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8. CREO EN EL ESPIRITU SANTO

Emiliano Jiménez Hernández

Páginas relacionadas 

 

El Credo Simbolo de la fe de la Iglesia

8. CREO EN EL ESPIRITU SANTO
1. Amor personal de Dios

2. Espíritu de Cristo

3. Espíritu Santo: Don de Cristo a la Iglesia

4. Que habló por los profetas

5. Dador de vida

 

Credo Símbolo de la Fe de la Iglesia católica

 

                                    

 

1. AMOR PERSONAL DE DIOS

La Iglesia, en el Concilio de Constantinopla (381), confesó que el Espíritu Santo es Señor, es decir, ser divino; que no sólo es don, sino dador de vida, y que con el Padre y el Hijo debe ser adorado y glorificado. Esta fe la expresa el Credo Nicenoconstantinopolitano, diciendo:

 

Creemos en el Espíritu Santo,

Señor y dador de vida,

que procede del Padre y del Hijo,

que con el Padre y el Hijo recibe

una misma adoración y gloria.

 

El Credo bautismal tiene desde el comienzo estructura trinitaria. San Justino ya dice que sobre el neófito, arrepentido de sus pecados, “se invoca el nombre del Padre y Señor del universo”; y “el iluminado es lavado también en el nombre de Jesucristo, que fue crucificado, y en el nombre del Espíritu Santo, que por medio de los profetas nos anunció todo lo referente a Jesús”.[1] Por ello, como dice San Basilio:

A quien confiese a Cristo, pero reniegue de Dios, le aseguro que no le servirá de nada. De igual modo, vana es la fe de quien invoca a Dios pero rechaza al Hijo; siendo vacía también la fe de quien rechaza al Espíritu, creyendo en el Padre y en el Hijo, pues esta fe no existe si no incluye al Espíritu. En efecto, no cree en el Hijo quien no cree en el Espíritu, ya que “nadie puede decir Jesús es el Señor si no es en el Espíritu Santo” (1Co 12,3); se excluye, pues, de la verdadera adoración, pues no se puede adorar al Hijo si no es en el Espíritu Santo, como no es posible invocar al Padre sino en el Espíritu de adopción (Ga 4,6; Rm 8,15)... Nombrar a Cristo es confesar al Dios que le unge, al Cristo que es ungido y al Espíritu que es la unción misma (Hch 10,38; Lc 4,18; 1Co 1,22-23)... Se cree en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, así como se es bautizado “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19; Didajé 7,3).[2]

Esta fórmula trinitaria del Símbolo, en lo referente al Espíritu Santo significa que la fe de la comunidad cristiana ha confesado desde el comienzo al Espíritu Santo como quien ilumina y guía a la Iglesia al conocimiento de la verdad plena de Jesucristo; el Espíritu Santo ya había actuado en los profetas, anunciando al Salvador; se manifestó en toda la vida de Cristo; y, una vez resucitado y exaltado Cristo a los cielos, es derramado sobre la Iglesia e infundido en el corazón de los creyentes para actualizar e interiorizar la obra redentora de Cristo. El Espíritu Santo nos hace, pues, partícipes de la divinidad, da eficacia a los sacramentos de la Iglesia y así es el Espíritu dador de vida y autor de toda santificación... Por ello, San Ireneo afirma: “Si el Espíritu Santo diviniza, es porque es Dios”.

En su actuación con nosotros, Dios nos descubre su ser íntimo y eterno. Dios se muestra en su actuar salvífico como es en sí. Así como el Padre es el origen y la fuente del Hijo, y todo lo que El es lo da al Hijo, así también el Padre y el Hijo -o el Padre por el Hijo (AG 2)- dan la plenitud de vida y el ser divino al Espíritu Santo. Así, pues, como el Espíritu Santo respecto del Padre y del Hijo es puro don, puro recibir, así es para nosotros el DON del Padre y del Hijo, haciéndose para nosotros fuente de la que brota la vida y dispensador perenne -manantial- de vida.

