Romano Guardini: Relato sobre mi conversión
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Communio 17(1995)473-476
Cuando el hombre joven entra en la vida madura examina, corno es natural, sutoma
de postura respecto de la fe. Pasa por crisis. Pregunta si puede creer lo
que se le ha dicho en casa, en la escuela y mediante la predicación; si,
tomando por norma la verdad, puede o debe creerlo. Pregunta si eso le
servirá de rodrigón para su existencia y de guía para su vida y sus
trabajos. Es posible que en un primer momento piense que la honestidad le
obliga a romper con esas creencias, pero luego renace el deseo de conseguir
una posición en lo religioso, y comienza un nuevo esfuerzo en torno a la
verdad cristiana.
Quisiera que se me permitiera hablar ahora de una experiencia personal, pero
que, a mi juicio, puede tener significado también para otros.
Una palabra del Nuevo Testamento me había interpelado siempre con aquel
énfasis que significa asignación de una tarea y guía. Se encuentra en Mt
10,39 y dice así: "El que quiera encontrar su vida", es decir, salvarla, "la
perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará". El texto habla en
primer lugar del martirio, pero, como sucede siempre que un dicho de estas
características irrumpe en la vida interior, él adquirió para mí un
significado particularmente urgente; y partiendo del sentido doble que el
término griego psyche tiene: tanto "vida" como "alma", dice: quien agarra
firmemente su alma la perderá, pero quien la entrega la conseguirá.
La palabra habla del misterio fundamental de la vida religiosa según el cual
el hombre llega a su auténtica rnismidad querida por Dios sólo cuando sale
de sí, es decir, de su yo inmediato, y se consigue a sí sólo en la
autenticidad de su mismidad, cuando él se entrega. Surgió así la gran
pregunta: ¿dónde tiene lugar ese salir y entrar? ¿Quién puede llamarme así y
exigirme "mi alma" de forma que eso suceda de verdad? ¿Que yo no permanezca
secretamente en mí y me aferre a mí?
La primera respuesta decía así: Sólo Dios lo puede.
Pero, ¿quién era "Dios"? ¿Cómo habría que concebir a Dios para pensarlo de
forma correcta?
En efecto, cuando uno habla sobre Dios partiendo sólo de su propia
experiencia y según sus propias medidas, entonces lo que él llama "Dios"
muestra una inquietante similitud con su propio ser. Uno ve en Dios la causa
primera de todo lo que ocurre; otro, el Ser puro; un tercero, la idea del
bien; otros, el fundamento último del mundo, o el misterio de la vida, o el
espíritu del pueblo, o la conducción de la historia, etc.; en la medida en
que la especial disposición del que pregunta produce una afinidad electiva
con esta o aquella cara de la realidad de Dios, y pierde además el conjunto
viviente. La similitud es a veces tan grande que el "Dios" que confiesan las
diversas personas es una imagen ideal y volitiva de la propia naturaleza; y
partiendo de la imagen de Dios es posible leer la estructura psicológica de
la persona que ha concebido tal imagen.
Por consiguiente, el camino a la verdad no puede ser el de, como gusta
decir, buscar a "Dios" tan solo a través de la propia experiencia. Porque si
el que busca concibe de ese modo a Dios y se une a él, en realidad permanece
en sí mismo y se aferra a sí mismo, aunque de un modo que ata de una manera
mucho más sutil y profunda que si él declarara abiertamente: no quiero saber
nada de Dios; tengo bastante conmigo mismo.
¿Quién es, pues, Dios en realidad? ¿Cómo hay que pensarlo para poder
concebirlo de forma correcta, ir a Él, obligarse a Él y encontrar en Él la
libertad? Obviamente, aquí falta algo. Aquí falta una instancia que
garantice que cuando uno dice "Dios" no diga en realidad "yo". Pero ¿dónde
está esa instancia?
La figura de Cristo surge como respuesta. Cuanto más claramente se dirija la
mirada a él, tanto más claro será que su reivindicación de ser el heraldo
del Dios vivo está justificada. Se encuentra él en tal proximidad al Dios
verdadero que le capacita para saber más que nadie sobre el carácter de Él.
Vive en una sintonía con Dios que hace que lo que él dice lo diga Dios
mismo. Se destaca así la verdad fundamental cristiana del Mediador y
Redentor. Se hace patente cómo para Pablo y Juan "hablar de Dios" era
sinónimo de "hablar de Dios desde Cristo". Resulta claro el sentido de la
palabra que Jesús dice en el evangelio de Juan: "Yo soy ... la verdad ..."
Un 14,6).
Pero referido a aquella experiencia básica de la que se habló al principio,
significa que el Dios que nene el poder de exigir el alma y de devolverla de
nuevo está garantizado sólo cuando no se le busca mediante una experiencia
puramente subjetiva y a través de un pensamiento "autónomo", sino cuando se
hace presente en su realidad y soberanía desde la palabra y ser de Cristo.
Como él mismo dice, "nadie conoce ... quién es el Padre sino el Hijo, y
aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Lc 10,22). Y con la viveza
joánica: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre" Un 14,9).
Cristo no es sólo el único que garantiza el conocimiento del Dios verdadero,
sino que es también aquel a través del cual tiene que ir el movimiento vivo
hacia Dios si quiere desembocar de verdad en Él, como Jesús lo dice en Juan
con toda rotundidad: "Yo soy el camino... Nadie va al Padre sino por mí" Un
14,6).
