Navidad 2010 (Benedicto XVI)
Discurso que el Papa Benedicto XVI dirigió el miércoles 22 de diciembre de 2010 a los peregrinos congregados en el Aula Pablo VI para la audiencia general.
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Queridos hermanos y hermanas
Con esta última audiencia antes de las fiestas de Navidad, nos acercamos,
temblorosos y llenos de asombro, al “lugar” donde todo comenzó por nosotros
y por nuestra salvación, donde todo encontró su cumplimiento, allí donde se
encontraron y se entrecruzaron las esperanzas del mundo y del corazón humano
con la presencia de Dios.
Podemos ya desde ahora pregustar la alegría por esa pequeña luz que se
entrevé, que desde la gruta de Belén comienza a irradiarse en el mundo. En
el camino del Adviento, que la liturgia nos ha invitado a vivir, se nos ha
acompañado para acoger con disponibilidad y reconocimiento el gran
Acontecimiento de la venida del Salvador y para contemplar maravillados su
entrada en el mundo.
La esperanza gozosa, característica de los días que preceden la Santa
Navidad, es ciertamente la actitud fundamental del cristiano que desea vivir
con fruto el renovado encuentro con Aquel que viene a habitar en medio de
nosotros: Cristo Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre. Volvemos a encontrar
esta disposición del corazón, y la hacemos nuestra, en aquellos que en
primer lugar acogieron la venida del Mesías: Zacarías e Isabel, los
pastores, el pueblo sencillo, y especialmente María y José, los cuales
probaron en primera persona el temblor, pero sobre todo el gozo por el
misterio de este nacimiento. Todo el Antiguo Testamento constituye una única
gran promesa, que debía realizarse con la venida de un salvador poderoso. De
ello da testimonio en particular el libro del profeta Isaías, el cual nos
hablar de los sufrimientos de la historia y de toda la creación por una
redención destinada a volver a dar nuevas energías y nueva orientación al
mundo entero. Así, junto a la espera de los personajes de las Sagradas
Escrituras, encuentra espacio y significado, a través de los siglos, también
nuestra espera, la que en estos días estamos experimentando y la que nos
mantiene en pie durante todo el camino de nuestra vida. Toda la existencia
humana, de hecho, está animada por este profundo sentimiento, por el deseo
de que lo más verdadero, lo más bello y lo más grande que hemos entrevisto e
intuido con la mente y el corazón, pueda salir a nuestro encuentro y se haga
concreto ante nuestros ojos y nos vuelva a levantar.
“He aquí que viene el Señor omnipotente: se llamará Enmanuel,
Dios-con-nosotros” (Antífona de entrada, Santa Misa del 21 de diciembre).
Con frecuencia, en estos días, repetimos estas palabras. En el tiempo de la
liturgia, que vuelve a actualizar el Misterio, ya está a las puertas Aquel
que viene a salvarnos del pecado y de la muerte, Aquel que, después de la
desobediencia de Adán y Eva, nos vuelve a abrazar y abre para nosotros el
acceso a la vida verdadera. Lo explica san Ireneo, en su tratado “Contra las
herejías”, cuando afirma: “El Hijo mismo de Dios descendió 'en una carne
semejante a la del pecado' (Rm 8,3) para condenar el pecado y, después de
haberlo condenado, excluirlo completamente del género humano. Llamó al
hombre a la semejanza consigo mismo, lo hizo imitador de Dios, lo encaminó
en el camino indicado por el Padre para que pudiese ver a Dios, y le diese
en don al mismo Padre” (III, 20, 2-3).
Nos aparecen algunas ideas preferidas de san Ireneo, que Dios con el Niño
Jesús nos llama a la semejanza consigo mismo. Vemos cómo es Dios. Y así nos
recuerda que deberíamos ser semejantes a Dios. Y que debemos imitarlo. Dios
se ha entregado, Dios se ha entregado en nuestras manos. Debemos imitar a
Dios. Y finalmente la idea de que así podemos ver a Dios. Una idea central
de san Ireneo: el hombre no ve a Dios, no puede verlo, y así está en la
oscuridad sobre la verdad, sobre sí mismo. Pero el hombre, que no puede ver
a Dios, puede ver a Jesús. Y así ve a Dios, así empieza a ver la verdad, así
empieza a vivir.
