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Domingo 2 Tiempo Ordinario B: Comentarios de Sabios y Santos l - Preparemos con ellos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada en la Eucaristía Dominical

 

Recursos adicionales para la preparación

 



A su disposición
Exégesis: R.P. Severiano del Páramo, S.J. - Vocación de los primeros discípulos y el primer encuentro con Pedro (Jn 1,35-42)

Exégesis: Manuel de Tuya - Recluta de los primeros discípulos de Cristo

Comentario Teológico: Juan Pablo II Magno - “Venid y lo veréis” buscar seguir permanecer

Comentario Teológico: Ángel Antón, S. J. - Los discípulos de Jesús

Santos Padres: San Juan Crisóstomo - “Y se quedaron con Él ese día” (Homilía 18)

Santos Padres: San Agustín - 'Maestro: ¿dónde vives?'

Aplicación: R.P. Carlos Miguel Buela, I.V.E. - “Te seguiré adonde quieras que vayas”

Aplicación: San Alberto Hurtado - ¿Qué es la vocación sacerdotal?

Aplicación: Papa Francisco - Escucha, encuentro y caminar

Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La mirada de Jesús - Jn 1, 35-42

Aplicación: P. R. Cantalamessa - Glorificad a Dios con vuestro cuerpo

Ejemplos

 

La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla:  Recibirla, meditarla, memorizarla, estudiarla, obedecerla, celebrarla
Falta un dedo: Celebrarla

 

 

COMENTARIOS A LAS LECTURAS DEL DOMINGO

Exégesis: R.P. Severiano del Páramo, S.J. - Vocación de los primeros discípulos y el primer encuentro con Pedro (Jn 1,35-42)

Los primeros discípulos del Señor salen de la escuela del Precursor, a quien cabe la gloria de haberlos puesto en relación con el Mesías. Se distinguen dos grupos: el de Andrés, Pedro y Juan (35-42) y el de Felipe y Natanael (43-51).

35 Dos con sentido afirmativo, no exclusivo. Los dos de la narración, aunque hubiera más.

Estaba, “eisthkei”, pluscuamperfecto con sentido de imperfecto. “Como quien espera”, comenta Toledo. Juan espera que vuelva Jesús. Es uno de los momentos cumbres de su vocación. Va a poner en contacto con el Mesías a dos de sus mejores discípulos. La continuidad de los planes de Dios se revela aquí en el hecho de que los principales discípulos de Jesús salen de la escuela de Juan. También se revela en esto la grandeza de la vocación de Juan. Toda esta narración, la más detallada del cuarto evangelio, tiene el aspecto de un recuerdo primero largamente acariciado en la memoria, como sucede con los hechos que cambian el rumbo de nuestra vida. En la historia de los santos y de los apóstoles siempre hay un Bautista que los ha puesto en contacto con Jesús. Son las gracias externas de que Dios se vale para la salvación y santificación de los suyos.

36 Habiendo mirado con sentido de fijeza y atención. Juan mira para que miren los discípulos. Era lo que esperaba Juan. Es profunda esta narración en su brevedad. El apóstol de Jesús debe empezar él por mirarlo primero. Que pasaba, lit. “que caminaba”. Es un caminar intencionado junto a Juan. Así son los pasos de la gracia junto a nosotros. Intencionados. Hay tránsitos defini­tivos en la historia de las almas. Dios y la gracia no están quietos, pasan junto a nosotros. Es posible que, después del testimonio anterior, Juan hubiera ampliado a los discípulos su lección sobre el Mesías. En los discípulos se había encendido el deseo de volverlo a ver y de tratarlo. Es la ocasión para que Juan vuelva a señalarlo, resumiendo en una frase todo lo que les había dicho de él. Con este nuevo testimonio Juan revela su desprendimiento. Es una verdadera exhortación a que sus discípulos pasen a una escuela superior.

37 Oyeron, comprendieron el alcance de la exhortación y la obedecieron. Sin duda que la gracia tocó internamente los corazones de los dos privilegiados. La mirada de Jesús se anticipó a ellos.

38 Volvióse con su mirada corporal, pero antes los ha mirado con la de la gracia. “Frustra nos sequimur, nisi ipse se convertat” (=Inútilmente lo seguiríamos si Él mismo no se hubiera dado vuelta). (S. Agustín).

¿Qué buscáis? es la primera palabra que pronuncia Jesús en el cuarto evangelio, que tantas palabras suyas nos ha conservado. Y es la pregunta que hace a todos los hombres deseosos de la luz.

¿Dónde habitas? La pregunta, como explica Toledo, revela un deseo en los dos jóvenes: estar y hablar despacio con Jesús.

39 Venid y veréis es la invitación de Jesús, accediendo a lo que pretendían. Se quedaron con él, quiere decir que pasaron con él la noche. La razón está en la frase siguiente: la hora décima, como las cuatro de la tarde. El día tiene doce horas en el cómputo de Juan. Y la hora décima equivale a las cuatro de la tarde de nosotros. En hora tan avanzada los orientales invitan al huésped a pasar juntos la noche. La hora favorecía los deseos de los dos nobles discípulos. ¿Quiénes eran? Después se da el nombre de Andrés, El otro pudiera ser muy bien el propio Juan apóstol, autor de la narración que, por su vivo colorido, revela al testigo.

41 Hemos encontrado al Mesías. Grito de júbilo que descubre el corazón de un israelita auténtico, interesado por la esperanza de Israel. Los dos se han persuadido de que Jesús era el Mesías anhelado. Unas horas de trato directo y personal han bastado. Nota característica de esta narración es la fuerza persuasiva de Jesús. Se interpreta, esta frase, como la equivalente del v.38, no es de los discípulos, sino del evangelista, que explica a sus lectores griegos el sentido de las palabras arameas. Primero, primeramente, “prwton”, adverbio con parte del texto alejandrino (B 33), el texto cesariense, el texto antioqueno y una parte de la VL (a c ff 1), las dos versiones coptas (Boh Sah) y la armenia, P75. Entre los críticos están Hort, Weiss, Soden, Vogels, Lagrange, Merk y Bover. La otra lectura rival, “prwtoj”, el primero, se encuentra en parte del texto alejandrino (S* W L), en la koiné y Tischendorf. Favorece más la idea de que el otro discípulo anónimo encontró también a su hermano, que sería Santiago. La lectura adverbial nuestra se explica con los encuentros posteriores. Bernard y Braun leen “prwi”, por la mañana temprano.

42 Fijando en él su mirada como gesto revelador de la penetración y de predilección. A Pedro se le grabará esta mirada, que señala su primer encuentro con Jesús. El evangelio de Marcos, que es el de Pedro, será el evangelio de la mirada de Jesús. Jesús se impone desde un principio a Pedro. Conoce su nombre propio de Simón. Sabe que es hijo de Juan. Hijo de Juan equivale entre los hebreos a nuestro apellido paterno. Le anuncia el nombre que ha de llevar en la historia, como símbolo de su misión. Kefas equivale al griego de Pedro. El cambio de nombre está en los cuatro evangelios. Mc 3, 16 y Lc 6, 14 lo refieren con motivo de la elección de los Doce. Mt 16, 13-29 con motivo de la promesa del primado. El cuarto evangelio unirá generalmente los dos nombres y dirá hasta diecisiete veces Simón Pedro. Este nombre compuesto sólo aparece una vez en Mt 16, 16 y otra en Lc 5, 8. Kefas es familiar en Pablo, 1 Cor 1, 12; 3, 22; 9, 5; 15, 5 y en Gal 1, 18; 2, 9.11.14. Al final del siglo I el nombre de Pedro es exclusivo. El cambio de nombre en el AT marca el principio de una vocación divina especial. Jacob es llamado Israel (Gen 32, 28), Abram se convierte en Abra­hán (17, 5). No tiene probabilidad la teoría reciente de que Kefas era un discípulo del Señor distinto de Simón.
(DEL PÁRAMO S., La Sagrada Escritura, Evangelios, BAC Madrid 1964, I, pp. 813-815)


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Comentario Teológico: Juan Pablo Magno - “Venid y lo veréis”

Buscar, seguir, permanecer

34. «Venid y lo veréis» (Jn 1, 39). De esta manera responde Jesús a los dos discípulos de Juan el Bautista, que le preguntaban donde vivía. En estas palabras encontramos el significado de la vocación.

Así cuenta el evangelista la llamada a Andrés y a Pedro: «Al día siguiente, Juan se encontraba en aquel mismo lugar con dos de sus discípulos. De pronto vio a Jesús, que pasaba por allí, y dijo: "¡Éste es el cordero de Dios!" Los dos discípulos le oyeron decir esto y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, viendo que lo seguían, les preguntó: "¿Qué buscáis?" Ellos contestaron: "Rabbí, (que quiere decir Maestro) ¿dónde vives?" Él les respondió: "Venid y lo veréis". Se fueron con él, vieron dónde vivía y pasaron aquel día con él. Eran como las cuatro de la tarde. Uno de los dos que siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Encontró Andrés en primer lugar a su propio hermano Simón y le dijo: "Hemos encontrado al Mesías (que quiere decir Cristo)". Y lo llevó a Jesús. Jesús, al verlo, le dijo: "Tú eres Simón, hijo de Juan: en adelante te llamarás Cefas, (es decir, Pedro)"» (Jn 1, 35-42).

Esta página del Evangelio es una de tantas de la Biblia en las que se describe el «misterio» de la vocación; en nuestro caso, el misterio de la vocación a ser apóstoles de Jesús. La página de san Juan, que tiene también un significado para la vocación cristiana como tal, adquiere un valor simbólico para la vocación sacerdotal. La Iglesia, como comunidad de los discípulos de Jesús, está llamada a fijar su mirada en esta escena que, de alguna manera, se renueva continuamente en la historia. Se le invita a profundizar el sentido original y personal de la vocación al seguimiento de Cristo en el ministerio sacerdotal y el vínculo inseparable entre la gracia divina y la responsabilidad humana contenido y revelado en esas dos palabras que tantas veces encontramos en el Evangelio: ven y sígueme (cf. Mt 19, 21). Se le invita a interpretar y recorrer el dinamismo propio de la vocación, su desarrollo gradual y concreto en las fases del buscar a Jesús, seguirlo y permanecer con Él.

La Iglesia encuentra en este Evangelio de la vocación el modelo, la fuerza y el impulso de su pastoral vocacional, o sea, de su misión destinada a cuidar el nacimiento, el discernimiento y el acompañamiento de las vocaciones, en especial de las vocaciones al sacerdocio. Precisamente porque «la falta de sacerdotes es ciertamente la tristeza de cada Iglesia» (Discurso final del Sínodo, 5) la pastoral vocacional exige ser acogida, sobre todo hoy, con nuevo, vigoroso y más decidido compromiso por parte de todos los miembros de la Iglesia, con la conciencia de que no es un elemento secundario o accesorio, ni un aspecto aislado o sectorial, como si fuera algo sólo parcial, aunque importante, de la pastoral global de la Iglesia. Como han afirmado repetidamente los Padres sinodales, se trata más bien de una actividad íntimamente inserta en la pastoral general de cada Iglesia particular, de una atención que debe integrarse e identificarse plenamente con la llamada "cura de almas" ordinaria, de una dimensión connatural y esencial de la pastoral eclesial, o sea, de su vida y de su misión.

La dimensión vocacional es esencial y connatural a la pastoral de la Iglesia

La razón se encuentra en el hecho de que la vocación define, en cierto sentido, el ser profundo de la Iglesia, incluso antes que su actuar. En el mismo vocablo de Iglesia (Ecclesia) se indica su fisonomía vocacional íntima, porque es verdaderamente «convocatoria», esto es, asamblea de los llamados: «Dios ha convocado la asamblea de aquellos que miran en la fe a Jesús, autor de la salvación y principio de unidad y de paz, y así ha constituido la Iglesia, para que sea para todos y para cada uno el sacramento visible de esta unidad salvífica» (Lumen Gentium, 9).

