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Jueves Santo -  Misa vespertina de la Cena del Señor A: Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la Celebración

Recursos adicionales para la preparación



A su disposición:

Exégesis: P. José María Solé - Roma, C. F. M. - A las tres lecturas

Exégesis: Manuel de Tuya - El lavatorio de los pies

Exégesis: Alois Stöger - La Cena (Lc 22,14-20)

Comentario Teológico: Benedicto XVI - La hora de Jesús

Comentario teológico: Benedicto XVI - La teología de las palabras de la Institución

Santos Padres: San Agustín - El lavatorio de los pies

Santos Padres: San Juan Crisóstomo - La venerada y tremenda mesa

Aplicación: Beato Juan Pablo II - Los amó hasta el extremo

Aplicación: Benedicto XVI - El lavatorio de los pies

Aplicación: Benedicto XVI - "Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer" (Lc 22,15).

P. Alfredo Sáenz, SJ.. La noche de las entregas

Aplicación: Papa Francisco - Es el ejemplo del Señor

Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Jueves Santo

Directorio Homilético - Jueves Santo – Cena del Señor



La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

 

comentarios a Las Lecturas de La solemnidad

Exégesis: P. José María Solé - Roma, C. F. M. - A las tres lecturas

EXODO 12, 1-8. 11-4:
La Pascua judía que nos narra el Éxodo nos ayuda a comprender mejor la Pascua cristiana que rememoramos en el Misterio Eucarístico:

- Israel celebró esta Fiesta de la Pascua como su Liberación de Egipto, su Éxodo de la tierra de la esclavitud a la Tierra de Promisión. Faraón, el tirano opresor del Pueblo de Dios, queda vencido. Reconoce la supremacía del Dios de Israel y el derecho a la "libertad" de sus servidores: "Levantaos y salid; id a dar culto a Yahvé" (12, 32). Y los egipcios instan a los israelitas a acelerar su salida. Faraón les urge: "Marchad y bendecidnos" (12, 32).

- Moisés institucionaliza esta Fiesta y sus ritos. Será la manera de conseguir que Israel recuerde y reviva esta "Liberación": "Esta noche será noche de guardia en honor de Yahvé para todos los hijos de Israel por todas las generaciones" (12, 42). Con esto cada hijo de Israel reconocía y agradecía a Dios la "Liberación" como un don personal otorgado a él: "Esto hizo conmigo Yahvé cuando salí de Egipto" (Ex 13, 8). Israel ha sabido sacramentalizar en el rito de su Cena Pascual el misterio del Éxodo. Aquel convite familiar en atmósfera de renuncia y alegría, de gravedad y sencillez, de piedad y de fe, es para cada israelita: "Memorial" perenne de la historia del Éxodo; renovación y vivencia actual y personal de la liberación: "Esto hizo conmigo"... "Yo salí de Egipto"; y a la vez implica la liberación final, plena y definitiva: la Mesiánica.

- Es evidente una Fiesta integrada, de lleno en la Historia Salvífica. Jesús la celebra con sus discípulos y da plenitud a cuanto la Pascua significaba y preanunciaba. La "Liberación" verdadera nos la dará Él, el verdadero Cordero Pascual. Y acabada la Cena ritual de la Pascua umbrátil y prefigurativa, instituye la Cena conmemorativa de la Pascua Nueva y Verdadera

1 CORINTIOS 11, 23, 26:
San Pablo nos conserva el más antiguo relato de la institución de la Eucaristía, en esta Carta escrita muy probablemente antes aún de la aparición de los Evangelios:
- La Pascua judía era la Fiesta de la Alianza Mesiánica. Su recuerdo, su agradecimiento, su ratificación. La Nueva Alianza, la Redención de Cristo, tendrá también su Fiesta Pascual. Para que perennemente la rememoremos, la agradezcamos, la revivamos. El Cordero de nuestra Pascua es Cristo. Por esto Jesús, antes que le crucifiquen, se inmola místicamente y se nos da en comida como Cordero Inmolado. Este convite perpetuo renueva la memoria de nuestra Redención por la muerte de Cristo y anuncia su retorno (25). La Pascua de ahora es el Éxodo del pecado a la gracia. Éxodo aún de peregrinos. Y por eso tenemos a Cristo oculto bajo el velo sacramental, en ritos de Cordero Inmolado, en signos de pan y vino; de banquete de peregrinos. El Retorno de Cristo será el Éxodo del destierro a la Patria. Todos los redimidos, serán glorificados. Será la Pascua Eterna.

- En las palabras de la Institución Eucarística, que nos conserva Pablo al igual que los Evangelios, hay una clara alusión al Cordero Pascual inmolado para salvación de los israelitas y, al sacrificio, de sangre con que se concertó la Alianza del Sinaí (Ex 24, 8). La Nueva se estipula con la Sangre de Cristo (Heb 8, 8). Cesan las figuras. La tarde del Viernes a la hora de la inmolación del Cordero Pascual, muere en la Cruz el Cordero que nos redime, el Cordero de la Alianza Nueva y Eterna. Nueva y Eterna porque el Banquete Pascual nuestro es una cita y una garantía del Banquete escatológico en la vida eterna (Mt 26, 29; Lc 22, 29. 30), tanto como Memorial y evocación de la Santa Cena.

- En el relato de la institución de la Eucaristía que nos conserva Pablo resaltan:
a) La Presencia real de Cristo en las especias sacramentales (27. 29);
b) El valor sacrificial del rito que Él instituye y que quiere que se perpetúe en su Iglesia (24. 26);
c) La Cena Pascual judía con sus ritos aseguraba por siempre que Israel recordara y reviviera la "redención" de Egipto.
La Cena Pascual instituida por Cristo nos hará recordar, revivir y actualizar a lo largo de todas las generaciones cristianas el Sacrificio Redentor: el Cordero perennemente Inmolado: "Lo que Cristo hizo conmigo..."

JUAN 13, 1-15:
En la narración de la "Ultima Cena" supone Juan conocido todo lo relativo a la institución de la Eucaristía. Lo narraron los Evangelios Sinópticos antes que él. Y la Iglesia lo celebraba con fervor grande y fidelidad. Entendemos mejor esta lectura de hoy integrándola al Misterio Eucarístico de aquella noche: Sabe Jesús que es su "Hora". Para Juan "Hora" y "Glorificación" son lo mismo. Y abarcan: Pasión-Muerte-Resurrección-Entronización a la diestra del Padre (1). En esta "Hora" Jesús nos "ama hasta el extremo". Este "extremo" es el Sacrificio de Jesús. Y también, sin duda, el Sacramento o Memorial que nos deja de este Sacrificio: la Eucaristía. Bien la llamamos: Sacramento de Amor.

- El "Lavatorio de los pies" (4-11) a la vez que lección de humildad es, sobre todo, "signo" de que Cristo es "Siervo"; "Siervo" que va presto a entregarse a la muerte por nuestra salvación. De ahí que Pedro tiene que aceptar el "servicio" del "Siervo". Negarse a ello sería rechazar la Redención (8). Pedro no lo entiende entonces; pero se rinde a Jesús (9). El gesto de Jesús, "Señor" y "Maestro", es lección: debemos imitar su entrega en humildad y caridad, en abnegación y "servicio". Especialmente los Apóstoles. En la Iglesia la autoridad es "servicio". Servicio hasta la inmolación total.

- Este latido de caridad palpita en toda la Liturgia de este Jueves Santo:
Sacratissimam, Deus, frequentantibus Cenam, in qua Unigenitus tuus, morti se traditurus, novum in saecula sacrificium dilectionisque suae convivium Ecclesiae commendavit, da nóbis, quaesumus, ut ex tanto mysterio plenitudinem caritatis hauriamus et vitae (Collecta).
Y el canto procesional:
Ant.: Ubi caritas et amor, Deus ibi est. Congregavit nos in unum Cristi amor. -Exultemus et in ipso jucundemur. Timeamus et amemus Deum vivum.
-Et ex corde diligamus nos sincero. Simul ergo cum in unum congregamur: Ne nos mente dividamur, caveamus. Cessent jurgia maligna, cessent lites. Et in medio nostrisit Cristus Deus. Simul quoque cum beatis videamus. Glorianter vultum tuum, Criste Deus: Gaudium, quod est immensum atque probum, Saecula per infinita saecolorum. Amen.
(SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra. Ciclo A, Herder, Barcelona, 1979, pp. 97-100)

 

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Exégesis: Manuel de Tuya - El lavatorio de los pies

El capítulo 13 de Jn narra las palabras de Cristo en el cenáculo. Aunque Jn omite el relato de la institución eucarística, probablemente porque a la hora de la composición de su evangelio ya era de todos conocida, por vivida en la fractio panis, pone, en cambio, una serie de discursos de Cristo, que ocupan los capítulos 13-17, de gran importancia dogmática.

Estudios recientes sugieren una nueva explicación. Parte del evangelio de Jn tendría por trasfondo esquemático una haggadah pascual del libro de la Sabiduría. Por eso, el relato de la institución eucarística, aunque perteneciente al “bloque literario” de la pasión, se omitiría aquí por haberse desarrollado su contenido doctrinal en la exposición del “Pan de vida,” conforme a este esquema temático.

“Prólogo” teológico introductorio a la pasión, 13:1-3.
Jn, antes de narrar la humillación de Cristo en su pasión y muerte, antepone un pequeño “prólogo” en el que destaca la grandeza de Cristo; cómo él es el único consciente de todos los pasos que da; cómo va libremente a la muerte; cómo tiene el dominio sobre todas las cosas y cómo, por amor a Dios y a los seres humanos, “salió” de Dios y “vuelve” así, triunfalmente por su muerte redentora, a Dios.

Es característico de Jn el anteponer estos prólogos a determinados acontecimientos de Cristo para dar el profundo significado de ellos (Godet). Tal es la grandeza divina que Juan quiere destacar en Cristo.

1 Antes de la fiesta de la Pascua, viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, al fin extremadamente los amó. 2 Y comenzada la cena, como el diablo hubiese ya puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle; 3 con saber que el Padre había puesto en sus manos todas las cosas y que había salido de Dios y a El se volvía...

Probablemente evocada por la Pascua y basada en un juego de palabras, está construida la frase introductoria: “Viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre” (Jua_5:24; Jua_7:3.14), precisamente “pascua” (pesah) significa tránsito o paso (Exo_12:11). Como, indudablemente, esta cena es la pascual, esta afirmación del cuarto evangelio crea una de las dificultades clásicas de la cronología de los evangelios, ya que resulta que Cristo celebraría la cena pascual con sus discípulos, no en la tarde del 15 de Nisán, la Pascua, sino el 14 de dicho mes: el día “antes” (v.l). Pero el estudio de esta dificultad se hará al final de este capítulo.

Judas asiste a esta “cena”. El término griego usado indica la comida principal, hecha preferentemente hacia la noche. Precisamente la cena pascual comenzaba después de ponerse el sol del 14 del mes de Nisán, según el cómputo del día judío (Mat_26:20 par.). Por eso, cuando poco después Judas sale de allí, “era de noche” (v.20).

Judas tiene ya tramada la entrega y está comprometido en la pasión de Cristo. Con el cinismo del disimulo, para mejor lograr su objetivo, asiste a esta cena pascual; Jn dirá que el “diablo había puesto ya en el corazón de Judas el propósito de entregarle.” Al vincular esta obra al “diablo” no pretende el evangelista hacer una exclusiva referencia literaria personificada en Satán. Para Jn, la pasión es un terrible drama entre el reino de Satán, las fuerzas del mal, y Cristo, con su reino de Luz. Los seres humanos son los instrumentos de ese mundo satánico (Jn.6:70-71; 8:44; 12:31; 13:27; 16:11; Rev_12:4.17; Rev_13:2; cf. Luc_22:3; 1Co_2:8). Pero toda esta triple conjura, satánica, sanedrítica y de Judas, contra Cristo no era oculta para El. Es lo que el evangelista se complace en destacar y anteponer a esta tremenda tragedia.

Y “sabe que el Padre había puesto en sus manos todas las cosas,” que es el poder conferido a su humanidad sobre todo lo creado, por razón de su unión hipostática, ya que la frase no puede entenderse de la divinidad: poner en sus manos todas las cosas no es darle el “poder” de la divinidad, sino “poder” sobre todas las cosas (Jua_3:35; Jua_17:2). Si todas las cosas están en sus manos, también lo está Judas. Y si El no lo permitiese, ni el traidor podría entregarle. El libremente (Jua_10:18) permite que el traidor le entregue, para así cumplir los planes del Padre. Porque “sabe” que precisamente llegó “su hora,” la hora que tanto deseó y a la que amoldó sus planes (Jua_7:6; Jua_12:23).

“Sabe” también, como se complace en destacarlo el evangelista, que “salió de Dios y a El se volvía.” Esta expresión alude, no a la generación eterna, sino a que “salió” del Padre por la encarnación y volvía, por la muerte y resurrección, al Padre, para ser glorificado con la “gloria que tuve cerca de ti antes de que el mundo existiese” (Jua_17:5-24).

Además, la obra que va a realizar en esta “hora” es una manifestación también de amor insospechado a los seres humanos. Su obra de “encarnación” y de enseñanza fue obra de amor. Pero ahora dice el evangelista que, “como hubiese amado a los suyos, que estaban en el mundo, al fin los amó hasta el summum” (v.1b).

Los “suyos,” contrapuestos al mundo en este contexto, no pueden ser los judíos (Jn 1:Jua_10:11), ni acaso sean solamente todos los cristianos de entonces (Jua_6:37.39).

Valorados en este contexto literario del cenáculo, se debe referir a los apóstoles (Jua_17:6-9). En todo caso, el evangelista no quiere decir que la obra redentora de Cristo afecte sólo a los apóstoles: los que ahora se consideran en su “prólogo.” Poco antes se expuso la doctrina en la que se habla de la muerte redentora de Cristo (Jua_10:15), que abarca también a todos los que no son del redil de Israel, es decir, los gentiles (Jua_10:16).

El evangelista hace ver cómo la muerte de Cristo es una prueba de su amor desbordado por los hombres. “Los amó hasta el summum”. La palabra griega usada lo mismo puede tener un sentido temporal, v.gr., hasta el fin de algo (Mat_10:22), que un valor cualitativo de perfección (1Te_2:16). Con ambos sentidos aparece la palabra hebrea lanetsah, que también con ambos sentidos se encuentra en las traducciones griegas. Si preferentemente aquí tiene el segundo, también puede decirse que “aquí contiene los dos sentidos a la vez”, ya que la prueba suprema de este amor extremado la da precisamente con la realización de su pasión y su muerte.

El lavatorio de los pies,1Te_13:4-20.
4 Se levantó de la mesa, se quitó los vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó; 5 luego echó agua en la jofaina y comenzó a lavar los pies de los discípulos y a enjugárselos con la toalla que tenía ceñida. 6 Llegó, pues, a Simón Pedro, que le dijo: Señor, ¿tú lavarme a mí los pies? 7 Respondió Jesús y le dijo: Lo que Yo hago, tú no lo sabes ahora; lo sabrás después. 8 Di jo le Pedro: Jamás me lavarás tú los pies. Le contestó Jesús: Si no te los lavare, no tendrás parte conmigo. 9 Simón Pedro le dijo: Señor, entonces no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. 10 Jesús le dijo: El que se ha bañado no necesita lavarse, está todo limpio; y vosotros estáis limpios, pero no todos.

'' Porque sabía quién había de entregarle, y por eso dijo: No todos estáis limpios. 12 Cuando les hubo lavado los pies, y tomado sus vestidos, y puéstose de nuevo a la mesa, les dijo: ¿Entendéis lo que he hecho con vosotros? 13 Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque de verdad lo soy. 14 Si Yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y Maestro, también habéis de lavaros vosotros los pies unos a otros. 15 Porque yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también como Yo he hecho.

Sólo Jn relata esta escena. Y la introduce de una manera súbita. Dice que tiene lugar “mientras” cenaban, según la lectura mejor sostenida.

Cristo, para ello, se levantó del triclinio en que estaba “reclinado” (12), y se quitó las “vestiduras”. Esta palabra significa, en general, vestido, y preferentemente manto. Pero no deja de extrañar la forma plural en que aquí está puesta. Acaso sea un modismo. También “parece designar vagamente los vestidos de calle, en oposición al vestido de los servidores reducido a lo estrictamente necesario”. Luego toma una toalla de “lino,” lo suficientemente larga que permitía “ceñirse” ) con ella. Suetonio cuenta de Calígula que se hizo asistir en la cena “ceñidos con un lienzo”. Después “echó agua en una jofaina,” y comenzó a lavar los pies a los apóstoles, y a secárselos con el lienzo con que se había ceñido. Esta jofaina citada (t?? ??pt??a ) era la denominación ordinaria para usos domésticos, si no es que el evangelista quiere denominar con ella la jofaina propia  para lavar los pies a los huéspedes. La toalla con que se los seca era del ajuar que allí había para el servicio.

Cristo aparece así con vestidos y en función de esclavo (Gen_18:4; 1Sa_25:41). Nunca como aquí Cristo, en expresión de San Pablo, “tomó la forma de esclavo” (Flp_2:7). Los apóstoles, “reclinados” en los lechos del triclinio, tenían los pies, vueltos hacia atrás, muy cerca del suelo. La ronda de humildad de Cristo va a comenzar. Acaso ellos, presa de sorpresa, se sentaron en los lechos, en dirección de sus pies, por donde Cristo iba.

El evangelista esquematiza el relato y lo centra en la figura de Pedro, aparte del prestigio de éste a la hora de la composición de su evangelio, porque la escena con él fue la más destacada y la que prestaba una oportunidad anecdótica para hacer la enseñanza que se proponía.

“¡Tú a mí!” Estos dos pronombres acusan bien la actitud de Pedro. El, que había visto tantas veces la grandeza de Cristo (Mat_16:16; Luc_5:8, etc.), no resistía ahora verle a sus pies para lavarle el sudor de los mismos. Se negó rotundamente. Pero en aquella actitud de Pedro, aunque de vehemente amor, había algo humano censurable. Y hacía falta que Cristo le “lavase,” le enseñase algo.

Pedro necesitaba someterse en todo a Cristo, lo que era someterse al plan del Padre.

Esto que Cristo exige — lavar los pies — era algo misterioso, pues su hondo sentido sólo lo comprendería “después.” Como del Señor no se registra una explicación precisa en el cenáculo, se refiere a la gran iluminación de Pentecostés, en que el Espíritu les llevaría “hacia la verdad completa,” y con esas luces relatan, varias veces, haber reconocido, comprendido hechos y enseñanzas de Cristo después de esta gran iluminación.

Pero aquella terquedad de Pedro lleva una seria amenaza. Si Cristo no le lava, “no tendrás parte conmigo”: era la “excomunión.” La frase significa o “no ser de su partido” o no “compartir una misma suerte”. Mas “para quien ama a Cristo esta frase es irresistible”. Los Padres frecuentemente comentaron este pasaje “evocando” en él una tipificación de lo que ha de ser el cristiano por razón de su agua bautismal. Con esta palabra o con compuestos o formas fundamentales del verbo aquí usado (v.10) aparece expresado el bautismo en 1Co_6:11; Efe_5:26; Tít 3:5; Heb_10:22).

Y Pedro, con la vehemencia y extremismos de su carácter, se ofreció a que le lavase no sólo los “pies,” sino también “las manos y la cabeza.” Pero no hacía falta esto. Aquello era un rito misterioso y no necesitaban una “purificación” fundamental, pues todos estaban limpios, juego de palabras que expresa a un tiempo la limpieza física y moral. Pero Cristo destaca ya la primera denuncia velada de Judas; éste no estaba puro.

Después que Cristo terminó su ronda de limpieza, más de almas que de pies, pues aquello era una enseñanza, dejó su aspecto de esclavo y, tomando sus vestidos, se reclinó en el triclinio entre ellos.

Veladamente les va a hablar de lo que hizo, pues sólo lo podrán comprender “después” de Pentecostés. Les dice que ellos le llaman “el Maestro” y “el Señor,” y lo es. Si el artículo lo contrapone a ellos, el intento del evangelista debe de ir más lejos. Cristo es el Maestro y el Señor de todos. Así su lección es universal.

“El siervo no es mayor que su señor, ni el enviado mayor que el que le envía.” Así ellos ante él.

Por tanto, que copien la lección. ¿Cuál? “Yo os he dado ejemplo, para que vosotros hagáis también lo que yo he hecho” (v.15): “habéis de lavaros los pies unos a otros” (v.14b). Pero, como comentario, añade una palabras que orientan ya, filológicamente, al verdadero intento de Cristo. “Si comprendéis estas cosas (ta?ta ), seréis dichosos si las practicáis (p???te a?t? ). Más abajo se expone el sentido de este “rito.”

(...)

Sentido de este rito del lavatorio de los pies en el intento de Cristo.

No tiene valor de sacramento. — Parecería, sin más, el que pudiera serlo, pues reúne las características sacramentales: es instituido por Cristo; es rito sensible; tiene carácter de perpetuidad (v.14); y parecería conferir gracia, ya que sin él “no tendrás parte conmigo,” se le dijo a Pedro; para recibirlo hace falta “pureza” (v.10); y al mismo tiempo entraña un sentido arcano: su sentido lo sabrán “después.” Pero la razón definitiva en contra es que la Iglesia sólo reconoce siete sacramentos. Sólo en algunas iglesias de las Galias y Milán se practicó, como un rito complementario postbautismal.

