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2ª Semana de Pascua A-B-C: Año litúrgico patrístico

 

MANUEL GARRIDO BONAÑO, O.S.B.
Comentarios para cada dí­a del Tiempo Pascual

Domingos: Ciclo A - Ciclo B - Ciclo C

Entre semana:
Lunes - Martes - Miércoles - Jueves - Viernes - Sábado


Domingo
Entrada: «Como el niño recién nacido, ansiad la lecha auténtica, no adulterada, para crecer con ella sanos. Aleluya» (1 Pe 2,2). O bien: «Alegraos en vuestra gloria, dando gracias a Dios. que os ha llamado al reino celestial. Aleluya» (Esd 2,36-37).
Colecta (del Misal Gótico): «Dios de misericordia infinita, que reanimas la fe de tu pueblo con la celebración anual de las fiestas pascuales, acrecienta en nosotros los dones de tu gracia, para que comprendamos mejor que el bautismo nos ha purificado, que el Espíritu nos ha hecho renacer y que la sangre nos ha redimido».
Ofertorio (del misal anterior, retocada con textos de los Sacramentarios Gelasiano y de Bérgamo): «Recibe, Señor, las ofrendas que (junto con los recién bautizados) te presentamos y haz que, renovados por la fe y el bautismo, consigamos la eterna bienaventuranza».
Comunión: «Trae tu mano y toca la señal de los clavos; y no seas incrédulo, sino creyente. Aleluya» (Jn 20,27).
Postcomunión (del misal anterior, retocada con textos del Gelasiano): «Concédenos, Dios todopoderoso, que la fuerza del sacramento pascual que hemos recibido, persevere siempre en nosotros».


Domingo 2 de Pascua Ciclo A
El acontecimiento pascual y el reencuentro con el Corazón de Cristo Resucitado rehízo la fe y la vida del colegio apostólico y puso en marcha la Iglesia de Cristo como comunidad de creyentes reunidos en torno al Señor Jesús, viviente de nuevo en su Palabra y en su Eucaristía. Los neófitos dejaron ayer las túnicas bautismales.

–Hechos 2,42-47: Los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común. Por la fuerza de la predicación apostólica de los primeros testigos de la Resurrección se inició la Iglesia como comunidad de fe y de amor entre los hombres. Es el primer diseño de la Iglesia, fundada en la fe y en la Eucaristía. San Cipriano dice:
«Esta unidad de la Iglesia está prefigurada en la persona de Cristo... Quien no guarda esta unidad de la Iglesia, ¿va a creer que guarda la unidad de la fe? Quien resiste obstinadamente a la Iglesia, quien abandona la cátedra de Pedro, sobre la que está cimentada la Iglesia, ¿puede confiar que está en la Iglesia? (Sobre la unidad de la Iglesia 3,2)

–Salmo 117. Salmo responsorial como en el Domingo de Resurrección.

–1 Pedro 1,3-9: Por la resurrección de Cristo de entre los muertos nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva. San Pedro proclama la grandeza de nuestra vocación cristiana como miembros de la Iglesia, comunidad de salvación en medio del mundo por la fe en Cristo. Afirma, sobre el nuevo nacimiento San Hipólito:
«El que se sumerge con fe en este baño de regeneración renuncia al diablo y se adhiere a Cristo; reniega al enemigo del género humano y profesa su fe en la divinidad de Cristo, se despoja de su condición de siervo y se reviste de la de hijo adoptivo, sale del bautismo resplandeciente como el sol, emitiendo rayos de justicia y, lo que es más importante, vuelve de allí convertido en hijo de Dios y coheredero de Cristo» (Sermón sobre la Teofanía).