También creemos en el Espíritu Santo, el cual procede del Padre (Jn 15,26) pero no es su Hijo; reposó sobre el Hijo (Jn 1,32) pero no es su Padre; recibe del Hijo (Jn 16,14) sin ser por ello Hijo suyo. Es el Espíritu del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, una de las Personas divinas. Si no fuera Dios, no tendría un templo, como aquel del que habla el Apóstol: “¿No sabéis que vuestros cuerpos son templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios?” (1Co 6,19; 3,16). No es la criatura sino el Creador quien debe tener un templo. ¡Lejos de nosotros ser templo de una criatura! (1Co 6,15s). Pues “el templo de Dios es santo, y vosotros sois ese templo” (1Co 3,17s). ¿Cómo, pues, podrá no ser Dios quien tiene un templo? ¿Cómo puede ser menor que Cristo quien a sus miembros tiene por templo? ¿No sería insensato y sacrílego afirmar que los miembros de Cristo son templo de una criatura inferior a Cristo? (1Co 6,15). Si, pues, los miembros de Cristo son templo del Espíritu Santo, es preciso que le rindamos el culto de latría debido a Dios. De ahí que consecuentemente añada Pablo: “¡Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo!” (1Co 6,20)... El Padre es el Padre del Hijo; el Hijo es el Hijo del Padre; el Espíritu Santo es el Espíritu del Padre y del Hijo. Cada uno de ellos es Dios y la Trinidad es un solo Dios. ¡Dejad que esta fe penetre en vosotros, para que ella anime vuestra confesión! Al escuchar estos misterios, creedlos para entenderlos, porque más adelante podréis entender realmente lo que ahora creéis.[3] 

Creo en el Espíritu Santo dador de vida

El Espíritu Santo es la fuerza que inspira y crea la nueva vida y la transformación del hombre y del mundo, quien con su presencia “renueva la faz de la tierra”. Con gran belleza lo expresa el conocido himno Veni Creator Spiritus, del siglo IX:

 

Ven, Espíritu Creador,

Visita nuestra mente;

llena de tu amor

el corazón que has creado.

 

Oh dulce Consolador,

Don del Padre altísimo,

agua viva, fuego, amor,

Santo Crisma del alma.

 

Dedo de la mano de Dios,

Promesa del Salvador,

derrama tus siete dones,

suscita en nosotros la Palabra.

 

Se luz del intelecto,

llama ardiente en el corazón,

sana nuestras heridas

con el bálsamo de tu amor.

 

Defiéndenos del enemigo,

danos el don de la paz;

tu guía invencible

nos preserve del mal.

 

Luz de eterna sabiduría,

desvélanos el gran misterio

de Dios Padre y del Hijo,

unidos en un solo Amor.

 Creo en el Espíritu Santo dador de vida

2. ESPIRITU DE CRISTO

La venida de Cristo y sus obras estuvieron acompañadas siempre por la acción del Espíritu. Concebido en el seno de María por el Espíritu Santo; se posa sobre El en el bautismo (Jn 1,10), está sobre El en la predicación (Lc 4,16-21), en su lucha contra los demonios (Mt 4,1; 12,28; Lc 11,20), en su entrega a la cruz (Hb 9,14) y en su resurrección (Rm 1,4; 8,11). Jesús es Cristo, el Ungido por el Espíritu. Ante el pesimismo que vive Israel, por la falta del Espíritu, que en otros tiempos se manifestaba con fuerza en los profetas, Juan Bautista anuncia el inminente derramamiento del Espíritu: “Yo os bautizo con agua, pero El os bautizará con Espíritu y fuego” (Mt 3,11; Lc 3,16).

Jesucristo posee el Espíritu en tal plenitud que es fuente de Espíritu: lo da como don de Dios a los Apóstoles y lo envía a su Iglesia (Hch 1,5; 2,32-32): “Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados y recibiréis el don del Espíritu Santo, pues la promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos: para cuantos llame el Señor Dios nuestro” (Hch 2,38-39). Es más, “de quienes crean en Cristo brotarán ríos de agua viva. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en El. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado” (Jn 7,37-38).