No tiene valor de sacramental. — Ni tampoco tuvo nunca este valor. Sólo se ha conservado como una acción paralitúrgica del Jueves Santo, que recuerde, al realizarlo plásticamente, el ejemplo del Señor. Así lo mandaba ya en 694 el concilio de Toledo. Y se buscaba además, al imitar este ejemplo de Cristo, hacer ver que el que tiene autoridad y mando debe comportarse como un servidor.

Sentido de este “rito de Cristo.” — Descartados los aspectos negativos de su interpretación, su sentido es el siguiente:

1) En la narración hay ya un indicio de que no se trata de repetir el rito en su materialidad. Se dice: “Si comprendéis estas cosas seréis bienaventurados si las hacéis”.

La forma plural en que se alude a lo que acaba de hacer parece referirse a posibles realizaciones distintas que habrán de practicar. Si sólo se refiriese al “ejemplo” que acababa de darles, se imponía la forma singular, “Es un índice significativo de que lo que Jesús ha hecho no es más que un ejemplo entre muchos.”

2) El ejemplo de Cristo. Serán bienaventurados si aprenden esto: que “no es el siervo mayor que su señor.” Y lo que hizo Cristo fue darles un ejemplo de humildad por caridad. Esto es lo que ellos han de practicar: la humildad por caridad. Es lo que les dirá muy pronto como un precepto nuevo: “que os améis los unos a los otros.” Lo que se dice así en enseñanza “sapiencial” es lo que, con el lavatorio de pies, les enseñó con una “parábola en acción.” Los apóstoles retendrán el espíritu de esta acción concreta, practicándolo con otras obras cuando la necesidad lo reclame.

3) Esto mismo confirma el pasaje que Lc (Isa_22:24-27) inserta en el relato de la cena. Hubo rivalidad por los primeros puestos en el reino entre los apóstoles. Y Cristo les da allí una enseñanza “sapiencial” de contenido equivalente a ésta: “el mayor entre vosotros será como el menor, y el que manda, como el que sirve. Porque ¿quién es mayor, el que está sentado a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está sentado? Pues Yo estoy en medio de vosotros como quien sirve.”

A esta enseñanza “sapiencial” responde Cristo con la “parábola en acción” del lavatorio de los pies, para enseñarles la necesidad de la humildad por caridad 19.
(DE TUYA, M., Evangelio de San Juan, en PROFESORES DE SALAMANCA, Biblia Comentada, BAC, Madrid, Tomo Vb, 1977)

 

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Exégesis: Alois Stöger - La Cena (Lc 22,14-20)

Lucas nos legó un artístico díptico, en cuya doble imagen se contraponen la cena cristiana (v. 19-20) y la judía (v. 14-18). El cordero pascual y la copa de vino del viejo rito ceden el puesto al pan y a la copa del nuevo.,

a) Antigua cena pascual (22,14-18).

14 Cuando llegó la hora, se puso a la mesa, y los apóstoles con él.

La hora fijada por la ley para la cena pascual era poco después de la puesta del sol (Exo_12:8). Ha llegado esta hora. Es también la hora en que, por disposición de la voluntad divina, ha de comenzar la pasión y la glorificación de Jesús (Exo_22:53; con frecuencia en Juan: así 12,23; 13,1; 17,1). Cristo parte del mundo cuando llega esta hora; obra por libre decisión y obedeciendo al Padre.

No se tiene ya en cuenta la antigua prescripción según la cual en la cena pascual los comensales debían estar preparados para marchar y comer de prisa. La cena ha adoptado la forma de un banquete helenístico solemne. Los doce apóstoles (6,13) son los comensales de Jesús. En la cena pascual no debe haber menos de diez ni más de veinte comensales. Jesús actúa en esta comunidad como el padre de familia. El señor está presente cuando se celebra la cena pascual y forma el centro de la comunidad de los comensales.

15 Y les dijo: Con ardiente deseo he deseado comer esta pascua con vosotros antes de padecer; 16 porque os digo que ya no la voy a comer más hasta que se cumpla en el reino de Dios.

La antigua cena pascual se esboza solamente con unos pocos rasgos; se indica lo esencial: el cordero pascual y la copa de vino. El cuadro lleva el sello de la futura celebración eucarística.

La cena-pascual según el rito de los judíos, que a juzgar por el relato, celebró también Jesús, se celebraba siguiendo un orden riguroso. El padre de familia inauguraba la ceremonia con una acción de gracias por la fiesta. A continuación tomaba una copa con vino y pronunciaba sobre ella la bendición: «Bendito seas, Yahveh, Dios nuestro, rey del mundo, que creaste el fruto de la vid.» Entonces se bebía el vino de esta primera copa. Los presentes se lavaban la mano derecha y consumían el primer plato: una entrada de hierbas amargas empapada en una salsa muy fuerte y que era masticada mientras se meditaba.

Se mezclaba una segunda copa y se ponía delante, aunque no se bebía inmediatamente de allá. El hijo preguntaba al padre de familia cómo aquella noche, con las rúbricas especiales de la cena, se distinguía de las otras noches. Entonces daba el padre una instrucción sobre el sentido de la solemnidad pascual y el significado de los manjares. Era la haggada de pascua. En estas palabras de explicación debía por lo menos recordarse la pascua («porque Dios pasó de largo las casas de nuestros padres en Egipto»), el pan sin levadura («porque fueron liberados tan rápidamente, que su masa de pan no tuvo tiempo de fermentar») y las hierbas amargas («porque los egipcios habían amargado la vida a nuestros padres en Egipto»). Tras estas palabras se cantaba la primera parte del hallel (Sal 113s). Se terminaba con el himno pascual: «Al salir Israel de Egipto, la casa de Jacob se libró de un pueblo extraño, fue Judá su santuario; Israel, su tierra de dominio»; (Sal 114-1s). Entonces se bebía la segunda copa.

Acto seguido se lavaban los comensales las manos y comenzaba la parte principal de la cena. El padre de familia tomaba pan sin levadura y pronunciaba sobre él la acción de gracias: «Bendito seas, Yahveh, Dios nuestro, rey del mundo, que haces brotar pan de la tierra.» Luego partía el pan en pedazos y lo daba a los comensales, que lo comían con hierbas amargas y zumo de frutas. Después se comía el cordero pascual. Una vez terminada la cena, pronunciaba el padre de familia sobre la tercera copa («copa de bendición») la acción de gracias de la comida; en ella se manifiesta la esperanza mesiánica: «Señor, Dios nuestro, a ti se dirigen nuestros ojos; pues Dios eres tú, rey de misericordia y gracia. El misericordioso. Su soberanía sea sobre nosotros siempre y eternamente. El misericordioso.

Envíanos al profeta Elías, que nos traiga el Evangelio, ayuda y consuelo. El misericordioso. Otórguenos los días del Mesías y la vida del mundo venidero, él, que magnifica la salvación de su rey y hace gracia a su ungido, a David y a su descendencia eternamente.» Después de beber esta copa se cantaba la segunda parte del hallel (Sal 114/5-118). En él se decía: «Prendido me habían los lazos de la muerte, habíanme sorprendido las ansiedades del sepulcro, todo era angustia y afán para mí, e invoqué el nombre de Yahveh: Salva, ¡oh Yahveh!, mi alma. Yahveh es misericordioso y justo; sí, nuestro Dios es piadoso.

Protege Yahveh a los desvalidos: yo era un mísero y él me socorrió... ¡Qué podré yo dar a Yahveh por todos los beneficios que me ha hecho? Elevaré la copa del socorro invocando el nombre de Yahveh» (Sal_116:3-6.12s). La cena pascual recibe consagración y sentido. Jesús la había deseado con ardiente deseo. Lo que durante su actividad estaba siempre presente a sus ojos, ha llegado ahora. «Fuego vine a echar sobre la tierra. ¡Y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo un bautismo con que he de ser bautizado. ¡Y cuánta es mi angustia hasta que esto se cumpla!» (Sal_12:49s). «Yo expulso demonios y realizo curaciones hoy y mañana, y al tercer día tendré terminada mi obra» (Sal_13:32). Su obra no quedará terminada hasta que él haya pasado por la muerte.

Con la última cena comienza su pasión y su gloria, se sientan las bases del bautismo y del envío del Espíritu Santo. Su muerte está envuelta en la claridad de pascua, de pentecostés y de los acontecimientos escatológicos; su muerte trae la salvación a los muchos. La antigua Iglesia celebra el banquete eucarístico con profundos sentimientos escatológicos (Hec_2:46). La cena que Jesús se dispone a celebrar con los suyos, los doce, que están con él, es cena de despedida. Sus palabras remiten a la muerte próxima: «...antes de padecer». El recuerdo de esta cena de despedida quedará siempre ligado a la marcha de Jesús hacia la muerte.

La mirada de Jesús se dirige, como siempre, al reino de Dios. Su muerte no es su fin. El momento presente, con la oscuridad que cae sobre él, es situado ya a la luz del futuro. El hecho de comer el cordero pascual despierta la esperanza de la venida del Mesías y de la vida en el mundo venidero. Ahora se cumple una profecía. Primeramente se cumple en la Iglesia mediante el banquete eucarístico, definitivamente se cumplirá en la participación en el reino de Dios, que es representado como banquete (22,30).

...............

17 Tomó luego una copa, y recitando la acción de gracias, dijo: Tomad esto y repartidlo entre vosotros; 18 porque os digo que, desde ahora, ya no beberé del producto de la vid hasta que llegue al reino de Dios.

Una vez que se ha comido el cordero pascual, se bebe la «copa de la bendición». A ello va asociada la oración de acción de gracias. Jesús da la copa a los comensales y los invita a beber. él mismo no bebe; de lo contrario, habría sido superfluo invitarlos a beber. Cuando bebía el padre de familia, era señal para que bebieran también los comensales. Con la copa les da también gozo y bendición.

También la copa de vino remite más allá de la hora presente. Jesús la beberá de nuevo. A su muerte sigue la gloria en el reino de Dios. En la antigua Iglesia hacían los cristianos memoria de las palabras de Jesús sobre el cordero pascual y sobre la copa pascual cuando se reunían para la cena sin la presencia corporal del Señor. Estas palabras mantenían viva la esperanza de que había de inaugurarse el reino de Dios y de que los que esperaban participarían en el banquete de que habla el Señor.

A la luz de las palabras de Jesús, pronunciadas sobre la antigua pascua, la nueva comida y la nueva bebida que él va a dar es regalo de despedida del Señor que va a la muerte, celebración conmemorativa de nueva redención, comunidad de mesa con el Resucitado, promesa de nueva comida plena y de nueva vida en el reino de Dios.

b) Cena eucarística (22,19-20).

19 Luego tomó pan y, recitando la acción de gracias, lo partió y lo dio a ellos diciendo: Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía. 20 Y lo mismo hizo con la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros.

Se instituye la nueva pascua. El puesto del cordero pascual viene a ocuparlo el cuerpo de Jesús, el puesto de la copa pascual llena de vino viene a ocuparlo la sangre de Jesús. No se borran todos los vestigios de la antigua pascua. Como bloques erráticos de tiempos pasados hallamos las palabras acción de gracias y después de haber cenado. Después de comer el cordero pascual utilizó Jesús la tercera copa, la «copa de la bendición» (1Co_10:16), para su nuevo don. Las palabras sobre la acción de gracias están situadas al comienzo mismo del banquete eucarístico, aunque habrían tenido su puesto histórico antes de la copa. La acción de gracias es algo así como el título. La cena pascual, instituida en nueva forma por Jesús, es la gran acción de gracias de la Iglesia con Cristo, la eucaristía. (…).

El centro de la nueva pascua es Jesús. De él vienen don, acción y palabra. Él toma el pan en su mano después de haberse levantado del almohadón en que estaba recostado, pronuncia la bendición, lo parte y lo distribuye entre los comensales. Análogamente procede con la copa, que contiene vino mezclado con agua. Las palabras que pronuncia Jesús y que acompañan su acción, hacen comprensible su don, lo presentan como don salvador, que tiene su razón de ser en su muerte.

El don que entrega Jesús es su cuerpo y su sangre. El cuerpo es su cuerpo vivo, él mismo; la sangre es sede de la vida, su vida, él mismo. (…). Así hacen referencia a la muerte. Jesús se da a los suyos como memorial de su muerte. «Cada vez que coméis de este pan y bebéis de esta copa, estáis anunciando la muerte del Señor, hasta que él venga» (1Co_11:26).

Las palabras con que dio Jesús comienzo a la cena, llenan la noche con el pensamiento de su fin violento. Los dones que imparte Jesús son su cuerpo, que es entregado, su sangre, que es derramada. El cuerpo es entregado, la sangre es derramada... en la muerte. Jesús toma esta muerte sobre sí por los discípulos, a los que imparte sus dones. El pan es partido y entregado... por vosotros. La sangre es derramada... por vosotros. La muerte de Jesús redunda en su bien, es para ellos muerte salvadora. Como el mártir con su muerte procura al pueblo gracia y purificación de los pecados, porque la providencia divina quiere por esta muerte expiatoria salvar a Israel oprimido (4Mac 6,28s; 17,22), así también Jesús, con su muerte, proporciona expiación y perdón. Su muerte es martirio expiatorio. Su sangre da expiación (Lev_17:11) .

Por vosotros. Estas palabras van dirigidas a los discípulos, a los que se dan el cuerpo y la sangre de Jesús. Estas palabras aplican a los discípulos lo que aporta para muchos la muerte expiatoria del siervo de Yahveh. El siervo de Yahveh es un varón de dolores, familiarizado con el sufrimiento (Isa_53:3). él lleva nuestro sufrimiento, cargó con nuestros dolores, fue herido por nuestros pecados, molido por nuestras iniquidades; para nuestra salud pesa sobre él el castigo; por sus llagas nos viene la curación; el Señor carga sobre él la deuda de los pecados de todos nosotros (Isa_53:4-6). Jesús es el siervo de Yahveh, que se ofrece en sacrificio en expiación por los hombres. Su muerte es muerte sacrificial expiatoria.

La copa que da Jesús es «la nueva alianza en mi sangre». Contiene la sangre, con cuyo derramamiento se concluye la nueva alianza. La antigua alianza, que concluyó Dios con su pueblo en el Sinaí, ha caducado, porque el pueblo de Dios ha faltado a la fidelidad. EL Dios fiel y misericordioso le prometió perdón y un nuevo orden divino: «Vienen días en que yo haré una alianza nueva con la casa de Israel y la casa de Judá; no como la alianza que hice con sus padres, cuando tomándolos de la mano los saqué de la tierra de Egipto; ellos quebrantaron mi alianza y yo los rechacé. Esta será la alianza que yo haré con la casa de Israel en aquellos días: Yo pondré mi ley en ellos y la escribiré en su corazón, y será su Dios y ellos serán mi pueblo. No tendrán ya que enseñarse unos a otros ni exhortarse unos a otros, diciendo: Conoced a Yahveh, sino que todos me conocerán, desde los pequeños a los grandes; porque les perdonaré sus maldades y no me acordaré más de sus pecados» (Jer_31:31-34). Con su sangre otorga Jesús los bienes del nuevo orden divino, la anticipación de la salud de los últimos tiempos: íntima comunión con Dios, reconciliación con él, perdón de la culpa.

Con la copa de salvación se da Jesús como mediador de la nueva alianza. Por él, el siervo de Yahveh, que interviene expiando por muchos y da su vida, se inaugura el nuevo orden divino: «Yo, Yahveh, te he llamado en la justicia y te he tomado de la mano. Yo te he formado y te he puesto por alianza para mi pueblo y para luz de las gentes, para abrir los ojos de los ciegos, para sacar de la cárcel a los presos, del fondo del calabozo a los que moran en tinieblas» (Isa_42:6s). «Al tiempo de la gracia te escuché, el día de la salvación vine en tu ayuda. Yo te formé y te puse por alianza de mi pueblo, para restablecer la tierra y repartir las heredades devastadas. Para decir a los presos: Salid; y a los que moran en tinieblas:

Venid a la luz. En todos los caminos serán apacentados, habrá pastos en todas las laderas. No padecerán hambre ni sed, calor ni viento solano que los aflija. Porque los guiará el que de ellos se ha compadecido y los llevará a aguas manantiales. Yo tornaré todos los montes en caminos y estarán preparadas las vías. Vienen de lejos: éstos, del norte y del poniente; aquéllos, de la tierra de Sinim. Cantad, cielos; tierra, salta de gozo; montes, que resuenen vuestros cánticos, porque ha consolado Yahveh a su pueblo, ha tenido compasión de sus males» (Isa_49:8-13). Lo que había anunciado Jesús en Nazaret al comienzo de su actividad, halla realización y acabamiento en la sagrada cena (Isa_4:17-20). Lo que él anunció de palabra, se realiza en su cuerpo y sangre y se imparte en la cena. Jesús no se limita a expresar la fuerza salvífica de su muerte, sino que la da como alimento en su cuerpo y sangre: «Partió el pan y lo dio a ellos.» De la misma manera también la copa. El fruto de su muerte salvífica no se asimila ya únicamente en la fe, sino mediante la recepción de la comida y de la bebida en el cuerpo.

Por muy grande que sea la cualidad de signo del pan y del vino, no es suficiente para reproducir el sentido contenido en la eucaristía. «La insistencia en describir la acción de dar reclama una comprensión realista.» Jesús efectúa esta acción a la sombra de la cena pascual. Se come el cordero pascual sacrificado. Al sacrificio sigue la comida sacrificial (Exo_24:11).

A la palabra relativa al pan se añade un encargo de repetir lo hecho: Haced esto en memoria mía. También se aplica al cáliz (1Co_11:24s). La entera acción de la cena, tal como la efectuó Jesús sobre el pan y el vino, deben hacerla los discípulos en memoria de él. Cuandoquiera que hagan esto, estará presente Jesús, que con su muerte pone en vigor el nuevo orden divino. (…).
(Stöger, Alois, El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)

______
Las palabras de la Cena en Lucas tienen afinidad con las palabras de la institución transmitidas por Pablo (1Co_11:23). De las palabras introductorias de Pablo y del análisis de historia de las formas resulta que estas palabras se remontan a los años 30 del siglo I y son por tanto «piedra fundamental de la tradición». Nos muestran la forma en que pronunciaban las palabras de Jesús las comunidades de Antioquia (y de Jerusalén). Los relatos de la institución, pese a sus diferentes formas, permiten reconocer cómo hablaría Jesús, aunque el tenor de las palabras se reproduce conforme al sentido, no literalmente, sino adaptado a la inteligencia de las comunidades. En la tradición de estas palabras tan veneradas ha quedado también como sedimento el empeño de la Iglesia por comprender este precioso legado del Señor. Y su solicitud por la fecundidad del mismo.

En la función del siervo de Yahveh, que sufre en forma vicaria por el pecado de Israel, «por muchos», vio Jesús el sentido asignado por Dios a su muerte, tanto más que la idea de la representación vicaria y del sentido expiatorio de los sufrimientos del justo, era corriente desde la época de los Macabeos. Cf. 22,37; Mar_8:31; Mar_9:31; Mar_10:33; Mar_10:45; Mat_8:17; 12,18-21.



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Comentario Teológico: Benedicto XVI - La hora de Jesús

Detengámonos por el momento en Juan, que, en su narración sobre la última tarde de Jesús con sus discípulos antes de la Pasión, subraya dos hechos del todo particulares. Nos relata primero cómo Jesús prestó a sus discípulos un servicio propio de esclavos en el lavatorio de los pies; en este contexto refiere también el anuncio de la traición de Judas y la negación de Pedro. Después se refiere a los sermones de despedida de Jesús, que llegan a su culmen en la gran oración sacerdotal. Pongamos ahora la atención en estos dos puntos capitales.

"Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (13,1). Con la Última Cena ha llegado "la hora" de Jesús, hacia la que se había encaminado desde el principio con todas sus obras (cf. 2,4). Lo esencial de esta hora queda perfilado por Juan con dos palabras fundamentales: es la hora del "paso" (metabaínein -metábasis); es la hora del amor (agápé) "hasta el extremo".

Los dos términos se explican recíprocamente, son inseparables. El amor mismo es el proceso del paso, de la transformación, del salir de los límites de la condición humana destinada a la muerte, en la cual todos estamos separados unos de otros, en una alteridad que no podemos sobrepasar. Es el amor hasta el extremo el que produce la "metábasis" aparentemente imposible: salir de las barreras de la individualidad cerrada, eso es precisamente el agápé, la irrupción en la esfera divina.

La "hora" de Jesús es la hora del gran "paso más allá", de la transformación, y esta metamorfosis del ser se produce mediante el agápé. Es un agápé "hasta el extremo", expresión con la cual Juan se refiere en este punto anticipadamente a la última palabra del Crucificado: "Todo está cumplido (tetélestai)" (19,30). Este fin (télos), esta totalidad del entregarse, de la metamorfosis de todo el ser, es precisamente el entregarse a sí mismo hasta la muerte.

El que aquí, como también en otras ocasiones en el Evangelio de Juan, Jesús hable de que ha salido del Padre y de su retorno a Él, podría suscitar el recuerdo del antiguo esquema del exitus y del reditus, de la salida y del retorno, como ha sido elaborado especialmente en la filosofía de Plotino. Sin embargo, el salir y volver del que habla Juan es totalmente diferente delo que se piensa en el esquema filosófico. En efecto, tanto en Plotino como en sus seguidores el "salir", que para ellos tiene lugar en el acto divino de la creación, es un descenso que, al final, se convierte en un decaer: desde la altura del "único" hacia abajo, hacia zonas cada vez más bajas del ser. El retorno consiste después en la purificación de la esfera material, en un gradual ascenso y en purificaciones, que van eliminando lo que es inferior y, finalmente, reconducen a la unidad de lo divino.