Una lectura propiamente teológica de la vocación sacerdotal y de su pastoral, puede nacer sólo de la lectura del misterio de la Iglesia como mysterium vocationis.

La Iglesia y el don de la vocación

35. Toda vocación cristiana encuentra su fundamento en la elección gratuita y precedente de parte del Padre, «que desde lo alto del cielo nos ha bendecido por medio de Cristo con toda clase de bienes espirituales. Él nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo, para que fuéramos su pueblo y nos mantuviéramos sin mancha en su presencia. Llevado de su amor, él nos destinó de antemano, conforme al beneplácito de su voluntad, a ser adoptados como hijos suyos, por medio de Jesucristo» (Ef 1, 3-5).

Toda vocación cristiana viene de Dios, es don de Dios. Sin embargo nunca se concede fuera o independientemente de la Iglesia, sino que siempre tiene lugar en la Iglesia y mediante ella, porque, como nos recuerda el Concilio Vaticano II, «fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente» (Lumen Gentium, 9)

La Iglesia no sólo contiene en sí todas las vocaciones que Dios le otorga en su camino de salvación, sino que ella misma se configura como misterio de vocación, reflejo luminoso y vivo del misterio de la Santísima Trinidad. En realidad la Iglesia, «pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»,(San Cipriano) lleva en sí el misterio del Padre que, sin ser llamado ni enviado por nadie (cf. Rom 11, 33-35), llama a todos para santificar su nombre y cumplir su voluntad; ella custodia dentro de sí el misterio del Hijo, llamado por el Padre y enviado para anunciar a todos el Reino de Dios, y que llama a todos a su seguimiento; y es depositaria del misterio del Espíritu Santo que consagra para la misión a los que el Padre llama mediante su Hijo Jesucristo.

La Iglesia, que por propia naturaleza es «vocación», es generadora y educadora de vocaciones. Lo es en su ser de «sacramento», en cuanto «signo» e «instrumento» en el que resuena y se cumple la vocación de todo cristiano; y lo es en su actuar, o sea, en el desarrollo de su ministerio de anuncio de la Palabra, de celebración de los Sacramentos y de servicio y testimonio de la caridad.

Ahora se puede comprender mejor la esencial dimensión eclesial de la vocación cristiana: ésta no sólo deriva «de» la Iglesia y de su mediación, no sólo se reconoce y se cumple «en» la Iglesia, sino que —en el servicio fundamental de Dios— se configura necesariamente como servicio «a» la Iglesia. La vocación cristiana, en todas sus formas, es un don destinado a la edificación de la Iglesia, al crecimiento del Reino de Dios en el mundo.

Esto que decimos de toda vocación cristiana se realiza de un modo específico en la vocación sacerdotal. Ésta es una llamada, a través del sacramento del Orden recibido en la Iglesia, a ponerse al servicio del Pueblo de Dios con una peculiar pertenencia y configuración con Jesucristo y que da también la autoridad para actuar en su nombre «et in persona» de quien es Cabeza y Pastor de la Iglesia.

(…)

El diálogo vocacional: iniciativa de Dios y respuesta del hombre

36. La historia de toda vocación sacerdotal, como también de toda vocación cristiana, es la historia de un inefable diálogo entre Dios y el hombre, entre el amor de Dios que llama y la libertad del hombre que responde a Dios en el amor. Estos dos aspectos inseparables de la vocación, el don gratuito de Dios y la libertad responsable del hombre, aparecen de manera clara y eficaz en las brevísimas palabras con las que el evangelista san Marcos presenta la vocación de los doce: Jesús «subió a un monte, y llamando a los que quiso, vinieron a él» (3, 13). Por un lado está la decisión absolutamente libre de Jesús y por otro, el «venir» de los doce, o sea, el «seguir» a Jesús.

Éste es el modelo constante, el elemento imprescindible de toda vocación; la de los profetas, apóstoles, sacerdotes, religiosos, fieles laicos, la de toda persona.

Ahora bien, la intervención libre y gratuita de Dios que llama es absolutamente prioritaria, anterior y decisiva. Es suya la iniciativa de llamar. Por ejemplo, ésta es la experiencia del profeta Jeremías: «El Señor me habló así: "Antes de formarte en el vientre te conocí; antes que salieras del seno te consagré, te constituí profeta de las naciones"» (Jr 1, 4-5). Y es la misma verdad presentada por el apóstol Pablo, que fundamenta toda vocación en la elección eterna en Cristo, hecha «antes de la creación del mundo» y «conforme al beneplácito de su voluntad» (Ef 1, 4. 5). La primacía absoluta de la gracia en la vocación encuentra su proclamación perfecta en la palabra de Jesús: «No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto y que vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16).

Si la vocación sacerdotal testimonia, de manera inequívoca, la primacía de la gracia, la decisión libre y soberana de Dios de llamar al hombre exige respeto absoluto, y en modo alguno puede ser forzada por presiones humanas, ni puede ser sustituida por decisión humana alguna. La vocación es un don de la gracia divina y no un derecho del hombre, de forma que nunca se puede considerar la vida sacerdotal como una promoción simplemente humana, ni la misión del ministro como un simple proyecto personal. De este modo, queda excluida radicalmente toda vanagloria y presunción por parte de los llamados (cf. Heb 5, 4 ss) los cuales han de sentir profundamente una gratitud admirada y conmovida, una confianza y una esperanza firmes, porque saben que están apoyados no en sus propias fuerzas, sino en la fidelidad incondicional de Dios que llama.

«Llamó a los que él quiso y vinieron a él» (Mc 3, 13). Este «venir», que se identifica con el «seguir» a Jesús, expresa la respuesta libre de los doce a la llamada del Maestro. Así sucede con Pedro y Andrés; les dijo: «'Venid conmigo y os haré pescadores de hombres'. Y ellos al instante, dejaron las redes y le siguieron» (Mt 4, 19-20). Idéntica fue la experiencia de Santiago y Juan (cf. Mt 4, 21-22). Así sucede siempre: en la vocación brillan a la vez el amor gratuito de Dios y la exaltación de la libertad del hombre; la adhesión a la llamada de Dios y su entrega a Él.

En realidad, gracia y libertad no se oponen entre sí. Al contrario, la gracia anima y sostiene la libertad humana, liberándola de la esclavitud del pecado (cf. Jn 8, 34-36), sanándola y elevándola en sus capacidades de apertura y acogida del don de Dios. Y si no se puede atentar contra la iniciativa absolutamente gratuita de Dios que llama, tampoco se puede atentar contra la extrema seriedad con la que el hombre es desafiado en su libertad. Así, al «ven y sígueme» de Jesús, el joven rico contesta con el rechazo, signo —aunque sea negativo— de su libertad: «Pero él, abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mc 10, 22).

Por tanto, la libertad es esencial para la vocación, una libertad que en la respuesta positiva se califica como adhesión personal profunda, como donación de amor —o mejor como re-donación al Donador: Dios que llama—, esto es, como oblación. «A la llamada —decía Pablo VI— corresponde la respuesta. No puede haber vocaciones, si no son libres, es decir, si no son ofrendas espontáneas de sí mismo, conscientes, generosas, totales... Oblaciones; éste es prácticamente el verdadero problema... Es la voz humilde y penetrante de Cristo, que dice, hoy como ayer y más que ayer: ven. La libertad se sitúa en su raíz más profunda: la oblación, la generosidad y el sacrificio».

La oblación libre, que constituye el núcleo íntimo y más precioso de la respuesta del hombre a Dios que llama, encuentra su modelo incomparable, más aún, su raíz viva, en la oblación libérrima de Jesucristo —primero de los llamados— a la voluntad del Padre: «Por eso, al entrar en este mundo, dice Cristo: "No has querido sacrificio ni oblación, pero me has formado un cuerpo ... Entonces yo dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad"» (Heb 10, 5.7).

En íntima unión con Cristo, María, la Virgen Madre, ha sido la criatura que más ha vivido la plena verdad de la vocación, porque nadie como Ella ha respondido con un amor tan grande al amor inmenso de Dios.

37. «Abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mc 10, 22). El joven rico del Evangelio, que no sigue la llamada de Jesús, nos recuerda los obstáculos que pueden bloquear o apagar la respuesta libre del hombre: no sólo los bienes materiales pueden cerrar el corazón humano a los valores del espíritu y a las exigencias radicales del Reino de Dios, sino que también algunas condiciones sociales y culturales de nuestro tiempo pueden representar no pocas amenazas e imponer visiones desviadas y falsas sobre la verdadera naturaleza de la vocación, haciendo difíciles, cuando no imposibles, su acogida y su misma comprensión.

(…)

Contenidos y medios de la pastoral vocacional

38. Ciertamente la vocación es un misterio inescrutable que implica la relación que Dios establece con el hombre, como ser único e irrepetible, un misterio percibido y sentido como una llamada que espera una respuesta en lo profundo de la conciencia, esto es, en aquel «sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en la propia intimidad» (Gaudium et spes, 16). Pero esto no elimina la dimensión comunitaria y, más en concreto, eclesial de la vocación: la Iglesia está realmente presente y operante en la vocación de cada sacerdote.

En el servicio a la vocación sacerdotal y a su camino, o sea, al nacimiento, discernimiento y acompañamiento de la vocación, la Iglesia puede encontrar un modelo en Andrés, uno de los dos primeros discípulos que siguieron a Jesús. Es el mismo Andrés el que va a contar a su hermano lo que le había sucedido: «Hemos encontrado al Mesías (que quiere decir el Cristo)» (Jn 1, 41). Y la narración de este «descubrimiento» abre el camino al encuentro: «Y lo llevó a Jesús» (Jn 1, 42). No hay ninguna duda sobre la iniciativa absolutamente libre ni sobre la decisión soberana de Jesús: es Jesús el que llama a Simón y le da un nuevo nombre: «Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que quiere decir Pedro)"» (Jn 1, 42). Pero también Andrés ha tenido su iniciativa: ha favorecido el encuentro del hermano con Jesús.

«Y lo llevó a Jesús». Éste es el núcleo de toda la pastoral vocacional de la Iglesia, con la que cuida del nacimiento y crecimiento de las vocaciones, sirviéndose de los dones y responsabilidades, de los carismas y del ministerio recibidos de Cristo y de su Espíritu. La Iglesia, como pueblo sacerdotal, profético y real, está comprometida en promover y ayudar el nacimiento y la maduración de las vocaciones sacerdotales con la oración y la vida sacramental, con el anuncio de la Palabra y la educación en la fe, con la guía y el testimonio de la caridad.

(…)

39. En el ejercicio de su misión profética, la Iglesia siente como urgente e irrenunciable el deber de anunciar y testimoniar el sentido cristiano de la vocación: lo que podríamos llamar «el Evangelio de la vocación». También en este campo descubre la urgencia de las palabras del apóstol: «¡Ay de mí si no evangelizara!» (1 Cor 9, 16). Esta exclamación resuena principalmente para nosotros pastores y se refiere, juntamente con nosotros, a todos los educadores en la Iglesia. La predicación y la catequesis deben manifestar siempre su intrínseca dimensión vocacional: la Palabra de Dios ilumina a los creyentes para valorar la vida como respuesta a la llamada de Dios y los acompaña para acoger en la fe el don de la vocación personal.

Pero todo esto, aun siendo importante y esencial, no basta. Es necesaria una predicación directa sobre el misterio de la vocación en la Iglesia, sobre el valor del sacerdocio ministerial, sobre su urgente necesidad para el Pueblo de Dios. Una catequesis orgánica y difundida a todos los niveles en la Iglesia, además de disipar dudas y contrastar ideas unilaterales o desviadas sobre el ministerio sacerdotal, abre los corazones de los creyentes a la espera del don y crea condiciones favorables para el nacimiento de nuevas vocaciones. Ha llegado el tiempo de hablar valientemente de la vida sacerdotal como de un valor inestimable y una forma espléndida y privilegiada de vida cristiana. Los educadores, especialmente los sacerdotes, no deben temer el proponer de modo explícito y firme la vocación al presbiterado como una posibilidad real para aquellos jóvenes que muestren tener los dones y las cualidades necesarias para ello. No hay que tener ningún miedo de condicionarles o limitar su libertad; al contrario, una propuesta concreta, hecha en el momento oportuno, puede ser decisiva para provocar en los jóvenes una respuesta libre y auténtica. Por lo demás, la historia de la Iglesia y la de tantas vocaciones sacerdotales, surgidas incluso en tierna edad, demuestran ampliamente el valor providencial de la cercanía y de la palabra de un sacerdote; no sólo de la palabra sino también de la cercanía, o sea, de un testimonio concreto y gozoso, capaz de motivar interrogantes y conducir a decisiones incluso definitivas.