Como Espíritu de Jesús, tiene la misión de traer a la memoria todo lo que Jesús dijo e hizo, para llevarnos así a la verdad plena (Jn 14,26; 16,13-14); sólo por el Espíritu lograrán entender los discípulos lo que les había dicho Jesús (Jn 12,16; 13,7). Recordar quiere decir volver a pasar algo por el corazón:

La tradición de la Iglesia va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo; es decir, crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón (Lc 2,19-51), cuando comprenden internamente los misterios que viven...; así, el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia y, por ella, en el mundo entero, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos incesantemente la palabra de Cristo (Col 3,16; DV 8)

El Espíritu desciende tras la ascensión de Jesús a los cielos. Es Jesús quien lo envía de parte del Padre (Jn 15,26; 16,7). Gracias al Espíritu, Jesucristo permanece en la Iglesia y está presente en el mundo (2Co 3,17). Por ello es llamado “Espíritu de Jesucristo” (Rm 8,9; Flp 1,19), “Espíritu del Hijo” (Ga 4,6) o también “Espíritu del Señor” (2Co 3,17). Se comprende, pues, que “nadie, hablando por influjo del Espíritu de Dios pueda decir ¡Jesús es anatema! Y nadie pueda decir ¡Jesús es el Señor! sino es por influjo del Espíritu Santo” (1Co 12,3).

El Espíritu es el Paráclito: defensor, consolador, abogado, consejero, mediador, espíritu de verdad (Jn 14,17; 15,26; 16,13). Como Paráclito, el Espíritu Santo prolonga la obra de Cristo con sus discípulos en la tierra; de aquí que sea llamado otro Paráclito (Jn 14,16). Jesús sigue en el reino de los cielos su misión de Paráclito (1Jn 2,1).[4]

En el peregrinar de la Iglesia por el mundo a lo largo del tiempo, el Espíritu Santo sigue “guiándola hasta la verdad completa y desvelando lo que ha de venir” (Jn 16,13), “pues nadie conoce la profundidad de Dios sino el Espíritu de Dios” (1Co 2,11). Así hace presente y actual a Jesucristo en todos los tiempos. Se puede decir con R. E. Brown que “los cristianos de última hora no quedan más lejos del ministerio de Jesús que los de la primera, pues el Paráclito está con ellos tanto como estuvo con los testigos presenciales. Al mismo tiempo, recordando y confiriendo nuevo sentido a lo que dijo Jesús, el Paráclito guía a cada una de las nuevas generaciones ante las circunstancias cambiantes, pues interpreta las cosas que van viniendo”.[5]

 Creo en el Espíritu Santo dador de vida

3. ESPIRITU SANTO: DON DE CRISTO A LA IGLESIA

San Ireneo presenta al Espíritu Santo actuando en la Iglesia como dador de vida y de toda gracia, operando la santificación de los creyentes y distribuyendo sus dones en la comunidad:

La predicación de la Iglesia fundamenta nuestra fe. Hemos recibido ésta de la Iglesia y la custodiamos mediante el Espíritu de Dios, como un depósito precioso contenido en un vaso de valor, rejuveneciéndose siempre y rejuveneciendo al vaso que la contiene. A la Iglesia, pues, le ha sido confiado el don de Dios (Jn 4,10; 7,37-39; Hch 8,20), como el soplo a la criatura plasmada (Gn 2,7), para que todos los miembros tengan parte en El y sean vivificados. En ella Dios ha colocado la comunión con Cristo, es decir, el Espíritu Santo, arra de la incorruptibilidad (Ef 1,14; 2Co 1,22), confirmación de nuestra fe y escala de nuestra ascensión a Dios (Gn 28,12), pues está escrito que “Dios colocó en la Iglesia apóstoles, profetas y doctores” (1Co 12,28) y todo el resto de la operación del Espíritu (1Co 12,11). De este Espíritu se excluyen cuantos, no queriendo acudir a la Iglesia, se privan ellos mismos de la vida por sus falsas doctrinas y sus malas acciones. Pues donde está la Iglesia, allí también está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí también está la Iglesia y toda gracia. Ahora bien, el Espíritu es la verdad (Jn 14,16; 16,13; 1Jn 5,6). De ahí que quienes no participan de El, no se nutren de los pechos de la Madre, para recibir la vida.[6]