–Juan 20,19-31: A los ocho días se les apareció el Señor. Es el texto evangélico para los tres ciclos y presenta la primera comunidad eclesial surgida de la Pascua. Comunidad de creyentes, reunidos para iniciar su misión de testigos, por la fe, del acontecimiento de la Resurrección de Cristo. Nos fijamos aquí en la duda de Santo Tomás, comentada por San Gregorio Magno:
«Sólo Tomás, llamado el Mellizo, estaba ausente y, al volver y escuchar lo que había sucedido, no quiso creer lo que le contaban. Se presenta de nuevo el Señor y ofrece al discípulo incrédulo su costado para que lo palpe, le enseña las manos y, mostrándole la cicatriz de sus heridas, sana la herida de su incredulidad. ¿Qué es, hermanos muy amados, lo que descubrís en estos hechos? ¿Creéis acaso que sucedieron porque sí todas estas cosas: que aquel discípulo elegido estuviese primero ausente, que luego al venir oyese, que al oir dudase, que al dudar palpase, que al palpar creyese?
«Todo esto no sucedió porque sí, sino por disposición divina. La bondad de Dios actuó en este caso de un modo admirable, ya que aquel discípulo que había dudado, al palpar las heridas del cuerpo de su Maestro, curó las heridas de nuestra incredulidad. Más provechosa fue para nuestra fe la incredulidad de Tomás que la fe de los otros discípulos, ya que, al ser él inducido a creer por el hecho de haber palpado, nuestra mente, libre de toda duda, es confirmada en la fe.
«De este modo, en efecto, aquel discípulo que dudó y que palpó se convirtió en testigo de la realidad de la resurrección... Teniendo ante sus ojos a un hombre verdadero, lo proclamó Dios, cosa que escapaba a su mirada... “Dichosos los que crean sin haber visto”: en esta sentencia el Señor nos designa especialmente a nosotros. Con tal que las obras acompañen nuestra fe» (Homilía 26 sobre los Evangelios).


Domingo 2 de Pascua Ciclo B
El acontecimiento pascual, Muerte y Resurrección del Señor, rehízo la fe del Colegio apostólico y puso en marcha la obra de Cristo, que es la Iglesia como comunidad de creyentes reunidos en Cristo, vivientes de su Palabra y de su Eucaristía.

–Hechos 4,32-35: Todos pensaban y sentían lo mismo. Por la fuerza de la predicación apostólica de los primeros testigos de la Resurrección se inició la Iglesia, como comunidad de fe y de amor entre los hombres. San Fulgencio de Ruspe dice:
«Dios, al conservar en la Iglesia la caridad que ha sido derramada en ella por el Espíritu Santo, convierte a esta misma Iglesia en un sacrificio agradable a sus ojos y le hace capaz de recibir siempre la gracia de esa caridad espiritual, para que pueda ofrecerse continuamente a Él como una ofrenda viva, santa y agradable» (Lib. 3,11-12).

–Salmo responsorial 117.

–1 Juan 5,16: Todo el que ha nacido de Dios vence al mundo. La vida de fe iniciada por el bautismo y vivificada por la Eucaristía, es la clave que da autenticidad a nuestra condición de hijos de Dios en medio del mundo. San Atanasio así lo manifiesta:
«Siempre resultará provechoso esforzarse en profundizar el contenido de la antigua tradición, de la doctrina y de la fe de la Iglesia Católica, tal como el Señor nos la entregó, tal como la predicaron los apóstoles y la conservaron los Santos Padres. En ella, efectivamente, está fundamentada la Iglesia, de manera que todo aquél que se aparta de esta fe deja de ser cristiano y ya no merece el nombre de tal» (Carta I a Serapión 28-30).

–Juan 20, 19-31. Ver Ciclo A.


Domingo 2 de Pascua Ciclo C
Concluimos la octava de Pascua. La liturgia nos ha hecho vivir intensamente el gozo y la alegría de ser de Cristo, el que murió y resucitó por nosotros. Desde ahora, a lo largo del tiempo pascual, el pentecostés de alegría aleluyática, la Iglesia en su liturgia irá desentrañando en nuestra conciencia el Misterio de Cristo resucitado y de su Iglesia, en la que nos integramos por el bautismo. Hemos de ser responsables de estas sagradas realidades, realizadas en la historia de la salvación y en nuestra propia vida.

–Hechos 5,12-16: Crecía el número de los creyentes. En torno a los Apóstoles comienza a formarse la primera comunidad eclesial, avalada por la fe en la resurrección del Señor Jesús. No tiene fronteras, como explica San Cirilo de Jerusalén:
«La Iglesia se llama católica o universal porque está esparcida por todo el orbe de la tierra, de uno a otro confín, y porque de un modo universal y sin defecto enseña todas las verdades de la fe que los hombres deben conocer, ya se trate de las cosas visibles o invisibles, terrenas o celestiales; también porque induce al verdadero culto a toda clase de hombres, a los gobernantes y a los simples ciudadanos, a los instruidos y a los ignorantes; y, finalmente, porque cura y sana toda clase de pecados sin excepción, tanto los internos cuantos los externos; ella posee todo género de virtudes, cualquiera que sea su nombre, en hechos y palabras y en cualquier clase de dones espirituales» (Catequesis 18,23-25).