El Salvador, por tanto, viene para reducir a la impotencia la obra del mal y
todo aquello que aún puede mantenernos alejados de Dios, para restituirnos
al antiguo esplendor y a la paternidad primitiva. Con su venida entre
nosotros, Él nos indica y nos asigna también una tarea: precisamente la de
ser semejantes a Él y de tender a la verdadera vida, de llegar a la visión
de Dios en el rostro de Cristo. De nuevo san Ireneo afirma: “El Verbo de
Dios puso su morada entre los hombres y se hizo Hijo del hombre, para
acostumbrar al hombre a comprender a Dios y para acostumbrar a Dios a poner
su morada en el hombre según la voluntad del Padre. Por esto, Dios nos dio
como 'signo' de nuestra salvación a aquel que, nacido de la Virgen, es el
Emmanuel” (ibídem). También aquí hay una idea central muy bella de san
Ireneo: tenemos que acostumbrarnos a percibir a Dios. Dios está normalmente
alejado de nuestra vida, de nuestras ideas, de nuestro actuar. Ha venido
junto a nosotros y tenemos que acostumbrarnos a estar con Dios. Y,
audazmente, Ireneo se atreve a decir que también Dios tiene que
acostumbrarse a estar con nosotros y en nosotros. Y que Dios quizás debería
acompañarnos en Navidad, acostumbrarnos a Dios, como Dios se tiene que
acostumbrar a nosotros, a nuestra pobreza y fragilidad. La venida del Señor,
por ello, no puede tener otro objetivo que el de enseñarnos a ver y a amar
los acontecimientos, el mundo y todo lo que nos rodea, con los mismos ojos
de Dios. El Verbo hecho niño nos ayuda a comprender el modo de actuar de
Dios, para que seamos capaces de dejarnos transformar cada vez más por su
bondad y por su infinita misericordia.
En la noche del mundo, dejémonos aún sorprender e iluminar por este acto de
Dios, que es totalmente inesperado: Dios se hace Niño. Dejémonos sorprender,
iluminar por la Estrella que inundó de alegría el universo. Que el Niño
Jesús, al llegar a nosotros, no nos encuentre sin preparar, empeñados solo a
hacer más bella y atrayente la realidad exterior. Que el cuidado que ponemos
en hacer más resplandecientes nuestras calles y nuestras casas nos impulse
aún más a predisponer nuestra alma para encontrarnos con Aquel que vendrá a
visitarnos. Purifiquemos nuestra conciencia y nuestra vida de lo que es
contrario a esta venida: pensamientos, palabras, actitudes y obras,
impulsándonos a hacer el bien y a contribuir a realizar en este mundo
nuestro la paz y la justicia para todo hombre y a caminar así al encuentro
del Señor.
Signo característico del tiempo navideño es el belén. También en la Plaza de
San Pedro, según la costumbre, está casi preparado y se asoma idealmente
sobre Roma y sobre el mundo entero, representando la belleza del Misterio de
Dios que se hizo hombre y puso su tienda en medio de nosotros (cfr Jn 1,14).
El belén es expresión de nuestra espera, de que Dios se acerque a nosotros,
de que Jesús se acerque a nosotros, pero también de la acción de gracias a
Aquel que decidió compartir nuestra condición humana, en la pobreza y en la
sencillez. Me alegro porque permanece viva, e incluso se está
redescubriendo, la tradición de preparar el belén en las casas, en los
lugares de trabajo, en los lugares de encuentro. Que este testimonio genuino
de fe cristiana pueda ofrecer también hoy para todos los hombres de buena
voluntad un icono sugerente del amor infinito del Padre hacia todos
nosotros. Que los corazones de los niños y de los adultos puedan aún
sorprenderse ante él.
Queridos hermanos y hermanas, que la Virgen María y san José nos ayuden a
vivir el Misterio de la Navidad con gratitud renovada al Señor. En medio de
la frenética actividad de nuestros días, que este tiempo nos dé un poco de
calma y de alegría y nos haga tocar con la mano la bondad de nuestro Dios,
que se hace Niño para salvarnos y dar nuevo aliento y nueva luz a nuestro
camino. Este es mi deseo para una santa y feliz Navidad: lo dirijo con
afecto a todos vosotros aquí presentes, a vuestros familiares, en particular
a los enfermos y a los que sufren, como también a vuestras comunidades y a
vuestros seres queridos.