Tan unido está el Espíritu Santo a la Iglesia que en el Credo apostólico, en su forma más antigua recogida por la Tradición apostólica de Hipólito, los une en la tercera pregunta que se hacía al neófito antes del bautismo: “¿Crees en el Espíritu Santo en la Iglesia?”.[7]

Cristo, el Esposo divino, hace a la Iglesia, su Esposa, el gran regalo de su Espíritu, para que lleve a la consumación su obra en ella. En efecto:

Terminada la obra que el Padre había encomendado al Hijo realizar en la tierra (Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, para que santificara constantemente a la Iglesia y de este modo tuviesen acceso al Padre los creyentes por Cristo en un solo Espíritu (Ef 2,18). El es el Espíritu de vida o la fuente del agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14; 7,38-39), por medio del cual el Padre vivifica a los hombres que estaban muertos por el pecado hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (Rm 8,10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo (1Co 3,16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos (Ga 4,6; Rm 8,15-16.25). A esta Iglesia, a la que introduce en toda verdad (Jn 16,13) y unifica en la comunión y el ministerio, la instruye y dirige mediante los diversos dones jerárquicos y carismáticos y la adorna con sus frutos (Ef 4,11-12; 1Co 12,4; Ga 5,22). Rejuvenece a la Iglesia con el vigor del Evangelio y la renueva perpetuamente y la conduce a la perfecta unión con su Esposo. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven! (Ap 22,17). Así la Iglesia universal se nos presenta como “un pueblo reunido por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (LG 4).[8]

El Espíritu Santo hace presente a Cristo en el tiempo y comunicable su salvación. El actualiza e interioriza en los creyentes la salvación que Cristo realizó de una vez para siempre. Como Jesús es el Cristo, el Ungido por el Espíritu Santo, nosotros somos cristianos en cuanto discípulos de Cristo y en cuanto ungidos por el mismo Espíritu, participando de la unción de Cristo:

Salidos del baño bautismal, somos ungidos con óleo bendecido, en conformidad con la antigua praxis, según la cual los elegidos para el sacerdocio eran ungidos con óleo, derramado por aquel cuerno con el que Aarón fue ungido por Moisés (Ex 30,30; Lv 8,12), por lo que se llamaban Cristos, es decir, Ungidos, ya que el vocablo griego chrisma significa unción. También el nombre del Señor, es decir, Cristo, tiene la misma derivación...[9]

Ya en el envío de Jesús a los apóstoles está el mandato de “hacer discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). En el bautismo, el creyente recibe una participación en la vida y en la comunidad de Dios, es decir, se une de tal modo a Dios que, lleno del Espíritu Santo, se hace hijo de Dios.[10]

Separar al Espíritu del Padre y del Hijo es peligroso para el bautizante e ineficaz para el bautizado. Fe y bautismo son dos modos de salvación ligados e indivisibles. Se cree en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, así como se es bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Primero se confiesa la fe, que da la salvación (Rm 10,10), siguiendo luego el bautismo como sello de nuestro asentimiento. Por lo demás, se recibe a la vez “el agua y el Espíritu” (Jn 3,5), por ser doble la finalidad del bautismo: destruir “el cuerpo del pecado” (Rm 6,6) para que no produzca más “frutos de muerte” (Rm 7,5; Ga 5,19-21), y vivir en el Espíritu (Ga 5,16.25; Rm 8,13-14) para dar “frutos de santidad” (Rm 6,22; Ga 5,22). El agua, recibiendo al cuerpo como en un sepulcro, ofrece la imagen de la muerte; el Espíritu nos insufla la fuerza vivificante, sacando al alma de la muerte del pecado, para renovar en nosotros la vida del origen. Por el Espíritu se realiza el restablecimiento en el paraíso, el ascenso al Reino de los cielos y el retorno a la filiación divina. Por medio de El podemos llamar a Dios “Padre nuestro” (LG 4).[11]