–Apocalipsis 1,9-11.12-13.17-19: Estaba muerto y ya ves que vive por los siglos. El triunfo de Jesús sobre la vida y la muerte sigue siendo el gran acontecimiento, que mantiene eficaz la fe y la esperanza de la Iglesia. La resurrección de Jesucristo es la fianza y la prueba infalible de nuestra esperanza, el firme apoyo de nuestra fe, la garantía más segura de que nosotros hemos sido redimidos, de que somos llamados a la vida eterna. Estaba muerto, pero ha resucitado para ser nuestra vida y Pontífice intercesor ante el Padre.

–Juan 20,19-31. Ver Ciclo A.

Lunes
Entrada: «Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre Él. Aleluya» (Rom 6,9).
Colecta (tomada del Sacramentario de Bérgamo): «Dios todopoderoso y eterno, que nos permites que te llamemos Padre, aumenta en nuestros corazones el espíritu filial, para que merezcamos alcanzar la herencia prometida».
Ofertorio: «Recibe, Señor, las ofrendas de tu Iglesia exultante de gozo, y pues en la resurrección de tu Hijo nos diste motivo de tanta alegría, concédenos participar de este gozo eterno».
Comunión: «Jesús se puso en medio de sus discípulos y les dijo: “Paz a vosotros”. Aleluya» (Jn 20,19).
Postcomunión: «Mira, Señor, con bondad a tu pueblo, y ya que has querido renovarlo con estos sacramentos de vida eterna, concédele también la resurrección gloriosa».

–Hechos 4,23-31: Al terminar la oración, los llenó a todos el Espíritu Santo y anunciaban con valentía la Palabra de Dios. Después de la liberación de Pedro y de Juan, la comunidad cristiana ora rememorando las palabras del Salmo 2, interpretadas como una profecía de la pasión y de la resurrección del Mesías. Se trata de la primera oración comunitaria de la Iglesia. La persecución provoca y acentúa una mayor unión de sentimientos y el recurso a Dios, que escucha la súplica de la Iglesia reunida. En la acción eucarística, al hacer presente la actuación salvífica de Dios en Cristo, pedimos y recibimos la fuerza del Espíritu, que se ha de manifestar en el testimonio valiente de nuestras palabras y de nuestras obras.
San Agustín habla muchas veces sobre la oración pública y privada, sobre sus cualidades y eficacia:
«Cuando nuestra oración no es escuchada es porque pedimos aut mali, aut male, aut mala. Mali, porque somos malos y no estamos bien dispuestos para la petición. Male, porque pedimos mal, con poca fe y sin perseverancia, o con poca humildad. Mala, porque pedimos cosas malas, o van a resultar, por alguna razón, no convenientes para nosotros» (La Ciudad de Dios 20,22).
«Hablar mucho en la oración es como tratar un asunto necesario y urgente con palabras superfluas. Orar, en cambio, prolongadamente es llamar con corazón perseverante y lleno de afecto a la puerta de Aquél que nos escucha. Porque con frecuencia la finalidad de la oración se logra más con lágrimas y llantos que con palabras y expresiones verbales» (Carta 130 a Proba).

–Cristo resucitado, sentado a la derecha del Padre, lleva a plenitud el significado del salmo 2. Todo se lo ha dado el Padre. Su herencia: las naciones; su posesión: los confines de la tierra. Él intercede por nosotros como Pontífice supremo de nuestra fe. Es el Mediador y presenta al Padre nuestra oración. Con el Salmo 2 cantamos a la grandeza de Jesucristo:
«¿Por qué se amotinan las naciones y los pueblos planean un fracaso? Se alían los reyes de la tierra, los príncipes conspiran contra el Señor y contra su Mesías: “Rompamos sus coyundas, sacudamos su yugo”. El que habita en el cielo sonríe, el Señor se burla de ellos. Luego les habla con ira, los espanta con su cólera: “Yo mismo he establecido a mi rey en Sión, en mi monte santo”. Voy a proclamar el decreto del Señor: Él me ha dicho: “Tú eres mi Hijo. Yo te he engendrado hoy; pídemelo: te daré en herencia las naciones; en posesión, los confines de la tierra. Los gobernarás con cetro de hierro, Los quebrarás como jarro de loza”».

