Respuesta espontánea del Papa Benedicto XVI a una consulta sobre problemas de la vida sacerdotal
Primera de las cinco respuestas espontáneas que ofreció Benedicto XVI a
otras tantas preguntas de los sacerdotes de la diócesis de Albano, donde se
encuentra la residencia pontificia de Castel Gandolfo. El encuentro tuvo
lugar el 31 de agosto 2006.
Padre Giuseppe Zane, vicario ad omnia, de 83 años: Nuestro obispo le ha
explicado, aunque brevemente, la situación de nuestra diócesis de Albano.
Los sacerdotes estamos plenamente insertados en esta Iglesia, viviendo todos
sus problemas y vicisitudes. Tanto los jóvenes como los mayores nos sentimos
inadecuados, en primer lugar porque somos pocos en comparación con las
muchas necesidades y procedemos de lugares muy diversos; además, sufrimos
escasez de vocaciones al sacerdocio. Por estos motivos a veces nos
desanimamos, tratando de tapar agujeros aquí o allá, a menudo obligados sólo
a realizar "primeros auxilios", sin proyectos precisos. Al ver las muchas
cosas que habría que hacer, sentimos la tentación de dar prioridad al hacer,
descuidando el ser; y esto se refleja inevitablemente en la vida espiritual,
en el diálogo con Dios, en la oración y en la caridad, en el amor a los
hermanos, especialmente a los alejados. Santo Padre, ¿qué nos puede decir al
respecto? Yo soy de edad avanzada..., pero estos jóvenes hermanos míos
¿pueden tener esperanza?
BENEDICTO XVI: Queridos hermanos, ante todo, quisiera dirigiros unas
palabras de bienvenida y de agradecimiento. Gracias al cardenal Sodano por
su presencia, con la que expresa su amor y su solicitud por esta Iglesia
suburbicaria. Gracias a usted, excelencia, por sus palabras. Con pocas
frases me ha presentado la situación de esta diócesis, que no conocía en
esta medida. Sabía que es la mayor de las diócesis suburbicarias, pero no
sabía que hubiera crecido hasta los cincuenta mil habitantes. Veo que es una
diócesis llena de desafíos, de problemas, pero ciertamente también de
alegrías en la fe. Y veo que todas las cuestiones de nuestro tiempo están
presentes: la emigración, el turismo, la marginación, el agnosticismo, pero
también una fe firme.
No pretendo ser aquí ahora como un "oráculo", que podría responder de modo
satisfactorio a todas las cuestiones. Las palabras de san Gregorio Magno que
ha citado usted, excelencia, "que cada uno conozca infirmitatem suam", valen
también para el Papa. También el Papa, día tras día, debe conocer y
reconocer "infirmitatem suam", sus límites. Debe reconocer que sólo
colaborando todos, en el diálogo, en la cooperación común, en la fe, como
"cooperatores veritatis", de la Verdad que es una Persona, Jesús, podemos
cumplir juntos nuestro servicio, cada uno en la parte que le corresponde. En
este sentido, mis respuestas no serán exhaustivas, sino fragmentarias. Sin
embargo, aceptamos precisamente esto: que sólo juntos podemos componer el
"mosaico" de un trabajo pastoral que responda a la magnitud de los desafíos.
Usted, cardenal Sodano, ha comentado que nuestro querido hermano el padre
Zane parece un poco pesimista. Pero hay que reconocer que cada uno de
nosotros pasa por momentos en los que puede desanimarse ante la magnitud de
lo que tiene que hacer y los límites de lo que en realidad puede hacer. Esto
sucede también al Papa. ¿Qué debo hacer en esta hora de la Iglesia, con
tantos problemas, con tantas alegrías, con tantos desafíos que afronta la
Iglesia universal? Suceden tantas cosas cada día y no soy capaz de responder
a todo. Hago mi parte, hago lo que puedo hacer.
Trato de encontrar las prioridades. Y soy feliz de contar con muchos buenos
colaboradores. Puedo decir en este momento que constato cada día el gran
trabajo que lleva a cabo la Secretaría de Estado bajo su sabia guía. Y sólo
con esta red de colaboración, insertándome con mis pequeñas capacidades en
una totalidad más grande, puedo y me atrevo a seguir adelante.