El salir de Jesús, por el contrario, presupone ante todo una creación, pero no entendida como decadencia, sino como acto positivo de la voluntad de Dios. Es también un proceso del amor, que demuestra su verdadera naturaleza precisamente en el descenso -por amor a la criatura, por amor a la oveja extraviada-, revelando así en el descender lo que es verdaderamente propio de Dios. Y el Jesús que retorna no se despoja en modo alguno de su humanidad, como si ésta fuera una contaminación. El descenso tenía la finalidad de aceptar y acoger la humanidad entera y el retorno junto con todos, la vuelta de "toda carne".

En esta vuelta se produce una novedad: Jesús no vuelve solo. No abandona la carne, sino que atrae a todos hacia sí (cf. Jn 12,32). La metábasis vale para la totalidad. Aunque en el primer capítulo del Evangelio de Juan se dice que los "suyos" (ídioi) no recibieron a Jesús (cf. 1,11), ahora oímos que Él ha amado a los "suyos" hasta el extremo (cf. 13,1).En el descenso, El ha recogido de nuevo a los "suyos" -la gran familia de Dios-, haciendo que, de forasteros, se conviertan en "suyos".
Escuchemos ahora cómo prosigue el evangelista: Jesús "se levanta de la mesa, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y comienza a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido" (Jn 13,4s). Jesús presta a sus discípulos un servicio propio de esclavos, "se despojó de su rango" (Flp 2,7).

Lo que dice la Carta a los Filipenses en su gran himno cristológico -es decir, que en un gesto opuesto al de Adán, que intentó alargar la mano hacia lo divino con sus propias fuerzas, mientras que Cristo descendió de su divinidad hasta hacerse hombre, "tomando la condición de esclavo" y haciéndose obediente hasta la muerte de cruz (cf. Flp 2,7-8)-, puede verse aquí en toda su amplitud en un solo gesto. Con un acto simbólico, Jesús aclara el conjunto de su servicio salvífico. Se despoja de su esplendor divino, se arrodilla, por decirlo así, ante nosotros, lava y enjuga nuestros pies sucios para hacernos dignos de participar en el banquete nupcial de Dios.

Cuando encontramos en el Apocalipsis la formulación paradójica según la cual los salvados "han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero" (7,14), se nos está diciendo que el amor de Jesús hasta el extremo es lo que nos purifica, nos lava. El gesto de lavar los pies expresa precisamente esto: el amor servicial de Jesús es lo que nos saca de nuestra soberbia y nos hace capaces de Dios, nos hace "puros".

(...)

Lavatorio de los pies y confesión de los pecados
Finalmente hemos de prestar atención todavía a un último detalle del relato del lavatorio de los pies. Después de que el Señor explica a Pedro la necesidad de lavarle los pies, éste replica que, siendo así las cosas, Jesús le debería lavar no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. La respuesta de Jesús, una vez más, resulta enigmática: "Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio" (13,10). ¿Qué significa esto?

Las palabras de Jesús suponen obviamente que los discípulos, antes de ir a la cena, habían tomado un baño completo y que ahora, ya a la mesa, sólo hacía falta lavarles los pies. Está claro que Juan ve en estas palabras un sentido simbólico más profundo, que no es fácil de identificar. Tengamos presente ante todo que el lavatorio de los pies -como ya hemos visto-no es un sacramento particular, sino que significa la totalidad del servicio salvador de Jesús: el sacramentum de su amor, en el cual Él nos sumerge en la fe y que es el verdadero lavatorio de purificación para el hombre.

Pero el lavatorio de los pies adquiere en este contexto, más allá de su simbolismo esencial, también un significado más concreto que nos remite a la praxis de la vida de la Iglesia primitiva. ¿De qué se trata? El "baño completo" que se da por supuesto no puede ser otro que el Bautismo, con el cual el hombre queda inmerso en Cristo de una vez por todas y recibe su nueva identidad del ser en Cristo. Este proceso fundamental, mediante el cual no nos hacemos cristianos por nosotros mismos, sino que nos convertimos en cristianos gracias a la acción del Señor en su Iglesia, es irrepetible. No obstante, en la vida de los cristianos, para permanecer en una comunión de mesa con el Señor, este proceso necesita siempre un complemento: el lavatorio de los pies. ¿Qué significa esto? No hay una respuesta absolutamente segura. Pero me parece que la Primera Carta de Juan indica el buen camino y nos señala cuál es su significado. En ella se lee: "Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. Pero si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos lavará de nuestros delitos. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos mentiroso y no poseemos su palabra" (1,8ss). Puesto que también los bautizados siguen siendo pecadores, tienen necesidad de la confesión de los pecados, que "nos lava de todos nuestros delitos".

La palabra "purificar" establece la conexión interior con la perícopa del lavatorio de los pies. La práctica misma de la confesión de los pecados, que procede del judaísmo, está atestiguada también en la Carta de Santiago (5,16), así como en la Didaché. En ésta leemos: "En la asamblea confesarás tus faltas" (4,14); y vuelve a decir más adelante: "En cuanto al domingo del Señor, una vez reunidos, partid el pan y dad gracias después de haber confesado vuestros pecados" (14,1). Franz Mußner, siguiendo a Rudolf Knopf, comenta: "En ambos textos se piensa en una confesión pública del individuo" (Jakobusbrief, p. 226, nota 5). En esta confesión de los pecados, que ciertamente formaba parte de las primeras comunidades cristianas en el ámbito de influjo judeocristiano, no se puede identificar seguramente el sacramento de la Penitencia tal como se ha desarrollado en el curso de la historia de la Iglesia, pero es ciertamente "una etapa hacia él" (ibid., p. 226).

De lo que se trata en el fondo es de que la culpa no debe seguir supurando ocultamente en el alma, envenenándola así desde dentro. Necesita la confesión. Por la confesión la sacamos a la luz, la exponemos al amor purificador de Cristo (cf.Jn 3,20s).En la confesión el Señor vuelve a lavar siempre nuestros pies sucios y nos prepara para la comunión de mesa con Él.

Al mirar en retrospectiva al conjunto del capítulo sobre el lavatorio de los pies, podemos decir que en este gesto de humildad, en el cual se hace visible la totalidad del servicio de Jesús en la vida y la muerte, el Señor está ante nosotros como el siervo de Dios; como Aquel que se ha hecho siervo por nosotros, que carga con nuestro peso, dándonos así la verdadera pureza, la capacidad de acercarnos a Dios. En el segundo "canto del siervo de Dios", en el profeta Isaías, se encuentra una frase que en cierto modo anticipa la línea de fondo de la teología joánica de la Pasión: "El Señor me dijo: "Tú eres mi siervo y en ti seré glorificado" (LXX:doxasthésomai)"(cf. 49,3).

Esta conexión entre el servicio humilde y la gloria (dóxa) es el núcleo de todo el relato de la Pasión en san Juan: precisamente en el abajamiento de Jesús, en su humillación hasta la cruz, se transparenta la gloria de Dios; Dios Padre es glorificado, y Jesús en Él. Un pequeño inciso en el "Domingo de Ramos" -que podría considerarse como la versión joánica de la narración del Monte de los Olivos- resume todo esto: "Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si para eso he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: Le he glorificado y volveré a glorificarle" (12,27s). La hora de la cruz es la hora de la verdadera gloria de Dios Padre y de Jesús.
(RATZINGER, J. - BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret, Segunda Parte, Ediciones Encuentro, Madrid, 2011, p. 70 - 73. 91- 94)


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Comentario teológico: Benedicto XVI - La teología de las palabras de la Institución

Después de todas estas reflexiones sobre el marco histórico y la fiabilidad histórica de las palabras de la institución pronunciadas por Jesús, ha llegado el momento de prestar atención al contenido de su mensaje. Hay que recordar ante todo, una vez más, que en los cuatro relatos sobre la Eucaristía encontramos dos tipos de tradición con características peculiares que aquí no debemos examinar en sus pormenores, aunque sí mencionar brevemente las diferencias más importantes.

Mientras en Marcos (14,22) y Mateo (26,26) las palabras sobre el pan son sólo: "Tomad, esto es mi cuerpo", en Pablo se lee: "Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros" (1 Co 11,24),y Lucas completa con pleno sentido: "Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros"(22,19). En Lucas y Pablo sigue inmediatamente el mandato de repetir lo que hizo Jesús:"Haced esto en conmemoración mía", que falta en Mateo y Marcos. Las palabras sobre el cáliz en Marcos rezan: "Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por muchos" (14,24); Mateo añade aún: "... por muchos para el perdón de los pecados" (26,28). Según Pablo, sin embargo, Jesús dijo: "Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía" (1 Co 11,25). Lucas lo formula de modo similar, pero con pequeñas diferencias: "Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros" (22,20). Aquí falta la segunda orden de repetir la acción.

Pero hay dos claras diferencias importantes entre Pablo y Lucas, por un lado, y Marcos y Mateo por otro. En Marcos y Mateo, "sangre" es el sujeto: Ésta "es mi sangre". Pablo y Lucas, sin embargo, dicen: "Ésta es la nueva alianza sellada con mi sangre". Muchos ven aquí un respeto por la aversión de los judíos a ingerir sangre: como contenido directo de lo que se da a beber no se indica "la sangre", sino "la nueva alianza". Con esto hemos llegado ya a la segunda diferencia: mientras Marcos y Mateo hablan simplemente de la "sangre de la alianza", aludiendo así a Éxodo 24,8, que es la estipulación de la Alianza en el Sinaí, Pablo y Lucas hablan de la Nueva Alianza, remitiéndose con ello a Jeremías 31,31. Aparece, pues, encada caso un trasfondo veterotestamentario diferente. Además, Marcos y Mateo hablan de la sangre derramada "por muchos", aludiendo con ello a Isaías 53,12, mientras que Pablo y Lucas dicen "por vosotros", haciendo pensar así inmediatamente en la comunidad de los discípulos.

Es comprensible por tanto que haya en la exégesis un amplio debate sobre cuáles sean las palabras originarias de Jesús. Rudolf Pesch ha mostrado que, en un primer momento, surgen aquí cuarenta y seis posibilidades que, intercambiando cada una de las respectivas introducciones, pueden ser el doble (cf. Das Evangelium in Jerusalem, p. 134s). Estos esfuerzos tienen su importancia, pero no entran en el cometido de este libro.

Nosotros partimos del presupuesto de que la transmisión de las palabras de Jesús no existe sin su recepción por parte de la Iglesia naciente, que se sabía rigurosamente comprometida en la fidelidad en lo esencial, pero que también era consciente de que el ámbito de resonancia de las palabras de Jesús, con sus correspondientes alusiones sutiles a textos de la Escritura, permitía algún retoque en los matices. Así se podía percibir en las palabras de Jesús tanto el eco de Éxodo 24 como de Jeremías 31, y acentuar más un contenido u otro, sin por ello faltar ala fidelidad a aquellas palabras que, casi de manera imperceptible, pero inequívoca, acogían en sí la Ley y los Profetas. Pero con esto hemos pasado ya a la interpretación de las palabras del Señor.

La narración de la institución comienza en los cuatro textos con dos afirmaciones sobre el obrar de Jesús que han adquirido un significado esencial para la recepción en la Iglesia de todo el conjunto. Se nos dice que Jesús tomó pan, pronunció la bendición y la acción de gracias, y lo partió. Al comienzo se pone la eucharistia (Pablo y Lucas) o bien la eulogia (Marcos y Mateo):ambos términos indican la berakha, la gran oración de acción de gracias y bendición de la tradición judía, que forma parte tanto del rito pascual como de otros convites. No se come sin dar las gracias a Dios por el don que Él ofrece: por el pan que nace y crece en la tierra, y también por el fruto de la vid.

Las dos palabras distintas que usan Marcos y Mateo, por una parte, y Pablo y Lucas, por otra, indican las dos direcciones intrínsecas de esta oración: es acción de gracias y de alabanza por el don de Dios. Pero esta alabanza se torna en bendición sobre el don, como se lee en 1 Tm4,4s: "Todo lo que Dios ha creado es bueno y no se ha de rechazar ningún alimento que se coma con acción de gracias (eucharistia); pues está santificado por la Palabra de Dios y por la oración". En la Última Cena (como en la multiplicación de los panes, Jn6,11), Jesús ha acogido esta tradición. Las palabras de la institución están en este contexto de oración; en ellas, el agradecimiento se convierte en bendición y transformación.

Desde los primeros momentos, la Iglesia ha comprendido las palabras de la consagración no simplemente como una especie de mandato casi mágico, sino como parte de la oración hecha junto con Jesús; como parte central de la alabanza impregnada de gratitud, mediante la cual el don terrenal se nos da nuevamente por Dios como cuerpo y sangre de Jesús, como autodonación de Dios en el amor acogedor del Hijo. Louis Bouyer ha tratado de trazar el desarrollo de la eucharistia cristiana -el "canon"- a partir de la berakha judía. Se puede comprender así que "Eucaristía" se haya convertido en la denominación del conjunto del nuevo acontecimiento cultual dispensado por Jesús. Sobre este tema hemos de volver todavía en la cuarta sección de este capítulo.

Lo segundo que se nos dice es que Jesús "partió el pan". Partir el pan para todos es principalmente la función del padre de familia, que en cierto modo representa con ello también a Dios Padre que, a través de la fertilidad de la tierra, distribuye a todos nosotros lo necesario para vivir. Es también el gesto de hospitalidad con la que se hace partícipe de lo propio al extraño, acogiéndolo en la comunión de mesa. Partir y compartir: precisamente el compartir crea comunión. Este gesto humano primordial de dar, de compartir y unir, adquiere en la Última Cena de Jesús una profundidad del todo nueva: Él se entrega a sí mismo. La bondad de Dios, que se manifiesta en el repartir, se convierte de manera totalmente radical en el momento en que el Hijo se comunica y se reparte a sí mismo en el pan.

El gesto de Jesús se ha transformado así en el símbolo de todo el misterio de la Eucaristía: en los Hechos de los Apóstoles, y en el cristianismo primitivo en general, "partir el pan" designa la Eucaristía. En ella nos beneficiamos de la hospitalidad de Dios, que se nos da en Jesucristo crucificado y resucitado. La fracción del pan y el repartir -el acto de atención amorosa por aquel que necesita de mí- es por tanto una dimensión intrínseca de la Eucaristía misma.

"Caritas", la preocupación por el otro, no es un segundo sector del cristianismo junto al culto, sino que está enraizada precisamente en el culto y forma parte de él. En la Eucaristía, en la "fracción del pan", la dimensión horizontal y la vertical están inseparablemente unidas. En ambas afirmaciones sobre el dar gracias y el compartir, que se encuentran al comienzo de la narración de la institución, queda clara la naturaleza del nuevo culto fundado por Cristo en la Última Cena, en la cruz y en la resurrección: con ello, el antiguo culto del templo queda abolido y, al mismo tiempo, es llevado a su cumplimiento.

Volvamos a las palabras pronunciadas sobre el pan. Según Marcos y Mateo rezan escuetamente: "Esto es mi cuerpo". Pablo y Lucas añaden: "Que será entregado por vosotros". De este modo ponen de manifiesto lo que, de por sí, está incluido en el acto de repartir. Cuando Jesús habla de su cuerpo, no se refiere obviamente al cuerpo como distinto del alma y del espíritu, sino a la persona en su totalidad, en carne y hueso. En este sentido, Rudolf Pesch comenta acertadamente: Jesús "en su interpretación del pan presupone el significado particular de su persona. Los discípulos podían entender: Esto soy yo, el Mesías"(Markusevangelium, II, p. 357).

Pero ¿cómo puede suceder esto? Jesús se encuentra ciertamente en medio de sus discípulos. ¿Qué está haciendo? Cumple lo que había dicho en el discurso del Buen Pastor: "Nadie mequita la vida, sino que yo la entrego libremente" (cf. Jn 10,18). Se le quitará la vida en la cruz, pero ya ahora la ofrece por sí mismo. Transforma su muerte violenta en un acto libre de entrega por otros y a los otros.
Y Él lo sabe: "Tengo poder para entregar mi vida y tengo poder para recuperarla" (cf. ibíd.). Él da la vida sabiendo que precisamente así la recupera. En el acto de dar la vida está incluida la resurrección. Por eso puede repartirse ya anticipadamente, porque ya ahora ofrece la vida, se ofrece a sí mismo y, con ello, la obtiene de nuevo ya ahora. Por ello puede instituir ahora el Sacramento, en el que se hace grano que muere y en el que, a través de los tiempos, se da a sí mismo a los hombres en la verdadera multiplicación de los panes.

La frase que se refiere al cáliz, a la que ahora dedicamos nuestra atención, es de una densidad teológica extraordinaria. Como ya se ha indicado antes, en las pocas palabras de esa frase se entrecruzan a la vez tres textos del Antiguo Testamento, de manera que toda la historia de la salvación queda reasumida y se hace presente de nuevo.

Encontramos en primer lugar Éxodo 24,8, la estipulación de la Alianza del Sinaí;despuésJeremías 31,31,la promesa de la Nueva Alianza en medio de la crisis en la historia de la Alianza,una crisis cuyas manifestaciones más relevantes fueron la destrucción del templo y el exilio enBabilonia; y finalmente Isaías 53,12, la promesa misteriosa del siervo de Dios que carga con elpecado de muchos, y así obtiene la salvación para ellos.

Tratemos ahora de entender estos tres textos, cadauno en su significado propio y en su nuevocontexto. La Alianza del Sinaí, según la descripción de Éxodo 24, se fundaba en dos elementos.Por un lado, en la "sangre de la alianza", la sangre de animales sacrificados, con la cual serociaba el altar -como símbolo de Dios- y el pueblo; y, en segundo lugar, en la palabra deDios y la promesa de obediencia de Israel: "Ésta es la sangre de la alianza que hace el Señorcon vosotros, sobre todos estos mandatos", había dicho solemnemente Moisés después delrito de la aspersión. Inmediatamente antes el pueblo había respondido a la lectura del libro dela alianza: "Haremos todo lo que manda el Señor y le obedeceremos" (Ex 24,7).

Esta promesa de obediencia, que era constitutiva de la alianza, se rompía inmediatamentedespués con la adoración del becerro de oro mientras Moisés estaba en la montaña. Toda lahistoria que sigue es una historia de reiteradas violaciones de la promesa de obediencia, comomuestran tanto los libros históricos del Antiguo Testamento como los libros de los profetas. Laruptura parece irremediable en el momento en que Dios abandona a su pueblo al exilio y eltemplo a la destrucción.

En aquellos momentos surge la esperanza de la "nueva alianza", no basada ya en la fidelidadsiempre frágil de la voluntad humana, sino grabada indestructiblemente en el corazón mismo(cf. Jr 31,33). En otras palabras, el nuevo pacto debe basarse en una obediencia que seairrevocable e inviolable. Esta obediencia, fundada ahora en la raíz de la humanidad, es laobediencia del Hijo que se ha hecho siervo y asume en su obediencia hasta la muerte todadesobediencia humana, la sufre hasta el fondo y la vence.

Dios no puede simplemente ignorar toda la desobediencia de los hombres, todo el mal de lahistoria, no puede tratarlo como algo irrelevante e insignificante. Esta especie de"misericordia" y "perdón incondicional" sería esa "gracia a bajo precio" contra la queprotestó con razón DietrichBonhoeffer ante el abismo del mal de su tiempo.La injusticia, el mal como realidad concreta, no sepuede ignorar sin más, dejarlo estar. Se debeacabar con él, vencerlo. Sólo esto es verdadera misericordia. Y que ahora lo haga Dios, puestoque los hombres no son capaces de hacerlo, muestra la bondad "incondicional" divina, unabondad que no puede estar en contradicción con la verdad y la correspondiente justicia. "Sisomos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo", escribe Pablo a Timoteo (2 Tm 2,13).

Esta fidelidad suya consiste en que Él no sólo actúa como Dios respecto a los hombres, sinotambién como hombre respecto a Dios, fundando así la alianza de modo irrevocablementeestable. Por eso, la figura del siervo de Dios que carga con el pecado de muchos (cf. Is 53,12),va unida a la promesa de la nueva alianza fundada de manera indestructible. Este injerto yainconmovible de la alianza en el corazón del hombre, de la humanidad misma, tiene lugar en elsufrimiento vicario del Hijo que se ha hecho siervo. Desde entonces, a toda la marea sucia delmal se contrapone la obediencia del Hijo, en el cual Dios mismo ha sufrido y cuya obedienciaes, por tanto, siempre infinitamente mayor que la masa creciente del mal (cf. Rm 5,16-20).