–Juan 3,1-8: El que no nazca del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Jesús manifiesta a Nicodemo el misterio del bautismo, como nuevo nacimiento a la vida divina y como entrada en el Reino de Dios. Todo está relatado en orden al Bautismo. Comenta San Juan Crisóstomo:
«En adelante nuestra naturaleza es concebida en el cielo con Espíritu Santo y agua. Ha sido elegida el agua y cumple funciones de generación para el fiel... Desde que el Señor entró en las aguas del Jordán, el agua no produce ya el bullir de animales vivientes (Gén 1,20), sino de almas dotadas de razón, en las que habita el Espíritu Santo» (Homilía sobre el Evangelio de San Juan 26,1).
Y San Agustín:
«No conoce Nicodemo otro nacimiento que el de Adán y Eva, e ignora el que se origina de Cristo y de la Iglesia. Sólo entiende de la paternidad que engendra para la muerte, no de paternidad que engendra para la vida. Existen dos nacimientos; mas él sólo de uno tiene noticia. Uno es de la tierra y otro es del cielo; uno de la carne y otro del Espíritu; uno de la mortalidad, otro de la eternidad... Los dos son únicos. Ni uno ni otro se pueden repetir» (Tratado 11,6 sobre el Evangelio de San Juan).


Martes
Entrada: «Con alegría y regocijo demos gloria a Dios, porque el Señor ha establecido su reinado. Aleluya» (Ap 19, 7.6).
Colecta (del Gelasiano): «Te pedimos, Señor, que nos hagas capaces de anunciar la victoria de Cristo resucitado; y pues en ella nos has dado la prenda de los dones futuros, haz que un día los poseamos en plenitud».
Ofertorio: «Concédenos, Señor, darte gracias siempre por medio de estos misterios pascuales; y ya que continúan en nosotros la obra de tu redención, sean también fuente de gozo incesante»
Comunión: «Era necesario que el Mesías padeciera y resucitara de entre los muertos, para entrar en su gloria. Aleluya» (cf. Lc 24,46.26).
Postcomunión: «Escucha, Señor, nuestras oraciones, para que este santo intercambio, en el que has querido realizar nuestra redención, nos sostenga durante la vida presente y nos dé las alegrías eternas».

–Hechos 4,32-37: Los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo. En los resúmenes de la acción pastoral de los Apóstoles y primeros discípulos se manifiesta de un modo especial el mensaje de Cristo muerto y resucitado y la unión de mente y corazón que existía entre ellos y los fieles, en toda la Iglesia. Comenta Tertuliano:
«Es norma general que toda cosa debe ser referida a su origen, y, por esto, toda la multitud de comunidades son una con aquella primera Iglesia fundada sobre los Apóstoles, de la que proceden todas las otras. En este sentido son todas primeras y todas apostólicas, en cuanto que todas juntas forman una sola. De esta unidad son pruebas la comunión y la paz que reinan entre ellas, así como su mutua fraternidad y hospitalidad. Todo lo cual no tiene otra razón de ser que su unidad en una misma tradición apostólica» (Sobre la prescripción de los herejes, 20).
San Cipriano dice:
«Tenemos que mantener y defender esta unidad, sobre todo los obispos, que tenemos la presidencia de las Iglesias... Nadie engañe a la comunidad de hermanos con una mentira, nadie deforme la verdad de la fe con una deformación infiel... La Santa Iglesia es una sola... Lo mismo que el sol tiene muchos rayos, pero una sola luz, y el árbol tiene muchas ramas, pero un tronco único al que profundas raíces dan posición fija, y lo mismo que de una fuente saltan muchos arroyos, así la unidad es conservada en el origen, aunque parezca que de ella brota una pluralidad en rica abundancia» (Sobre la unidad de la Iglesia,6).

–¡El Señor reina! Ha triunfado de la muerte y es el Señor del mundo y de la historia. Y reinará para siempre, porque su trono es eterno. El cristiano camina hacia la consumación de ese reinado y por eso, no obstante las dificultades, la persecución, la Iglesia unida en oración grita esperanzada: ¡El Señor reina!. Así lo proclamamos nosotros con el Salmo 92: «El Señor reina, vestido de majestad, el Señor vestido y ceñido de poder. Así está firme el orbe y no vacila. Tu trono está firme desde siempre y tú eres eterno. Tus mandatos son fieles y seguros, la santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días sin término».