Así, naturalmente, también un párroco que está solo ve que son muchas las
cosas que es preciso hacer en esta situación que usted, padre Zane, ha
descrito brevemente. Y sólo puede hacer una: tapar agujeros —como dijo
usted—, dedicarse a los "primeros auxilios", consciente de que se debería
hacer mucho más. Pues bien, la primera necesidad de todos nosotros es
reconocer con humildad nuestros límites, reconocer que debemos dejar que el
Señor haga la mayoría de las cosas. Hoy escuchamos en el evangelio la
parábola del siervo fiel (cf. Mt 24, 42-51). Este siervo, como nos dice el
Señor, da la comida a los demás a su tiempo. No lo hace todo a la vez, sino
que es un siervo sabio y prudente, que sabe distribuir en los diversos
momentos lo que debe hacer en aquella situación. Lo hace con humildad, y
también está seguro de la confianza de su señor. Así nosotros debemos hacer
lo posible para tratar de ser sabios y prudentes, y también tener confianza
en la bondad de nuestro Señor, porque al fin y al cabo debe ser él quien
guíe a su Iglesia. Nosotros nos insertamos con nuestro pequeño don y hacemos
lo que podemos, sobre todo las cosas siempre necesarias: los sacramentos, el
anuncio de la Palabra, los signos de nuestra caridad y de nuestro amor.
Por lo que respecta a la vida interior, a la que usted ha aludido, es
esencial para nuestro servicio sacerdotal. El tiempo que dedicamos a la
oración no es un tiempo sustraído a nuestra responsabilidad pastoral, sino
que es precisamente "trabajo" pastoral, es orar también por los demás. En el
"Común de pastores" se lee que una de las características del buen pastor es
que "multum oravit pro fratribus". Es propio del pastor ser hombre de
oración, estar ante el Señor orando por los demás, sustituyendo también a
los demás, que tal vez no saben orar, no quieren orar o no encuentran tiempo
para orar. Así se pone de relieve que este diálogo con Dios es una actividad
pastoral.
Por consiguiente, la Iglesia nos da, casi nos impone —aunque siempre como
Madre buena— dedicar tiempo a Dios, con las dos prácticas que forman parte
de nuestros deberes: celebrar la santa misa y rezar el breviario. Pero más
que recitar, hacerlo como escucha de la Palabra que el Señor nos ofrece en
la liturgia de las Horas. Es preciso interiorizar esta Palabra, estar
atentos a lo que el Señor nos dice con esta Palabra, escuchar luego los
comentarios de los Padres de la Iglesia o también del Concilio, en la
segunda lectura del Oficio de lectura, y orar con esta gran invocación que
son los Salmos, a través de los cuales nos insertamos en la oración de todos
los tiempos. Ora con nosotros el pueblo de la antigua Alianza, y nosotros
oramos con él. Oramos con el Señor, que es el verdadero sujeto de los
Salmos. Oramos con la Iglesia de todos los tiempos. Este tiempo dedicado a
la liturgia de las Horas es tiempo precioso. La Iglesia nos da esta
libertad, este espacio libre de vida con Dios, que es también vida para los
demás.
Así, me parece importante ver que estas dos realidades, la santa misa,
celebrada realmente en diálogo con Dios, y la liturgia de las Horas, son
zonas de libertad, de vida interior, que la Iglesia nos da y que constituyen
una riqueza para nosotros. Como he dicho, en ellas no sólo nos encontramos
con la Iglesia de todos los tiempos, sino también con el Señor mismo, que
nos habla y espera nuestra respuesta. Así aprendemos a orar, insertándonos
en la oración de todos los tiempos y nos encontramos también con el pueblo.
Pensemos en los Salmos, en las palabras de los profetas, en las palabras del
Señor y de los Apóstoles; pensemos en los comentarios de los santos Padres.
Hoy tuvimos el maravilloso comentario de san Columbano sobre Cristo, fuente
de "agua viva", de la que bebemos. Orando nos encontramos también con los
sufrimientos del pueblo de Dios hoy. Estas oraciones nos hacen pensar en la
vida de cada día y nos guían al encuentro con la gente de hoy. Nos iluminan
en este encuentro, porque a él no sólo acudimos con nuestra pequeña
inteligencia, con nuestro amor a Dios, sino que también aprendemos, a través
de esta palabra de Dios, a llevarles a Dios. Esto es lo que ellos esperan:
que les llevemos el "agua viva", de la que habla hoy san Columbano.
La gente tiene sed. Y trata de apagar esta sed con diversas diversiones.