40. Como Pueblo real, la Iglesia se sabe enraizada y animada por la «ley del Espíritu que da la vida» (Rom 8, 2), que es esencialmente la ley regia de la caridad (cf. Sant 2, 8) o la ley perfecta de la libertad (cf. Sant 1, 25). Por eso cumple su misión cuando orienta a cada uno de los fieles a descubrir y vivir la propia vocación en la libertad y a realizarla en la caridad.

En su misión educativa, la Iglesia procura con especial atención suscitar en los niños, adolescentes y jóvenes el deseo y la voluntad de un seguimiento integral y atrayente de Jesucristo. La tarea educativa, que corresponde también a la comunidad cristiana como tal, debe dirigirse a cada persona. En efecto, Dios con su llamada toca el corazón de cada hombre, y el Espíritu, que habita en lo íntimo de cada discípulo (cf. 1 Jn 3, 24), es infundido a cada cristiano con carismas diversos y con manifestaciones particulares. Por tanto, cada uno ha de ser ayudado para poder acoger el don que se le ha dado a él en particular, como persona única e irrepetible, y para escuchar las palabras que el Espíritu de Dios le dirige.

En esta perspectiva, la atención a las vocaciones al sacerdocio se debe concretar también en una propuesta decidida y convincente de dirección espiritual. Es necesario redescubrir la gran tradición del acompañamiento espiritual individual, que ha dado siempre tantos y tan preciosos frutos en la vida de la Iglesia. En determinados casos y bajo precisas condiciones, este acompañamiento podrá verse ayudado, pero nunca sustituido, con formas de análisis o de ayuda psicológica. Invítese a los niños, los adolescentes y los jóvenes a descubrir y apreciar el don de la dirección espiritual, a buscarlo y experimentarlo, a solicitarlo con insistencia confiada a sus educadores en la fe. Por su parte, los sacerdotes sean los primeros en dedicar tiempo y energías a esta labor de educación y de ayuda espiritual personal. No se arrepentirán jamás de haber descuidado o relegado a segundo plano otras muchas actividades también buenas y útiles, si esto lo exigía la fidelidad a su ministerio de colaboradores del Espíritu en la orientación y guía de los llamados.

(…)

Por eso una pastoral vocacional auténtica no se cansará jamás de educar a los niños, adolescentes y jóvenes al compromiso, al significado del servicio gratuito, al valor del sacrificio, a la donación incondicionada de sí mismos. En este sentido, se manifiesta particularmente útil la experiencia del voluntariado, hacia el cual está creciendo la sensibilidad de tantos jóvenes.

(…)

Dimensiones de la formación espiritual: en comunión con Dios y a la búsqueda de Cristo

45. (…) Así como para todo fiel la formación espiritual debe ser central y unificadora en su ser y en su vida de cristiano, o sea, de criatura nueva en Cristo que camina en el Espíritu, de la misma manera, para todo presbítero la formación espiritual constituye el centro vital que unifica y vivifica su ser sacerdote y su ejercer el sacerdocio. En este sentido, los Padres del Sínodo afirman que «sin la formación espiritual, la formación pastoral estaría privada de fundamento» y que la formación espiritual constituye «un elemento de máxima importancia en la educación sacerdotal».

El contenido esencial de la formación espiritual, dentro del itinerario bien preciso hacia el sacerdocio, está expresado en el decreto conciliar Optatam totius: «La formación espiritual... debe darse de tal forma que los alumnos aprendan a vivir en trato familiar y asiduo con el Padre por su Hijo Jesucristo en el Espíritu Santo. Habiendo de configurarse a Cristo Sacerdote por la sagrada ordenación, habitúense a unirse a Él, como amigos, con el consorcio íntimo de toda su vida. Vivan el misterio pascual de Cristo de tal manera que sepan iniciar en él al pueblo que ha de encomendárseles. Enséñeseles a buscar a Cristo en la fiel meditación de la Palabra de Dios, en la activa comunicación con los sacrosantos misterios de la Iglesia, sobre todo en la Eucaristía y el Oficio divino; en el Obispo, que los envía, y en los hombres a quienes son enviados, principalmente en los pobres, los niños, los enfermos, los pecadores y los incrédulos. Amen y veneren con filial confianza a la Santísima Virgen María, a la que Cristo, muriendo en la cruz, entregó como madre al discípulo» (Optatam Totius, 8).

46. El texto conciliar merece una meditación detenida y amorosa, de la que fácilmente se pueden sacar algunos valores y exigencias fundamentales del camino espiritual del candidato al sacerdocio.

Se requiere, ante todo, el valor y la exigencia de «vivir íntimamente unidos» a Jesucristo. La unión con el Señor Jesús, fundada en el Bautismo y alimentada con la Eucaristía, exige que sea expresada en la vida de cada día, renovándola radicalmente. La comunión íntima con la Santísima Trinidad, o sea, la vida nueva de la gracia que hace hijos de Dios, constituye la «novedad» del creyente: una novedad que abarca el ser y el actuar. Constituye el «misterio» de la existencia cristiana que está bajo el influjo del Espíritu; en consecuencia, debe encarnar el «ethos» de la vida del cristiano. Jesús nos ha enseñado este maravilloso contenido de la vida cristiana, que es también el centro de la vida espiritual, con la alegoría de la vid y los sarmientos: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador... Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 1. 4-5).

(…)

El texto conciliar, aun consciente de la absoluta trascendencia del misterio cristiano, relaciona la íntima comunión de los futuros presbíteros con Jesús con una forma de amistad. No es ésta una pretensión absurda del hombre. Es simplemente el don inestimable de Cristo, que dice a sus apóstoles: «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15).

El texto conciliar prosigue indicando un segundo gran valor espiritual: la búsqueda de Jesús. «Enséñeseles a buscar a Cristo». Es éste, junto al quaerere Deum, un tema clásico de la espiritualidad cristiana, que encuentra su aplicación específica precisamente en el contexto de la vocación de los apóstoles. Juan, cuando nos narra el seguimiento por parte de los dos primeros discípulos, muestra el lugar que ocupa esta «búsqueda». Es el mismo Jesús el que pregunta: «¿Qué buscáis?» Y los dos responden: «Rabbí... ¿Dónde vives?» Sigue el evangelista: «Les respondió: "Venid y lo veréis". Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día» (Jn 1, 37-39). En cierto modo la vida espiritual del que se prepara al sacerdocio está dominada por esta búsqueda: por ella y por el «encuentro» con el Maestro, para seguirlo, para estar en comunión con Él. También en el ministerio y en la vida sacerdotal deberá continuar esta «búsqueda», pues es inagotable el misterio de la imitación y participación en la vida de Cristo. Así como también deberá continuar este «encontrar» al Maestro, para poder mostrarlo a los demás y, mejor aún, para suscitar en los demás el deseo de buscar al Maestro. Pero esto es realmente posible si se propone a los demás una «experiencia» de vida, una experiencia que vale la pena compartir. Éste ha sido el camino seguido por Andrés para llevar a su hermano Simón a Jesús: Andrés, escribe el evangelista Juan, «se encuentra primeramente con su hermano Simón y le dice: "Hemos encontrado al Mesías" —que quiere decir Cristo—. Y le llevó donde Jesús» (Jn 1, 41-42). Y así también Simón es llamado —como apóstol— al seguimiento de Cristo: «Jesús, al verlo, le dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan; en adelante te llamarás Cefas" —que quiere decir, "Pedro"—» (Jn 1, 42).

Pero, ¿qué significa, en la vida espiritual, buscar a Cristo? y ¿dónde encontrarlo? «Maestro, ¿dónde vives?» El decreto conciliar Optatam totius parece indicar un triple camino: la meditación fiel de la palabra de Dios, la participación activa en los sagrados misterios de la Iglesia, el servicio de la caridad a los «más pequeños». Se trata de tres grandes valores y exigencias que nos delimitan ulteriormente el contenido de la formación espiritual del candidato al sacerdocio.
(Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Post-sinodal Pastores Dabo vobis, 1992, Nº 34-40.45-46)

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Santos Padres San Juan Crisóstomo - “Y se quedaron con Él ese día” (Homilía 18)

Desidiosa en absoluto es la humana naturaleza e inclinada al mal; y no, por cierto, por la condición de la misma naturaleza, sino por flojedad de la voluntad. Muy pronto necesita que se la exhorte. Y así Pablo, escribiendo a los filipenses, les decía: Escribiros las mismas cosas a mí no me es enojoso y a vosotros os es seguridad y salvaguarda1. Las tierras de labranza, en cuanto han recibido la simiente, luego producen fruto y no ne­cesitan esperar nueva siembra. Pero en lo referente a nuestras almas las cosas no van por ahí, sino que es de desear que, una vez lanzada con frecuencia la semilla y tras de poner gran di­ligencia, a lo menos una vez se pueda recoger el fruto.

Desde luego, lo que se dice no se imprime fácilmente en el pensamiento, pues hay debajo mucha dureza y el alma se halla oprimida por cantidad de espinas; y tiene muchos que la ase­chan y le roban y arrebatan la simiente. En segundo lugar, una vez que la semilla ha brotado y arraigado, se necesita de la misma diligencia para que lleguen a sazonar los granos y no sufran daño ni alguien los destruya. En las semillas, una vez que la espiga sazona y alcanza su perfecto vigor, se ríe de los calores y de las otras plagas; pero no sucede lo mismo con las verdades. Porque en éstas, una vez que se ha puesto todo tra­bajo, echándose encima el invierno y las tormentas, es decir, oponiéndose las dificultades y tramando asechanzas los hombres dolosos y sobreviniendo diversas tentaciones, todo se viene a tie­rra y se derrumba.

No sin motivo hemos dicho estas cosas; sino para que cuando oyes al Bautista repetir las mismas cosas, no lo juzgues de ligero ni lo tengas por vano y cargante. Hubiera él querido que a la primera se le escuchara; pero como no había muchos que al punto le prestaran oídos a causa de su somnolencia, con re­petir lo mismo los despierta. ¡Vamos! ¡Poned atención! Dijo él: Viene detrás de mí un hombre que ha sido constituido superior a mí; y también: Yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias; y luego: Él os bautizará en Espíritu Santo y en fuego; y añadió que había visto al Espíritu Santo bajar en forma de paloma y posarse sobre Cristo; y testificó que Jesús era el Hijo de Dios. Pero nadie atendió; nadie le preguntó ¿por qué aseveras eso? ¿Qué motivo, qué razón tienes?

Nuevamente dice: He aquí el Cordero de Dios que carga sobre sí el pecado del mundo. Pero ni aun así conmovió a los desidiosos. Por tal motivo se ve obligado a repetir lo mismo, como quien remueve una tierra áspera con el objeto de suavizarla; y con la palabra, a la manera de un arado excitar las mentes oprimidas de cuidados, para poder más profundamente depositar la semilla. No se alarga en su discurso, porque lo único que anhelaba era unirlos a Cristo. Sabía que si ellos recibían esta palabra y la creían, ya no necesitarían de su testimonio, como en efecto sucedió. Si los samaritanos, una vez que hubieron oído a Jesús, decían a la mujer: No es ya por tu declaración por lo que creemos: nosotros mismos lo hemos oído hablar y sabemos que verdaderamente es el Salvador del mundo, Cristo Jesús2; indudablemente con mayor presteza habrían sido cautivados los discípulos, como en efecto lo fueron. Porque como se hubieran acercado a Jesús y lo hubieran oído hablar solamente una tarde, ya no regresaron a Juan; sino que en tal forma se unieron a Jesús, que incluso asumieron el ministerio del Bautista y predicaron a su vez a Jesús. Pues dice el evangelista: Este encontró a su hermano Simón y le dijo: Hemos hallado al Mesías, que significa Cristo.