Esto significa que no existe el Dios al que "se pueda acceder de forma
libre". Frente a la pretensión de buscar, vivir y concebir de forma autónoma
a Dios, Él es el Desconocido, el que "habita en una luz inaccesible" (1 Tm
6,16). El hombre llega a Él sólo por el camino del seguimiento de Cristo. Él
indica la dirección y enseña la actitud.
Pero el movimiento no había alcanzado aún realmente la meta. La
investigación sobre la vida de Jesús y el diálogo con las concepciones que
circulan acerca de él ponen de manifiesto qué variedad tiene la imagen de
Jesús. Y no sólo en el sentido en que la imagen de Cristo de los mosaicos
difiere de la del gótico, o la imagen románica de la barroca, diferencias,
pues, del encuentro desde diversos presupuestos temporales, pero donde lo
esencial permanecería siempre igual, es decir, el Hijo hecho hombre, el Hijo
de la misma naturaleza que el Padre, sino diferencias que afectan a su ser.
Una y otra vez se pierde el núcleo que Pablo y Juan proclamaron con tal
énfasis: el Hijo eterno de Dios que se hizo hombre en el tiempo, y sigue
siéndolo, "sentado a la derecha del Padre". Él aparece, por ejemplo, como
puro hombre o corno un mito estelar; como un sabio del tipo de Sócrates o
como un místico helenista; como un amigo de las almas y reformador social;
como un genio religioso y un revolucionario espiritual; como perteneciente a
la serie de profetas o como un heraldo germánico de la vida: como un
psicópata, esquizofrénico, megalómano, etc. Pero un examen más detallado ve
de nuevo aquella inquietante similitud de las diversas imágenes de Cristo
con el individuo respectivo que las ha diseñado. Sucede a menudo como si
estas figuras de Cristo fueran los autorretratos idealizados de aquellos que
las han concebido.
A la vista de tales imágenes y de su nacimiento, ¿cómo puede uno confiar en
la palabra según la cual "nadie conoce al Padre sino él" y "nadie va al
Padre sino a través de él"? Y esto significa:¿dónde está la instancia que
garantiza a Cristo mismo?
Aquí está la Iglesia. Jesús sabía que él y su mensaje son lo absolutamente
decisivo. Por eso quiere él que lo suyo vaya a "todos los pueblos" y "hasta
el fin del mundo" (Mt 28,19-20). Pero en las declaraciones en las que él
habla de esa transmisión de lo suyo no aparece el concepto de un libro. Sin
duda, él habla una y otra vez de la palabra de Dios escrita, con lo que se
alude siempre al Antiguo Testamento. Por contra, la comunicación que debe
transmitir lo suyo es la proclamación viva; concretamente, a través de
aquellos que él ha elegido (Hch 1,2). Se ha dejado a la iniciativa de ellos
cómo llevar a cabo esa proclamación: mediante la palabra hablada y escrita,
mediante la conmemoración, la obra testimonial y la conducta ejemplar: un
conjunto que recibe en Pentecostés la plenitud del Espíritu y que se
transmite luego hasta el fin de todas las cosas. Ese conjunto es la Iglesia.
Cristo garantiza la realidad del Padre viviente, pero la imagen misma de
Cristo es garantizada por la Iglesia; más concretamente, por el Espíritu
Santo que habla en ella. De ella dice Jesús: "El que os escucha a vosotros,
a mí me escucha; y el que os rechaza, a mí me rechaza; y el que me rechaza a
mí, rechaza al que me ha enviado" (Lc 10,16). En el discurso de la Iglesia
habla él, y en su discurso habla el Padre.
En cuanto a la Escritura, ella misma es elemento vivo de la Iglesia, ha
crecido en ella, se ha completado en el curso del siglo I, agrupada en canon
válido por esa misma Iglesia a finales de ese mismo siglo. De la Iglesia de
Cristo parte continuamente al individuo la invitación a dar su propia alma a
fin de que la reciba de nuevo en su novedad y autenticidad.
Esta invitación es tal que no se deja formar por la voluntad autónoma del
respectivo interpelado, sino que ella habla desde una realidad que escapa al
capricho de éste. Si él entiende de forma errónea el mensaje, ella le
corrige. Si él se forma una imagen de Cristo según su propia voluntad, ella
defiende la imagen de Cristo. Si él suprime de la figura de Cristo lo que le
molesta, entonces ella acentúa lo suprimido. En este encuentro permanente
con la Iglesia concreta y viviente, la figura de Cristo crece continuamente
en dirección a su soberanía íntegra y testi-monia al Padre como Él es.
Todo esto significa que el paso que la ha guiado de verdad a la libertad de
la fe en la plena realidad de Cristo y, mediante Él, a la soberanía del Dios
vivo es la fe en que en la Iglesia habla Cristo, de forma que quien escucha
a ella escucha a Él mismo (Lc 10,16).
Tal vez la frase suene extraña en unos tiempos para los que se ha hecho
bastante evidente que quien opta por la Iglesia pierde la libertad del
evangelio. En realidad, la Iglesia es educadora en la libertad cristiana.
Naturalmente, esa libertad es distinta de la posibilidad psicológica de
elegir lo que es simpático, o de la autonomía filosófica para enjuiciar lo
que aparece como correcto según las medidas propias de uno. Libertad
cristiana significa que el dispuesto a la fe es liberado de la atadura
mediante los presupuestos psicológicos, sociológicos, históricos y de otro
tipo abriéndolo a la realidad plena del Dios que se revela en Cristo.
El paso a la Iglesia es un auténtico paso de fe; y el estar en la Iglesia,
una auténtica relación de fe. Así contienen todas las superaciones y todos
los peligros de tal relación.