La sangre de los animales no podía ni "expiar" el pecado ni unir a los hombres con Dios. Sólopodía ser un signo de la esperanza y de la perspectiva de una obediencia más grande yverdaderamente salvadora. En las palabras de Jesús sobre el cáliz, todo esto se ha reasumido yconvertido en realidad: Él da la "nueva alianza sellada con su sangre". "Su sangre", es decir, eldon total de sí mismo en que El sufre todos los males de la humanidad hasta el fondo, eliminatoda traición asumiéndola en su fidelidad incondicional. Éste es el culto nuevo, que Él instituyóen la Última Cena: atraer a la humanidad a su obediencia vicaria. Participar en el cuerpo y lasangre de Cristo significa que Él responde "por muchos" -por nosotros- y, en el Sacramento,nos acoge entre estos "muchos".
Queda por explicar ahora una expresión en las palabras de la institución que ha suscitado recientemente muchas discusiones. Según Marcos y Mateo, Jesús dice que su sangre fuederramada "por muchos", aludiendo con ello precisamente a Isaías53, mientras en Pablo yLucas se habla de darla o derramarla "por vosotros".

La teología reciente ha destacado con razón la palabra "por", común a los cuatro relatos; unapalabra que puede ser considerada palabra clave no sólo de la narración de la Última Cena,sino de la figura misma de Jesús. Su significado general se define como "pro-existencia": no unser para sí mismo, sino para los demás; y esto no sólo como una dimensión cualquiera de estaexistencia, sino como aquello que constituye su aspecto más íntimo e integral. Su ser es, encuanto ser, un "ser para". Si alcanzamos a entender esto,entonces estaremos muy cercanos almisterio de Jesús y sabremos también lo que significa seguir a Jesús.

Pero ¿qué significa "derramada por muchos"? En su obra fundamental, Die AbendmahlsworteJesu (1935), Joachim Jeremías ha tratado de mostrar que, en los relatos sobre la institución, lapalabra "muchos" sería un semitismo y que, por tanto, no ha de leerse partiendo delsignificado de la palabra griega, sino según los textos correspondientes del AntiguoTestamento. Trata de probar que la palabra "muchos" significa en el Antiguo Testamento "latotalidad" y, por tanto, se debería traducir por "todos". Esta tesis se impuso rápidamente porentonces y se ha convertido en una convicción teológica común. Basándose en ella, en laspalabras de la consagración, el "muchos" se ha traducido en distintas lenguas por"todos"."Derramada por vosotros y por todos". Así oyen hoy los fieles en muchos países laspalabras de Jesús durante la celebración eucarística.

Con el tiempo, sin embargo, el consenso entre los exegetas se ha roto de nuevo. La opiniónpredominante tiende hoy a explicar el "muchos" de Isaías 53, y también de otros lugares, en elsentido de que, si bien significa una totalidad, no puede simplemente equipararse al "todos".Ahora, teniendo en cuenta también el lenguaje de Qumrán, se supone predominantementeque "muchos", en Isaías y en Jesús, se refiere a la "totalidad de Israel" (cf. Pesch, Abendmahl,p. 99s; Wilckens, I, 2, p. 84). Sólo con la llegada del Evangelio a los paganos se habría puesto demanifiesto el horizonte universal de la muerte de Jesús y su expiación, que abarca tanto a losjudíos como a los paganos.
Últimamente, el jesuita vienés NorbertBaumert, junto con María Irma Seewann, hapresentado una interpretación del "por muchos" que en líneas generales había desarrolladoya Joseph Pascher en sulibroEucharistia de 1947.El núcleo de la tesis es el siguiente: según laestructura lingüística del texto, el "ser derramado" no se refiere a la sangre, sino al cáliz; "setrataría, pues, de un "derramar" efectivamente la sangre del cáliz, un gesto en el que la vidadivina misma se da en abundancia, sin hacer referencia alguna a la acción de los verdugos"(Gregorianum 89, p. 507). Así, las palabras sobre el cáliz no aludirían al acontecimiento de la muerte en la cruz y sus consecuencias, sino a la acción sacramental. De este modo seclarificaría también la palabra "muchos": mientras que la muerte de Jesús vale "para todos",el alcance del Sacramento es más limitado. Llega a muchos pero no a todos (cf. especialmentep. 511).

Desde el punto de vista estrictamente filológico, esta solución puede ser verdadera en el texto de Marcos 14,24. Si no se atribuye originalidad alguna al texto de Mateo respecto a Marcos, lasolución sobre las palabras de la Ultima Cena podría considerarse convincente. El énfasis en ladistinción entre el ámbito de la Eucaristía y el alcance universal de la muerte de Jesús en lacruz es válido en cualquier caso, y permite proseguir la investigación. Pero con ello el problemade la palabra "muchos" queda explicado sólo en parte.

En efecto, falta la interpretación fundamental que da Jesús de su misión en Marcos 10,45,donde también aparece la palabra "muchos". "El Hijo del Hombre no ha venido para que lesirvan, sino paraservir y dar su vida en rescate por muchos". Aquí se habla claramente de laentrega de la vida en cuanto tal, y queda claro con ello que Jesús retoma la profecía sobre elsiervo de Dios de Isaías 53, y la pone en relación con la misión del Hijo del hombre que,consiguientemente, adquiere así un nuevo significado.

Así pues, ¿qué podemos decir? Me parece presuntuoso, y al mismo tiempo insensato, quererindagar en la conciencia de Jesús e intentar explicarla basándonos en lo que él pudo o no pudohaber pensado, según nuestro conocimiento de aquellos tiempos y de sus concepcionesteológicas. Sólo podemos decir que Él sabía que en su persona se cumplía la misión del siervode Dios y la del Hijo del hombre, por lo que la conexión entre los dos motivos comporta almismo tiempo la superación de la limitación de la misión del siervo de Dios, unauniversalización que indica una nueva amplitud y profundidad.

Podemos observar también cómo crece lenta y simultáneamente la comprensión de la misiónde Jesús en el camino de la Iglesia naciente, y cómo el "recordar" de los discípulos bajo la guíadel Espíritu de Dios (cf. Jn 14,26) comienza poco a poco a percibir todo el misterio escondidotras las palabras de Jesús. 1 Tm 2,6 habla de Jesús como el único mediador entre Dios y loshombres, "que se entregó en rescate por todos". El significado salvífico universal de la muertede Jesús se manifiesta aquí con claridad cristalina.

Podemos encontrar además respuestas históricamente diferenciadas, pero totalmenteconcordes en lo esencial, a la cuestión sobre el alcance de la obra salvífica de Jesús -respuestas indirectas al problema "muchos-todos"-, tanto en Pablo como en Juan. Pabloescribe a los Romanos que los paganos deben alcanzar la salvación "en su totalidad" (pléróma), y que, entonces, todo Israel se salvará (cf. 11,25s). Juan dice que Jesús murió "por elpueblo" (judío), pero "no solamente por el pueblo, sino también para reunir a los hijos de Diosdispersos" (11,50ss). La muerte de Jesús vale para judíos y paganos, para la humanidad en suconjunto.

Si en Isaías "muchos" podía significar esencialmente la totalidad de Israel, en la respuestacreyente que da la Iglesia al nuevo uso de la palabra por parte de Jesús queda cada vez másclaro que El, de hecho, murió por todos.

El teólogo protestante Ferdinand Kattenbusch trató de demostrar en 1921 que las palabras deJesús en la Última Cena serían el acto fundacional propiamente dicho de la Iglesia. Jesús habríadado con ello a sus discípulos la novedad que los unía y hacía de ellos una comunidad.Kattenbusch tenía razón: con la Eucaristía quedó instituida la Iglesia misma. Se convierte enuna unidad, llega a serella misma a partir del cuerpo de Cristo y, desde su muerte, quedaabierta a la vez a la inmensidad del mundo y de la historia.

La Eucaristía es el acontecimiento visible de reunión que -en un lugar y más allá de todos loslugares- es un entrar en comunión con el Dios vivo, que acerca desde dentro a los hombresunos a otros. La Iglesia nace de la Eucaristía. De ella recibe su unidad y su misión. La Iglesiaproviene de la Última Cena, pero precisamente por eso se deriva de la muerte y resurrecciónde Cristo, anticipadas por Él en el don de su cuerpo y su sangre.
(RATZINGER, J. - BENEDICTo XVI, Jesús de Nazaret, Segunda Parte, Ediciones Encuentro, Madrid, 2011, p. 150 - 165)


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Santos Padres: San Agustín - El lavatorio de los pies

1. Ya hemos expuesto, como pudimos, con la ayuda deDios, a la consideración de Vuestra Caridad las palabras dichaspor el Señor cuando lavaba los pies a sus discípulos: Quien estálavado, sólo necesita lavar los pies y queda - todo limpio. Veamosahora las siguientes: Y vosotros estáis limpios, pero no todos.Saliendo al paso de nuestras preguntas, el mismo evangelista noslo aclaró, diciendo: Porque sabía quién era el que le había deentregar, por eso dijo: No todos estáis limpios. Nada más claro.Pasemos adelante.

2. Después que les lavó los pies y volvió a tomar sus vestidos, habiéndose recostado de nuevo, díjoles: ¿Sabéis lo que yohe hecho con vosotros? Ahora va a cumplir la promesa hecha albienaventurado Pedro; la había diferido cuando a su asombro ya sus palabras: No me lavarás los pies jamás, respondió: Lo queyo hago, tú no lo comprendes ahora; después lo comprenderás.Ese después es ahora; ya llegó el tiempo de decir lo que habíadiferido. Acordándose, pues, el Señor de que había prometido elconocimiento de aquella su obra tan impensada, tan admirable,tan espantable, y que, de no ser por sus vehementes amenazas,no hubiera sido permitida, como Maestro, no sólo de ellos, sinotambién de los ángeles, y como Señor suyo y de todas las cosas,lavó los pies a sus discípulos y siervos, y comienza ahora a explicarel significado de obra tan admirable, el cual había prometidocuando dijo: Después lo sabrás.

3. Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porquelo soy. Decís bien, porque decís la verdad: soy lo que decís.Del hombre está escrito: No te alabe tu lengua, sino la lenguade tu vecino. Quien debe huir de la soberbia, tiene peligro decomplacerse en sí mismo. Pero quien está sobre todas las cosas,por mucho que se alabe, no sube más alto que está, ni puedecon razón llamarse a Dios arrogante. No a Él, sino a nosotrosnos es útil conocerle; y a El nadie le puede conocer, si El, quese conoce, no se nos manifiesta. Y si, por evitar la arrogancia, Elno se alabase, nos quitaría a nosotros la posibilidad de conocerle.Además, nadie reprende a un hombre, conocido como puro hombre, por llamarse maestro; pues confiesa que es lo que en ciertasartes profesan los hombres sin humos de arrogancia, llamándoseprofesores. En cuanto a llamarse Señor de sus discípulos,siendo ellos libres aún según el mundo, ¿quién toleraría esto enun hombre? Pero lo dice Dios. No hay en esto elevación algunade tan alta Majestad, ninguna tergiversación de la verdad. Útiles para nosotros estar sujetos a tanta grandeza, servir a la Verdad.

Llamarse Señor no es en El un vicio, y para nosotros es un beneficio. Son muy encomiadas las palabras de un autor profano,que dijo: "Toda jactancia es odiosa, más la jactancia de laelocuencia y del ingenio es molestísima"; y, no obstante, hablandode su propia elocuencia, dice el autor: "La llamaría perfectasi por tal la tuviese, sin temor a ser tachado de arrogante pordecir la verdad". Si, pues, ese hombre elocuentísimo no temíaser arrogante diciendo la verdad, ¿cómo ha de temerlo la misma Verdad? Llámese Señor quien es Señor; diga la verdad quien esla Verdad, para que yo no deje de aprender lo que me es útilsaber, si Él no dice lo que Él es. Y el santísimo Pablo, queciertamente no era el unigénito Hijo de Dios, sino un siervo yapóstol del Hijo unigénito de Dios; que no era verdad, sinoparticipante de la verdad, dice con libertad y con fortaleza: Siquisiera gloriarme, no sería un necio, porque digo la verdad. Nose gloriaría de sí mismo, sino con verdad y humildemente segloriaría en la verdad, que es superior a él, según el preceptode él mismo: Quien se gloría, gloríese en el Señor.

De modoque no teme parecer necio un amante de la sabiduría gloriándoseen ella, ¿y habría de parecerlo la misma Sabiduría en su gloria?No temió parecer arrogante aquel que dijo: En el Señor seráglorificada mi alma, y ¿habría de temerlo en su propia gloria elpoder del Señor, por el cual es glorificada el alma del siervo?Vosotros, dice, me llamáis Señor y Maestro, y decís bien, pueslo soy. Y porque lo soy, por eso decís bien; mas, si no fueselo que decís, no diríais bien, aun cuando redundase en mi alabanza.¿Cómo había de negar la Verdad lo que dicen los discípulosde la verdad? ¿Cómo Aquel de quien aprendieron habíade negar lo que dicen quienes eso aprendieron? ¿Cómo ha denegar la fuente lo que manifiesta el que de ella bebe? ¿Cómoha de ocultar la luz lo que el vidente anuncia?

4. "Si, pues, yo, dice, que soy vuestro Señor y Maestro, oshe lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unosa otros. Ejemplo os he dado para que vosotros hagáis lo que yohe hecho con vosotros". Esto es lo que tú, bienaventurado Pedro,no sabías cuando te resistías a que Él lo hiciera. Esto es lo queprometió que sabrías después, cuando para vencer tu resistenciate amenazó tu Señor y Maestro al lavarte los pies. De arriba,hermanos, hemos aprendido estas lecciones de humildad. Nosotros,despreciables, hagamos lo que humildemente hizo el Excelso.Divina es esta lección de humildad. También hacen estovisiblemente los hermanos que mutuamente se dan hospitalidad.Entre muchos existe la costumbre de ejercitar esta humildad, hastael punto de ponerla por obra. Por eso el Apóstol, recomendando los méritos de una viuda santa, dice: Si dio hospitalidad,si lavó los pies de los santos. Y los fieles, entre quienes noexiste la costumbre de hacerlo con sus manos, lo hacen con elcorazón, si son del número de aquellos a loscuales se dice en elCántico de los tres Varones: Bendecid al Señor todos los santosy humildes de corazón. Pero es mucho mejor y más conformea la verdad si se ejecuta con las manos. No se desdeñe el cristianode hacer lo que hizo Cristo. Cuando se inclina el cuerpoa los pies del hermano, se excita en el corazón, o, si ya estabadentro, se robustece el amor a la humildad.

5. Pero, aparte de esta significación moral, recuerdo que,al recomendaros la excelencia de esta acción del Señor lavandolos pies de los discípulos, ya lavados y limpios, os hablaba deque el Señor lo había hecho refiriéndose a los afectos humanosde quienes andamos por esta tierra, a fin de que sepamos que,por mucho que hayamos progresado en la justicia, no estamosexentos de pecado, del cual nos limpia después con su valimiento,cuando pedimos al Padre, que está en los cielos, que nos perdonenuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestrosdeudores. Pero ¿cómo se aviene con este modo de entender estaacción la enseñanza que nos dio al explicar los motivos que lemovieron a ejecutarla, diciendo: "Si, pues, yo, siendo vuestroSeñor y Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéislavaros los pies unos a otros. os he dado ejemplo para que vosotroshagáis lo que yo he hecho con vosotros". ¿Podremos decir que un hermano puede lavar a otro de pecado? Aún más, nosotros mismos debemos sentirnos amonestados con esta obra excelsadel Señor, para que, confesándonos mutuamente nuestrospecados, oremos por nosotros, como Cristo intercede en favornuestro.

Clarísimamente nos lo manda el apóstol Santiago cuandodice: Confesaos mutuamente vuestros delitos y orad por vosotros.Este es el ejemplo que nos ha dejado el Señor. Y si aquelque no tiene, ni tuvo, ni puede tener pecado alguno, ora pornuestros pecados, ¿cuánto más nosotros debemos orar mutuamentepor los nuestros? Y si nos perdona aquel a quien nada tenemosque perdonar, ¿cuánto más nos debemos perdonar mutuamentenosotros, que no podemos vivir aquí sin pecado? Pues¿qué otra cosa parece dar a entender el Señor en este hechotan excelente, cuando dice: "os he dado ejemplo para que vosotroshagáis lo mismo que yo he hecho con vosotros", sino loque claramente dice el Apóstol: "Perdonándoos mutuamente sialguno tiene queja contra otro; así como el Señor os ha perdonado,así lo habéis de hacer también vosotros?" Perdonémonos,pues, unos a otros nuestros delitos y oremos mutuamente pornuestros pecados, y así, en cierta manera, lavemos nuestros pieslos unos a los otros.

Es deber nuestro ejercitar con su ayuda esteministerio de caridad y de humildad; y de su cuenta queda escucharnosy limpiarnos de todo contagio pecaminoso por Cristoy en Cristo, para que lo que perdonamos a otros, es decir, paraque lo que desatamos en la tierra sea desatado en el cielo.
(SAN AGUSTÍN, Tratados sobre el Evangelio de San Juan (t. XIV), Tratado 58, 1-5, BAC Madrid 19652, 265-70 270-73)


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Santos Padres: San Juan Crisóstomo - La venerada y tremenda mesa

Pero para que veamos la diferencia que hay entre el traidor y los demás discípulos, oigamos el Evangelio: que todo nos lo cuenta minuciosamente el Evangelista. Cuando esto sucedía, dice, cuando siguió adelante la traición, cuando Judas se perdió a sí mismo, cuando hizo aquellos tratos inicuos y buscaba oportunidad para entregarle, entonces se acercaron a Jesús los discípulos, diciendo: ¿Dónde quieres que te dispongamos sitio para comer la Pascua? (Mt 26, 17) ¿Ves qué discípulos y qué discípulo? Este se afanaba por la traición, aquellos por el servicio; este hacía pactos y trataba de recibir el precio de la sangre del Señor, aquellos se preparaban a obsequiarle.

Los mismos milagros, las mismas enseñanzas tuvieron ellos y él, ¿dónde, pues, la diferencia? De la voluntad. Esta es la causa de los males y de los bienes. Era una misma la tarde en que decían esto los discípulos. ¿Qué significa dónde quieres que te dispongamos sitio para comer la Pascua? De aquí sacamos que no tenía Cristo habitación propia. Oigan los que edifican casas espléndidas y extensos pórticos, cómo el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza; por eso le dicen los discípulos: ¿Dónde quieres que te dispongamos sitio para comer la Pascua? ¿Qué Pascua? La de los judíos, la que tuvo origen desde Egipto, porque allí la celebraron al principio. ¿Y por qué razón la celebra Cristo? Como cumplió todos los otros preceptos legales, quiso también cumplir éste. Por eso decía a San Juan: Así conviene que cumplamos toda justicia. (Mt 3, 15).

Por consiguiente, no nuestra Pascua, sino la de los judíos era la que querían preparar los discípu-los. Y ellos la prepararon, en efecto, mientras que la nuestra la preparó el mismo Cristo, o mejor, él se convirtió en nuestra Pascua por su santa pasión. ¿Y por qué va a la pasión? Para redimirnos de la maldición de la ley. Por lo cual San Pablo clamaba: Envió Dios a su Hijo nacido de mujer, sujeto a la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley (Ga 4, 4-5).

Pues para que nadie dijera que la abrogó porque no la pudo cumplir, como cargosa, molesta y difícil, no la abrogó hasta haberla cumplido en toda su extensión. Por esto celebró también la Pascua: porque era para ellos precepto de la ley la fiesta de la Pascua. Eran los judíos ingratos a su bienhechor, y en seguida se olvidaban de él. Para que lo veas claro, considera: salieron de Egipto, atravesaron el mar Rojo, vieron dividirse las aguas y juntarse de nuevo; y, sin embargo, al poco tiempo dicen a Aarón: Haznos dioses, que vayan delante de nosotros (Ex 32, 1). ¿Qué dices, oh ingrato judío? ¿Tantas maravillas como has visto, y ya te has olvidado de Dios que te alimenta, y ni siquiera haces mención de tu bienhechor?

Ya, pues, que se olvidaban de sus beneficios, ligó Dios el recuerdo de sus dones al título de las festividades, para que de grado o por fuerza tuvieran continua memoria de ellos. Tal era la obligación que tenían: ¿por qué? Para que cuando te preguntare tu hijo: ¿qué es esto?, le respondas: Con la sangre de este cordero ungieron los umbrales de las puertas, y escaparon de la muerte que el exterminador dio a todos los egipcios, y por esta sangre no pudo acometerlos y herirlos.

Ellos fueron sacrificados por fuerza; más aquí Cristo se inmola voluntariamente. ¿Por qué? Porque aquella Pascua era figura de la espiritual. Y para que lo veas, mira cuanta es su mutua correspondencia. Allí había un cordero, y un cordero hay aquí; aquel era irracional, y este es racional; una oveja allí y aquí otra oveja; aquella era la sombra, y esta es la realidad; más apareció el sol de justicia, y la sombra cesó; que cuando el sol brilla, se oculta la sombra. Por eso hay también un cordero en la mesa mística para que nos santifiquemos con su sangre. Por eso, llegado ya el sol, no brilla ya la lámpara; que lo pasado no fue sino figura de lo venidero.

V
Esto se lo digo a los judíos, no sea que engañándose a sí mismos, se imaginen que celebran la Pascua; porque con desvergonzado propósito se adelantan a recibir los ácimos y nos ponen delante su fiesta, ellos, los incircuncisos de corazón, y siempre duros y rebeldes para oír.

Respóndeme, judío: ¿cómo celebras la Pascua? El templo está arruinado, deshecho el altar, pisoteado el Sancta Sanctorum, todo sacrificio abrogado, ¿cómo, pues, te atreves a prevaricar? Fuiste en otro tiempo a Babilonia, oíste a los que os cautivaron, que os decían: Cantandnos el cántico del Señor (Sal 136, 3), y no lo pudiste sufrir.