Quiero que adviertas cómo cuando Juan dijo: Detrás de mí viene un hombre que ha sido constituido superior a mí; y cuando dijo: Yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias, no logró para Cristo a nadie; y en cambio cuando habló de la economía de la redención y en su discurso se abajó a cosas más sencillas, entonces fue cuando sus discípulos siguieron a Cristo. Ni sólo es esto digno de considerarse, sino también que cuando se habla de Dios en cosas altas y sublimes, no son tantos los que son atraídos, como cuando el discurso trata de la clemencia y benignidad de Dios con palabras que procuran la salvación de los oyentes. Pues aquellos discípulos, apenas oyeron que Cristo cargaba sobre sus hombros el pecado del mundo, al punto lo si­guieron. Como si dijeran: puesto que es necesario lavar las cul­pas ¿en qué nos detenemos? Presente se halla el que sin trabajo nos liberará; y ¿cómo no sería el extremo de la locura diferir para otro tiempo este don?

Oigan esto los catecúmenos que dejan para el fin de su vida el procurar la salvación. Dice, pues, el evangelista: De nuevo se presentó Juan y dijo: He aquí el Cordero de Dios. Aquí nada dice Cristo sino que Juan lo dice todo. Así suele proceder el Esposo. Nada dice él a la esposa, sino que se presenta callando. Son otros los que lo señalan y le entregan la esposa. Se presenta ella, pero tampoco la toma directamente el Esposo, sino que es otro el que se la entrega. Pero una vez que la han entregado y el Esposo la ha recibido, se aficiona a ella de tal manera que ya para nada se acuerda de los que se la entregaron. Así sucedió en lo de Cristo. Vino El para desposarse con la Iglesia, pero nada dijo, sino que solamente se presentó. Pero Juan, su amigo, le dio la mano derecha de la esposa, procurándole con sus palabras la amistad de los hombres. Y una vez que El los recibió, en tal forma los aficionó a su persona que ya nunca más se volvieron al legado que a Cristo los había entregado.

Pero no sólo esto hay que advertir aquí, sino además otra cosa. Así como en las nupcias no es la doncella quien busca al esposo y va a él, sino que es él quien se apresura en busca de ella; y aun cuando sea hijo de reyes, aunque ella sea de con­dición inferior, y aun en el caso de que él haya de desposarse con una esclava, procede siempre del mismo modo, así ha sucedido acá. La naturaleza humana no subió a los cielos, sino que Cristo fue quien bajó a esa vil y despreciable naturaleza; y una vez celebrados los desposorios, no permitió Cristo que ella permaneciera acá, sino que la tomó y la condujo a la casa paterna.

Más ¿por qué Juan no toma aparte a los discípulos y les habla así de estas cosas? ¿Por qué no los lleva de este modo a Cristo, sino que abiertamente y delante de todos les dice: He aquí el Cordero de Dios? Para que nadie pensara que aquello se hacía por previo mutuo acuerdo. Si Juan los hubiera exhortado en privado, y en esta forma ellos hubieran ido a Cristo, por darle gusto a Juan, quizá muy pronto se habrían arrepentido. Ahora en cambio, persuadidos de ir a Jesús por la enseñanza común, perseveraron con firmeza, puesto que no habían ido a El por congraciarse con su maestro el Bautista, sino en busca de la propia utilidad.

Profetas y apóstoles predican a Cristo ausente: aquéllos antes de su advenimiento; éstos tras de su ascensión a los cielos: solamente Juan lo proclamó ahí presente: Por esto Jesús lo llama el amigo del esposo, pues sólo él estuvo presente a las nupcias. Él lo preparó todo y lo llevó a cabo. El dio principio al negocio. Y fijando la mirada en Jesús que se paseaba, dice: He aquí el Cordero de Dios, demostrando así que no solamente con la voz sino también con los ojos daba testimonio. Lleno de gozo y re­gocijo, se admiraba de Cristo. Tampoco exhorta al punto a los discípulos, sino que primero solamente mira estupefacto a Cristo presente, y declara el don que Cristo vino a traernos, y también el modo de purificación. Porque la palabra Cordero encierra ambas cosas.

Y no dijo que cargará sobre sí o que cargó sobre sí: Que carga sobre sí el pecado del mundo, porque es obra que continuamente está haciendo. No lo cargó únicamente en el momen­to de padecer; sino que desde entonces hasta ahora lo carga, no siempre crucificado (pues ofreció solamente un sacrificio por los pecados), sino que perpetuamente purifica al mundo mediante este sacrificio. Así como la palabra Verbo declara la excelencia y la palabra Hijo la supereminencia con que sobre­pasa a todos, así Cordero, Cristo, Profeta, Luz verdadera, Pas­tor bueno y cuanto de Él se pueda decir y se predica poniéndole el artículo, indican una gran distinción y diferencia de lo que significan los nombres comunes. Muchos corderos había, muchos profetas, muchos ungidos, muchos hijos; pero éste inmensamente se diferencia de ellos. Y no lo confirma únicamen­te el uso del artículo, sino además el añadir el Unigénito, pues el Unigénito nada tiene de común con las criaturas.

Y si a alguno le parece que está fuera de tiempo el decir estas cosas, o sea, a la hora décima (pues dice el evangelista que el tiempo era como a la hora décima), ese tal no parece andar muy equivocado. Porque a muchos que se entregan a servir al cuerpo, esa hora, que es enseguida de la comida, no les parece tiempo oportuno para tratar de negocios serios, porque tienen el ánimo sobrecargado con la mole de los alimentos. Pero en este caso, tratándose de un hombre que ni siquiera usaba de los alimentos acostumbrados y que aun por la tarde se encon­traba sobrio y ligero, como lo estamos nosotros en las horas matutinas, y aun más que nosotros (pues acá con frecuencia dan vueltas las imaginaciones de los alimentos que tomaremos por la tarde, mientras que en Juan ningún pensamiento tal hacía pesada la nave), con todo derecho hablaba de cosas se­mejantes por la tarde.

Añádase que habitaba en el desierto y cerca del Jordán, sitio al cual se acercaban todos con sagrado temor para recibir el bautismo, y que en ese tiempo muy poco se cuidaban de los negocios seculares; lo cual consta, pues las turbas llegaron a perseverar con Cristo hasta tres días en ayunas. Propio es del pregonero celoso y del agricultor diligente no abandonar el campo hasta ver que la palabra sembrada ha echado raíces.

Mas ¿por qué Juan no recorrió íntegra Judea para predicar a Cristo, sino que permaneció en las cercanías del río Jordán y ahí esperó a Cristo para presentarlo cuando llegara? Porque anhelaba mostrar a Cristo por las propias obras de Este; y mientras tanto sólo procuraba darlo a conocer y persuadir a unos pocos y que éstos oyeran hablar de la vida eterna. Por lo demás, dejó que Cristo diera su testimonio propio, confir­mado por sus obras, como El mismo lo dice: Yo no necesito que un hombre testifique en favor mío: las obras que el Padre me otorga hacer son testimonio en mi favor3. Observa cuánto más eficaz iba a ser semejante testimonio. Encendió una pequeña chispa y de pronto se alzó la llama. Los que al principio no habían atendido a las palabras de Juan, al fin dicen: Todo lo que Juan dijo es verdadero4. Por lo demás, si Juan hubiera dicho esas cosas yendo de ciudad en ciudad, semejante movi­miento habría parecido ser efecto de un empeño humano; y luego la predicación habría parecido sospechosa.

Y lo oyeron dos de sus discípulos y se fueron tras de Jesús. Había ahí otros discípulos de Juan; pero éstos no sólo no siguie­ron a Jesús, sino que lo envidiaron, pues decían: Maestro: sabe que aquel que estaba contigo al otro lado del Jordán, de quien tú diste testimonio, bautiza y todos acuden a él5 Y de nuevo acusando dicen: ¿Cómo es que nosotros y los fariseos ayunamos con frecuencia, al paso que tus discípulos no ayunan? Pero los que de entre ellos eran los mejores, no sufrían esas pasiones, sino que al punto en que oyeron a Juan, siguieron a Jesús. Y no fue porque despreciaran a su antiguo maestro, sino, al revés, porque le tenían suma obediencia; y el proceder así era la prueba suprema de su recta intención.

Por lo demás, no siguieron a Jesús forzados por exhortaciones, lo cual habría sido sospechoso, sino porque Juan anterior­mente había dicho que Jesús bautizaría en Espíritu Santo: tal fue el motivo de que lo siguieran. De modo que hablando con propiedad, no abandonaron a su maestro, sino que anhelaron saber qué más enseñaría Cristo que Juan. Nota la modestia en su diligencia. Porque no interrogaron a Jesús sobre cosas al­tas y necesarias para su salvación inmediatamente después de acercársele ni lo hicieron delante de todos y a la ligera, sino que procuraron hablarle aparte. Sabían ellos que las palabras de Juan no procedían de simple modestia sino de la verdad.

Uno de los dos que habían oído lo que Juan dijo, y habían seguido a Jesús era Andrés, hermano de Simón Pedro. ¿Por qué el evangelista no pone el nombre del otro? Unos dicen que quien esto escribía fue el otro que siguió a Jesús. Otros, al contrario, dicen que no siendo ese otro discípulo ninguno de los notables, no creyó deber decir nada fuera de lo necesario. ¿Qué utilidad habría podido seguirse de declarar el nombre, cuando tampoco se ponen los nombres de los setenta y dos discípulos? La misma práctica puedes ver en Pablo, pues dice: Con él enviamos al hermano, cuyos méritos en la predicación del evan­gelio conocen todas las iglesias6.

En cambio, mencionó a Andrés por otro motivo. ¿Cuál fue? Para que cuando oigas que Simón apenas oyó de Cristo: Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres7, y para nada dudó de tan inesperada promesa, sepas que ya anteriormente su hermano había puesto los fundamentos de la fe. Volvió el rostro Jesús y viendo que lo seguían, les dice: ¿Qué buscáis? Se nos enseña aquí que Dios no se adelanta con sus dones a nuestra voluntad, sino que, habiendo nosotros comenzado, y habiendo echado por delante nuestra buena voluntad, luego Él nos ofrece muchísimas ocasiones de salvación.

¿Qué buscáis? ¿Cómo es esto? El que conoce los corazones de los hombres y a quien están patentes todos nuestros pensamientos, ¿pregunta eso? Es que no lo hace para saber (¿cómo podría ser eso ni afirmarse tal cosa?), sino para mejor ganarlos preguntándoles y para darles mayor confianza y demostrarles que pueden dialogar con El. Porque es verosímil que ellos, como desconocidos que eran, tuvieran vergüenza y temor, pues tan grandes cosas habían oído a su maestro respecto de Jesús. Para quitarles esos afectos de vergüenza y temor, les hace la pregunta, y no permite que lleguen a su morada en silencio. Por lo demás, aun cuando no les hubiera preguntado, sin duda habrían perseverado en seguirlo y habrían llegado con él hasta su habitación.

Entonces ¿cuál es el motivo de que les pregunte? Para lograr lo que ya indiqué; o sea, para dar ánimos a ellos que se avergonzaban y dudaban y ponerles confianza. Ellos demostraron su anhelo no solamente con seguirlo, sino además con la pregunta que le hacen. No sabiendo nada de El, ni habiendo antes oído hablar de El, lo llaman Maestro, contándose ya entre sus discípulos y manifestando el motivo de seguirlo, esto es, para aprender de Él lo que sea útil para la salvación. Observa la prudencia con que proceden. Porque no le dijeron: Enséñanos alguna doctrina o algo necesario para la vida eterna, sino ¿qué le dicen?: ¿En dónde habitas? Como ya dije, anhelaban hablar con El, oírlo, aprender con quietud. Por esto no lo dejan para después ni dicen: Mañana regresaremos y te es­cucharemos cuando hables en público. Sino que muestran un ardiente deseo de oírlo, tal que ni por la hora ya adelantada se apartan; porque ya el sol iba cayendo al ocaso. Pues era, como dice el evangelista, más o menos la hora décima. Cristo no les dice en dónde está su morada, ni en qué lugar, sino que los alienta a seguirlo, mostrando así que ya los toma por suyos.