Pero comprende bien que esas diversiones no son el "agua viva" que
necesitamos. El Señor es la fuente del "agua viva". Pero en el capítulo 7 de
san Juan nos dice que todo el que cree se convierte en una "fuente", porque
ha bebido de Cristo. Y esta "agua viva" (v. 38) se transforma en nosotros en
agua que brota, en una fuente para los demás.
Así, tratemos de beberla en la oración, en la celebración de la santa misa,
en la lectura; tratemos de beber de esta fuente para que se convierta en
fuente en nosotros, y podamos responder mejor a la sed de la gente de hoy,
teniendo en nosotros el "agua viva", teniendo la realidad divina, la
realidad del Señor Jesús, que se encarnó. Así podremos responder mejor a las
necesidades de nuestra gente.
Esto por lo que se refiere a la primera pregunta: ¿Qué podemos hacer?
Hagamos siempre todo lo posible en favor de la gente —en las otras preguntas
tendremos la posibilidad de volver a este punto— y vivamos con el Señor para
poder responder a la verdadera sed de la gente.
Su segunda pregunta era: ¿Tenemos esperanza para esta diócesis, para esta
porción de pueblo de Dios que es la diócesis de Albano y para la Iglesia?
Respondo sin dudarlo: sí. Naturalmente, tenemos esperanza: la Iglesia está
viva. Tenemos dos mil años de historia de la Iglesia, con tantos
sufrimientos, incluso con tantos fracasos. Pensemos en la Iglesia en Asia
menor, la grande y floreciente Iglesia de África del norte, que con la
invasión musulmana desapareció. Por tanto, porciones de Iglesia pueden
desaparecer realmente, como dice san Juan en el Apocalipsis, o el Señor a
través de san Juan: "Si no te arrepientes, iré donde ti y cambiaré de su
lugar tu candelero" (Ap 2, 5). Pero, por otra parte, vemos cómo entre tantas
crisis la Iglesia ha resurgido con nueva juventud, con nueva lozanía.
En el siglo de la Reforma, la Iglesia católica parecía en realidad casi
acabada. Parecía triunfar esa nueva corriente, que afirmaba: ahora la
Iglesia de Roma se ha acabado. Y vemos que con los grandes santos, como
Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila, Carlos Borromeo, y otros, la Iglesia
resurgió. Encontró en el concilio de Trento una nueva actualización y una
revitalización de su doctrina. Y revivió con gran vitalidad. Lo vemos
también en el tiempo de la Ilustración, en el que Voltaire dijo: "Por fin se
ha acabado esta antigua Iglesia, vive la humanidad". Y ¿qué sucedió, en
cambio? La Iglesia se renovó. En el siglo XIX florecieron grandes santos,
hubo una nueva vitalidad con tantas congregaciones religiosas: la fe es más
fuerte que todas las corrientes que van y vienen.
Lo mismo sucedió en el siglo pasado. Hitler dijo en cierta ocasión: "La
Providencia me ha llamado a mí, un católico, para acabar con el catolicismo.
Sólo un católico puede destruir el catolicismo". Estaba seguro de contar con
todos los medios para destruir por fin al catolicismo. Igualmente la gran
corriente marxista estaba segura de realizar la revisión científica del
mundo y de abrir las puertas al futuro: "la Iglesia está llegando a su fin,
está acabada". Pero la Iglesia es más fuerte, según las palabras de Cristo.
Es la vida de Cristo la que vence en su Iglesia.
También en tiempos difíciles, cuando faltan las vocaciones, la palabra del
Señor permanece para siempre. Y, como dice el Señor mismo, el que construye
su vida sobre esta "roca" de la palabra de Cristo, construye bien. Por eso,
podemos tener confianza.
Vemos también en nuestro tiempo nuevas iniciativas de fe. Vemos que en
África la Iglesia, a pesar de todos sus problemas, tiene una gran floración
de vocaciones que estimula. Y así, con todas las diversidades del panorama
histórico de hoy, vemos —y no sólo, creemos— que las palabras del Señor son
espíritu y vida, son palabras de vida eterna. San Pedro, como escuchamos el
domingo pasado en el evangelio, dijo: "Tú tienes palabras de vida eterna;
nosotros hemos creído y conocido que tú eres el santo de Dios" (Jn 6, 69). Y
viendo a la Iglesia de hoy; viendo la vitalidad de la Iglesia, a pesar de
todos sus sufrimientos, podemos decir también nosotros: hemos creído y
conocido que tú tienes palabras de vida eterna y, por tanto, una esperanza
que no defrauda.