Pues, ¿cómo ahora celebras la Pascua fuera de Jerusalén, tú que dijistes: Cómo cantaremos el cántico del Señor en tierra ajena (Ib., v. 3)? Esto nos declaraba el Santo David, cuando decía: Sobre el río de Babilonia, allí nos sentamos y lloramos; sobre los sauces de enmedio de él suspendimos nuestros instrumentos músicos (Sal 136, 1-2), es decir, el salterio, la citara y la lira, que eran los instrumentos de que usaban los antiguos, y a cuyo son cantaban los salmos. Allí, dice, los que nos hicieron cautivos nos preguntaron la letra de nuestras canciones (Ib., v. 3). Y dijimos: ¿Cómo cantaremos el cántico del Señor en tierra ajena? ¿Qué dices?, responde. ¿Conque no cantas el canto del Señor en tierra ajena, y celebras la Pascua en tierra ajena? ¿Ves la insensatez de los judíos? Cuando los obligaban los enemigos, ni un salmo querían cantar en tierra ajena; y ahora, ellos de suyo, sin obligarlos nadie, declaran guerra a Dios. Por esta razón, les decía San Esteban: Siempre vosotros resistís al Espíritu Santo (Hch 7, 51). ¿Ves que impuros son los ácimos, y cuán ilegal es la fiesta de los judíos? Existía ante la Pascua judaica, pero ya desapareció.

VI
Entonces, dice (el Evangelio [Mt 26, 26]), Jesús mientras ellos comían y bebían, tomando un pan en sus santas e inmaculadas manos, dio gracias, y lo partió y dijo a sus discípulos: Tomad y comed, este es mi cuerpo, que por vosotros y por muchos se divide para remisión de los pecados. Y tomando a su vez el cáliz, se lo dio a ellos, diciendo: Esta es mi sangre, que por vosotros se derrama para remisión de los pecados (Ibíd., v. 27, 28).

Y cuando esto decía el Señor, estaba presente Judas. Esta es ¡oh Judas! la sangre que vendiste en treinta monedas; esta es la sangre por la cual hace poco hacías tratos desvergonzados con los ingratos fariseos. ¡Oh grande benignidad de Cristo! ¡Oh ingratitud de Judas! ¡El Señor le alimentaba, y el siervo le vendía! Él le vendió, si, recibiendo en precio treinta monedas, y Cristo derrama en precio de nuestro rescate su propia sangre, y se la entregó al mismo, que la vendió, si él lo hubiera querido. Estuvo, sí, presente Judas antes de la traición, y participó de la sagrada mesa, y gozó de la cena mística.

Porque, como estuvo cuando el Señor lavó los pies, así también participó de la sagrada mesa Judas, para que no tuviera excusa alguna, sino que recibiera su propia condenación. Porque perseveró en su malvado propósito, y salido de allí, por medio de un beso llevo a cabo la traición, olvidado de sus beneficios, y después de la traición arrojó las treinta monedas, diciendo: Pequé entregando sangre inocente. ¡Oh ceguedad! ¿Participaste de la cena, y vendes al bienhechor? Y el Señor, por su parte, cumplía de grado lo que de él estaba escrito: Pero ¡ay de aquel por quien vino el escándalo (Mt. 18, 7)!


* * *


Mas ya es tiempo de acercarnos a la venerada y tremenda mesa. Acerquémonos, pues, todos con pura conciencia; no haya aquí ningún Judas que arme fraudes a su prójimo, ningún malvado, ninguno que tenga veneno oculto en su corazón. También ahora está presente Cristo, que da realce a esta mesa, pues no es el hombre quien convierte la ofrenda en el cuerpo y sangre de Cristo. Sólo para llenar la representación está el sacerdote y ofrece la súplica; únicamente la gracia y virtud de Dios es la que todo lo obra. Este es mi cuerpo, dice (Mt 26, 26). Estas palabras transforman la ofrenda. Y así como aquella voz que decía: Creced y multiplicaos y llenad la tierra (Gn 1, 28) era palabra y se convirtió en obra, y dio a la naturaleza humana el poder de criar hijos; así también estas palabras aumentan siempre la gracia de cuantos dignamente participan de ellas.

No haya, pues, ningún fraudulento, ningún malvado, ninguno dado a la rapiña, ningún calumniador, ninguno que odie a sus hermanos, ningún avaro, ningún ebrio, ningún ambicioso, ningún sodomita, ningún envidioso, ninguno entregado a la lujuria, ningún ladrón, ningún insidioso, porque no reciba su propia condenación. Que también entonces Judas participó indignamente de la cena mística, y salido de allí entregó al Señor; para que aprendas que el demonio acomete principalmente a aquellos que participan indignamente de los sacramentos, y que ellos mismos se acarrean más grave suplicio.

Digo esto, no tan sólo por atemorizaros, sino para afianzaros más. Porque así como el alimento corporal, si entra en un estómago lleno de malos humores, aumenta la enfermedad, así el alimento espiritual, cuando se le recibe indignamente, acarrea mayor condenación. Nadie, por consiguiente, os lo suplico, tenga dentro pensamientos malos; antes purifiquemos todos el corazón: que si somos puros, somos templos de Dios. Hagamos pura nuestra alma, que es posible hacerlo siquiera por un día. ¿De qué manera? Si tienes algo contra tu enemigo, arroja de ti la ira, desvanece la enemistad, para que recibas en la sagrada mesa la medicina del perdón.

Te acercas a un sacrificio tremendo y santo; en él está inmolado Cristo. Pero piensa por causa de quién fue inmolado. ¡Oh, de qué misterio te privaste, Judas! Cristo padeció voluntariamente, para deshacer la pared intermedia del cercado (Ef 2, 14), y unir lo de abajo con lo de arriba, y hacerte partícipe de los ángeles a ti, su enemigo y adversario. ¿Conque Cristo dio su propia alma por ti, y tú guardas odio a tu consiervo? ¿Y cómo podrás acercarte a la mesa de la paz? Tu Señor no rehusó sufrirlo todo por ti, y tú ¿ni aún siquiera consientes en remitir la ira? ¿Por qué razón?, dime. La caridad es raíz, fuente y madre de todos los bienes.

—Es que me causó, dirás, gravísimas molestias, me hizo innumerables injusticias, me puso ya en próximo peligro de muerte—. Y eso, ¿qué es? Aún no te crucificó, como al Señor los judíos. Si no perdonares al prójimo la injuria, tampoco tu Padre celestial te perdonará los pecados. ¿Y con qué conciencia dirás, Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombres, y lo que sigue?

Cristo, aún la sangre que ellos derramaron, la ofreció del mismo modo para salvación de los que la derramaban. ¿Qué puedes hacer tú comparable con esto? Si no perdonas al enemigo, a ti mismo te haces injusticia, no a él; porque a él muchas veces le dañas para la vida presente, a ti mismo te acarreas suplicio sin remisión para el tiempo venidero. Pues a nadie en tanto grado aborrece y rechaza Dios, como al hombre que se acuerda de las injurias, y al corazón entumecido, y al alma que conserva la inflamación de la ira. Oye, efectivamente, lo que dice el Señor: Si presentas tu ofrenda sobre el altar, y allí te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces llégate y ofrece tu don (Mt 5, 23-24).

¿Qué dices? ¿He de dejar allí el don o el sacrificio? Sí, responde; porque precisamente por la paz con tu hermano se ofrece el mismo sacrificio. Sí, pues, el sacrificio se ofrece por la paz con tu prójimo y tú no guardas la paz, inútil es para ti esta participación de él sin el bien de la paz. Guarda, pues, primero aquello por lo cual se ofrece el sacrificio, que es la paz, y entonces gozarás de él como es debido. Que a esto vino al mundo el Hijo de Dios, a reconciliar con el Padre nuestra naturaleza, como lo dice San Pablo: Ahora todo lo reconcilió consigo (Col 1, 22) matando por medio de la cruz en sí mismo la enemistad (Ef 1, 22). Por eso no se contentó con venir él solo a hacer la paz, sino que también a nosotros nos llama bienaventurados, si esto hacemos, y nos hace participantes de su propio nombre: Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios (Mt 5, 9).

Pues bien, lo que hizo Cristo, el Hijo de Dios, hazlo también tú, según tus fuerzas humanas, haciéndote conciliador de paces entre ti y tu prójimo; por eso llama Hijo de Dios al pacífico; por eso al tiempo del sacrificio no hizo mención de ninguna otra manera de justicia, sino de la reconciliación con el hermano, manifestando así que la caridad es la mayor de las virtudes.

Bien quería yo, amados hijos, extender más el discurso, pero aún lo dicho basta para los que reciben con atención e inteligencia la semilla de la piedad y para los que quieren atender a lo que se dice. Recordemos, pues, siempre, os lo pido, estas palabras, y el abrazo digno de reverencial temor que mutuamente nos damos. Porque este abrazo enlaza nuestras almas, y hace que todos nos hagamos un mismo cuerpo y miembros de Cristo, porque de un mismo cuerpo participamos todos. Hagámonos, pues, verdaderamente un cuerpo, no con unión material, sino estrechando las almas mutuamente con el vínculo de la caridad. Que si esto hacemos, confiadamente podremos gozar de la mesa que tenemos preparada, y hacernos mansión donde habite la paz que Jesucristo alcanzó en su victoria.

Puesto que aun cuando tengamos innumerables virtudes, si conserváremos memoria de las injurias, todo lo habremos hecho en vano y sin fruto, y nada nos valdrá para la salvación. Porque estando el Salvador para volver al Padre, en vez de gloria temporal y grandes riquezas, dejó esta herencia a sus discípulos, diciéndoles: Mi paz os doy, mi paz os dejo. (Jn 14, 27).

¿Qué riqueza, en efecto, qué abundancia de bienes puede ser más preciosa que la paz de Cristo, que supera a todo elogio y entendimiento? Bien sabía el profeta Malaquías cuán grave y atroz delito es lo contrario, y por eso decía, como por boca de Dios: Pueblo mío, hablad verdad cada uno con su prójimo, y nadie recuerde en su corazón maldad contra su prójimo, y no améis el juramento mentiroso, y no moriréis no, casa de Israel, dice el Señor (Za 8, 16-17). De modo que si habéis de ser mentirosos, aborrecedores, perjuros, olvidándose de mis preceptos, ciertamente moriréis.

Ya, pues, que sabemos todo esto, amados hijos, deshagamos toda ira, guardemos la paz mutua, y arrancando la raíz del mal y purificando nuestra conciencia, acerquémonos con mansedumbre, con modestia, con mucha piedad a la participación de estos venerados y tremen-dos misterios, no empujándonos e hiriéndonos, ni haciendo estrépito y dando clamores, sino con mucho temor y temblor, con compunción y lágrimas, para que también el benigno Señor, mirando desde arriba nuestro estado de paz mutua, y nuestro amor no fingido, y nuestra unión fraternal, se digne concedernos a todos, tanto estos bienes como los demás prometidos, por gracia y benignidad de Nuestro Señor Jesucristo, con el cual sea al Padre juntamente con el Espíritu Santo gloria, imperio y honor, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías Selectas, Segunda Homilía sobre la traición de Judas y la Última Cena, IV-VI, Tomo II, Apostolado Mariano España 1991, 11-17).

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Aplicación: Beato Juan Pablo II - Los amó hasta el extremo

1. "Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1).
Estas palabras, recogidas en el pasaje evangélico que se acaba de proclamar, subrayan muy bien el clima del Jueves Santo. Nos permiten intuir los sentimientos que experimentó Cristo "la noche en que iba a ser entregado" (1 Co 11, 23) y nos estimulan a participar con intensa e íntima gratitud en el solemne rito que estamos realizando. Esta tarde entramos en la Pascua de Cristo, que constituye el momento dramático y conclusivo, durante mucho tiempo preparado y esperado, de la existencia terrena del Verbo de Dios. Jesús vino a nosotros no para ser servido, sino para servir, y tomó sobre sí los dramas y las esperanzas de los hombres de todos los tiempos. Anticipando místicamente el sacrificio de la cruz, en el Cenáculo quiso quedarse con nosotros bajo las especies del pan y del vino, y encomendó a los Apóstoles y a sus sucesores la misión y el poder de perpetuar la memoria viva y eficaz del rito eucarístico.

Por consiguiente, esta celebración nos implica místicamente a todos y nos introduce en el Triduo sacro, durante el cual también nosotros aprenderemos del único "Maestro y Señor" a "tender las manos" para ir a donde nos llama el cumplimiento de la voluntad del Padre celestial.

2. "Haced esto en conmemoración mía" (1 Co 11, 24-25). Con este mandato, que nos compromete a repetir su gesto, Jesús concluye la institución del Sacramento del altar. También al terminar el lavatorio de los pies, nos invita a imitarlo: “os he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros" (Jn 13, 15). De este modo establece una íntima correlación entre la Eucaristía, sacramento del don de su sacrificio, y el mandamiento del amor, que nos compromete a acoger y a servir a nuestros hermanos. No se puede separar la participación en la mesa del Señor del deber de amar al prójimo. Cada vez que participamos en la Eucaristía, también nosotros pronunciamos nuestro "Amén" ante el Cuerpo y la Sangre del Señor. Así nos comprometemos a hacer lo que Cristo hizo, "lavar los pies" de nuestros hermanos, transformándonos en imagen concreta y transparente de Aquel que "se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo" (Flp 2, 7).
El amor es la herencia más valiosa que él deja a los que llama a su seguimiento. Su amor, compartido por sus discípulos, es lo que esta tarde se ofrece a la humanidad entera.

3. "Quien come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propio castigo" (1 Co 11, 29). La Eucaristía es un gran don, pero también una gran responsabilidad para quien la recibe. Jesús, ante Pedro que se resiste a dejarse lavar los pies, insiste en la necesidad de estar limpios para participar en el banquete y sacrificio de la Eucaristía. La tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve el vínculo existente entre la Eucaristía y el sacramento de la Reconciliación. Quise reafirmarlo también yo en la Carta a los sacerdotes para el Jueves Santo de este año, invitando ante todo a los presbíteros a considerar con renovado asombro la belleza del sacramento del perdón. Sólo así podrán luego ayudar a descubrirlo a los fieles encomendados a su solicitud pastoral. El sacramento de la Penitencia devuelve a los bautizados la gracia divina perdida con el pecado mortal, y los dispone a recibir dignamente la Eucaristía. Además, en el coloquio directo que implica su celebración ordinaria, el Sacramento puede responder a la exigencia de comunicación personal, que hoy resulta cada vez más difícil a causa del ritmo frenético de la sociedad tecnológica. Con su labor iluminada y paciente, el confesor puede introducir al penitente en la comunión profunda con Cristo que el Sacramento devuelve y la Eucaristía lleva a plenitud.

Ojalá que el redescubrimiento del sacramento de la Reconciliación ayude a todos los creyentes a acercarse con respeto y devoción a la mesa del Cuerpo y la Sangre del Señor.
4. "Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1). Volvemos espiritualmente al Cenáculo. Nos reunimos con fe en torno al altar del Señor, haciendo memoria de la última Cena. Repitiendo los gestos de Cristo, proclamamos que su muerte ha redimido del pecado a la humanidad, y sigue abriendo la esperanza de un futuro de salvación para los hombres de todas las épocas.

A los sacerdotes corresponde perpetuar el rito que, bajo las especies del pan y del vino, hace presente el sacrificio de Cristo de un modo verdadero, real y sustancial, hasta el fin de los tiempos. Todos los cristianos están llamados a servir con humildad y solicitud a sus hermanos para colaborar en su salvación. Todo creyente tiene el deber de proclamar con su vida que el Hijo de Dios ha amado a los suyos "hasta el extremo". Esta tarde, en un silencio lleno de misterio, se alimenta nuestra fe.

En unión con toda la Iglesia, anunciamos tu muerte, Señor. Llenos de gratitud, gustamos ya la alegría de tu resurrección. Rebosantes de confianza, nos comprometemos a vivir en la espera de tu vuelta gloriosa.
Hoy y siempre, oh Cristo, nuestro Redentor. Amén.
(Homilía del beato Juan Pablo II el jueves, 28 de marzo de 2002)


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Aplicación: Benedicto XVI - El lavatorio de los pies

Queridos hermanos y hermanas:
San Juan comienza su relato de cómo Jesús lavó los pies a sus discípulos con un lenguaje especialmente solemne, casi litúrgico. "Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1). Ha llegado la "hora" de Jesús, hacia la que se orientaba desde el inicio todo su obrar.

San Juan describe con dos palabras el contenido de esa hora: paso (metabainein, metabasis) y amor (agape). Esas dos palabras se explican mutuamente: ambas describen juntamente la Pascua de Jesús: cruz y resurrección, crucifixión como elevación, como "paso" a la gloria de Dios, como un "pasar" de este mundo al Padre. No es como si Jesús, después de una breve visita al mundo, ahora simplemente partiera y volviera al Padre. El paso es una transformación. Lleva consigo su carne, su ser hombre. En la cruz, al entregarse a sí mismo, queda como fundido y transformado en un nuevo modo de ser, en el que ahora está siempre con el Padre y al mismo tiempo con los hombres.

Transforma la cruz, el hecho de darle muerte a él, en un acto de entrega, de amor hasta el extremo. Con la expresión "hasta el extremo" san Juan remite anticipadamente a la última palabra de Jesús en la cruz: todo se ha realizado, "todo está cumplido" (Jn 19, 30). Mediante su amor, la cruz se convierte en metabasis, transformación del ser hombre en el ser partícipe de la gloria de Dios.

En esta transformación Cristo nos implica a todos, arrastrándonos dentro de la fuerza transformadora de su amor hasta el punto de que, estando con él, nuestra vida se convierte en "paso", en transformación. Así recibimos la redención, el ser partícipes del amor eterno, una condición a la que tendemos con toda nuestra existencia.

En el lavatorio de los pies este proceso esencial de la hora de Jesús está representado en una especie de acto profético simbólico. En él Jesús pone de relieve con un gesto concreto precisamente lo que el gran himno cristológico de la carta a los Filipenses describe como el contenido del misterio de Cristo. Jesús se despoja de las vestiduras de su gloria, se ciñe el "vestido" de la humanidad y se hace esclavo. Lava los pies sucios de los discípulos y así los capacita para acceder al banquete divino al que los invita.

En lugar de las purificaciones cultuales y externas, que purifican al hombre ritualmente, pero dejándolo tal como está, se realiza un baño nuevo: Cristo nos purifica mediante su palabra y su amor, mediante el don de sí mismo. "Vosotros ya estáis limpios gracias a la palabra que os he anunciado", dirá a los discípulos en el discurso sobre la vid (Jn 15, 3). Nos lava siempre con su palabra. Sí, las palabras de Jesús, si las acogemos con una actitud de meditación, de oración y de fe, desarrollan en nosotros su fuerza purificadora. Día tras día nos cubrimos de muchas clases de suciedad, de palabras vacías, de prejuicios, de sabiduría reducida y alterada; una múltiple semi-falsedad o falsedad abierta se infiltra continuamente en nuestro interior. Todo ello ofusca y contamina nuestra alma, nos amenaza con la incapacidad para la verdad y para el bien.

Las palabras de Jesús, si las acogemos con corazón atento, realizan un auténtico lavado, una purificación del alma, del hombre interior. El evangelio del lavatorio de los pies nos invita a dejarnos lavar continuamente por esta agua pura, a dejarnos capacitar para participar en el banquete con Dios y con los hermanos. Pero, después del golpe de la lanza del soldado, del costado de Jesús no sólo salió agua, sino también sangre (cf. Jn 19, 34; 1 Jn 5, 6. 8).

Jesús no sólo habló; no sólo nos dejó palabras. Se entrega a sí mismo. Nos lava con la fuerza sagrada de su sangre, es decir, con su entrega "hasta el extremo", hasta la cruz. Su palabra es algo más que un simple hablar; es carne y sangre "para la vida del mundo" (Jn 6, 51). En los santos sacramentos, el Señor se arrodilla siempre ante nuestros pies y nos purifica. Pidámosle que el baño sagrado de su amor verdaderamente nos penetre y nos purifique cada vez más.

Si escuchamos el evangelio con atención, podemos descubrir en el episodio del lavatorio de los pies dos aspectos diversos. El lavatorio de los pies de los discípulos es, ante todo, simplemente una acción de Jesús, en la que les da el don de la pureza, de la "capacidad para Dios". Pero el don se transforma después en un ejemplo, en la tarea de hacer lo mismo unos con otros.

Para referirse a estos dos aspectos del lavatorio de los pies, los santos Padres utilizaron las palabras sacramentum y exemplum. En este contexto, sacramentum no significa uno de los siete sacramentos, sino el misterio de Cristo en su conjunto, desde la encarnación hasta la cruz y la resurrección. Este conjunto es la fuerza sanadora y santificadora, la fuerza transformadora para los hombres, es nuestra metabasis, nuestra transformación en una nueva forma de ser, en la apertura a Dios y en la comunión con él.

