Bienaventurados los que trabajan por la paz
P. Raniero Cantalamessa
Segunda predicación de Adviento
«Bienaventurados los que trabajan por la paz
porque serán llamados hijos de Dios»
1. El mensaje para la Jornada Mundial de la Paz
Las bienaventuranzas no están dispuestas según una sucesión lógica. Excepto la primera, que da el tono a todas las demás, se pueden considerar cada una por separado, sin que su sentido se vea comprometido lo más mínimo. El mensaje del Papa para la Jornada Mundial de la Paz me ha impulsado a dejar para otra ocasión la reflexión sobre la tercera bienaventuranza, la de los mansos, a fin de dedicar este encuentro a la bienaventuranza de los que trabajan por la paz. Es bueno, de hecho, que el mensaje de la paz destinado a todo el mundo sea ante todo acogido, meditado y de frutos aquí, entre nosotros, en el centro de la Iglesia.
El de este año es un mensaje para la paz a todo campo; abarca desde el ámbito más personal a los más amplios de la política, de la economía, de la ecología, de los organismos internacionales. Ámbitos diferentes, pero unificados por el hecho de tener todos como objeto primario a la persona humana, como indica el título del mensaje: «La persona humana, corazón de la paz» [íntegramente disponible en el enlace http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/messages/peace/documents/hf_ben-xvi_mes_20061208_xl-world-day-peace_sp.html. Ndt].
Hay en el mensaje una afirmación fundamental que es como la clave de lectura de todo; dice:
«La paz es al mismo tiempo un don y una tarea. Si bien es verdad que la paz entre los individuos y los pueblos -la capacidad de vivir unos con otros, estableciendo relaciones de justicia y solidaridad- supone un compromiso permanente, también es verdad, y lo es más aún, que la paz es un don de Dios. En efecto, la paz es una característica del obrar divino, que se manifiesta tanto en la creación de un universo ordenado y armonioso como en la redención de la humanidad, que necesita ser rescatada del desorden del pecado. Creación y Redención muestran, pues, la clave de lectura que introduce a la comprensión del sentido de nuestra existencia sobre la tierra» [1].
Estas palabras ayudan a comprender la bienaventuranza de los que trabajan por la paz, y ésta, a su vez, arroja una luz singular sobre estas palabras. La inminencia de la Navidad da un tono especial, litúrgico, a nuestra meditación. En la noche de Navidad escucharemos las palabras del himno angélico: «Paz en la tierra a los hombres que ama el Señor», cuyo sentido no es: haya paz, sino hay paz; no un deseo, sino una noticia. «La Navidad del Señor -decía San León Magno- es la natividad de la paz»: Natalis Domini natalis est pacis [2].
2. Quiénes son los que trabajan por la paz
La séptima bienaventuranza dice: «Bienaventurados los que trabajan por la paz porque serán llamados hijos de Dios». Junto con la de los misericordiosos, ésta es la única bienaventuranza que no dice tanto cómo hay que «ser» (pobres, afligidos, mansos, puros de corazón), sino también qué se debe «hacer». El término eirenopoioi significa aquellos que trabajan por la paz, que «hacen paz». No tanto, sin embargo, en el sentido de que se reconcilian con los propios enemigos, cuanto en el sentido de que ayudan a los enemigos a reconciliarse. «Se trata de personas que aman mucho la paz, tanto como para no temer comprometer la propia paz personal interviniendo en los conflictos a fin de procurar la paz entre cuantos están divididos» [3].
Los que trabajan por la paz no implican, por lo tanto, un sinónimo de pacíficos, esto es, de personas tranquilas y calmadas que evitan lo más posible los choques (estos son proclamados bienaventurados en otra bienaventuranza, la de los mansos); no son tampoco sinónimo de pacifistas, si por ello se entiende aquellos que se alinean contra la guerra (con mayor frecuencia, ¡con uno de los contendientes en guerra!), sin hacer nada para reconciliar entre sí a los adversarios. El término más justo es pacificadores.