–Juan 3,11-15: Nadie ha subido al cielo sino el Hijo del Hombre, el que bajó del cielo. Si Jesús puede otorgar a Nicodemo el conocimiento de las realidades divinas, es porque viene de Dios. Sólo Él podrá volver un día junto al Padre, después de que sea elevado sobre la tierra. La prueba principal de su bajada es su elevación en la Cruz. El que así lo contempla tendrá la vida como los israelitas en el desierto aseguraban sus vida contemplando la serpiente de bronce elevada por Moisés... Comenta San Agustín:
«¿Qué es la serpiente en lo alto levantada? La muerte del Señor en la Cruz. Porque la muerte es la serpiente, por su efigie fue simbolizada. La mordedura de la serpiente es mortal. La muerte del Señor es vital. Se mira a la serpiente para aniquilar el poder de la serpiente... Pero, ¿qué muerte es ésta? Es la muerte de la vida; y porque se puede decir, es admirable lo que se dice... ¿No es Cristo la Vida? Y, sin embargo, Cristo está en la Cruz. ¿No es Cristo la Vida? Y, sin embargo, Cristo está en la muerte. Pero en la muerte de Cristo encontró la muerte su muerte. Porque la Vida muerta mató a la muerte; la plenitud de la vida se tragó la muerte... Los que miran con fe la muerte de Cristo quedan sanos de las mordeduras de los pecados» (Tratado 12,12 sobre el Evangelio de San Juan).


Miércoles
Entrada: «Te daré gracias entre las naciones, Señor; contaré tu fama a mis hermanos. Aleluya» (Sal 17,50; 12.23).
Colecta (compuesta con textos del Gelasiano): «Al revivir nuevamente este año el misterio pascual, en el que la humanidad recobra la dignidad perdida y adquiere la esperanza de la resurrección futura, te pedimos, Señor de clemencia, que el misterio celebrado en la fe se actualice siempre en el amor».
Ofertorio: «Oh Dios, que por el admirable trueque de este sacrificio nos haces partícipes de tu divinidad; concédenos que nuestra vida sea manifestación y testimonio de esta verdad que conocemos».
Comunión: «Dice el Señor: “Yo os he escogido sacándoos del mundo y os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto dure”. Aleluya» (cf. Jn 15, 16.19).
Postcomunión: «Ven, Señor en ayuda de tu pueblo y, ya que nos has iniciado en los misterios de tu reino, haz que abandonemos nuestra antigua vida de pecado y vivamos, ya desde ahora, la novedad de la vida eterna».

–Hechos 5,17-26: Los hombres que metisteis en la cárcel están ahí en el Templo y siguen enseñando al pueblo. Por segunda vez son detenidos los apóstoles, pero se ven libres de la prisión de modo milagroso. Los apóstoles son fieles al mandato de Jesucristo de predicar la buena nueva, aunque los persigan y encarcelen. La Palabra de Dios triunfa siempre. En los Apóstoles triunfa Cristo, que los llena de su fortaleza. Siempre ha sido así.
Oigamos a San Juan Crisóstomo:
«Muchas son las olas que nos ponen en peligro y una gran tempestad nos amenaza; sin embargo, no tememos ser sumergidos, porque permanecemos de pie sobre la roca. Aun cuando el mar se desate, no romperá esta roca; aunque se levanten las olas nada podrán contra la barca de Jesús. Decidme, ¿qué podemos temer? ¿La muerte? Para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia. ¿El destierro? Del Señor es la tierra y cuanto la llena. ¿La confiscación de los bienes? Nada trajimos al mundo, de modo que nada podemos llevarnos de él. Yo me río de todo lo que es temible en este mundo y de sus bienes. No temo la muerte ni envidio las riquezas. No tengo deseos de vivir si no es para vuestro bien espiritual. Por eso os hablo de lo que ahora sucede, exhortando vuestra caridad a la confianza» (Homilía antes del exilio 1-3).

–Todas las aflicciones del hombre son pequeñas muertes. Pero la muerte ha sido vencida, por eso el Apóstol puede clamar con esperanza, lleno de fortaleza, desde lo más profundo de su contradicción, de su dolor, de su propia miseria. Lo decimos con el Salmo 33: «Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor, ensalcemos juntos su nombre. Yo consulté al Señor y me respondió, me libró de todas mis ansias. Contempladlo y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y lo salva de sus angustias. El ángel del Señor acampa en torno a sus fieles y los protege. Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a Él».