Pero este nuevo ser que él nos da simplemente, sin mérito nuestro, después en nosotros debe transformarse en la dinámica de una nueva vida. El binomio don y ejemplo, que encontramos en el pasaje del lavatorio de los pies, es característico para la naturaleza del cristianismo en general. El cristianismo no es una especie de moralismo, un simple sistema ético. Lo primero no es nuestro obrar, nuestra capacidad moral. El cristianismo es ante todo don: Dios se da a nosotros; no da algo, se da a sí mismo. Y eso no sólo tiene lugar al inicio, en el momento de nuestra conversión. Dios sigue siendo siempre el que da. Nos ofrece continuamente sus dones. Nos precede siempre. Por eso, el acto central del ser cristianos es la Eucaristía: la gratitud por haber recibido sus dones, la alegría por la vida nueva que él nos da.

Con todo, no debemos ser sólo destinatarios pasivos de la bondad divina. Dios nos ofrece sus dones como a interlocutores personales y vivos. El amor que nos da es la dinámica del "amar juntos", quiere ser en nosotros vida nueva a partir de Dios. Así comprendemos las palabras que dice Jesús a sus discípulos, y a todos nosotros, al final del relato del lavatorio de los pies: "os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros" (Jn 13, 34). El "mandamiento nuevo" no consiste en una norma nueva y difícil, que hasta entonces no existía. Lo nuevo es el don que nos introduce en la mentalidad de Cristo.

Si tenemos eso en cuenta, percibimos cuán lejos estamos a menudo con nuestra vida de esta novedad del Nuevo Testamento, y cuán poco damos a la humanidad el ejemplo de amar en comunión con su amor. Así no le damos la prueba de credibilidad de la verdad cristiana, que se demuestra con el amor. Precisamente por eso, queremos pedirle con más insistencia al Señor que, mediante su purificación, nos haga maduros para el mandamiento nuevo.

En el pasaje evangélico del lavatorio de los pies, la conversación de Jesús con Pedro presenta otro aspecto de la práctica de la vida cristiana, en el que quiero centrar, por último, la atención. En un primer momento, Pedro no quería dejarse lavar los pies por el Señor. Esta inversión del orden, es decir, que el maestro, Jesús, lavara los pies, que el amo realizara la tarea del esclavo, contrastaba totalmente con su temor reverencial hacia Jesús, con su concepto de relación entre maestro y discípulo. "No me lavarás los pies jamás" (Jn 13, 8), dice a Jesús con su acostumbrada vehemencia. Su concepto de Mesías implicaba una imagen de majestad, de grandeza divina. Debía aprender continuamente que la grandeza de Dios es diversa de nuestra idea de grandeza; que consiste precisamente en abajarse, en la humildad del servicio, en la radicalidad del amor hasta el despojamiento total de sí mismo. Y también nosotros debemos aprenderlo sin cesar, porque sistemáticamente deseamos un Dios de éxito y no de pasión; porque no somos capaces de caer en la cuenta de que el Pastor viene como Cordero que se entrega y nos lleva así a los pastos verdaderos.

Cuando el Señor dice a Pedro que si no le lava los pies no tendrá parte con él, Pedro inmediatamente pide con ímpetu que no sólo le lave los pies, sino también la cabeza y las manos. Jesús entonces pronuncia unas palabras misteriosas: "El que se ha bañado, no necesita lavarse excepto los pies" (Jn 13, 10). Jesús alude a un baño que los discípulos ya habían hecho; para participar en el banquete sólo les hacía falta lavarse los pies.

Pero, naturalmente, esas palabras encierran un sentido muy profundo. ¿A qué aluden? No lo sabemos con certeza. En cualquier caso, tengamos presente que el lavatorio de los pies, según el sentido de todo el capítulo, no indica un sacramento concreto, sino el sacramentum Christi en su conjunto, su servicio de salvación, su abajamiento hasta la cruz, su amor hasta el extremo, que nos purifica y nos hace capaces de Dios.

Con todo, aquí, con la distinción entre baño y lavatorio de los pies, se puede descubrir también una alusión a la vida en la comunidad de los discípulos, a la vida de la Iglesia. Parece claro que el baño que nos purifica definitivamente y no debe repetirse es el bautismo, por el que somos sumergidos en la muerte y resurrección de Cristo, un hecho que cambia profundamente nuestra vida, dándonos una nueva identidad que permanece, si no la arrojamos como hizo Judas.
Pero también en la permanencia de esta nueva identidad, dada por el bautismo, para la comunión con Jesús en el banquete, necesitamos el "lavatorio de los pies". ¿De qué se trata? Me parece que la primera carta de san Juan nos da la clave para comprenderlo. En ella se lee: "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos -si confesamos- nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia" (1Jn 1, 8-9).

Necesitamos el "lavatorio de los pies", necesitamos ser lavados de los pecados de cada día; por eso, necesitamos la confesión de los pecados, de la que habla san Juan en esta carta. Debemos reconocer que incluso en nuestra nueva identidad de bautizados pecamos. Necesitamos la confesión tal como ha tomado forma en el sacramento de la Reconciliación. En él el Señor nos lava sin cesar los pies sucios para poder así sentarnos a la mesa con él.

Pero de este modo también asumen un sentido nuevo las palabras con las que el Señor ensancha el sacramentum convirtiéndolo en un exemplum, en un don, en un servicio al hermano: "Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros" (Jn 13, 14). Debemos lavarnos los pies unos a otros en el mutuo servicio diario del amor. Pero debemos lavarnos los pies también en el sentido de que nos perdonamos continuamente unos a otros.
La deuda que el Señor nos ha condonado, siempre es infinitamente más grande que todas las deudas que los demás puedan tener con respecto a nosotros (cf. Mt 18, 21-35). El Jueves santo nos exhorta a no dejar que, en lo más profundo, el rencor hacia el otro se transforme en un envenenamiento del alma. Nos exhorta a purificar continuamente nuestra memoria, perdonándonos mutuamente de corazón, lavándonos los pies los unos a los otros, para poder así participar juntos en el banquete de Dios.
El Jueves Santo es un día de gratitud y de alegría por el gran don del amor hasta el extremo, que el Señor nos ha hecho.

Oremos al Señor, en esta hora, para que la gratitud y la alegría se transformen en nosotros en la fuerza para amar juntamente con su amor. Amén.
(Homilía del Papa Benedicto XVI en la Basílica de San Juan de Letrán el Jueves Santo 20 de marzo de 2008)


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Aplicación: Benedicto XVI - "Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer" (Lc 22,15).

Con estas palabras, Jesús comenzó la celebración de su última cena y de la institución de la santa Eucaristía. Jesús tuvo grandes deseos de ir al encuentro de aquella hora. Anhelaba en su interior ese momento en el que se iba a dar a los suyos bajo las especies del pan y del vino. Esperaba aquel momento que tendría que ser en cierto modo el de las verdaderas bodas mesiánicas: la transformación de los dones de esta tierra y el llegar a ser uno con los suyos, para transformarlos y comenzar así la transformación del mundo. En el deseo de Jesús podemos reconocer el deseo de Dios mismo, su amor por los hombres, por su creación, un amor que espera. El amor que aguarda el momento de la unión, el amor que quiere atraer hacia sí a todos los hombres, cumpliendo también así lo que la misma creación espera; en efecto, ella aguarda la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rm 8,19).

Jesús nos desea, nos espera. Y nosotros, ¿tenemos verdaderamente deseo de él? ¿No sentimos en nuestro interior el impulso de ir a su encuentro? ¿Anhelamos su cercanía, ese ser uno con él, que se nos regala en la Eucaristía? ¿o somos, más bien, indiferentes, distraídos, ocupados totalmente en otras cosas?

Por las parábolas de Jesús sobre los banquetes, sabemos que él conoce la realidad de que hay puestos que quedan vacíos, la respuesta negativa, el desinterés por él y su cercanía. Los puestos vacíos en el banquete nupcial del Señor, con o sin excusas, son para nosotros, ya desde hace tiempo, no una parábola sino una realidad actual, precisamente en aquellos países en los que había mostrado su particular cercanía. Jesús también tenía experiencia de aquellos invitados que vendrían, sí, pero sin ir vestidos con el traje de boda, sin alegría por su cercanía, como cumpliendo sólo una costumbre y con una orientación de sus vidas completamente diferente. San Gregorio Magno, en una de sus homilías se preguntaba: ¿Qué tipo de personas son aquellas que vienen sin el traje nupcial? ¿En qué consiste este traje y como se consigue? Su respuesta dice así: Los que han sido llamados y vienen, en cierto modo tienen fe. Es la fe la que les abre la puerta. Pero les falta el traje nupcial del amor. Quien vive la fe sin amor no está preparado para la boda y es arrojado fuera. La comunión eucarística exige la fe, pero la fe requiere el amor, de lo contrario también como fe está muerta.

Sabemos por los cuatro Evangelios que la última cena de Jesús, antes de la Pasión, fue también un lugar de anuncio. Jesús propuso una vez más con insistencia los elementos fundamentales de su mensaje. Palabra y Sacramento, mensaje y don están indisolublemente unidos. Pero durante la Última Cena, Jesús sobre todo oró. Mateo, Marcos y Lucas utilizan dos palabras para describir la oración de Jesús en el momento central de la Cena: "eucharistesas" y "eulogesas" -"agradecer" y "bendecir". El movimiento ascendente del agradecimiento y el descendente de la bendición van juntos. Las palabras de la transustanciación son parte de esta oración de Jesús. Son palabras de plegaria. Jesús transforma su Pasión en oración, en ofrenda al Padre por los hombres. Esta transformación de su sufrimiento en amor posee una fuerza transformadora para los dones, en los que él ahora se da a sí mismo. Él nos los da para que nosotros y el mundo seamos transformados. El objetivo propio y último de la transformación eucarística es nuestra propia transformación en la comunión con Cristo. La Eucaristía apunta al hombre nuevo, al mundo nuevo, tal como éste puede nacer sólo a partir de Dios mediante la obra del Siervo de Dios.

Gracias a Lucas y, sobre todo, a Juan sabemos que Jesús en su oración durante la Última Cena dirigió también peticiones al Padre, súplicas que contienen al mismo tiempo un llamamiento a sus discípulos de entonces y de todos los tiempos.

Quisiera en este momento referirme sólo una súplica que, según Juan, Jesús repitió cuatro veces en su oración sacerdotal. ¡Cuánta angustia debió sentir en su interior! Esta oración sigue siendo de continuo su oración al Padre por nosotros: es la plegaria por la unidad. Jesús dice explícitamente que esta súplica vale no sólo para los discípulos que estaban entonces presentes, sino que apunta a todos los que creerán en él (cf. Jn 17, 20). Pide que todos sean uno "como tú, Padre, en mí, y yo en ti, para que el mundo crea" (Jn 17, 21). La unidad de los cristianos sólo se da si los cristianos están íntimamente unidos a él, a Jesús. Fe y amor por Jesús, fe en su ser uno con el Padre y apertura a la unidad con él son esenciales. Esta unidad no es algo solamente interior, místico. Se ha de hacer visible, tan visible que constituya para el mundo la prueba de la misión de Jesús por parte del Padre. Por eso, esa súplica tiene un sentido eucarístico escondido, que Pablo ha resaltado con claridad en la Primera carta a los Corintios: "El pan que partimos, ¿no nos une a todos en el cuerpo de Cristo? El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan" (1 Co 10, 16s).

La Iglesia nace con la Eucaristía. Todos nosotros comemos del mismo pan, recibimos el mismo cuerpo del Señor y eso significa: Él nos abre a cada uno más allá de sí mismo. Él nos hace uno entre todos nosotros. La Eucaristía es el misterio de la íntima cercanía y comunión de cada uno con el Señor. Y, al mismo tiempo, es la unión visible entre todos. La Eucaristía es sacramento de la unidad. Llega hasta el misterio trinitario, y crea así a la vez la unidad visible. Digámoslo de nuevo: ella es el encuentro personalísimo con el Señor y, sin embargo, nunca es un mero acto de devoción individual. La celebramos necesariamente juntos. En cada comunidad está el Señor en su totalidad. Pero es el mismo en todas las comunidades. Por eso, forman parte necesariamente de la Oración eucarística de la Iglesia las palabras: "una cum Papa nostro et cum Episcoponostro". Esto no es un añadido exterior a lo que sucede interiormente, sino expresión necesaria de la realidad eucarística misma. Y nombramos al Papa y al Obispo por su nombre: la unidad es totalmente concreta, tiene nombres. Así, se hace visible la unidad, se convierte en signo para el mundo y establece para nosotros mismos un criterio concreto.

San Lucas nos ha conservado un elemento concreto de la oración de Jesús por la unidad: "Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos" (Lc 22, 31s). Hoy comprobamos de nuevo con dolor que a Satanás se le ha concedido cribar a los discípulos de manera visible delante de todo el mundo. Y sabemos que Jesús ora por la fe de Pedro y de sus sucesores. Sabemos que Pedro, que va al encuentro del Señor a través de las aguas agitadas de la historia y está en peligro de hundirse, está siempre sostenido por la mano del Señor y es guiado sobre las aguas. Pero después sigue un anuncio y un encargo. Tú, cuando te hayas convertido: Todos los seres humanos, excepto María, tienen necesidad de convertirse continuamente. Jesús predice la caída de Pedro y su conversión. ¿De qué ha tenido que convertirse Pedro? Al comienzo de su llamada, asustado por el poder divino del Señor y por su propia miseria, Pedro había dicho: "Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador" (Lc 5, 8). En la presencia del Señor, él reconoce su insuficiencia. Así es llamado precisamente en la humildad de quien se sabe pecador y debe siempre, continuamente, encontrar esta humildad. En Cesarea de Filipo, Pedro no había querido aceptar que Jesús tuviera que sufrir y ser crucificado. Esto no era compatible con su imagen de Dios y del Mesías. En el Cenáculo no quiso aceptar que Jesús le lavase los pies: eso no se ajustaba a su imagen de la dignidad del Maestro. En el Huerto de los Olivos blandió la espada. Quería demostrar su valentía. Sin embargo, delante de la sierva afirmó que no conocía a Jesús. En aquel momento, eso le parecía una pequeña mentira para poder permanecer cerca de Jesús. Su heroísmo se derrumbó en un juego mezquino por un puesto en el centro de los acontecimientos. Todos debemos aprender siempre a aceptar a Dios y a Jesucristo como él es, y no como nos gustaría que fuese.

También nosotros tenemos dificultad en aceptar que él se haya unido a las limitaciones de su Iglesia y de sus ministros. Tampoco nosotros queremos aceptar que él no tenga poder en el mundo. También nosotros nos parapetamos detrás de pretextos cuando nuestro pertenecer a él se hace muy costoso o muy peligroso. Todos tenemos necesidad de una conversión que acoja a Jesús en su ser-Dios y ser-Hombre. Tenemos necesidad de la humildad del discípulo que cumple la voluntad del Maestro. En este momento queremos pedirle que nos mire también a nosotros como miró a Pedro, en el momento oportuno, con sus ojos benévolos, y que nos convierta.

Pedro, el convertido, fue llamado a confirmar a sus hermanos. No es un dato exterior que este cometido se le haya confiado en el Cenáculo. El servicio de la unidad tiene su lugar visible en la celebración de la santa Eucaristía.

Queridos amigos, es un gran consuelo para el Papa saber que en cada celebración eucarística todos rezan por él; que nuestra oración se une a la oración del Señor por Pedro. Sólo gracias a la oración del Señor y de la Iglesia, el Papa puede corresponder a su misión de confirmar a los hermanos, de apacentar el rebaño de Jesús y de garantizar aquella unidad que se hace testimonio visible de la misión de Jesús de parte del Padre.

"Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros". Señor, tú tienes deseos de nosotros, de mí. Tú has deseado darte a nosotros en la santa Eucaristía, de unirte a nosotros. Señor, suscita también en nosotros el deseo de ti. Fortalécenos en la unidad contigo y entre nosotros. Da a tu Iglesia la unidad, para que el mundo crea. Amén
(Homilía del Papa Benedicto XVI en la Basílica de San Juan de Letrán el Jueves Santo 21 de abril de 2011)

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P. Alfredo Sáenz, SJ.. La noche de las entregas


El triduo pascual se inicia en la noche del Jueves Santo, la noche que dio origen a dos grandes misterios de nuestra fe: la Eucaristía y el Sacerdocio. Misterios éstos que tuvieron y tienen por protagonista a Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, Altar y Víctima, inmolado por su propia voluntad.

Estos dos misterios no son sino expresión de la entrega total y definitiva del Señor, en primer lugar al Padre eterno, y luego, a los que había amado hasta el fin, es decir, a sus discípulos y a todos aquellos que habían de creer en su nombre. Como El mismo nos lo dijo con vehemencia: "Ardientemente he deseado comer con vosotros esta Pascua antes de padecer". De este modo, Jesucristo es el primero en dar cumplimiento a los dos mandamientos supremos de la Ley y los Profetas: el amor a Dios y el amor al prójimo.

Es la noche de las entregas, aunque no todos se entregan y son entregados de la misma manera y por los mismos motivos. En la noche de la Última Cena, como en cada Santa Misa, el Padre nos entrega a su Hijo Unigénito, cual otro Abraham, dispuesto a inmolar a su hijo. Este hijo es el verbo Encamado, el verdadero cordero pascual del cual todos debemos comer después de haberse inmolado en el altar de la cruz. Su sangre derramada nos reconciliará y hará de nosotros un pueblo santo. Ése es el precio que Dios mismo ha querido fijar para rescatamos de la esclavitud del pecado: "Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna", se nos dice en el Evangelio. Vemos entonces como Cristo es entregado por su Padre en favor nuestro.

También Cristo se entrega por nosotros a su Padre. "Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros". Nadie le quita la vida, sino que la da voluntariamente por aquellos a los que ama, como expresión de su amor: "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos". La voluntad del Padre constituyó siempre su alimento. Incesantemente hizo lo que a Él le agradaba. Su entrega fue el resultado de un acto amoroso de obediencia. "Fue obediente hasta la muerte y muerte de cruz". Ardientemente había esperado esta hora para que el mundo conociese hasta qué grado amaba a su Padre.

La entrega de Cristo tiene dos vertientes, dos términos. Según acabamos de decir, en primer lugar se entrega a su Padre, pero posteriormente se ofrece como alimento, para que también nosotros pudiésemos entrar en comunión con El. Vemos así como el otro desemboque de su amor son los cristianos, a quienes se entrega bajo los velos eucarísticos, tras las apariencias de pan y de vino, en el ámbito de un banquete sacrificial. Conveniente era que si su Cuerpo y su Sangre fueron derramados por nosotros, los recibiésemos en alimentos, y de este modo entrásemos en posesión de la vida que nos había alcanzado.

En esta santa noche también nos entrega el mandamiento nuevo, el mandamiento de la caridad, para que imitemos su entrega. "Amaos los unos a los otros como yo os he amado". Esto lo manda después de haber lavado los pies a sus discípulos, Él, que es Maestro y es Señor. "Si yo, que soy el Señor, el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado el ejemplo, para que hagáis lo mismo que yo he hecho con vosotros". Nuestro amor al prójimo no puede no ser sino la imitación y la prolongación del amor de Cristo hacia nosotros. Bien dice San Agustín que "todo hombre debe lavar los pies a otro, o corporalmente o espiritualmente"; es decir, mediante las obras de misericordia corporales o espirituales, Cristo continúa así entregándose a todos a través nuestro.

Pero hay otra entrega, esta vez alevosa. A ella alude San Pablo en la segunda lectura: "El Señor Jesús, la noche en que fue entregado". El hecho de que Cristo se inmolase voluntariamente a su Padre, no excluía que sus enemigos llevasen a cabo su propia entrega, enemigos tanto más culpables cuanto más cercanos a Él, como en el caso de Judas, quien también fue lavado por Cristo. Judas cumplirá, pues, su "entrega", una entrega traidora y vil; por treinta monedas lo pondrá en manos de los judíos obstinados en su incredulidad. "El que compartía mi pan es el primero en traicionarme".

Posteriormente Caifás también lo va a entregar a Cristo en manos de Pilatos, después de haber pronunciado su sentencia de muerte. Conviene que muera uno por todos. A la suya se sumará la de Pilatos, quien después de manifestar reiteradamente que no hallaba culpa alguna en Él, lo entregaría en manos del pueblo: "haced lo que queráis". También los discípulos lo entregarán, dejándolo solo y huyendo cobardemente, a pesar de sus anteriores propósitos de fidelidad.

Para perpetuar su entrega, positiva y sobreabundantemente generosa, a lo largo de los siglos, el Señor instituyó en esta noche el sacerdocio católico. Quiso hacer partícipes a algunos hombres de su sacerdocio ministerial, para que renovasen en su nombre el sacrificio de la redención, presidiesen al pueblo santo en el amor, lo alimentasen con su palabra y lo fortaleciesen con sus sacramentos, como dice el ritual de la ordenación. Sin sacerdocio no hay verdadera Iglesia; sin sacerdote no hay renovación incruenta del sacrificio inaugurado en la última Cena; sin sacerdote no hay Eucaristía. Y sin Misa y sin comunión se tomaría ineficaz la obra redentora del Señor. Por esto Cristo dijo a sus discípulos, ahora sacerdotes, "Haced esto en memoria mía". Hasta que el Señor retome al fin de los tiempos, se seguirá renovando el sacrificio de alabanza que se ofrece diariamente de un extremo al otro de la tierra.

A la entrega de Cristo hemos de agregar nuestra propia entrega. No, por cierto, como la de Judas, Caifás o Pilatos. Cristo quiere seguir entregándose, ofreciéndose, inmolándose en no-sotros. Parafraseando a San Pablo, se podría decir que debemos completar en nosotros lo que falta a la entrega victimal del Señor en favor de su Iglesia. Será preciso que nos entreguemos con Él, que nos inmolemos con Él.