En tiempos del Nuevo Testamento pacificadores eran llamados los soberanos, sobre todo el emperador romano. Augusto situaba en la cumbre de sus propias empresas la de haber establecido en el mundo la paz, mediante sus victorias militares (parta victoriis pax), y en Roma hizo levantar el famoso Ara pacis, el altar de la paz.
Hay quien ha pensado que la bienaventuranza evangélica intenta oponerse a esta pretensión, diciendo quiénes son los que verdaderamente trabajan por la paz y de qué manera ésta se promueve: mediante victorias, sí, pero victorias sobre ellos mismos, no sobre los enemigos, no destruyendo al enemigo, sino destruyendo la enemistad, como hizo Jesús en la cruz (Ef 2, 16).
En cambio hoy prevalece la opinión de que la bienaventuranza se lea teniendo en cuenta la Biblia y las fuentes judaicas, en las que ayudar a las personas en discordia a reconciliarse y a vivir en paz se ve como una de las principales obras de misericordia. En boca de Cristo la bienaventuranza de los que trabajan por la paz desciende del mandamiento nuevo del amor fraterno; es una forma en la que se expresa el amor al prójimo.
En tal sentido se diría que ésta es por excelencia la bienaventuranza de la Iglesia de Roma y de su obispo. Uno de los más preciosos servicios brindados a la cristiandad por el papado ha sido siempre el de promover la paz entre las diversas Iglesias y, en ciertas épocas, también entre los príncipes cristianos. La primera carta apostólica de un Papa, la de San Clemente I, escrita en torno al año 96 (antes aún, tal vez, que el cuarto Evangelio), se redactó para devolver la paz a la Iglesia en Corintio, desgarrada por discordias. Es un servicio que no se puede prestar sin una cierta potestad real de jurisdicción. Para darse cuenta de su valor basta con ver las dificultades que surgen allí donde aquél está ausente.
La historia de la Iglesia está llena de episodios en los que Iglesias locales, obispos o abades, en disputa entre sí o con la propia grey, han recurrido al Papa como árbitro de paz. También hoy, estoy seguro, éste es uno de los servicios más frecuentes, si bien de los menos conocidos, que se dan a la Iglesia universal. Igualmente la diplomacia vaticana y los nuncios apostólicos encuentran su justificación en ser instrumentos al servicio de la paz.
3. La paz como don
Pero Dios mismo, no un hombre, es el verdadero y supremo «agente de paz». Precisamente por esto, los que se afanan por la paz son llamados «hijos de Dios»: porque se asemejan a Él, le imitan, hacen lo que hace Él. El mensaje pontificio dice que la paz es característica del obrar divino en la creación y en la redención, esto es, tanto en el obrar de Dios como en el de Cristo.
La Escritura habla de la «paz de Dios» (Flp 4, 7) y aún con más frecuencia del «Dios de la paz» (Rm 15, 32). Paz no indica sólo lo que Dios hace o da, sino también lo que Dios es. Paz es lo que reina en Dios. Casi todas las religiones que brotaron en torno a la Biblia conocen mundos divinos en guerra en su interior. Los mitos cosmogónicos babilónicos y griegos hablan de divinidades que luchan y se despedazan entre sí. En la propia gnosis herética cristiana no existe unidad y paz entre los Eones celestes, y la existencia del mundo material sería precisamente fruto de un incidente y de una desarmonía ocurrida en el mundo superior.
Con este fondo religioso se puede comprender mejor la novedad y la alteridad absoluta de la doctrina de la Trinidad como perfecta unidad de amor en la pluralidad de las personas. En un himno suyo, la Iglesia llama a la Trinidad «océano de paz», y no se trata sólo de una frase poética. Lo que más impresiona contemplando el icono de la Trinidad de Rublev (reproducido en esta capilla en el muro frontal, sobre la Virgen en el trono) es la sensación de paz sobrehumana que de él emana. El pintor logró traducir en una imagen el lema de San Sergio de Radonez, para cuyo monasterio se pintó el icono: «Contemplando a la Santísima Trinidad, vencer la odiosa discordia de este mundo».