–Juan 3, 16-21: Dios mandó su Hijo al mundo para que el mundo se salve por Él. La fe en Cristo Jesús supone aceptarlo como el único Salvador; vivir en la Luz, es decir, en la práctica de las obras buenas, hechas según el mandato del Señor. Esto tiene como consecuencia la salvación, que es iluminación y manifestación de que las obras están hechas según Dios. Lo contrario es no creer, es la condenación, es no tener a Cristo como Salvador. Comenta San Agustín:
«Amaron las tinieblas más que la luz... Muchos hay que aman sus pecados y muchos también que los confiesan. Quien confiesa y se acusa de sus pecados hace las paces con Dios. Dios reprueba tus pecados... Deshaz lo que hiciste para que Dios salve lo que hizo. Es preciso que aborrezcas tu obra y que ames en ti la obra de Dios. Cuando empiezas a desterrar lo que hiciste, entonces empiezan tus obras buenas, porque repruebas las tuyas malas. El principio de las obras buenas es la confesión de las malas. Practicas la verdad y vienes a la luz. ¿Qué es practicar la verdad? No halagarte, ni acariciarte, ni adularte tú a ti mismo, ni decir que eres justo, cuando eres inicuo. Así es como tú empiezas a practicar la verdad, así es como vienes a la Luz» (Tratado 12 sobre el Evangelio de San Juan 13).


Jueves
Entrada: «Oh Dios, cuando salías al frente de tu pueblo y acampabas con ellos y llevabas sus cargas, la tierra tembló, el cielo destiló. Aleluya» (cf. Sal 67,8-9.20).
Colecta (compuesta con textos de los Sacramentarios Gelasiano y de Bérgamo): «Te pedimos, Señor, que los dones recibidos en esta Pascua den fruto abundante en toda nuestra vida».
Ofertorio: «Que nuestra oración, Señor, y nuestras ofrendas sean gratas en tu presencia, para que así, purificados por tu gracia, podamos participar más dignamente en los sacramentos de tu amor»
Comunión: «Sabed que estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Aleluya» (Mt 28,20).
Postcomunión: «Dios Todopoderoso y eterno, que en la resurrección de Jesucristo nos has hecho renacer a la vida eterna; haz que los sacramentos pascuales den en nosotros fruto abundante y que el alimento de salvación que acabamos de recibir fortalezca nuestra vida».

–Hechos 5,27-33: Testigo de esto somos nosotros y el Espíritu Santo. El Consejo y los sacerdotes se inquietan ante la obstinación de los Apóstoles en hablar de Jesús de Nazaret. Y le mismo interrogatorio ofrece a los Apóstoles ocasión para proclamar una vez más el mensaje fundamental del cristianismo: «Cristo muerto y resucitado. De Él viene toda la salvación». Los Apóstoles eran consecuentes con su fe y la vocación a la que habían sido llamados, sin importarles que esto fuese mal visto de los demás. Esto mismo decía San Juan Crisóstomo en el siglo V:
«Lo que hay que temer no es el mal que digan contra nosotros, sino la simulación de nuestra parte; entonces sí que perderíais vuestro sabor y seríais pisoteados. Pero, si no cejáis en presentar el mensaje con toda su austeridad, si después oís hablar mal de vosotros, alegraos. Porque lo propio de la sal es morder y escocer a los que llevan una vida de molicie. Por tanto, estas maledicencias son inevitables y en nada os perjudicarán, antes serán pruebas de vuestra firmeza. Mas, si por el temor de ellas, cedéis en la vehemencia conveniente, peor será vuestro sufrimiento, ya que entonces todos hablarán mal de vosotros y os despreciarán; en esto consiste en ser pisoteados por la gente» (Homilía sobre San Mateo 15).
Por eso dice San Gregorio Magno:
«Así como el hablar indiscreto lleva al error, así el silencio imprudente deja en su error a quienes pudieran haber sido adoctrinados» (Regla Pastoral 2).

–Jesús pasó por la Cruz para llegar a la Resurrección. Es necesario que el grano de trigo muera para que pueda dar fruto. Los sufrimientos de todo apóstol, de todo creyente, pues todos hemos de ser apóstoles en nuestro ambiente, están marcados con vida. El Señor está cerca de los que sufren. Así nos lo dice el Salmo 33: «Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca. Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a Él. El Señor se enfrenta con los malhechores para borrar de la tierra su memoria. Cuando uno grita el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias. El Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos. Aunque el justo sufra muchos males, de todos lo libra el Señor».