Cada vez que tomamos parte en el Santo Sacrificio de la Misa nos insertamos en esa corriente de entrega amorosa de Cristo al Padre y al prójimo. Si queremos que se acreciente nuestra entrega a Dios y a los hombres, será preciso nutrimos frecuentemente de la Sagrada Eucaristía, ofreciéndonos siempre de nuevo con Cristo al Padre. Como decimos en la doxología final: "Por Él, con Él y en Él".

Que la comunión eucarística nos impulse a multiplicar nuestras visitas al Santísimo, acompañando a Cristo en sus sagrarios. Él allí nos espera para que le hagamos compañía. Desde allí nos infundirá aliento para que no desfallezcamos en la entrega ardua y cotidiana que implica el hecho de ser y de decirnos discípulos suyos.
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo C, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1994, p. 124-127)
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Papa Francisco - Es el ejemplo del Señor

Esto es conmovedor. Jesús que lava a los pies a sus discípulos. Pedro no comprende nada, lo rechaza. Pero Jesús se lo ha explicado. Jesús –Dios– ha hecho esto. Y Él mismo lo explica a los discípulos: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis» (Jn 13,12-15).

Es el ejemplo del Señor: Él es el más importante y lava los pies porque, entre nosotros, el que está más en alto debe estar al servicio de los otros. Y esto es un símbolo, es un signo, ¿no? Lavar los pies es: «yo estoy a tu servicio». Y también nosotros, entre nosotros, no es que debamos lavarnos los pies todos los días los unos a los otros, pero entonces, ¿qué significa? Que debemos ayudarnos, los unos a los otros. A veces estoy enfadado con uno, o con una... pero... olvídalo, olvídalo, y si te pide un favor, hazlo. Ayudarse unos a otros: esto es lo que Jesús nos enseña y esto es lo que yo hago, y lo hago de corazón, porque es mi deber.

Como sacerdote y como obispo debo estar a vuestro servicio. Pero es un deber que viene del corazón: lo amo. Amo esto y amo hacerlo porque el Señor así me lo ha enseñando. Pero también vosotros, ayudadnos: ayudadnos siempre. Los unos a los otros. Y así, ayudándonos, nos haremos bien. Ahora haremos esta ceremonia de lavarnos los pies y pensemos: que cada uno de nosotros piense: «¿Estoy verdaderamente dispuesta o dispuesto a servir, a ayudar al otro?». Pensemos esto, solamente. Y pensemos que este signo es una caricia de Jesús, que Él hace, porque Jesús ha venido precisamente para esto, para servir, para ayudarnos.
(Santa Misa en la Cena del Señor, Centro Penitenciario para Menores "Casal del Marmo", Roma, Jueves Santo 28 de marzo de 2013)


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P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Jueves Santo


Me ha parecido conveniente predicar sobre el Sacramento del Orden para recordar la dignidad inmensa que Dios nos ha concedido a nosotros sacerdotes que concelebramos esta Eucaristía y también para los fieles laicos que poseen el sacerdocio común conferido a todos los bautizados. Para que conozcan un poco más el tesoro que poseen en el sacerdocio católico tan atacado y denigrado hoy.

Dijo el Señor, un jueves santo como hoy, a sus discípulos: “Haced esto en recuerdo mío”.

“Haced esto…” Significa hacer lo que hizo Jesús en la Ultima Cena, la Eucaristía. Jesús transustanció el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre y quiere que sus apóstoles perpetúen lo que El hizo, es decir, la Eucaristía.

La Eucaristía y el Sacramento del Orden nacen juntos en el Cenáculo, son el uno para el otro. No puede haber Eucaristía sin sacerdocio y no puede haber sacerdocio sin Eucaristía. Cuando deje de haber sacerdotes dejará de haber Eucaristía y Cristo vendrá por segunda vez.

“Haced esto…” Palabras muy profundas, muy densas, que invitan al fiel a abandonarse en ellas. El que comprende estas palabras y las vive imita a Cristo con perfección. Los apóstoles no las comprendieron pero se abandonaron en Jesús. Aceptaron sus palabras. El Espíritu Santo en Pentecostés les haría comprender todo y así la misma Escritura recuerda por boca de San Pablo como los apóstoles conmemoraban lo que hizo Jesús en la Ultima Cena y sellan la perpetuación del Sacrificio de Jesús con su propia sangre.

Estas palabras tan sencillas, esta frase tan breve jamás podríamos explicitarla hasta agotarla porque contiene un misterio y el misterio no lo pueden alcanzar las razones humanas. Todos los días podríamos agregar explicitaciones del “haced esto” y no acabaríamos en toda la eternidad.

“Haced esto…” Y con estas palabras inventa un Sacramento por el cual hombres tomados de entre los hombres y puestos a favor de los hombres hacen la Eucaristía.

“Haced esto…” La transustanciación. Tomar el pan y convertirlo en el Cuerpo de Jesús repitiendo lo que Él dijo, prestándole la voz, siendo otro Cristo: “Tomad, comed, éste es mi cuerpo…” Tomar el cáliz con el vino y convertirlo en la Sangre de Jesús repitiendo lo que Él dijo, prestándole la voz, siendo otro Cristo: “Bebed de ella todos, porque ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados”.

“Haced esto…” Un signo, pero no un signo cualquiera sino un signo sacramental, un sacramento que contiene al Autor de la gracia y que dado la comunica.

“Haced esto…” Un misterio, una paradoja, algo inaudito, algo que sale fuera de lo común, algo que trasciende la esfera sensible, algo que no puede hacer un hombre común sino un hombre que esta y vive en Dios, ocupado en las cosas de Dios, un pontífice, un mediador entre Dios y los hombres, un elegido y tomado de entre el común de los hombres.

“Haced esto…” Un milagro cada día. Siendo instrumentos por el cual hace el milagro y por ser instrumentos racionales también autores del milagro cuando nos unimos con la mente y el corazón a Jesús sacerdote principal, cuando nos identificamos plenamente con Cristo en la persona de Cristo.

“Haced esto…” El memorial de la pasión de Cristo. Verdadero Sacrificio, por el cual, se nos perdonan los pecados, agradecemos a Dios sus beneficios, pedimos lo que necesitamos, adoramos a nuestro Creador.

“Haced esto…” Un holocausto, un Sacrificio sin reservas, un Sacrificio hasta la destrucción total, una consumación plena sin guardar partes de la víctima, sin compensaciones, sin volver la mirada atrás, sin volver a tomar cosas dejadas, para la gloria de Dios y por la salvación del mundo.
“Haced esto…” Una oblación, un ofrecimiento. La unión de las buenas obras de todos los hombres y las nuestras en unión a la Víctima Divina para gloria de Dios y salvación de las almas.

“Haced esto…” Entrega de nuestra persona consagrada (otro cristo) por amor a los hombres para el perdón de sus pecados y en unión a la Victima Divina, a la cual, debemos asemejarnos cada día más. “La eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega”.

Si te sientas a comer en la mesa de un señor, mira con atención lo que te ponen delante, y pon la mano en ello pensando que luego tendrás que preparar tú algo semejante. Esta mesa de tal señor no es otra que aquella de la cual tomamos el cuerpo y la sangre de aquel que dio su vida por nosotros […]. Poner la mano en ello, pensando que luego tendremos que preparar algo semejante, significa lo que ya he dicho antes: que así como Cristo dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar la vida por los hermanos. Como dice el apóstol Pedro: Cristo padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas. Esto significa preparar algo semejante.

“Haced esto…” El amor manifestado en la entrega a los demás: amaos los unos a los otros como Yo os he amado. “El mandamiento del amor es posible sólo porque no es una mera exigencia: el amor puede ser mandado porque antes es dado”. Él nos ha amado de la manera más perfecta, con el mayor amor, entregando su vida por nosotros y por eso nosotros también debemos dar la vida por nuestros hermanos. En esto se encuentra la propia plenitud para todos los hombres

“Haced esto…” “Hágase”, decir sí al martirio incruento de cada día en donde se contiene la disposición al martirio cruento y si es el querer divino, el don del martirio cruento para asemejarnos más perfectamente a Jesús Víctima.
Esto es lo que hicieron los mártires, llevados por un amor ardiente; si no queremos celebrar en vano su recuerdo, y si nos acercamos a la mesa del Señor para participar del banquete en que ellos se saciaron, es necesario que, tal como ellos hicieron, preparemos luego nosotros algo semejante.

“Haced esto…” Aborrecimiento, renuncia a nuestros pecados, los cuales cargamos sobre la Victima Divina para ser destruidos en su muerte y así nosotros dar muerte al hombre adámico y resucitar luego al hombre cristificado. Así como en el Antiguo Testamento se cargaba sobre un chivo expiatorio los pecados de Israel y se lo enviaba al desierto, así nosotros cargamos los nuestros y los de todo el mundo sobre el Cordero de Dios.

“Haced esto…” El abandono en Jesús, en sus palabras “haced esto en recuerdo mío”. Palabras que sobrepasan nuestro entendimiento pero que nos preparan al salto, que es don de Dios. Para los sacerdotes, don de Dios para imitar lo que hacemos. Él nos llamó y nos da el poder de imitar su Sacrificio pero para ello es necesario abandonarnos en El y desapegarnos de las cosas y criterios mundanos y de nosotros mismos. Si nos abandonamos en Dios podremos decir como los apóstoles, como Pablo “sed mis imitadores, como lo soy de Cristo”. También para todos los bautizados estas palabras implican un abandono en Dios y un desapego de los criterios mundanos y de sí mismos para valorar la excelencia, la dignidad, el don del sacerdocio católico.

“Haced esto…” No solo la representación de lo que hizo sino también darnos como Jesús por alimento. No sólo dar lo sagrado, no solo enseñar lo sagrado, sino darnos como alimento de nuestros hermanos. Ser pan comido.

“Haced esto…” Un recuerdo que es el mayor acto de amor de la historia y que nos habla del amor que Cristo nos tiene y nos habla sin interrupción porque es eterno. Cuando se recuerda se renueva, se hace presente y nos invita a entregarnos como alimento y así entrar en comunión con El y con nuestros hermanos.

“Haced esto…” Una fiesta. Porque con la memoria de este sacrificio agradecemos y glorificamos a Dios por su bondad, de la cual participamos todas las criaturas. Damos el máximo culto que puede darse a Dios y como la fiesta nace del culto, la misa es la mayor fiesta que podemos celebrar. “Donde la caridad se alegra, allí hay fiesta” y la Eucaristía es el mayor acto de amor.

“Haced esto…” Un mandato que implica una elección especialísima, una vocación de amor que nos identifica plenamente con El, somos otros cristos. “Y no solamente les mandó si no que les dio el poder de hacer lo que El mismo hacía allí en el Cenáculo, el poder de hacer en su nombre y en su memoria: ¡Haced esto en memoria mía!”.

“Haced esto…” El mandato más provechoso. Porque sirve para el perdón de los pecados y porque nos da la plenitud de gracia. Él, el Padre de los espíritus, nos instruye en lo que es provechoso para recibir su santificación. Su santificación consiste en su Sacrificio, esto es, en su ofrecimiento sacramental, cuando se ofrece al Padre por nosotros y se ofrece a nosotros para nuestro provecho. Yo me consagro como víctima por ellos. Cristo, que por medio del Espíritu eterno se ofreció inmaculado a Dios, purificará nuestra conciencia de las obras muertas, para dar culto al Dios vivo.

El mandato más dulce. ¿Qué puede haber más dulce que aquello en que Dios nos muestra toda su dulzura? Les enviaste desde el cielo un pan ya preparado, que podía brindar todas las delicias y satisfacer todos los gustos. El sustento que les dabas revelaba tu dulzura con tus hijos, pues, adaptándose al deseo del que lo tomaba, se transformaba en lo que cada uno quería.

El mandato más saludable. Este sacramento es el fruto del árbol de la vida, y el que lo come con la devoción de una fe sincera no gustará jamás la muerte. Es árbol de vida para los que la abrazan, son dichosos los que la poseen. Quien me come vivirá por mí.

El mandato más amable. Este sacramento, en efecto, es causa de amor y de unión. La máxima prueba de amor es darse uno mismo como alimento. Decían las gentes de mi campamento: ¿Quién nos saciará de su carne?; que es como si dijera: Tanto los amo yo a ellos y ellos a mí, que yo deseo estar en sus entrañas y ellos desean comerme, para, incorporados a mí, convertirse en miembros de mi cuerpo. Era imposible un modo de unión más íntimo y verdadero entre ellos y yo.

El mandato más parecido a la vida eterna. La vida eterna viene a ser una continuación de este sacramento, en cuanto que Dios penetra con su dulzura en los que gozan de la vida bienaventurada.


Lc 22, 19
Cf. 1 Co 11, 23-26
Cf. Hb 5, 1
Ibíd.
Cf. Hb 5, 4
Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus caritas est (Dios es amor), del 25 de diciembre de 2005, nº 13, www.vatican.va/.../hf_ben-xvi_enc_20051225_deus-caritas-est_sp.html. (En adelante Dios es amor).
San Agustín, Sobre el evangelio de San Juan, Tratado 84, 1-2: CCL 36, 536-538. Cit. en la Liturgia de las horas, t. II, Miércoles Santo, 2ª lectura.
Cf. Jn 15, 12
Dios es Amor nº 14
Cf. Jn 15, 13
1 Jn 3, 14
Cf. Concilio Vaticano II, Constituciones. Decretos. Declaraciones. Legislación posconciliar.Gaudium Spes, 24, BAC Madrid 19674, 293.
Lc 1, 38
San Agustín, Sobre el evangelio de San Juan, Tratado 84, 1-2: CCL 36, 536-538. Cit. en la Liturgia de las horas, t. II, Miércoles Santo, 2ª lectura.
Cf. Lv 16, 1-10
Cf. Jn 1, 29
1 Co 11, 1
Cf. Chevrier, El Sacerdote según el evangelio, Descleé de Brouwer Pamplona 1961, 245. 250-3
Buela, Sacerdotes para siempre, Del Verbo Encarnado San Rafael 2000, 430
Buela, Sacerdotes para siempre…, 426
Cf. San Alberto Magno, Comentario al Evangelio de San Lucas 22, 19, Opera Omnia, Paris 1890-1899, 23, 672-674. Cit. Liturgia de las horas, t. 4, 15 de Noviembre, Segunda Lectura, p. 1516-1517. Regina España 19909.

 

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Directorio Homilético - Jueves Santo – Cena del Señor

CEC 1337-1344: la institución de la Eucaristía
CEC 1359-1361: la Eucaristía como acción de gracias
CEC 610, 1362-1372, 1382, 1436: la Eucaristía como sacrificio
CEC 1373-1381: la presencia real de Cristo en la Eucaristía
CEC 1384-1401, 2837: la Comunión
CEC 1402-1405: la Eucaristía “anticipación de la gloria futura”
CEC 611, 1366: la institución del sacerdocio en la Última Cena

La institución de la Eucaristía

1337 El Señor, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin. Sabiendo que había llegado la hora de partir de este mundo para retornar a su Padre, en el transcurso de una cena, les lavó los pies y les dio el mandamiento del amor (Jn 13,1-17). Para dejarles una prenda de este amor, para no alejarse nunca de los suyos y hacerles partícipes de su Pascua, instituyó la Eucaristía como memorial de su muerte y de su resurrección y ordenó a sus apóstoles celebrarlo hasta su retorno, "constituyéndoles entonces sacerdotes del Nuevo Testamento" (Cc. de Trento: DS 1740).

1338 Los tres evangelios sinópticos y S. Pablo nos han tran smitido el relato de la institución de la Eucaristía; por su parte, S. Juan relata las palabras de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm, palabras que preparan la institución de la Eucaristía: Cristo se designa a sí mismo como el pan de vida, bajado del cielo (cf Jn 6).

1339 Jesús escogió el tiempo de la Pascua para realizar lo que había anunciado en Cafarnaúm: dar a sus discípulos su Cuerpo y su Sangre:

Llegó el día de los Azimos, en el que se había de inmolar el cordero de Pascua; (Jesús) envió a Pedro y a Juan, diciendo: `Id y preparadnos la Pascua para que la comamos'...fueron... y prepararon la Pascua. Llegada la hora, se puso a la mesa con los apóstoles; y les dijo: `Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios'...Y tomó pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: `Esto es mi cuerpo que va a ser entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío'. De igual modo, después de cenar, el cáliz, diciendo: `Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre, que va a ser derramada por vosotros' (Lc 22,7-20; cf Mt 26,17-29; Mc 14,12-25; 1 Co 11,23-26).

1340 Al celebrar la última Cena con sus apóstoles en el transcurso del banquete pascual, Jesús dio su sentido definitivo a la pascua judía. En efecto, el paso de Jesús a su Padre por su muerte y su resurrección, la Pascua nueva, es anticipada en la Cena y celebrada en la Eucaristía que da cumplimiento a la pascua judía y anticipa la pascua final de la Iglesia en la gloria del Reino.


"Haced esto en memoria mía"

1341 El mandamiento de Jesús de repetir sus gestos y sus palabras "hasta que venga" (1 Co 11,26), no exige solamente acordarse de Jesús y de lo que hizo. Requiere la celebración litúrgica por los apóstoles y sus sucesores del memorial de Cristo, de su vida, de su muerte, de su resurrección y de su intercesión junto al Padre.

1342 Desde el comienzo la Iglesia fue fiel a la orden del Señor. De la Iglesia de Jerusalén se dice:

Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones...Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y con sencillez de corazón (Hch 2,42.46).

1343 Era sobre todo "el primer día de la semana", es decir, el domingo, el día de la resurrección de Jesús, cuando los cristianos se reunían para "partir el pan" (Hch 20,7). Desde entonces hasta nuestros días la celebración de la Eucaristía se ha perpetuado, de suerte que hoy la encontramos por todas partes en la Iglesia, con la misma estructura fundamental. Sigue siendo el centro de la vida de la Iglesia.

1344 Así, de celebración en celebración, anunciando el misterio pascual de Jesús "hasta que venga" (1 Co 11,26), el pueblo de Dios peregrinante "camina por la senda estrecha de la cruz" (AG 1) hacia el banquete celestial, donde todos los elegidos se sentarán a la mesa del Reino.

La acción de gracias y la alabanza al Padre

1359 La Eucaristía, sacramento de nuestra salvación realizada por Cristo en la cruz, es también un sacrificio de alabanza en acción de gracias por la obra de la creación. En el sacrificio eucarístico, toda la creación amada por Dios es presentada al Padre a través de la muerte y resurrección de Cristo. Por Cristo, la Iglesia puede ofrecer el sacrificio de alabanza en acción de gracias por todo lo que Dios ha hecho de bueno, de bello y de justo en la creación y en la humanidad.

1360 La Eucaristía es un sacrificio de acción de gracias al Padre, una bendición por la cual la Iglesia expresa su reconocimiento a Dios por todos sus beneficios, por todo lo que ha realizado mediante la creación, la redención y la santificación. "Eucaristía" significa, ante todo, acción de gracias.

1361 La Eucaristía es también el sacrificio de alabanza por medio del cual la Iglesia canta la gloria de Dios en nombre de toda la creación. Este sacrificio de alabanza sólo es posible a través de Cristo: él une los fieles a su persona, a su alabanza y a su intercesión, de manera que el sacrificio de alabanza al Padre es ofrecido por Cristo y con Cristo para ser aceptado en él.

Jesús anticipó en la cena la ofrenda libre de su vida

610 Jesús expresó de forma suprema la ofrenda libre de sí mismo en la cena tomada con los Doce Apóstoles (cf Mt 26, 20), en "la noche en que fue entregado"(1 Co 11, 23). En la víspera de su Pasión, estando todavía libre, Jesús hizo de esta última Cena con sus apóstoles el memorial de su ofrenda voluntaria al Padre (cf. 1 Co 5, 7), por la salvación de los hombres: "Este es mi Cuerpo que va a ser entregado por vosotros" (Lc 22, 19). "Esta es mi sangre de la Alianza que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados" (Mt 26, 28).

El memorial sacrificial de Cristo y de su Cuerpo, que es la Iglesia

1362 La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio, en la liturgia de la Iglesia que es su Cuerpo. En todas las plegarias eucarísticas encontramos, tras las palabras de la institución, una oración llamada anámnesis o memorial.

1363 En el sentido empleado por la Sagrada Escritura, el memorial no es solamente el recuerdo de los acontecimientos del pasado, sino la proclamación de las maravillas que Dios ha realizado en favor de los hombres (cf Ex 13,3). En la celebración litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales. De esta manera Israel entiende su liberación de Egipto: cada vez que es celebrada la pascua, los acontecimientos del Exodo se hacen presentes a la memoria de los creyentes a fin de que conformen su vida a estos acontecimientos.

1364 El memorial recibe un sentido nuevo en el Nuevo Testamento. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y esta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual (cf Hb 7,25-27): "Cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado, se realiza la obra de nuestra redención" (LG 3).

1365 Por ser memorial de la Pascua de Cristo, la Eucaristía es también un sacrificio. El carácter sacrificial de la Eucaristía se manifiesta en las palabras mismas de la institución: "Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros" y "Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros" (Lc 22,19-20). En la Eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros entregó en la cruz, y la sangre misma que "derramó por muchos para remisión de los pecados" (Mt 26,28).