Quien mejor ha celebrado esta Paz divina, que llega de más allá de la historia, fue Pseudo-Dionisio Areopagita. Paz es para él uno de los «nombres de Dios», con el mismo título que «amor» [4]. También de Cristo se dice que «es» Él mismo nuestra paz (Ef 2, 14-17). Cuando dice: «Mi paz os doy», Él nos transmite aquello que es.
Hay un nexo inseparable entre la paz don de lo alto y el Espíritu Santo; no sin razón se representan con el mismo símbolo de la paloma. La tarde de Pascua Jesús dio, prácticamente en un mismo instante, a los discípulos la paz y el Espíritu Santo: «”¡La paz esté con vosotros!”... Sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”» (Jn 20, 21-22). La paz, dice Pablo, es un «fruto del Espíritu» (Gal 5, 22).
Se comprende entonces qué significa ser los que trabajan por la paz. No se trata de inventar o de crear la paz, sino de transmitirla, de dejar pasar la paz de Dios y la paz de Cristo «que supera toda inteligencia». «Gracia y paz de parte de Dios, Nuestro Padre, y de Jesucristo el Señor» (Rm 1, 7): ésta es la paz que el Apóstol transmite a los cristianos de Roma.
Nosotros no debemos ni podemos ser fuentes, sino sólo canales de la paz. Lo expresa a la perfección la oración atribuida a Francisco de Asís: «Señor, haz de mí un instrumento de tu paz». En inglés traducen justamente: Haz de mí un canal de tu paz, make me a channel of your peace.
¿Pero cuál es la paz de la que hablamos? Es clásica la definición que da San Agustín: «La paz es la tranquilidad en el orden» [5]. Basándose en ella, Santo Tomás dice que en el hombre existen tres tipos de orden: consigo mismo, con Dios y con el prójimo, y existen, en consecuencia, tres formas de paz: la paz interior, con la que el hombre está en paz consigo mismo; la paz por la que el hombre lo está con Dios, sometiéndose plenamente a sus disposiciones; y la paz relativa al prójimo, por la que se vive en paz con todos [6].
En la Biblia, sin embargo, shalom, paz, dice más que la sencilla tranquilidad en el orden. Indica también bienestar, reposo, seguridad, éxito, gloria. A veces designa, incluso, la totalidad de los bienes mesiánicos y es sinónimo de salvación y de bien: «Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva y proclama la salvación» (Is 52, 7). La nueva alianza es llamada una «alianza de paz» (Ez 37, 26), el Evangelio «evangelio de la paz» (Ef 6, 15), como si en la palabra se resumiera todo el contenido de la alianza y del evangelio.
En el Antiguo Testamento, paz se acerca frecuentemente a justicia (Salmo 85, 11: «La justicia y la paz se besan») y en el Nuevo Testamento a gracia. Cuanto San Pablo escribe: «Justificados por medio de la fe, estamos en paz con Dios» (Rm 5, 1), está claro que «en paz con Dios» tiene el mismo significado expresivo que «en gracia de Dios».
4. La paz como tarea
El mensaje del Papa dice que la paz, además de don, es también tarea. Y es de la paz como tarea de lo que nos habla en primer lugar la bienaventuranza de los que trabajan por la paz.
La condición para poder ser canales de paz es permanecer unidos a su fuente que es la voluntad de Dios: «En su voluntad está nuestra paz», le hace decir Dante a un alma del purgatorio. El secreto de la paz interior es el abandono total y siempre renovado a la voluntad de Dios. Ayuda a conservar o a reencontrar esta paz del corazón repetir frecuentemente uno mismo, con Santa Teresa de Ávila: «Nada te turbe, nada te espante. Todo se pasa, Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta».