–Juan 3,31-36: El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos. El que es de la tierra se opone a Cristo, que procede del cielo y da testimonio de cuanto ha visto. El que cree en el Hijo posee la vida eterna. Hay que defender la fe no obstante los contradictores y las dificultades de propios y extraños. San Agustín advierte:
«En otros tiempos se incitaba a los cristianos a renegar de Cristo; en nuestra época se enseña a los mismos a negar a Cristo. Entonces se impelía, ahora se enseña; entonces se oía rugir al enemigo, ahora, presentándose con mansedumbre insinuante y rondando, difícilmente se le advierte. Es cosa sabida de qué modo se violentaba entonces a los cristianos a negar a Cristo; procuraban atraerlos así para que renegasen; pero ellos, confesando a Cristo, eran coronados. Ahora se enseña a negar a Cristo y, engañándoles, no quieren que parezca que se les aparta de Cristo» (Comentario al Salmo 39).
«Como ciego que oye las pisadas de Cristo que pasa, le llamo... pero cuando haya comenzado a seguir a Cristo, mis parientes, vecinos y amigos comienzan a bullir. Los que aman el siglo se me ponen enfrente: “¿Te has vuelto loco? ¡Qué extremoso eres! ¿Por ventura los demás no son cristianos? Esto es una tontería. Esto es una locura”. Y cosas tales clama la turba para que no sigamos llamando al Señor los ciegos» (Sermón 88).


Viernes
Entrada: «Con tu sangre, Señor, has comprado para Dios hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación; has hecho de ellos una dinastía sacerdotal que sirva a Dios. Aleluya» (Apoc 5,9-10).
Colecta (del misal anterior, y antes del Gregoriano): «Oh Dios, que, para librarnos del poder del enemigo, quisiste que tu Hijo muriera en la Cruz; concédenos alcanzar la gracia de la resurrección».
Ofertorio: «Acoge, Señor, con bondad las ofrendas de tu pueblo, para que, bajo tu protección, no pierda ninguno de tus bienes y descubra los que permanecen para siempre».
Comunión: «Cristo nuestro Señor fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación. Aleluya» (Rom 4,25).
Postcomunión: «Dios todopoderoso, no ceses de proteger con amor a los que has salvado, para que así, quienes hemos sido redimidos por la Pasión de tu Hijo, podamos alegrarnos en su resurrección».

–Hechos 5,34-42: Salieron contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús. Una notable intervención de Gamaliel –el maestro de Saulo– inclina a los sanedritas a dar libertad a los Apóstoles. Pero, no obstante esto, fueron azotados y amenazados. Sin embargo, ellos salieron gozosos por haber sufrido a causa del nombre de Jesús. La situación es dispar: para los judíos sanedritas el nombre de Jesús se convierte en causa de rabia, fracaso, envidia y venganza; pero para los fieles seguidores de Cristo es fuerza, valentía, liberación y gozo en el sufrir por Él. El sentido de la alegría de los Apóstoles por padecer por Cristo nos lo da Juan Pablo II:
«La alegría cristiana es una realidad que no se puede describir fácilmente, porque es espiritual y también forma parte del misterio. Quien verdaderamente cree que Jesús es el Verbo Encarnado, el Redentor del hombre, no puede menos de experimentar en lo íntimo un sentido de alegría inmensa, que es consuelo, paz, abandono, resignación, gozo... ¡No apaguéis esa alegría que nace de la fe en Cristo crucificado y resucitado! ¡Testimoniad vuestra alegría! ¡Habituaros a gozar de esta alegría!» (Alocución de 24-III-1979)

–El cristiano es hombre que vive su presente proyectado hacia el futuro; salvación consumada que es vida eterna. Gozo de esperar la patria celeste. Espera vivida con la ayuda del Señor. Así lo proclamamos con el Salmo 26: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la Casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor contemplando su Templo. Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor».

–Juan 6,1-15: Jesús repartió los panes; todo lo que quisieron. La multiplicación de los panes y de los peces renueva el prodigio del maná en el desierto; Jesús se muestra en el presente caso como un nuevo Moisés, a quien aventaja en todo. Pero el milagro conecta también con la Última Cena y con las comidas con el Resucitado. La consignación de este episodio por seis veces en los cuatro Evangelios, evidencia el entusiasmo que debió despertar en la catequesis primitiva, sin duda por el valor simbólico que esta multiplicación tuvo desde muy pronto. Comenta San Agustín:
«Ciertamente es mayor milagro el gobierno de todo el mundo que la alimentación de cinco mil hombres con cinco panes. Y con todo de aquello nadie se admira. De esto nos admiramos, no porque sea mayor, sino porque es rara. Y a la verdad, ¿quién ahora alimenta a todo el mundo sino Aquél que con pocos granos produce los alimentos? Jesucristo obró, pues, como Dios. Con el mismo poder con que multiplica pocos granos produciendo las mieses, hizo que en sus manos se multiplicasen los cinco panes. El poder estaba en las manos de Cristo. Aquellos cinco panes eran como semillas, no puestas en la tierra, sino multiplicadas por Aquél que hizo la tierra. Presentó, pues, este milagro a nuestros sentidos para ejercitar nuestra mente. Quiso que admirásemos al Dios invisible a través de sus obras visibles, a fin de que, robustecidos en la fe y purificados por ella, deseáramos ver a aquel Dios cuya invisible realidad nos manifiestan las cosas visibles... Preguntemos a los mismos milagros qué nos predican de Cristo, pues también ellos tienen un lenguaje para quien sabe comprenderlos. En efecto, siendo Cristo el Verbo de Dios, todo lo que hace el Verbo es también una Palabra para nosotros» (Tratado 24 sobre el Evangelio de San Juan).


