Benedicto XVI: El Adviento, espera y esperanza
Homilía de las Primeras Vísperas del I Domingo de Adviento, noviembre de 2009, pronunciada por el Papa Benedicto XVI el sábado durante la celebración de las Primeras Vísperas del I Domingo de Adviento, al comienzo del nuevo Año Litúrgico.
Queridos hermanos y hermanas,
con esta celebración vespertina entramos en el tiempo litúrgico del
Adviento. En la lectura bíblica que acabamos de escuchar, tomada de la
Primera Carta a los Tesalonicenses, el apóstol Pablo nos invita a preparar
la "venida del Señor nuestro Jesucristo" (5,23) conservándonos
irreprensibles, con la gracia de Dios. Pablo usa precisamente la palabra
“venida”, en latín adventus,
de donde viene el término Adviento.
Reflexionemos brevemente sobre el significado de esta palabra, que puede
traducirse como “presencia”, “llegada”, “venida”. En el lenguaje del mundo
antiguo era un término técnico utilizado para indicar la llegada de un
funcionario, la visita del rey o del emperador a una provincia. Pero podía
indicar también la venida de la divinidad, que sale de su ocultación para
manifestarse con poder, o que es celebrada presente en el culto. Los
cristianos adoptaron la palabra “adviento” para expresar su relación con
Jesucristo: Jesús es el Rey, que ha entrado en esta pobre “provincia”
llamada tierra para visitarnos a todos; hace participar en la fiesta de su
adviento a cuantos creen en Él, a cuantos creen en su presencia en la
asamblea litúrgica. Con la palabra adventus se
pretendía sustancialmente decir: Dios está aquí, no se ha retirado del
mundo, no nos ha dejado solos. Aunque no lo podemos ver y tocar como sucede
con las realidades sensibles, Él está aquí y viene a visitarnos de múltiples
maneras.
El significado de la expresión “adviento” comprende por tanto también el de visitatio,
que quiere decir simple y propiamente "visita"; en este caso se trata de una
visita de Dios: Él entra en mi vida y quiere dirigirse a mí. Todos tenemos
experiencia, en la existencia cotidiana, de tener poco tiempo para el Señor
y poco tiempo también para nosotros. Se acaba por estar absorbidos por el
“hacer”. ¿Acaso no es cierto que a menudo la actividad quien nos posee, la
sociedad con sus múltiples intereses la que monopoliza nuestra atención?
¿Acaso no es cierto que dedicamos mucho tiempo a la diversión y a ocios de
diverso tipo? A veces las cosas no “atrapan”. El Adviento, este tiempo
litúrgico fuerte que estamos empezando, nos invita a detenernos en silencio
para captar una presencia. Es una invitación a comprender que cada
acontecimiento de la jornada es un gesto que Dios nos dirige, signo de la
atención que tiene por cada uno de nosotros. ¡Cuántas veces Dios nos hace
percibir algo de su amor! ¡Tener, por así decir, un “diario interior” de
este amor sería una tarea bonita y saludable para nuestra vida! El Adviento
nos invita y nos estimula a contemplar al Señor presente. La certeza de su
presencia ¿no debería ayudarnos a ver el mundo con ojos diversos? ¿No
debería ayudarnos a considerar toda nuestra existencia como "visita", como
un modo en que Él puede venir a nosotros y sernos cercano, en cada
situación?
Otro elemento fundamental del Adviento es la espera, espera que es al mismo
tiempo esperanza. El Adviento nos empuja a entender el sentido del tiempo y
de la historia como "kairós", como ocasión favorable para nuestra
salvación. Jesús ilustró esta realidad misteriosa en muchas parábolas: en la
narración de los siervos invitados a esperar la vuelta del amo; en la
parábola de las vírgenes que esperan al esposo; o en aquellas de la siembre
y de la cosecha. El hombre, en su vida, está en constante espera: cuando es
niño quiere crecer, de adulto tiende a la realización y al éxito, avanzando
en la edad, aspira al merecido descanso. Pero llega el tiempo en el que
descubre que ha esperado demasiado poco si, más allá de la profesión o de la
posición social, no le queda nada más que esperar. La esperanza marca el
camino de la humanidad, pero para los cristianos está animada por una
certeza: el Señor está presente en el transcurso de nuestra vida, nos
acompaña y un día secará también nuestras lágrimas. Un día no lejano, todo
encontrará su cumplimiento en el Reino de Dios, Reino de justicia y de paz.
Pero hay formas muy distintas de esperar. Si el tiempo no está lleno por un
presente dotado de sentido, la espera corre el riesgo de convertirse en
insoportable; si se espera algo, pero en este momento no hay nada, es decir,
si el presente queda vacío, cada instante que pasa parece exageradamente
largo, y la espera se transforma en un peso demasiado grave, porque el
futuro es totalmente incierto. Cuando en cambio el tiempo está dotado de
sentido y percibimos en cada instante algo específico y valioso, entonces la
alegría de la espera hace el presente más precioso.
Queridos hermanos y hermanas, vivamos intensamente el presente donde ya nos
alcanzan los dones del Señor, vivámoslo proyectados hacia el futuro, un
futuro lleno de esperanza. El Adviento cristiano se convierte de esta forma
en ocasión para volver a despertar en nosotros el verdadero sentido de la
espera, volviendo al corazón de nuestra fe que es el misterio de Cristo, el
Mesías esperado por largos siglos y nacido en la pobreza de Belén. Viniendo
entre nosotros, nos ha traído y continua ofreciéndonos el don de su amor y
de su salvación. Presente entre nosotros, nos habla de múltiples modos: en
la Sagrada Escritura, en el año litúrgico, en los santos, en los
acontecimientos de la vida cotidiana, en toda la creación, que cambia de
aspecto según si detrás de ella está Él o si está ofuscada por la niebla de
un origen incierto y de un incierto futuro. A nuestra vez, podemos dirigirle
la palabra, presentarle los sufrimientos que nos afligen, la impaciencia,
las preguntas que nos brotan del corazón. ¡Estamos seguros de que nos
escucha siempre! Y si Jesús está presente, no existe ningún tiempo privado
de sentido y vacío. Si Él está presente, podemos seguir esperando también
cuando los demás no pueden asegurarnos más apoyo, aún cuando el presente es
agotador.
Queridos amigos, el Adviento es el tiempo de la presencia y de la espera de
lo eterno. Precisamente por esta razón es, de modo particular, el tiempo de
la alegría, de una alegría interiorizada, que ningún sufrimiento puede
borrar. La alegría por el hecho de que Dios se ha hecho niño. Esta alegría,
invisiblemente presente en nosotros, nos anima a caminar confiados. Modelo y
sostén de este íntimo gozo es la Virgen María, por medio de la cual nos ha
sido dado el Niño Jesús. Que Ella, fiel discípula de su Hijo, nos obtenga la
gracia de vivir este tiempo litúrgico vigilantes y diligentes en la espera.
Amén.