La parénesis apostólica es rica en indicaciones prácticas sobre lo que favorece u obstaculiza la paz. Uno de los pasajes más conocidos es el de la Carta de Santiago: «Donde hay envidia y ambición, allí reina el desorden y toda clase de maldad. En cambio, la sabiduría de arriba es en primer lugar intachable, pero además es pacífica, tolerante, conciliadora, compasiva, fecunda, imparcial y sincera. En resumen, los que promueven la paz van sembrando en paz el fruto que conduce a la salvación» (St 3, 16-18).
De este ámbito personalísimo debe partir todo esfuerzo de construir la paz. La paz es como la estela de un navío, que va ensanchándose hasta el infinito, pero comienza por una punta, y la punta es, en este caso, el corazón del hombre. Uno de los mensajes de Juan Pablo II para la Jornada de la Paz, el de 1984, llevaba por título: «La paz nace de un corazón nuevo».
En este ámbito personal no es donde desearía insistir. Hoy se abre ante los que trabajan por la paz un campo de trabajo nuevo, difícil y urgente: promover la paz entre las religiones y con las religiones, esto es, tanto de las religiones entre sí como de los creyentes de las distintas religiones con el mundo laico no creyente. El mensaje del Papa dedica un párrafo a las dificultades que se encuentran en este campo. Dice:
«Respecto a la libre expresión de la propia fe, hay un síntoma preocupante de falta de paz en el mundo, que se manifiesta en las dificultades que tanto los cristianos como los seguidores de otras religiones encuentran a menudo para profesar pública y libremente sus propias convicciones religiosas... Hay regímenes que imponen a todos una única religión, mientras que otros regímenes indiferentes alimentan no tanto una persecución violenta, sino un escarnio cultural sistemático respecto a las creencias religiosas. En todo caso, no se respeta un derecho humano fundamental, con graves repercusiones para la convivencia pacífica. Esto promueve necesariamente una mentalidad y una cultura negativa para la paz» (n. 5).
De este escarnio cultural, o al menos intento de marginación, de las creencias religiosas, estamos teniendo ejemplo precisamente estos días, con la campaña puesta en marcha en varios países y ciudades de Europa contra los símbolos religiosos de la Navidad. Se aduce frecuentemente como motivo la voluntad de no ofender a las personas de otras religiones que están entre nosotros, especialmente a los musulmanes. Pero es un pretexto, una excusa. En realidad es un determinado mundo laicista el que no quiere estos símbolos, no los musulmanes. Ellos no tienen nada contra la Navidad cristiana, que incluso honran.
Hemos llegado al absurdo de que muchos musulmanes celebran el nacimiento de Jesús, desean el belén en casa y llegan a decir que «no es musulmán quien no cree en el nacimiento milagroso de Jesús» [7], mientras otros que se dicen cristianos quieren hacer de la Navidad una fiesta invernal, poblada sólo de renos y ositos.
En el Corán hay una Sura dedicada al nacimiento de Jesús que vale la pena conocer, también para favorecer el diálogo y la amistad entre las religiones. Dice:
«Los ángeles dijeron: Oh María, Dios te da la feliz noticia de un Verbo de Él. Su nombre será Jesús (‘Isà) hijo de María. Será ilustre en este mundo y en el otro... Hablará a los hombres desde la cuna y como hombre maduro, y será de los Santos. Dijo María: “Señor mío, ¿cómo podré tener un hijo, cuando ningún hombre me ha tocado?”. Respondió: “De esta forma: Dios crea lo que Él quiere, y cuando ha decidido algo, dice sólo: sé, y ello es”» [8].
