisiones.
La conclusión del « secreto » recuerda imágenes que Lucía puede haber visto
en libros de piedad y cuyo contenido deriva de antiguas intuiciones de fe.
Es una visión consoladora, que quiere hacer maleable por el poder salvador
de Dios una historia de sangre y lágrimas. Los ángeles recogen bajo los
brazos de la cruz la sangre de los mártires y riegan con ella las almas que
se acercan a Dios. La sangre de Cristo y la sangre de los mártires están
aquí consideradas juntas: la sangre de los mártires fluye de los brazos de
la cruz. Su martirio se lleva a cabo de manera solidaria con la pasión de
Cristo y se convierte en una sola cosa con ella.
Ellos completan en favor del Cuerpo de Cristo lo que aún falta a sus
sufrimientos (cf. Col 1,24). Su vida se ha convertido en Eucaristía, inserta
en el misterio del grano de trigo que muere y se hace fecundo. La sangre de
los mártires es semilla de cristianos, ha dicho Tertuliano. Así como de la
muerte de Cristo, de su costado abierto, ha nacido la Iglesia, así la muerte
de los testigos es fecunda para la vida futura de la Iglesia. La visión de
la tercera parte del « secreto », tan angustiosa en su comienzo, se concluye
pues con un imagen de esperanza: ningún sufrimiento es vano y, precisamente,
una Iglesia sufriente, una Iglesia de mártires, se convierte en señal
orientadora para la búsqueda de Dios por parte del hombre. En las manos
amorosas de Dios no han sido acogidos únicamente los que sufren como Lázaro,
que encontró el gran consuelo y representa misteriosamente a Cristo que
quiso ser para nosotros el pobre Lázaro; hay algo más, del sufrimiento de
los testigos deriva una fuerza de purificación y de renovación, porque es
actualización del sufrimiento mismo de Cristo y transmite en el presente su
eficacia salvífica.
Hemos llegado así a una última pregunta: ¿Qué significa en su conjunto (en
sus tres partes) el « secreto » de Fátima? ¿Qué nos dice a nosotros? Ante
todo, debemos afirmar con el Cardenal Sodano: « ...los acontecimientos a los
que se refiere la tercera parte del « secreto » de Fátima, parecen
pertenecer ya al pasado ». En la medida en que se refiere a acontecimientos
concretos, ya pertenecen al pasado. Quien había esperado en impresionantes
revelaciones apocalípticas sobre el fin del mundo o sobre el curso futuro de
la historia debe quedar desilusionado.
Fátima no nos ofrece este tipo de satisfacción de nuestra curiosidad, del
mismo modo que la fe cristiana por lo demás no quiere y no puede ser un mero
alimento para nuestra curiosidad. Lo que queda de válido lo hemos visto de
inmediato al inicio de nuestras reflexiones sobre el texto del « secreto »:
la exhortación a la oración como camino para la « salvación de las almas »
y, en el mismo sentido, la llamada a la penitencia y a la conversión.
Quisiera al final volver aún sobre otra palabra clave del « secreto », que
con razón se ha hecho famosa: « mi Corazón Inmaculado triunfará ». ¿Qué
quiere decir esto? Que el corazón abierto a Dios, purificado por la
contemplación de Dios, es más fuerte que los fusiles y que cualquier tipo de
arma. El fiat de María, la palabra de su corazón, ha cambiado la historia
del mundo, porque ella ha introducido en el mundo al Salvador, porque
gracias a este « sí » Dios pudo hacerse hombre en nuestro mundo y así
permanece ahora y para siempre.
El maligno tiene poder en este mundo, lo vemos y lo experimentamos
continuamente; él tiene poder porque nuestra libertad se deja alejar
continuamente de Dios. Pero desde que Dios mismo tiene un corazón humano y
de ese modo ha dirigido la libertad del hombre hacia el bien, hacia Dios, la
libertad hacia el mal ya no tiene la última palabra. Desde aquel momento
cobran todo su valor las palabras de Jesús: « padeceréis tribulaciones en el
mundo, pero tened confianza; yo he vencido al mundo » (Jn 16,33). El mensaje
de Fátima nos invita a confiar en esta promesa.
Joseph Card. Ratzinger
Prefecto de la Congregación
para la Doctrina de la Fe