Tal es el motivo de que no les diga: La hora es intempestiva para que vosotros entréis en mi casa. Mañana escucharéis lo que deseáis. Por ahora volved a vuestro hogar. Sino que les habla como a amigos ya muy familiares. Entonces, dirás: ¿por qué en otra parte dice: El Hijo del hombre no tiene en dónde reclinar su cabeza?8 Mientras que aquí dice: Venid y ved en donde habito. La expresión: No tiene en dónde reclinar su ca­beza, significa que Cristo no tenía casa propia, pero no que no habitara en alguna casa: así lo da a entender la comparación que usa. Y el evangelista dice que ellos permanecieron con él durante aquel día. No dice la causa de eso, por tratarse de una cosa evidente y clara. Puesto que no habían tenido otro motivo de seguir a Cristo, ni Cristo de acogerlos, sino es­cucharle su doctrina. Y en esa noche la bebieron tan copiosa y con tan gran empeño, que enseguida ambos se apresuraron a convocar a otros.

Aprendamos nosotros a posponer todo negocio a la doctrina del cielo y a no tener tiempo alguno como inoportuno. Aunque sea necesario entrar en una casa ajena o presentarse como un desconocido ante gentes principales y también desconocidas de nosotros, aunque se trate de horas intempestivas y de un tiempo cualquiera, jamás debemos descuidar este comercio. El alimen­to, el baño, la cena y lo demás que pertenece a la conservación de la vida, tienen sus tiempos determinados; pero la enseñanza de las virtudes y la ciencia del cielo, no tienen hora señalada, sino que todo tiempo les es a propósito. Porque dice Pablo: Oportuna e importunamente, arguye, reprende, exhorta9. Y a su vez el profeta dice: Meditará en su ley [de Yahvé] día y noche10. También Moisés ordenaba a los judíos que continua­mente lo hicieran. Las cosas tocantes a la vida, me refiero a las cenas, a los baños, aunque son necesarias, si se usan con demasiada frecuencia debilitan el cuerpo; pero la enseñanza espiritual cuanto más se inculca tanto más fortalece al alma. Pero ahora lo que sucede es que todo el tiempo lo pasamos en bromas inútiles: la aurora, la mañana, el mediodía, la tarde, todo lo pasamos en determinado sitio vanamente; en cambio las enseñanzas divinas, si una o dos veces por semana las es­cuchamos, nos cansan y nos causan náuseas.

¿Por qué sucede esto? Porque nuestro ánimo es malo. Empleamos en cosas de acá bajo todo su anhelo y empeño, y por esto no sentimos hambre del alimento espiritual. Grande señal es ésta de una enfermedad grave: el no tener hambre ni sed, sino el que ambas cosas, comer y beber, nos repugnen. Si cuando esto acontece al cuerpo lo tenemos como grave indicio y causado por notable enfermedad, mucho más lo es tratándose del alma. Pero ¿en qué forma podremos levantar el alma cuan­do anda caída y debilitada? ¿Con qué obras? ¿Con qué pala­bras? Tomando las sentencias divinas, las palabras de los pro­fetas, de los apóstoles, de los evangelistas y todas las otras de la Sagrada Escritura.

Caeremos entonces en la cuenta de que mucho mejor es usar de estos alimentos que de otros no santos, sino impuros; pues así hay que llamar las bromas importunas y las charlas inútiles. Dime: ¿acaso es mejor hablar de asuntos forenses, judiciales, militares, que de los celestes y de lo que luego vendrá cuando salgamos de esta vida? ¿Qué será más. útil: hablar de los asun­tos y de los defectos de los vecinos, y andar con vana curiosidad inquiriendo las cosas ajenas, o más bien tratar de los ángeles y de lo tocante a nuestra propia utilidad? Al fin y al cabo lo del vecino para nada te toca, mientras que lo del Cielo es pro­pio tuyo. Instarás diciendo: Bueno, pero es cosa lícita, después de hablar de aquellas cosas, cumplir con lo demás. Bien está. Pero ¿qué decir de los que a la ligera y sin utilidad alguna no se ocupan en eso y en cambio gastan el día íntegro en hablar de estas otras cosas y nunca acaban de tratar de ellas?

Y no me refiero aún a cosas más graves. Porque los más modestos hablan entre sí de las cosas dichas; pero los más desidiosos y dados a la pereza, lo que traen continuamente en los labios es lo referente a los actores del teatro, a los bailarines, a los aurigas; y manchan los oídos echando por tierra las almas; y con semejantes conversaciones inclinan al mal la natu­raleza y llevan el ánimo a toda clase de feas imaginaciones. Pues apenas se ha pronunciado el nombre de un bailarín, al punto en la imaginación el alma pinta su cara, sus cabellos, su muelle vestido y todo su continente más muelle aún con mucho que cada una de esas cosas.

Otro enciende la llama de la pasión y la alimenta metiendo en la conversación a alguna ramera, sus palabras, su presenta­ción, sus miradas lascivas, su aspecto muelle, sus cabellos ensor­tijados, sus mejillas desfiguradas con los afeites. ¿No os ha acontecido conmoveros un tanto mientras yo digo estas cosas? Pero no os dé vergüenza, no os ruboricéis: eso lo lleva consigo y lo exige la natural necesidad, pues así se conmueve el alma de acuerdo con las cosas que se narran. Pues bien: si siendo yo el que os hablo, estando vosotros en la iglesia, lejos de cosas se­mejantes, con sólo oírlas os sentís un tanto conmovidos, pensad ¿en qué disposición estarán los que en el teatro entran y toman asiento, entre excesivas libertades, fuera de esta venerable y respetable asamblea, cuando ven y oyen tales cosas con la mayor desvergüenza?

Dirá quizás alguno de los que no atienden: ¿Por qué, si así lo pide la natural necesidad y en tal forma afecta al alma, no te fijas en esto y en cambio nos acusas a nosotros? Al fin y al cabo, obra es de la naturaleza el sentirse muelle cuando tales cosas oye; pero ponerse a oírlas, no es de la naturaleza, sino falla del libre albedrío. También es de natural necesidad que quien se acerca al fuego se queme, a causa de la delicadeza del organismo; pero no nos acerca al fuego ni hace que nos que­memos la natural necesidad, ya que esto depende en absoluto de la voluntad perversa.

En conclusión, lo que yo intento desterrar y corregir es que no os arrojéis voluntariamente al precipicio, no os empujéis vosotros mismos al abismo de la iniquidad, ni corráis volunta­riamente a quemaros en la pira; y esto con el objeto de que no nos hagamos reos de las llamas preparadas para el diablo. Oja­lá que todos nosotros, liberados de la llama de la lujuria y de la llama de la gehena, seamos acogidos en el seno de Abraham, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, al cual, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Explicación del Evangelio de San Juan, Homilía XVIII (XVII), Ed. Tradición, México, 1981, (I), pp. 147-157)

1 Flp 3, 1
2 Jn 4, 42
3 Jn 5, 34-35
4 Jn 10, 42
5 Jn 3, 26
6 2 Co 7, 18
7 Mt 4, 19
8 Lc 9, 58
9 2 Tm 4, 2
10 Sal 1, 2


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Aplicación: R.P. Carlos Miguel Buela, I.V.E. “Te seguiré adonde quieras que vayas”

“El Señor les propone metas más elevadas y los llama a entregarse a ese amor sin reservas.
Descubrir esta llamada, esta vocación es caer en la cuenta de que Cristo tiene los ojos fijos en ti y que te invita con la mirada a la donación total en el amor.
Ante esa mirada, ante ese amor suyo, el corazón abre las puertas de par en par y es capaz de decirle que sí”.
(Juan Pablo II, Asunción, Paraguay, 19-06-1988)


Jesucristo realmente vale la pena.
Jesucristo es el gran cautivador. Es el enamorado más grande de toda la historia. El enamorado más ardiente por toda la eternidad. Es el gran cautivador de corazones. Jesucristo vale la pena. Él merece la entrega de toda una existencia. Y mucho más.

¿Por qué? ¿Qué es lo que, de hecho, en el fondo, mueve a tantos jóvenes a entregarse incondicionalmente a su seguimiento, a seguirlo a donde quiera que vaya?

Según algunos es la Resurrección. No es correcto. No. Con la resurrección difícilmente se despierte alguna vocación, porque creerán que uno está haciendo propaganda, al estilo de esas instituciones que por televisión hacen “jingles” pegadizos: “Si al escuchar esta música tu corazón late más aprisa, entra en la Escuela de..., tendrás un gran porvenir...”.

Según otros se trata de un “susto” con el infierno; o de algún fracaso amoroso; o de algún “lavado de cabeza”, o del fruto de una coacción. Falso!. Si un joven o una joven llega a intentar consagrarse por esos motivos, no dura ni dos horas. Pura mentira.

Me crean o no, a mi modo de ver la vocación al sacerdocio y, en general, a la vida consagrada, es producida por la CRUZ DE CRISTO. Se trata de que me amó y se entregó por mí (Ga 2, 20), y de que el amor todo lo soporta (1Co 13, 7), menos una cosa: que se le pongan límites. Se trata de que por eso Cristo amó hasta la muerte; se trata de que jamás un joven le podrá reprochar que no lo amó lo suficiente. Y eso mueve. Eso llama. Eso quema. Eso atrae. Eso enardece.

El llamado no es, entonces, otra cosa que un llamado a compartir radicalmente los dolores de Cristo. No es un llamado a pasarla bien, sino a pasarla mal, como enseña el Espíritu Santo: Hijo, si te acercares a servir al Señor Dios, prepara tu alma para la prueba (Si 2, 1). Es un llamado a morir cada día (1Co 15, 31). Es un llamado a crucificarse con Cristo (Ga 2, 19). Es un llamado a ser “como condenados a muerte”. Es un llamado a subir al Calvario.

Lo dijo de algún modo Jesucristo, en general; y creo que puede entenderse de la vocación, en particular: “Cuando yo sea elevado a lo alto –es decir, a la cruz–, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32).

Si un joven o una joven está realmente dispuesto a ser elevado a lo alto con Jesucristo, es posible que tenga vocación. Si se asusta ante esto, probablemente no la tenga. El que tiene vocación está dispuesto a hacer cosas grandes, heroicas, incluso épicas por Cristo y su Iglesia.

Muchas personas, ignorando la naturaleza de la vocación –otros, directamente, con mala intención–, han buscado evitar con falsas razones la concreción de la vocación de muchos chicos y chicas que realmente se sintieron llamados. Por eso quisiera detenerme brevemente a considerar algunas de las más comunes objeciones para mostrar, con la autoridad de los santos, que esas objeciones no tienen ningún fundamento real.

1. Sublimidad del estado de vida consagrada
La entrada misma a la vida religiosa representa, evidentemente, un bien mejor, y quien duda de esto, dice Santo Tomás, “contradice a Cristo”, que la hizo objeto de un consejo evangélico. En otra parte enseña el Angélico que es “injuriar a Cristo” no darse cuenta que la vocación consagrada es un bien mayor. De ahí que diga San Agustín: “te llama el Oriente”, es decir Cristo, “y tú atiendes al Occidente”, es decir, al hombre mortal y capaz de error.

Respondiendo a la siguiente objeción, “si es aconsejable entrar en la vida religiosa sin antes haber pedido el parecer de muchos y haberlo pensado por mucho tiempo”, responde Santo Tomás que: “...el que pide el ingreso no puede dudar de que su vocación venga de Dios, de quien es propio «conducir al hombre por caminos rectos» (Sal 142, 10)”.