En el programa sobre el evangelio dominical «A sua immagine», que se emite en «Rai Uno» mañana por la tarde, pedí a un hermano musulmán que leyera este pasaje y lo hizo con gran alegría, mostrándose feliz de contribuir a aclarar un equívoco que perjudica, decía, a los propios creyentes islámicos, con el pretexto de favorecer su causa.
El motivo que permite un diálogo entre las religiones -fundado no sólo en las razones de oportunidad que conocemos bien, sino sobre un sólido fundamento teológico- es que «tenemos todos un único Dios», como recordaba el Santo Padre con ocasión de su visita a la mezquita Azul de Estambul. Es la verdad de la que también San Pablo partió en su discurso en el areópago de Atenas (Hch 17, 28).
Tenemos, subjetivamente, ideas diferentes sobre Él. Para nosotros, los cristianos, Dios es «el Padre del Nuestro Señor Jesucristo», y a Aquél no se le conoce plenamente sino «a través de éste»; pero objetivamente bien sabemos que Dios no puede ser más que uno. Hay «un solo Dios que es Padre de todos, que está sobre todos, actúa en todos y habita en todos» (Ef 4, 6).
Fundamento teológico del diálogo es también nuestra fe en el Espíritu Santo. Como Espíritu de la redención y Espíritu de la gracia, Él es el vínculo de la paz entre los bautizados de las distintas confesiones cristianas; como Espíritu de la creación, Spiritus creator, Él es un vínculo de paz entre los creyentes de todas las religiones y, más aún, entre los hombres de buena voluntad. «Toda verdad, de donde quiera que venga dicha –escribió Santo Tomás de Aquino-, viene del Espíritu Santo» [9].
Pero como este Espíritu creador tendía a Cristo en los profetas del Antiguo Testamento (1 P 1, 11), así creemos que, de un modo conocido sólo por Dios, tiende ahora a Cristo y a su misterio pascual en su acción fuera de la Iglesia. Como el Hijo no hace nada sin el Padre, así el Espíritu Santo no hace nada sin el Hijo.
Todo el reciente viaje del Santo Padre a Turquía ha sido un obrar por la paz religiosa, rico de frutos como todas las cosas nacidas en el signo de la cruz: paz entre la Iglesia cristiana de Oriente y la de Occidente, paz entre el cristianismo y el islam. «Esta visita nos ayudará a encontrar juntos los modos y los caminos de la paz por el bien de la humanidad», fue el comentario del Santo Padre con ocasión de la oración silenciosa en la mezquita Azul.
6. ¿Una paz sin religiones?
El Occidente secularizado, desea, a decir verdad, un tipo distinto de paz religiosa: el que resulta de la desaparición de toda religión.
«Imagina que no existe el paraíso, / es fácil si lo intentas. / Ningún infierno bajo nosotros / y sólo el cielo encima de nosotros.
Imagina a toda la gente / viviendo para hoy,/ imagina que no hay países / no es difícil hacerlo. / Nada por lo que matar o morir / y tampoco religión alguna...
Imagina a toda la gente / viviendo la vida en paz. / Puede que digas que soy un soñador. / Pero no soy el único. / Espero que un día te unas a nosotros / y que el mundo viva como una sola cosa» [10].
Esta canción, compuesta por uno de los grandes ídolos de la música ligera moderna, con una melodía persuasiva, se ha convertido en una especie de manifiesto secular de pacifismo. Si se llevara a cabo, lo que aquí se desea sería el mundo más pobre y triste que se pudiera imaginar; un mundo chato, en el que son abolidas todas las diferencias, donde la gente está destinada a despedazarse, no a vivir en paz, porque como aclaró René Girard, allí donde todos quieren las mismas cosas, el «deseo mimético» se desencadena y con él la rivalidad y la guerra.
Los creyentes no podemos, sin embargo, dejarnos llevar por resentimientos ni polémicas, tampoco contra el mundo secularizado. Junto al diálogo y la paz entre las religiones, se sitúa otra meta para los que trabajan por la paz: la meta de la paz entre los creyentes y los no creyentes, entre las personas religiosas y el mundo secularizado, indiferente u hostil a la religión.
