Alec Guinnes, uno de los más conocidos católicos en Inglatierra
Aunque era un completo extraño, caminaba conmigo, evidentemente había dado
por hecho que se trataba de un cura y, por tanto, de alguien digno de
confianza. De pronto, agrega, el chiquillo dijo «Bonsoir, mon père» y
desapareció en un agujero abierto en la cerca. «Había regresado feliz y
tranquilo a casa, y yo me quedé con una serena sensación de alegría».
Por Alejandro Soriano Vallès
Pensando en la milenaria reputación de nuestros sacerdotes, amados y
reverenciados durante milenios por el pueblo de Dios, al que han servido y
guiado con fidelidad y rectitud, quiero repetir ahora una anécdota. La
cuenta Sir Alec Guinness, el famoso actor que representó en la película Star
Wars el personaje de Ben Obi-Wan Kenobi.
En cierta ocasión se hallaba en Borgoña, Francia, encarnando a otro conocido
héroe, el Padre Brown, figura sacada de las novelas de detectives de G. K.
Chesterton y llevada cuando menos un par de veces al cine. Durante un
descanso, Guinness, sin quitarse la sotana que había usado para su
caracterización, decidió ir a pie al poblado cercano. No había caminado
mucho cuando oyó a sus espaldas el rápido zapateo y la voz alborotadora de
un niño emplazándolo: «Mon père!». El pequeño, de siete u ocho años, tras
alcanzarlo, lo tomó con fuerza de la mano, haciéndolo balancearla mientras
parloteaba interminablemente. Estaba muy animado, dice el actor inglés,
retozaba, saltaba, cabrioleaba, todo sin soltarlo. Él no se atrevía a
hablar, pensando que su lamentable francés lo iba a asustar. Aunque era un
completo extraño, asienta, evidentemente había dado por hecho que se trataba
de un cura y, por tanto, de alguien digno de confianza. De pronto, agrega,
el chiquillo dijo «Bonsoir, mon père» y desapareció en un agujero abierto en
la cerca. «Había regresado feliz y tranquilo a casa, y yo me quedé con una
serena sensación de alegría».
Guinness prosiguió su camino reflexionando sobre lo que él llama su
«antirromanismo». Evidentemente, dice, una Iglesia capaz de inspirar tal
seguridad a un niño, haciendo de sus sacerdotes personas a las que puede uno
aproximarse con facilidad, no podía ser ni tan conspiradora ni tan
escalofriante como se pretende. «Comencé», concluye, «a despojarme de mis
antiguos prejuicios».