Por eso enseña San Juan Bosco: “El estado religioso es un estado sublime y verdaderamente angélico. Los que por amor de Dios y de su eterna salud sienten en su corazón el deseo de abrazar este estado de perfección y de santidad, pueden creer, sin duda alguna, que tal deseo viene del cielo, porque es demasiado generoso y está muy por encima de los sentimientos de la naturaleza”.


2. Temor de que falten fuerzas
Santo Tomás dice, haciendo alusión al miedo de que falten las fuerzas necesarias para perseverar en la vocación: “Tampoco hay aquí lugar a duda ya que los que entran en religión no confían en sus fuerzas para perseverar, sino en la ayuda divina. Así, dice Isaías: «Los que esperan en el Señor recibirán nuevas fuerzas; andarán y no sentirán fatiga» (40, 31)”

“El temor de algunos de no llegar a la perfección entrando en la vida religiosa es irracional y refutado por el ejemplo de muchos. ...dice San Agustín «...tantos niños y niñas, innumerable juventud y toda suerte de edades, viudas reverenciales y ancianas que envejecieron en su virginidad. Se burlaban de mi con cariño y decíanme con ironía: ¿Y tú no podrás lo que pudieron éstos y éstas? ¿Acaso éstos y éstas lo pudieron por sí mismos y no en su Dios y Señor? Confías en ti mismo y por eso dudas.»

Don Bosco afirma al respecto: “Y no teman, los candidatos, que les falten las fuerzas necesarias para cumplir con las obligaciones que el estado religioso impone; tengan por el contrario, gran confianza, porque Dios, que comenzó la obra, hará que tengan perfecto cumplimiento estas palabras de San Pablo: «El que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo» (Flp 1, 6)”.

3. Prontitud en seguir la vocación
Santo Tomás se pregunta si es aconsejable entrar en la vida religiosa habiendo antes pedido el consejo de muchas personas y luego de haberlo pensado por mucho tiempo. Y responde que es aconsejable lo contrario, o sea, no pedir consejo a muchas personas, ni dejar pasar mucho tiempo.

El consejo y la deliberación se necesitan en las cosas de bondad dudosa, pero no en ésta, que es ciertamente buena, porque es aconsejada por el mismo Jesucristo. De lo cual nos dieron ejemplo los Apóstoles: San Pedro y San Andrés, a la llamada de Jesús, inmediatamente, dejadas las redes lo siguieron (Mt 4, 20); y San Pablo contando su vocación dice que respondió: ...al instante, sin pedir consejo ni a la carne ni a la sangre... (Ga 1, 16). Comenta San Juan Crisóstomo: “Cristo nos pide una obediencia tal, que no nos detengamos ni un instante”.

A- Los hombres mundanos
Comentando esta doctrina dice Don Bosco: “¡Cosa singular! Los hombres del mundo, cuando alguno quiere entrar en un instituto religioso para darse a una vida más perfecta y más segura de los peligros del mundo, dicen que se requiere para tales resoluciones mucho tiempo, a fin de asegurarse de si la vocación viene verdaderamente de Dios y no del demonio”.

B- Aun en la hipótesis que fuese una tentación del Diablo.
“Pero no hablan ciertamente así cuando se trata de aceptar un cargo honorífico en el mundo, en donde hay tantos peligros de perderse. Lejos de pensar así, Santo Tomás dice1 que la vocación religiosa debería abrazarse aunque viniese del demonio, porque siempre debe seguirse un buen consejo aunque nos venga de un enemigo. Y San Juan Crisóstomo asegura que Dios, cuando se digna hacer semejantes llamamientos, quiere que no vacilemos ni un momento siquiera en ponerlos en práctica”.

C- Razones para no dilatar la decisión
“En otro lugar dice el mismo santo que, cuando el demonio no puede disuadir a alguno de la resolución de consagrarse a Dios, hace cuando menos todo lo posible para que difiera su realización, teniendo por gran ganancia si logra que la difiera por un solo día y hasta por una hora. Porque después de aquel día y de aquella hora vendrán nuevas ocasiones y no le será muy difícil obtener más larga dilación, hasta que el joven llamado, hallándose más débil y menos asistido de la gracia, ceda del todo y abandone la vocación”.


D- Peligros de la dilación
“Por esto San Jerónimo, a los que son llamados a dejar el mundo, les da este consejo: «Te ruego que te des prisa, y antes bien cortes que desates la cuerda que detiene la nave en la playa». Con esto quiere decir el santo que, así como si uno se hallase atado a un barco y en peligro de sumergirse, no se entretendría en desatar la cuerda, sino que la cortaría; así el que se halla en medio del mundo debe inmediatamente librarse de él, a fin de evitar cuanto antes el peligro de perderse, lo cual es muy fácil”.

E- Aceptar el primer movimiento de la gracia
“Véase lo que escribe nuestro San Francisco de Sales en sus obras sobre la vocación religiosa: «Para tener una señal de verdadera vocación, no necesitáis experimentar una constancia sensible; basta que persevere la parte superior del espíritu; por esto no debe creerse falta de verdadera vocación la persona llamada que, antes de realizarla, no siente aquellos afectos sensibles que sentía en un principio; sino que, por el contrario, siente repugnancias y desmayos que acaso le hagan vacilar, pareciéndole que todo está perdido.

No; basta que la voluntad siga constante en no querer abandonar el divino llamamiento, que quede algún afecto hacia él. Para saber si Dios quiere que uno sea religioso, no es necesario aguardar que el mismo Dios hable o que desde el cielo envíe un ángel para manifestar su voluntad. Ni tampoco es necesario un examen de diez doctores para resolver si la vocación debe o no seguirse; lo que importa es corresponder a ella y acoger el primer movimiento de la gracia sin preocuparse de los disgustos o de la tibieza que puedan sobrevenir; porque, haciéndolo así, Dios procurará que todo redunde a su mayor gloria»”.

4. Principales enemigos
Los principales enemigos en materia de seguirlo a Cristo en la entrega total suelen ser los padres carnales. De ahí que enseñe en términos generales San Juan Crisóstomo: “Cuando los padres impiden las cosas espirituales, ni siquiera deben ser reconocidos como padres”. Santo Tomás respecto a esta cuestión responde: “Así como la carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu» según dice el Apóstol (Ga 5, 17), también los amigos carnales son contrarios al progreso espiritual. Así, se lee en Miqueas (7, 6): Los enemigos del hombre están en su propia casa. Por eso dice San Cirilo, comentando a San Lucas (9, 61): Esta preocupación por avisar a los suyos deja entrever la división del alma, pues informar a los parientes y consultar a gentes contrarias a la justa estimación de las cosas indica un ánimo poco esforzado y retraído». Por eso respondió el Señor: «Nadie que ponga su mano en el arado y vuelva su vista atrás es apto para el reino de Dios» (Lc 9, 62). Y mirar hacia atrás es buscar dilación para poder volver a su casa y consultar con los suyos”.

La vocación es una flor tan delicada que mucho debe cuidarse. San Alfonso, preguntándose qué se requiere en el mundo para perder la vocación, responde: “Nada. Bastará un día de recreo, un dicho de un amigo, una pasión poco mortificada, una aficioncilla, un pensamiento de temor, un disgusto no reprimido. El que no abandona los pasatiempos debe estar convencido de que indudablemente perderá la vocación. Quedará con el remordimiento de no haberla seguido, pero seguramente no la seguirá...”. ¡Nada!...en el mundo o también en un seminario o convento donde no reina el espíritu de Cristo, sino el espíritu del mundo, no el Israel espiritual, sino el Israel carnal. Porque el mundo no puede recibir el Espíritu de la Verdad, porque no le ve ni le conoce.

5. Dudas sobre la vocación
Sigue enseñando Don Bosco: “El que se consagra a Dios con los santos votos hace uno de los ofrecimientos más preciosos y agradables a su divina majestad. Pero el enemigo de nuestra alma, comprendiendo que con este medio uno se emancipa de su dominio, suele turbar su mente con mil engaños para hacerle retroceder y arrojarle de nuevo a las sendas tortuosas del mundo. El principal de estos engaños consiste en suscitarle dudas sobre la vocación, a las cuales sigue el desaliento, la tibieza y, a menudo, la vuelta a este mundo, que tantas veces había reconocido traidor y que, por amor a Jesucristo, había abandonado.

“Si, por acaso, amadísimos hijos, os asaltare esta peligrosa tentación, respondeos inmediatamente a vosotros mismos que, cuando entrasteis en la Congregación, Dios os había concedido la gracia inestimable de la vocación, y que si ésta os parece ahora dudosa es porque sois víctimas de una tentación, a la que disteis motivo, y que debéis despreciar y combatir como una verdadera insinuación diabólica. Suele la mente agitada decir al que duda: Tú podrías obrar mejor en otra parte. Responded vosotros al instante con las palabras de San Pablo: Cada uno en la vocación a que fue llamado, en ella permanezca (1Co 7, 20). El mismo Apóstol encarece la conveniencia de continuar firmes en la vocación a que cada uno fue llamado: Y así os ruego que andéis como conviene en la vocación a que habéis sido llamados, con toda humildad y mansedumbre, con paciencia (Ef 4, 1 ss). Si permanecéis en vuestro instituto y observáis exactamente las reglas, estáis seguros de vuestra salvación.

“Por el contrario, una triste experiencia ha hecho conocer que los que salieron de él las más veces se engañaron. Unos se arrepintieron, perdiendo la paz para siempre; otros cayeron en grandes peligros, y hasta hubo alguno que llegó a ser piedra de escándalo para los demás, con gran peligro de su salvación y de la ajena.

“En tanto pues, que vuestro espíritu y vuestro corazón se hallen agitados por las dudas o por alguna pasión, os recomiendo encarecidamente que no toméis deliberación alguna, porque tales deliberaciones no pueden ser conformes a la voluntad del Señor, el cual, según dice el Espíritu Santo, no está en la conmoción. En estos trances os aconsejo que os presentéis a vuestros superiores, abriéndoles sinceramente vuestro corazón y siguiendo fielmente sus avisos. Sea cual fuere el consejo que ellos os dieren, practicadlo y no erraréis; que en los consejos de los superiores está empeñada la palabra del Salvador, el cual nos asegura que sus respuestas son como dadas por él mismo, diciendo: «Quien a vosotros oye, a mí me oye» (Lc 10, 16)”.

6. Conclusión
Cada vocación es una obra maestra de Dios. El Divino Orfebre, quien desde la eternidad ha elegido a determinados hombres y mujeres para su servicio, desde mucho tiempo antes de que hubiéramos decidido seguirlo más de cerca, nos va preparando a través de los padres y madres que nos da, de los demás familiares, por la educación, por los dones, talentos, carácter y temperamento, circunstancias y acontecimientos, etc. La misma decisión vocacional es un maravilloso filigranado de la gracia. Los que ignoran, desconocen o niegan que la vocación a la vida consagrada consiste principalmente en el llamado interior: “...voces interiores del Espíritu Santo... el impulso de la gracia... por inspiración del Espíritu Santo...”, a pesar de toda la propaganda exterior vocacional que puedan hacer, desalentarán, demorarán, trabarán, e incluso, en lo que de ellos dependa, impedirán que los candidatos concreten la vocación. Pues, quien busca impedir la vocación o quien no la decide, se le aplica lo de Santo Tomás: “quien detiene el impulso del Espíritu Santo con largas consultas, o ignora o rechaza conscientemente el poder del Espíritu Santo”.

En el fondo siguen vivas dos herejías: la de Joviniano en Roma (+ 406) que equiparaba el matrimonio a la virginidad; y la de Vigilancio en la Galia (370-490), que equiparaba las riquezas a la pobreza. Ambas herejías tienen un común denominador: ¡apartar a los hombres de lo espiritual esclavizándolos a las cosas terrenas! Es lo que Satanás hace por medio de hombres carnales, impedir que los hombres sean “transformados en vistas a la vida eterna”.