Será éste otro banco de pruebas: dar razón, también con firmeza, de la esperanza que está en nosotros, pero hacerlo -como exhorta la Carta de Pedro y como da ejemplo de ello su actual sucesor- «con dulzura y respeto» (1 P 2, 15-16). Respeto no significa en este caso «respeto humano», tener escondido a Jesús para no suscitar reacciones. Es respeto de una interioridad que le es conocida sólo a Dios y que nadie puede violar u obligar a cambiar. No es poner entre paréntesis a Jesús, sino mostrar a Jesús y el evangelio con la vida. Esperamos sólo que un respeto igual sea mostrado por los demás respecto a los cristianos, algo que hasta ahora frecuentemente ha faltado.
Terminamos volviendo con el pensamiento a la Navidad. Un antiguo responsorio de maitines en Navidad decía: Hodie nobis de caelo pax vera descendit. Hodie per totum mundum melliflui facti sunt caeli: «Hoy ha bajado del cielo para nosotros la paz verdadera. Hoy los cielos destilan miel sobre el mundo».
¿Cómo corresponder el don infinito que el Padre hace al mundo, dando por éste a su Hijo Unigénito? Si existe una metedura de pata que no hay que cometer en Navidad es reciclar un regalo ofreciéndoselo, por error, a la misma persona de la que se recibió. Pues bien, ¡con Dios no podemos más que hacer esto todo el tiempo! La única acción de gracias posible es la Eucaristía: volver a ofrecerle a Jesús, su Hijo, hecho hermano nuestro.
¿Y a Jesús qué regalo le haremos? Un texto de la liturgia oriental de Navidad dice: «¿Qué podemos ofrecerte, Oh Cristo, por haberte hecho hombre en la tierra? Toda criatura te da el signo de su reconocimiento: los ángeles sus cantos, los cielos su estrella, la tierra una gruta, el desierto un pesebre. ¡Pero nosotros te ofrecemos una Madre virgen!» [11].
Santo Padre, venerables padres, hermanos y hermanas: gracias por la benévola escucha y ¡feliz Navidad!
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[1] Benedicto XVI, «La persona humana, corazón de la paz». Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2007.
[2] San León Magno, Trattati 26 (CC 138, linea 130)
[3] J. Dupont, Le beatitudini, III, p.1001.
[4] Pseudo Dionisio Areopagita, Nomi divini, XI, 1 s (PG 3, 948 s).
[5] San Agustín, La città di Dio, XIX, 13 (CC 48, p. 679).
[6] Santo Tomás de Aquino, Commento al vangelo di Giovanni, XIV, lez.VII, n.1962.
[7] Magdi Allan, «Noi musulmani diciamo sì al presepe» [«Los musulmanes decimos sí al belén»], Il Corriere della sera, 18 diciembre 2006, p. 18.
[8] Corán, Sura III, traducción [al italiano] de M.M. Moreno, Turín, UTET, 1971, p. 65.
[9] Santo Tomás de Aquino, Somma teologica, I-IIae q. 109, a. 1 ad 1; Ambrosiaster, Sulla prima lettera ai Corinti, 12, 3 (CSEL 81, p.132).
[10] John Lennon, «Imagine there’s no heaven / it’s easy if you try. / No hell below us / above us only sky. Imagine all the people / living for today./ Imagine there’s no countries / it isn’t hard to do. / Nothing to kill or die for / and no religion too. /Imagine all the people / living for today./ Imagine there’s no countries / it isn’t hard to do./ Nothing to kill or die for /and no religion too...Imagine all the people / living life in peace. / You may say I’m a dreamer / But I’m not the only one./ I hope someday you’ll join us / and the world will live as one».
[11] Idiomelon ai Grandi Vespri di Natale.