Sábado
Entrada: «Pueblo adquirido por Dios, proclamad las hazañas del que os llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa. Aleluya» (1Pe 2,9).
Colecta (compuesta con textos del Gelasiano y del Gregoriano): «Señor, tú que te has dignado redimirnos y has querido hacernos hijos tuyos, míranos siempre con amor de padre y haz que cuantos creemos en Cristo tu Hijo, alcancemos la libertad verdadera y la herencia eterna».
Ofertorio: «Santífica, Señor, con tu bondad estos dones, acepta la ofrenda de este sacrificio espiritual y a nosotros transfórmanos en oblación perenne».
Comunión: «Padre, este es mi deseo: “que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen la gloria que tú me has dado”. Aleluya» (Jn 17,24).
Postcomunión: «Después de recibir los santos misterios, humildemente te pedimos, Señor, que esta Eucaristía, celebrada como memorial de tu Hijo, nos haga progresar en el amor».

–Hechos 6,1-7: Eligieron siete hombres llenos del Espíritu Santo. La elección de los siete abre un nuevo apartado de los Hechos de los Apóstoles, en el que ocupan el primer plano cristianos procedentes de mundo griego. Tendrán éstos una parte importante y activa en la difusión misionera del cristianismo entre las naciones paganas. Al frente de los siete, consagrado por la imposición de las manos, destaca Esteban. Aparece así un embrión de estructura eclesial, fundada en el servicio y en el amor. Es muy expresivo lo que dicen los Apóstoles: «nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la Palabra». Es todo un programa de apostolado. Sin vida interior, sin oración, no es posible una verdadera evangelización. Así lo ve San Agustín:
«Al hablar haga cuanto esté de su parte, para que se le escuche inteligentemente, con gusto y docilidad. Pero no dude de que, si logra algo y en la medida en que lo logre, es más por la piedad de sus oraciones que por sus dotes oratorias. Por tanto, orando por aquellos a quienes ha de hablar, sea antes varón de oración, que de peroración y cuando se acerque la hora de hablar, antes de comenzar a proferir palabras, eleve a Dios su alma sedienta, para derramar de lo que bebió y exhalar de lo que se llenó» (Sobre la Doctrina Cristiana, 4). Y también: «Si no arde el ministro de la Palabra, no enciende al que le predica» (Sermón 21)

–Jesús resucitado es signo manifiesto de que Dios quiere salvarnos de todo lo que es negativo en nuestra vida. Se nos exige una confianza absoluta en la misericordia del Señor. Así nos lo dice el Salmo 32: «Que la misericordia del Señor venga sobre nosotros, como lo esperamos de Él». A esto se llega por medio de la oración constante: «Aclamad, justos, al Señor, que merece la alabanza de los buenos; dad gracias al Señor con la cítara, tocad en su honor el arpa de diez cuerdas. La palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son leales; El ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra. Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte, y reanimarlos en tiempo de hambre».

–Juan 6,16-21: Vieron a Jesús andando sobre el lago. Lo mismo que la multiplicación de los panes, manifiesta su dominio sobre los elementos y prepara a sus discípulos para recibir la doctrina del Pan de la vida. Con sus prodigios Jesús busca el bien de la gente que lo contempla. Así lo afirma Orígenes:
«Mas Jesús llevaba, por los milagros que hacía, a los que contemplaban aquel hermoso espectáculo a que mejorasen en sus costumbres. ¿Cómo no pensar entonces en que se ofrecía a sí mismo como ejemplo de la vida más santa, no sólo ante sus auténticos discípulos, sino también ante los otros? Ante sus discípulos, para moverlos a enseñar a los hombres conforme a la voluntad de Dios; ante los otros, para que enseñados a la par por la doctrina, vida y milagros cómo habían de vivir, todo lo hicieran con intención de agradar a Dios sumo» (Contra Celso 1,68),
Los milagros han continuado durante toda la vida de la Iglesia hasta nuestros días. No hay beatificación ni canonización sin verdaderos milagros, muy comprobados minuciosamente.



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