El malvado intento de querer, de mil maneras y con toda astucia, alejar a los hombres y mujeres de la vida religiosa tiene un antecedente en la actitud del Faraón que reprendió a Moisés y a Aarón que querían sacar de Egipto al pueblo elegido: ¿Cómo es que vosotros... distraéis al pueblo de sus tareas? (Ex 5, 4).

De manera particular, en esta época gnóstica, que busca reducir el cristianismo de acontecimiento a idea, tarea en la que está empeñado el llamado progresismo cristiano, se vacían los seminarios y noviciados, porque los jóvenes no se sienten demasiado movidos a entregar su vida por una idea; pero sí por una Persona. El nominalismo formalista, el abandono del ser, no entusiasman a nadie y son infinitamente aburridos. Esto es análogo a lo de aquel párroco que hizo la procesión del Corpus sin llevar el Corpus, porque Cristo está en el pueblo. O sea, Cristo sin Cristo y el pueblo adorándose a sí mismo. Seminarios y noviciados vacíos porque se olvidaron del Acontecimiento, se olvidaron de Cristo y adoran sus ideas acerca de Cristo; pero siguen aferrados a las mismas a pesar de constatar sus frutos nocivos.

No solamente muchos tratan de impedir las vocaciones a la vida consagrada, sino, lo que es peor, muchos de los responsables no saben cuáles son las causas de la falta de vocaciones, ni cuáles son las causas de las defecciones. A veces, incluso, se convierten en ocasión de defección cuando argumentan que hubo falta de vocación; pero, ¿acaso, cuando la Iglesia llama por medio del obispo o del superior religioso, no está por ese mismo acto confirmando que se está frente a una verdadera vocación divina? Enseña San Pablo, y es de fe, que: Los dones y la vocación de Dios son irrevocables (Ro 11, 29). Y así, los responsables, por ignorancia crasa o supina, son incapaces de poner remedio.

Si no se solucionan estos problemas será muy difícil la Nueva Evangelización. Pensar que pueda haber Nueva Evangelización sin evangelizadores, es tan absurdo como el vaciamiento gnóstico de la procesión del Corpus sin Corpus. Por eso decía Juan Pablo II en Santo Domingo: “condición indispensable para la Nueva Evangelización es poder contar con evangelizadores numerosos y cualificados. Por ello, la promoción de las vocaciones sacerdotales y religiosas... ha de ser una prioridad de los obispos y un compromiso de todo el pueblo de Dios”.
(BUELA, C., Jóvenes en el tercer milenio, EDEVE, San Rafael, Mendoza, Argentina, 2007, pp. 191 – 201)
1 Santo Tomás de Aquino, Contra la pestilencial doctrina de los que apartan a los hombres del ingreso a la religión, Ed. Desclée, Buenos Aires, 1946, pp. 95-96: “Pero aun suponiendo que el mismo Demonio incite a entrar en religión, siendo esto de suyo una obra buena y propia de ángeles buenos, no hay ningún peligro en seguir en este caso su consejo... Con todo se debe advertir que si el Diablo –aun un hombre– sugiere a alguien entrar en religión para emprender en ella el seguimiento de Cristo, tal sugestión no tiene eficacia alguna si no es atraído interiormente por Dios... Por consiguiente sea quien fuese el que sugiere el propósito de entrar en religión, siempre este propósito viene de Dios”.


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Aplicación: San Alberto Hurtado - ¿Qué es la vocación sacerdotal?

La vocación sacerdotal es el llamado de Jesucristo. Abrid vuestro Evangelio. He aquí a Pedro, he aquí a Andrés, he aquí a Santiago, he aquí a Juan: “Venid en pos de mí, les dice Jesucristo, y yo os haré pescadores de hombres. Y ellos dejando todas las cosas al punto, las redes y a su padre, le siguieron” (Mt 4, 18-22). He aquí a Mateo: “Sígueme; y abandonando allí a sus compañeros, se levantó y le siguió” (Lc 5, 28). He aquí a todos los demás apóstoles, a los cuales el Señor dice: “No sois vosotros los que me habéis elegido, sino yo el que os ha elegido a vosotros” (Jn 15, 16). Luego, los métodos divinos no han cambiado. Hoy sucede como sucedió en otro tiempo: Jesucristo llama a aquellos que Él quiere.

Y Él los llama por intermedio de la Iglesia, única depositaria de su pensamiento y de su voluntad. Es necesario no confundir, entonces, entre lo que se llaman las premisas de la vocación, es decir, las solicitaciones de la gracia, que se levantan ordinariamente en las almas escogidas por Jesucristo, ante la idea y el deseo del sacerdocio; y, por otra parte, la vocación propiamente dicha, es decir, el juicio de la Iglesia que, por medio del obispo, informado por sus delegados, declara que tal alma determinada posee las aptitudes y las virtudes necesarias para ser admitido a la ordenación. No hay vocación en el sentido estricto de la palabra, sino en función de esta decisión de la Iglesia. Es la doctrina tradicional señalada por el Concilio de Trento: Aquellos, se dice, que son llamados por Dios, son aquellos que son llamados, de hecho, por los ministros legítimos de la Iglesia (Sesión 23, c. 18). Y precisada de nuevo, hace algunos años, por una comisión romana, cuyas conclusiones aprobó el Papa Pío X, el 26 de junio de 1912. Nosotros estudiaremos sucesivamente las premisas de la vocación y la vocación propiamente dicha.

1. Las premisas de la vocación
Las premisas de la vocación pueden presentarse bajo las formas más diversas. Sucede a menudo que hay una especie de llamado interior tan directo y personal cuanto es posible. Él va, sin intermediario, del Corazón de Jesús al corazón de aquel que ha elegido: tal niño, desde que tiene conciencia de sí mismo, ha sentido, ha sabido que él llegará a ser sacerdote. Y esta impresión es tan fuerte que permanece inquebrantable hasta la edad de hombre. Este otro, el día de su primera comunión, o de una comunión especialmente ferviente, en medio de tantas voces que hablan en él y que trataban de disipar su alma, ha distinguido la voz del único Maestro que cuenta y que le pide dulcemente darse a él; este otro, introducido en la vida del mundo, ha sido detenido bruscamente en su ruta, oprimido por el pensamiento y el deseo enteramente nuevo en él de sacrificarse por entero.

De este modo, hay, a menudo, entre Nuestro Señor y las almas que él quiere atraerse, intercambios de promesas, pactos de alianza, que deberán, para dar seguridad, pasar por la prueba del tiempo, [mejor dicho,] de la vida, y de la sanción de la Iglesia, pero que son verdaderamente, como lo prueba la continuación de los elementos, toques divinos. Contactos tan personales que sus beneficiarios rodean muy a menudo la revelación de ‘yo no sé qué’ discreta reserva, y permanecen, algunas veces largo tiempo, sin tomar decisión de hacer la confidencia a aquellos mismos que les son más queridos.

Además, es mucho más frecuente que este llamado interior sea como provocado por las circunstancias exteriores. El alma se orienta en el pensamiento al sacerdocio, con el contacto de otra alma que ya se ha dado a Dios (qué de almas no se han dado a Dios, qué de deseos de vocaciones se han inflamado así, al contacto del fuego con que ardía un sacerdote fervoroso); o bajo la influencia de hechos de todo género, unos graves y otros insignificantes según las apariencias, pero todos llenos de un sentido oculto y de gracia: por ejemplo, la muerte de un hermano seminarista, y este pensamiento inmediato: “Es necesario que yo le reemplace”; o una larga enfermedad pacientemente soportada; o un retorno a Dios con evidencia que es necesario ir hasta el fin de la conversión; o, más frecuente todavía, la dedicación práctica a las obras de caridad y de apostolado. ¡Qué de sacerdotes hacen remontar sus primeros deseos del don de ellos mismos a esas visitas a los arrabales, que les revelaron los abismos de miseria material y moral!; a los patios de los patronatos donde ellos iban los jueves a hacer jugar a los niños pobres; a esta colonia de vacaciones; a este equipo de juego; a aquella brigada de Scouts; a esta agrupación de La Cruzada Eucarística, donde el Director confiaba a su inexperiencia el cuidado de sus camaradas más jóvenes.

Ellos no pensaban en aquel momento que estas caminatas, que parecían tan simples a su buena voluntad, estaban llenas de consecuencias, y que desde muy cerca Nuestro Señor les esperaba. La historia de las vocaciones prueba, además, que se encuentra a Jesús en circunstancias mucho más modestas todavía: un sermón, una lectura, una conversación que comienza como tantas otras en la banalidad, pero que se eleva poco a poco hasta las cimas; o algunas palabras dichas por un sacerdote al pasar y que no es siempre el confesor... Y he aquí que estas iluminaciones del alma, estas iniciativas de caridad, estos sufrimientos, y aun estas minuciosidades aparentes, bastan para surcar con profundidad un alma sobre la cual Jesucristo ha colocado sus ojos y le ha hecho decir: ¿Por qué las otras serán escogidas y no yo? ¿Señor, qué queréis que haga? Este humilde grito del alma hacia Jesús, ¿quién no ve que es, en realidad, un llamado de Jesús al alma?

Pero puede acontecer que el sentimiento del llamado esté completamente desprovisto de sensibilidad o de emoción. Él coincide entonces con un juicio de fe y de razón cristiana. Este joven cristiano, cuya alma es elevada y pura, está en un Retiro encerrado. Las más grandes verdades pasan delante de sus ojos. Él pesa esta pobre vida que comienza, que ya se escurre y quiebra entre las manos. Él sueña con la necesidad de la Redención, con los hombres que se pierden, con el odio que persigue a la Iglesia; en Dios, que no es conocido, en su amor despreciado, en la sangre de Jesucristo, en lo único necesario. Él reconoce, y su Director de conciencia lo confirma, que ningún obstáculo grave parece detenerle en el camino de la abnegación: si la Iglesia lo acepta, ¿por qué no se presentará a ella? Y si se requiere sólo valentía, ¿por qué no ha de tener él bastante amor para llegar hasta allí?

En fin, al lado de las diversas formas del llamado interior, es completamente normal, es corriente, que el llamado venga desde afuera: Aquel que será escogido no sospecha de nada, porque Jesús no le ha dicho nada personalmente, nada en su razón, nada a su fe. Pero a su lado un sacerdote vigila, y ve que el alma de este joven tiene ‘un sonido particular’. ¡Oh, cuán rara es esta cualidad! Ese instinto de tomar las cosas por sus aspectos elevados, ese pudor puesto en el corazón para preservar del mal, esa piedad fundada sobre la fe y la energía, y, en fin, esa facilidad para el don de sí mismo, aun en ocasiones difíciles. ¿No son, desde este punto, signos de elección divina? Este sacerdote espera y reza. Un día llega en que él habla. Él aumenta considerablemente el horizonte. Propone el sacrificio. Si el alma no ha sido llamada, ella se admira y, sin emocionarse lo más mínimo, se niega. Si ella es llamada, con frecuencia la idea del sacerdocio se impone a ella desde el primer momento: es a modo de una claridad que atraviesa por su cielo interior.

¿Cómo no había visto esta realidad, que nada le interesaba fuera de los intereses de Jesucristo? Muy a menudo ella guarda dentro de sí la palabra y, lentamente, empieza a hacerse luz sobre ella, así como bajo la acción del sol que se levanta se disipan poco a poco las brumas de la mañana.

Por consiguiente, se presentan de tres modos las premisas de la vocación: llamado interior y personal: ya sea que se amolde a ciertas circunstancias transitorias; ya que coincida con el juicio de la fe y de la razón cristiana; o que se exprese por una voz que viene desde afuera. Pero importa poco que las rutas sean diversas, dado que ellas convergen todas al mismo punto de llegada, es decir, al encuentro de Jesucristo con el alma que Él escogerá un día. Y es en la intimidad de la oración, y sobre todo de la Comunión donde Jesús dice: “Acércate a mí”. Y el alma responde: “He aquí a vuestro servidor. Hágase en mí según tu palabra” (cf. Lc 1, 38).