1366 La Eucaristía es, pues, un sacrificio porque representa (= hace presente) el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y aplica su fruto:

(Cristo), nuestro Dios y Señor, se ofreció a Dios Padre una vez por todas, muriendo como intercesor sobre el altar de la cruz, a fin de realizar para ellos (los hombres) una redención eterna. Sin embargo, como su muerte no debía poner fin a su sacerdocio (Hb 7,24.27), en la última Cena, "la noche en que fue entregado" (1 Co 11,23), quiso dejar a la Iglesia, su esposa amada, un sacrificio visible (como lo reclama la naturaleza humana), donde sería representado el sacrificio sangriento que iba a realizarse una única vez en la cruz cuya memoria se perpetuaría hasta el fin de los siglos (1 Co 11,23) y cuya virtud saludable se aplicaría a la redención de los pecados que cometemos cada día (Cc. de Trento: DS 1740).

1367 El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio: "Es una y la misma víctima, que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes, que se ofreció a si misma entonces sobre la cruz. Sólo difiere la manera de ofrecer": (CONCILIUM TRIDENTINUM, Sess. 22a., Doctrina de ss. Missae sacrificio, c. 2: DS 1743) "Y puesto que en este divino sacrificio que se realiza en la Misa, se contiene e inmola incruentamente el mismo Cristo que en el altar de la cruz "se ofreció a sí mismo una vez de modo cruento"; …este sacrificio verdaderamente propiciatorio" (Ibid).

1368 La Eucaristía es igualmente el sacrificio de la Iglesia. La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, participa en la ofrenda de su Cabeza. Con él, ella se ofrece totalmente. Se une a su intercesión ante el Padre por todos los hombres. En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo, presente sobre el altar, da a todas alas generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda.

En las catacumbas, la Iglesia es con frecuencia representada como una mujer en oración, los brazos extendidos en actitud de orante. Como Cristo que extendió los brazos sobre la cruz, por él, con él y en él, la Iglesia se ofrece e intercede por todos los hombres.

1369 Toda la Iglesia se une a la ofrenda y a la intercesión de Cristo. Encargado del ministerio de Pedro en la Iglesia, el Papa es asociado a toda celebración de la Eucaristía en la que es nombrado como signo y servidor de la unidad de la Iglesia universal. El obispo del lugar es siempre responsable de la Eucaristía, incluso cuando es presidida por un presbítero; el nombre del obispo se pronuncia en ella para significar su presidencia de la Iglesia particular en medio del presbiterio y con la asistencia de los diáconos. La comunidad intercede también por todos los ministros que, por ella y con ella, ofrecen el sacrificio eucarístico:

Que sólo sea considerada como legítima la eucaristía que se hace bajo la presidencia del obispo o de quien él ha señalado para ello (S. Ignacio de Antioquía, Smyrn. 8,1).
Por medio del ministerio de los presbíteros, se realiza a la perfección el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo, único Mediador. Este, en nombre de toda la Iglesia, por manos de los presbíteros, se ofrece incruenta y sacramentalmente en la Eucaristía, hasta que el Señor venga (PO 2).

1370 A la ofrenda de Cristo se unen no sólo los miembros que están todavía aquí abajo, sino también los que están ya en la gloria del cielo: La Iglesia ofrece el sacrificio eucarístico en comunión con la santísima Virgen María y haciendo memoria de ella así como de todos los santos y santas. En la Eucaristía, la Iglesia, con María, está como al pie de la cruz, unida a la ofrenda y a la intercesión de Cristo.

1371 El sacrificio eucarístico es también ofrecido por los fieles difuntos "que han muerto en Cristo y todavía no están plenamente purificados" (Cc. de Trento: DS 1743), para que puedan entrar en la luz y la paz de Cristo:

Enterrad este cuerpo en cualquier parte; no os preocupe más su cuidado; solamente os ruego que, dondequiera que os hallareis, os acordéis de mi ante el altar del Señor (S. Mónica, antes de su muerte, a S. Agustín y su hermano; Conf. 9,9,27).

A continuación oramos (en la anáfora) por los santos padres y obispos difuntos, y en general por todos los que han muerto antes que nosotros, creyendo que será de gran provecho para las almas, en favor de las cuales es ofrecida la súplica, mientras se halla presente la santa y adorable víctima...Presentando a Dios nuestras súplicas por los que han muerto, aunque fuesen pecadores,... presentamos a Cristo inmolado por nuestros pecados, haciendo propicio para ellos y para nosotros al Dios amigo de los hombres (s. Cirilo de Jerusalén, Cateq. mist. 5, 9.10).

1372 S. Agustín ha resumido admirablemente esta doctrina que nos impulsa a una participación cada vez más completa en el sacrificio de nuestro Redentor que celebramos en la Eucaristía:

Esta ciudad plenamente rescatada, es decir, la asamblea y la sociedad de los santos, es ofrecida a Dios como un sacrificio universal por el Sumo Sacerdote que, bajo la forma de esclavo, llegó a ofrecerse por nosotros en su pasión, para hacer de nosotros el cuerpo de una tan gran Cabeza...Tal es el sacrificio de los cristianos: "siendo muchos, no formamos más que un sólo cuerpo en Cristo" (Rm 12,5). Y este sacrificio, la Iglesia no cesa de reproducirlo en el Sacramento del altar bien conocido de los fieles, donde se muestra que en lo que ella ofrece se ofrece a sí misma (civ. 10,6).

VI EL BANQUETE PASCUAL

1382 La misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Pero la celebración del sacrificio eucarístico está totalmente orientada hacia la unión íntima de los fieles con Cristo por medio de la comunión. Comulgar es recibir a Cristo mismo que se ofrece por nosotros.

1436 Eucaristía y Penitencia. La conversión y la penitencia diarias encuentran su fuente y su alimento en la Eucaristía, pues en ella se hace presente el sacrificio de Cristo que nos reconcilió con Dios; por ella son alimentados y fortificados los que viven de la vida de Cristo; "es el antídoto que nos libera de nuestras faltas cotidianas y nos preserva de pecados mortales" (Cc. de Trento: DS 1638).

La presencia de Cristo por el poder de su Palabra y del Espíritu Santo

1373 "Cristo Jesús que murió, resucitó, que está a la derecha de Dios e intercede por nosotros" (Rm 8,34), está presente de múltiples maneras en su Iglesia (cf LG 48): en su Palabra, en la oración de su Iglesia, "allí donde dos o tres estén reunidos en mi nombre" (Mt 18,20), en los pobres, los enfermos, los presos (Mt 25,31-46), en los sacramentos de los que él es autor, en el sacrificio de la misa y en la persona del ministro. Pero, "sobre todo, (está presente) bajo las especies eucarísticas" (SC 7).

1374 El modo de presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva la eucaristía por encima de todos los sacramentos y hace de ella "como la perfección de la vida espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos" (S. Tomás de A., s.th. 3, 73, 3). En el santísimo sacramento de la Eucaristía están "contenidos verdadera, real y substancialmente" el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero" (Cc. de Trento: DS 1651). "Esta presencia se denomina `real', no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen `reales', sino por excelencia, porque es substancial, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente" (MF 39).

1375 Mediante la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre, Cristo se hace presente en este sacramento. Los Padres de la Iglesia afirmaron con fuerza la fe de la Iglesia en la eficacia de la Palabra de Cristo y de la acción del Espíritu Santo para obrar esta conversión. Así, S. Juan Crisóstomo declara que:

No es el hombre quien hace que las cosas ofrecidas se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo mismo que fue crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. Esto es mi Cuerpo, dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas (Prod. Jud. 1,6).

Y S. Ambrosio dice respecto a esta conversión:

Estemos bien persuadidos de que esto no es lo que la naturaleza ha producido, sino lo que la bendición ha consagrado, y de que la fuerza de la bendición supera a la de la naturaleza, porque por la bendición la naturaleza misma resulta cambiada...La palabra de Cristo, que pudo hacer de la nada lo que no existía, ¿no podría cambiar las cosas existentes en lo que no eran todavía? Porque no es menos dar a las cosas su naturaleza primera que cambiársela (myst. 9,50.52).

1376 El Concilio de Trento resume la fe católica cuando afirma: "Porque Cristo, nuestro Redentor, dijo que lo que ofrecía bajo la especie de pan era verdaderamente su Cuerpo, se ha mantenido siempre en la Iglesia esta convicción, que declara de nuevo el Santo Concilio: por la consagración del pan y del vino se opera el cambio de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la substancia del vino en la substancia de su sangre; la Iglesia católica ha llamado justa y apropiadamente a este cambio transubstanciación" (DS 1642).

1377 La presencia eucarística de Cristo comienza en el momento de la consagración y dura todo el tiempo que subsistan las especies eucarísticas. Cristo está todo entero presente en cada una de las especies y todo entero en cada una de sus partes, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo (cf Cc. de Trento: DS 1641).

1378 El culto de la Eucaristía. En la liturgia de la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, entre otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente en señal de adoración al Señor. "La Iglesia católica ha dado y continua dando este culto de adoración que se debe al sacramento de la Eucaristía no solamente durante la misa, sino también fuera de su celebración: conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas, presentándolas a los fieles para que las veneren con solemnidad, llevándolas en procesión" (MF 56).

1379 El Sagrario (tabernáculo) estaba primeramente destinado a guardar dignamente la Eucaristía para que pudiera ser llevada a los enfermos y ausentes fuera de la misa. Por la profundización de la fe en la presencia real de Cristo en su Eucaristía, la Iglesia tomó conciencia del sentido de la adoración silenciosa del Señor presente bajo las especies eucarísticas. Por eso, el sagrario debe estar colocado en un lugar particularmente digno de la iglesia; debe estar construido de tal forma que subraye y manifieste la verdad de la presencia real de Cristo en el santo sacramento.

1380 Es grandemente admirable que Cristo haya querido hacerse presente en su Iglesia de esta singular manera. Puesto que Cristo iba a dejar a los suyos bajo su forma visible, quiso darnos su presencia sacramental; puesto que iba a ofrecerse en la cruz por muestra salvación, quiso que tuviéramos el memorial del amor con que nos había amado "hasta el fin" (Jn 13,1), hasta el don de su vida. En efecto, en su presencia eucarística permanece misteriosamente en medio de nosotros como quien nos amó y se entregó por nosotros (cf Ga 2,20), y se queda bajo los signos que expresan y comunican este amor:

La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración. (Juan Pablo II, lit. Dominicae Cenae, 3).

1381 "La presencia del verdadero Cuerpo de Cristo y de la verdadera Sangre de Cristo en este sacramento, `no se conoce por los sentidos, dice S. Tomás, sino solo por la fe , la cual se apoya en la autoridad de Dios'. Por ello, comentando el texto de S. Lucas 22,19: `Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros', S. Cirilo declara: `No te preguntes si esto es verdad, sino acoge más bien con fe las palabras del Señor, porque él, que es la Verdad, no miente" (S. Tomás de Aquino, s.th. 3,75,1, citado por Pablo VI, MF 18):

Adoro te devote, latens Deitas,
Quae sub his figuris vere latitas:
Tibi se cor meum totum subjicit,
Quia te contemplans totum deficit.

Visus, gustus, tactus in te fallitur,
Sed auditu solo tuto creditur:
Credo quidquod dixit Dei Filius:
Nil hoc Veritatis verbo verius.

(Adórote devotamente, oculta Deidad,
que bajo estas sagradas especies te ocultas verdaderamente:
A ti mi corazón totalmente se somete,
pues al contemplarte, se siente desfallecer por completo.

La vista, el tacto, el gusto, son aquí falaces;
sólo con el oído se llega a tener fe segura.
Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios,
nada más verdadero que esta palabra de Verdad.)

“Tomad y comed todos de él”: la comunión

1384 El Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: "En verdad en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros" (Jn 6,53).

1385 Para responder a esta invitación, debemos prepararnos para este momento tan grande y santo. S. Pablo exhorta a un examen de conciencia: "Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo" ( 1 Co 11,27-29). Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar.

1386 Ante la grandeza de este sacramento, el fiel sólo puede repetir humildemente y con fe ardiente las palabras del Centurión (cf Mt 8,8): "Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme". En la Liturgia de S. Juan Crisóstomo, los fieles oran con el mismo espíritu:

Hazme comulgar hoy en tu cena mística, oh Hijo de Dios. Porque no diré el secreto a tus enemigos ni te daré el beso de Judas. Sino que, como el buen ladrón, te digo: Acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

1387 Para prepararse convenientemente a recibir este sacramento, los fieles deben observar el ayuno prescrito por la Iglesia (cf CIC can. 919). Por la actitud corporal (gestos, vestido) se manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped.

1388 Es conforme al sentido mismo de la Eucaristía que los fieles, con las debidas disposiciones (cf CIC, can. 916), comulguen cuando participan en la misa (cf CIC, can 917. Los fieles, en el mismo día, pueden recibir la Santísima Eucaristía sólo una segunda vez: Cf PONTIFICIA COMMISSIO CODICI IURIS CANONICI AUTHENTICE INTERPRETANDO, Responsa ad proposita dubia, 1: AAS 76 (1984) 746): "Se recomienda especialmente la participación más perfecta en la misa, recibiendo los fieles, después de la comunión del sacerdote, del mismo sacrificio, el cuerpo del Señor" (SC 55).

1389 La Iglesia obliga a los fieles a participar los domingos y días de fiesta en la divina liturgia (cf OE 15) y a recibir al menos una vez al año la Eucaristía, si es posible en tiempo pascual (cf CIC, can. 920), preparados por el sacramento de la Reconciliación. Pero la Iglesia recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días.

1390 Gracias a la presencia sacramental de Cristo bajo cada una de las especies, la comunión bajo la sola especie de pan ya hace que se reciba todo el fruto de gracia propio de la Eucaristía. Por razones pastorales, esta manera de comulgar se ha establecido legítimamente como la más habitual en el rito latino. "La comunión tiene una expresión más plena por razón del signo cuando se hace bajo las dos especies. Ya que en esa forma es donde más perfectamente se manifiesta el signo del banquete eucarístico" (IGMR 240). Es la forma habitual de comulgar en los ritos orientales.


Los frutos de la comunión

1391 La comunión acrecienta nuestra unión con Cristo. Recibir la Eucaristía en la comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús. En efecto, el Señor dice: "Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en él" (Jn 6,56). La vida en Cristo encuentra su fundamento en el banquete eucarístico: "Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí" (Jn 6,57):

Cuando en las fiestas del Señor los fieles reciben el Cuerpo del Hijo, proclaman unos a otros la Buena Nueva de que se dan las arras de la vida, como cuando el ángel dijo a María de Magdala: "¡Cristo ha resucitado!" He aquí que ahora también la vida y la resurrección son comunicadas a quien recibe a Cristo (Fanqîth, Oficio siriaco de Antioquía, vol. I, Commun, 237 a-b).

1392 Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual. La comunión con la Carne de Cristo resucitado, vivificada por el Espíritu Santo y vivificante (PO 5), conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Este crecimiento de la vida cristiana necesita ser alimentado por la comunión eucarística, pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la muerte, cuando nos sea dada como viático.

1393 La comunión nos separa del pecado. El Cuerpo de Cristo que recibimos en la comunión es "entregado por nosotros", y la Sangre que bebemos es "derramada por muchos para el perdón de los pecados". Por eso la Eucaristía no puede unirnos a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados:

"Cada vez que lo recibimos, anunciamos la muerte del Señor" (1 Co 11,26). Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos también el perdón de los pecados . Si cada vez que su Sangre es derramada, lo es para el perdón de los pecados, debo recibirle siempre, para que siempre me perdone los pecados. Yo que peco siempre, debo tener siempre un remedio (S. Ambrosio, sacr. 4, 28).

1394 Como el alimento corporal sirve para restaurar la pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortalece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificada borra los pecados veniales (cf Cc. de Trento: DS 1638). Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor y nos hace capaces de romper los lazos desordenados con las criaturas y de arraigarnos en él:

Porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio, pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comunique el amor; suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestro propios corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado para nosotros, y sepamos vivir crucificados para el mundo...y, llenos de caridad, muertos para el pecado vivamos para Dios (S. Fulgencio de Ruspe, Fab. 28,16-19).

1395 Por la misma caridad que enciende en nosotros, la Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con él por el pecado mortal. La Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecados mortales. Esto es propio del sacramento de la Reconciliación. Lo propio de la Eucaristía es ser el sacramento de los que están en plena comunión con la Iglesia.

1396 La unidad del Cuerpo místico: La Eucaristía hace la Iglesia. Los que reciben la Eucaristía se unen más estrechamente a Cristo. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia. La comunión renueva, fortifica, profundiza esta incorporación a la Iglesia realizada ya por el Bautismo. En el Bautismo fuimos llamados a no formar más que un solo cuerpo (cf 1 Co 12,13). La Eucaristía realiza esta llamada: "El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? y el pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan" (1 Co 10,16-17):

Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis "Amén" (es decir, "sí", "es verdad") a lo que recibís, con lo que, respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir "el Cuerpo de Cristo", y respondes "amén". Por lo tanto, se tú verdadero miembro de Cristo para que tu "amén" sea también verdadero (S. Agustín, serm. 272).

1397 La Eucaristía entraña un compromiso en favor de los pobres: Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos (cf Mt 25,40):

Has gustado la sangre del Señor y no reconoces a tu hermano. Deshonras esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento al que ha sido juzgado digno de participar en esta mesa. Dios te ha liberado de todos los pecados y te ha invitado a ella. Y tú, aún así, no te has hecho más misericordioso (S. Juan Crisóstomo, hom. in 1 Co 27,4).

1398 La Eucaristía y la unidad de los cristianos. Ante la grandeza de esta misterio, S. Agustín exclama: "O sacramentum pietatis! O signum unitatis! O vinculum caritatis!" ("¡Oh sacramento de piedad, oh signo de unidad, oh vínculo de caridad!", Ev. Jo. 26,13; cf SC 47). Cuanto más dolorosamente se hacen sentir las divisiones de la Iglesia que rompen la participación común en la mesa del Señor, tanto más apremiantes son las oraciones al Señor para que lleguen los días de la unidad completa de todos los que creen en él.

1399 Las Iglesias orientales que no están en plena comunión con la Iglesia católica celebran la Eucaristía con gran amor. "Mas como estas Iglesias, aunque separadas, tienen verdaderos sacramentos, y sobre todo, en virtud de la sucesión apostólica, el sacerdocio y la Eucaristía, con los que se unen aún más con nosotros con vínculo estrechísimo" (UR 15). Una cierta comunión in sacris, por tanto, en la Eucaristía, "no solamente es posible, sino que se aconseja...en circunstancias oportunas y aprobándolo la autoridad eclesiástica" (UR 15, cf CIC can. 844,3).

1400 Las comunidades eclesiales nacidas de la Reforma, separadas de la Iglesia católica, "sobre todo por defecto del sacramento del orden, no han conservado la sustancia genuina e íntegra del Misterio eucarístico" (UR 22). Por esto, para la Iglesia católica, la intercomunión eucarística con estas comunidades no es posible. Sin embargo, estas comunidades eclesiales "al conmemorar en la Santa Cena la muerte y la resurrección del Señor, profesan que en la comunión de Cristo se significa la vida, y esperan su venida gloriosa" (UR 22).

1401 Si, a juicio del ordinario, se presenta una necesidad grave, los ministros católicos pueden administrar los sacramentos (eucaristía, penitencia, unción de los enfermos) a cristianos que no están en plena comunión con la Iglesia católica, pero que piden estos sacramentos con deseo y rectitud: en tal caso se precisa que profesen la fe católica respecto a estos sacramentos y estén bien dispuestos (cf CIC, can. 844,4).

2837 "De cada día". La palabra griega, "epiousios", no tiene otro sentido en el Nuevo Testamento. Tomada en un sentido temporal, es una repetición pedagógica de "hoy" (cf Ex 16, 19-21) para confirmarnos en una confianza "sin reserva". Tomada en un sentido cualitativo, significa lo necesario a la vida, y más ampliamente cualquier bien suficiente para la subsistencia (cf 1 Tm 6, 8). Tomada al pie de la letra [epiousios: "lo más esencial"], designa directamente el Pan de Vida, el Cuerpo de Cristo, "remedio de inmortalidad" (San Ignacio de Antioquía) sin el cual no tenemos la Vida en nosotros (cf Jn 6, 53-56) Finalmente, ligado a lo que precede, el sentido celestial es claro: este "día" es el del Señor, el del Festín del Reino, anticipado en la Eucaristía, en que pregustamos el Reino venidero. Por eso conviene que la liturgia eucarística se celebre "cada día".

La Eucaristía es nuestro pan cotidiano. La virtud propia de este divino alimento es una fuerza de unión: nos une al Cuerpo del Salvador y hace de nosotros sus miembros para que vengamos a ser lo que recibimos... Este pan cotidiano se encuentra, además, en las lecturas que oís cada día en la Iglesia, en los himnos que se cantan y que vosotros cantáis. Todo eso es necesario en nuestra peregrinación (San Agustín, serm. 57, 7, 7).

El Padre del cielo nos exhorta a pedir como hijos del cielo el Pan del cielo (cf Jn 6, 51). Cristo "mismo es el pan que, sembrado en la Virgen, florecido en la Carne, amasado en la Pasión, cocido en el Horno del sepulcro, reservado en la Iglesia, llevado a los altares, suministra cada día a los fieles un alimento celestial" (San Pedro Crisólogo, serm. 71)

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