2. La vocación propiamente dicha
Hablemos ahora de la vocación propiamente dicha. Las disposiciones y los sentimientos que acabamos de describir, aunque sean muy fervientes, no son una especie de derecho al sacerdocio, ni aun una garantía de vocación. El llamado, en el sentido exacto de la palabra, permanece entre las manos de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, única que puede apreciar la oportunidad de acoger o de rehusar a los candidatos a las órdenes [sagradas].

Es aquí donde es necesario, una vez más, sentir una seguridad –lo es para todos nosotros–, de pertenecer a la Iglesia Católica y de vivir, gracias a ella, bajo el signo de la sabiduría. Dichosos los católicos a quienes es dado, que son alguno que otro, el conocer las aspiraciones del alma religiosa personalmente unida a Dios, pero a quien la autoridad de la Iglesia le impide extraviarse.

Porque, en fin, en el caso que nos ocupa, esta alma que cree escuchar la voz de Jesús, la confunde con voces extrañas, o se exagera el dato, y si como acontece muy a menudo, ella ha escuchado realmente, puede ser que ella con el tiempo se haya vuelto indigna de responder a ello, en razón de su negligencia y de sus pecados. ¿Quién ha de juzgar si ella es llamada o no? ¿Quién resolverá en último recurso? La Iglesia.

La prudencia de la Iglesia en esta materia de vocación, es una de las señales más claras de su santidad. Ella tiene tanta necesidad de sacerdotes, ¿no debería, por consiguiente, abrir los brazos con toda amplitud a todos aquellos que se presentan a ellos y que dicen que son llamados por Dios? Por el contrario, su actitud es completamente diversa.

Ella los acoge con gozo, pero no sin reserva. Ella les dice: Vosotros creéis que Cristo os ha llamado, vosotros queréis ser sacerdotes, yo bendigo vuestro proyecto. ¿Pero qué garantía me dais de que vosotros podréis, sin presunción, creeros legítimamente llamados? ¿De qué espíritu venís vosotros? ¿Cuáles son vuestras aptitudes? ¿Dónde están en vosotros las pruebas de un especial designio de Dios? Vuestro espíritu, ¿está desprovisto de toda ambición de orden humano, y de todo pensamiento de comercio? ¿Venís a Dios con un absoluto desinterés? ¿Cuáles son vuestras aptitudes? ¿Tenéis vosotros energía, inteligencia y buen juicio, la constancia, la generosidad del corazón, el instinto de la abnegación, y la tranquilidad de los sentidos que puedan hacer de vosotros servidores útiles? ¿Cuáles son las pruebas de los designios de Dios sobre vosotros? Se juzga del árbol por los frutos; se juzgará de vuestro llamado por vuestros recursos naturales y sobrenaturales, por vuestro progreso en la virtud, la piedad y, sobre todo, de vuestro espíritu de sacrificio. ¿Desde que vos aspiráis al sacerdocio, este pensamiento de vuestra entrega ha cambiado vuestra alma? ¿Os habéis librado al menos del pecado grave? ¿Cómo queréis cuidar a los demás si no sabéis cuidaros a vos mismo? ¿Tenéis hambre y sed de llegar a ser más humildes, más desinteresados, más puros? ¿Cómo queréis soportar la obra del Santo de los Santos, si no os dedicáis desde ahora a santificaros?

Y si tenéis el espíritu y las aptitudes que os convienen y parecéis dar las pruebas de que vuestro deseo viene de Dios, yo os recibiré con bondad, pero yo me guardaré de imponeros las manos, antes de algún tiempo, en nombre del Señor, y de daros los poderes para siempre, y de enviaros a la acción apostólica. Durante muchos años yo vigilaré sobre vos cada día en el ambiente de mis Seminarios o de mis Noviciados. Vos viviréis en el recogimiento, en la oración, en el trabajo, la mortificación y como rodeados de silencio. Y un silencio interior, que hará callar todos los ruidos del mundo, y os dará vuestra alma y os dará vuestro Dios. Él os dará vuestra alma: vos aprenderéis a conocerla y a controlarla, a tenerla en vuestras manos, para que llegue a ser junto con vuestro cuerpo un instrumento de Dios, dócil a su servicio. Él os dará a vuestro Dios en Jesucristo: vos aprenderéis a desearlo, a buscarlo, a escuchar su palabra, en la Escritura y en la Eucaristía, a amar la verdad de los dogmas, a hacer de Él el Maestro de vuestro pensamiento, el Amigo de vuestro corazón, el Compañero de vuestros instantes, Aquel que ilumina, que impulsa, que sostiene, y que suple. Y cuando hayáis vivido mucho tiempo así, en la prueba cotidiana de vuestra buena voluntad, de vuestra energía, de vuestros sentidos, de vuestros afectos, de vuestra esperanza y de vuestra fe, yo diré por la voz de uno de mis obispos: ¿Sabe Ud. si son dignos? Y si se me responde: En cuanto la fragilidad humana permite conocerlo, yo aseguro y atestiguo que ellos son dignos de ser elevados a este cargo. Entonces, solamente entonces, el Obispo hará sobre vos los sagrados signos que hizo Nuestro Señor Jesucristo sobre los Apóstoles, y éstos sobre los primeros sacerdotes, y así edad tras edad, y yo os consagraré sacerdote por toda la eternidad.

¿Qué es, por consiguiente, la vocación sacerdotal? Es el llamado decisivo de dejar todo para seguirlo a Él y para servirle, que dirige Jesucristo Nuestro Señor a ciertas almas, por intermedio de la Iglesia.
(SAN ALBERTO HURTADO, La búsqueda de Dios, Ediciones de la Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 2005, pp. 248-253)

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Ejemplos Predicables
“¡Sígueme!”
Iban los dos pasajeros silenciosos y absortos en sus pensamientos en el gran ferrocarril del Canadá. El aspecto de ellos no podía ser más distinto. Uno era de tez morena, tostado por el sol, de facciones duras y ojos de acero; asido a un cinturón de acero llevaba un revólver y un enorme cuchillo de monte. El otro era de tez blanca, de facciones serenas, ojos profundos que miran al infinito y una sonrisa perenne en los labios: una sotana negra le cubría y de un ceñidor de tela le colgaba un rosario.
Al fin se hablaron. El sacerdote preguntó al primero:
- ¿Hacia dónde se dirige usted?
- Hacia Klondike -respondió el otro-; voy en busca de oro; allí dicen que hay mucho.
- ¿Y tendrá usted que hacer muchas cosas para conseguirlo?
- Muchas. Y muchas que sufrir; hay que luchar contra los bandidos y contra el clima; hay que cavar muchos metros en tierra; las fiebres, las enfermedades acechan. ¡Pero el oro lo merece todo!
El sacerdote calló tristemente. Luego fue el otro el que preguntó:
- Y usted ¿dónde va?
- Más arriba, a la región de los hielos perpetuos. Voy en busca de perlas.
- ¿Cómo? –dijo el hombre muy asombrado-.
- Sí, voy en busca de las pobres almas abandonadas, y para mí, cada alma es un perla redimida con la Sangre de Cristo.
- ¿Allí le esperan muchas fatigas?
- Muchas; sé que viviré poco; yo he nacido en tierras templadas de sol, pero no importa; ¡todo se lo merecen las almas!, tendré que sufrir mucho, muchísimo, pero vale la pena gastarse y desgastarse por las almas.
En estos dos hombres ¡cuántos hombres están representados! Unos a buscar oro, a buscar oro por cualquier medio, por cualquier camino, a cualquier precio. Pero la recompensa está vacía para la eternidad. Otros, por el contrario, buscan las perlas de las almas, y usan todos los medios a fuerza de trabajos y cruces; y saben que la recompensa es grande en el Reino de Los Cielos, porque siguieron a Aquel que les dijo una vez ¡Sígueme!
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 90)

(cortesía: http://www.iveargentina.org

 


Glorificad a Dios en vuestro cuerpo

La pureza asegura lo más precioso que existe en el mundo: la posibilidad de acercarse a Dios.
Raniero Cantalamessa

El pasaje del Evangelio nos permite asistir a la formación del primer núcleo de discípulos, del que se desarrollará primero el colegio de los apóstoles y a continuación toda la comunidad cristiana. Juan está aún a orillas del Jordán junto a dos de sus discípulos cuando ve pasar a Jesús y no se retiene de gritar de nuevo: «¡He ahí el Cordero de Dios!». Los dos discípulos comprenden y, dejando para siempre al Bautista, se ponen a seguir a Jesús. Viendo que le siguen, Jesús se vuelve y pregunta: «¿Qué buscáis?». Le responden, para romper el hielo: «Maestro, ¿dónde vives?». «Venid y lo veréis», les contesta. Fueron, lo vieron y aquel día se quedaron con él. Ese momento pasó a ser para ellos tan decisivo en sus vidas que recuerdan hasta la hora en que ocurrió: eran cerca de las cuatro de la tarde.

En la segunda lectura, San Pablo ilustra un rasgo que debe caracterizar la vida del discípulo de Cristo: la pureza. «El cuerpo –dice entre otras cosas-- no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo... Glorificad, por tanto, a Dios con vuestro cuerpo». Tratándose de un tema tan oído y vital para nuestra sociedad actual vale la pena dedicarle la atención.

Tal vez quienes son capaces de entender mejor el tema de la pureza son precisamente los verdaderos enamorados. El sexo se hace «impuro» cuando reduce al otro (o al propio cuerpo) a objeto, a cosa, pero esto es algo que un verdadero amor rechazará realizar. Muchos de los excesos en marcha en este campo tienen algo de artificial, se deben a imposición externa dictada por razones comerciales y de consumo. No es, como se quiere hacer creer, «evolución espontánea de las costumbres», es evolución guiada, impuesta.

Una de las excusas que contribuyen más a favorecer el pecado de impureza en la mentalidad común y a descargarlo de toda responsabilidad es que, total, no hace mal a nadie, no vulnera los derechos ni la libertad de los demás, excepto, se dice, que se trate de estupro o violación. Pero no es verdad que el pecado de impureza acabe en quien lo comete. Todo abuso, dondequiera y por quienquiera que sea cometido, contamina el ambiente moral del hombre, produce una erosión de los valores y crea la que Pablo define «la ley del pecado» y de la que ilustra el terrible poder de arrastrar a los hombres a la ruina (Cf. Romanos, 7, 14 ss).

La primera víctima de todo ello son precisamente los jóvenes. Fenómenos tan reprobados, como la explotación de menores, el estupro y la pedofilia, pero también ciertas atrocidades cometidas no sobre menores, sino por menores, no nacen de la nada. Son, al menos en parte, el resultado del clima de exasperada excitación en el que vivimos y en el que los más frágiles sucumben. No era fácil, una vez que se puso en marcha, detener la avalancha de lodo que tiempo atrás se abatió sobre Sarno otras poblaciones de Campania, destruyéndolos [la tragedia, cerca de Nápoles, ocurrió en mayo de 1998, dejando más de un centenar de muertos, cerca de 200 desaparecidos y numerosos damnificados. Ndr]. Era necesario evitar la tala de árboles y otros daños ambientales que hicieron inevitable el corrimiento de tierra. Lo mismo vale para ciertas tragedias de fondo sexual: destruidas las defensas naturales, aquellas se hacen inevitables.

Pero hoy ya no basta con una pureza hecha de miedos, tabúes, prohibiciones, de fuga recíproca entre el hombre y la mujer, como si cada uno de ellos fuera, siempre y necesariamente, una insidia para el otro y un enemigo potencial, en vez de, como dice la Biblia, «una ayuda». Es necesario hacer hincapié en defensas ya no externas, sino internas, basadas en convicciones personales. Se debe cultivar la pureza por sí misma, por el valor positivo que representa para la persona, y no sólo por los apuros de salud o de buen nombre a los que expone su trasgresión.

La pureza asegura lo más precioso que existe en el mundo: la posibilidad de acercarse a Dios. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Cf. Mt 5, 8. Ndr), dijo Jesús. No le verán sólo un día, tras la muerte, sino ya ahora: en la belleza de lo creado, de un rostro, de una obra de arte; le verán en sus propios corazones.

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(cortesía: iveargentina.org et alii)

 


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