Creo en el Espíritu Santo dador de vida

Al testimonio de San Basilio podemos añadir el de Tertuliano:

Y después -de ser inmersos en el agua- se nos impone la mano con una oración de bendición, para invocar e invitar al Espíritu Santo. Esta imposición de manos deriva de un rito sacramental muy antiguo: aquel, con el que Jacob bendijo a sus nietos Efraín y Manasés, hijos de José, cruzando sus manos mientras se las imponía sobre la cabeza (Gn 48,14). Aquellas manos, puestas una sobre la otra en forma de cruz, debían prefigurar evidentemente a Cristo y pre-anunciar ya entonces la bendición, que habíamos de recibir en Cristo. En aquel momento desciende  del Padre el Espíritu, para venir sobre los ya purificados y bendecidos. El descansa sobre las aguas del bautismo, como si en ellas reconociera su primordial morada (Gn 1,2), tanto más cuanto que quiso ya descender sobre el Señor en forma de paloma (Mc 1,10p; Jn 1,32) -ave caracterizada por su sencillez e inocencia, privada incluso de hiel- para mostrar la naturaleza del Espíritu Santo. Por eso dijo el Señor: “Sed sencillos como palomas” (Mt 10,16). Lo que se relaciona también con una prefiguración antigua: después que las aguas del diluvio purificaron la antigua maldad humana, -es decir, después del bautismo del mundo-, la paloma fue la mensajera enviada a anunciar a la tierra que la ira de Dios se había calmado, regresando con un ramo de olivo (Gn 8,10-11), símbolo de paz hasta entre los paganos. Análoga es la situación del bautismo, pero con efectos espirituales: La paloma -el Espíritu Santo- vuela sobre la tierra -nuestro cuerpo que emerge del agua bautismal después de una vida de pecado- y lleva consigo la paz de Dios, porque ha sido enviada desde el cielo a la Iglesia, prefigurada por el arca.[12]

Con razón San Pablo llama al Espíritu Santo Espíritu de santificación (Rm 1,4). Los Padres lo desarrollarán después diciendo que la santidad consiste en la presencia del Espíritu Santo en el creyente, que lleva como consecuencia la inhabitación de la Trinidad en él. El Espíritu Santo nos santifica infundiéndonos el espíritu filial en relación con el Padre e incorporándonos al Hijo como hermanos y miembros de su Cuerpo. Y Jesús mismo nos dijo: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy no vendrá a vosotros el Paráclito” (Jn 16,7):

Esto significa que ya se había cumplido el plan de salvación de Dios en la tierra, pero convenía que llegáramos a participar de la naturaleza divina del Logos, es decir, que abandonásemos nuestra vida anterior para transformarla y conformarla a un nuevo estilo de vida y santidad. Esto sólo podía realizarse mediante el Espíritu Santo. Mientras Cristo vivía corporalmente entre sus fieles, se les mostraba como dispensador de todos los bienes; pero al llegar la hora de regresar al Padre celeste, continuó presente entre ellos (Mt 20,20; Mc 16,20) mediante su Espíritu, habitando por la fe en sus corazones (Ef 3,17). Poseyéndolo de este modo, podemos invocar confiadamente “Abba, Padre” y afrontar con valentía todas las asechanzas del diablo y las persecuciones de los hombres, contando con la potente fuerza del Espíritu. El es quien transforma y traslada a un modo nuevo de vida a los fieles, en quienes habita (1Co 3,16; 6,19; Rm 8,11), Así lo testimonian el Antiguo y el Nuevo Testamento. Así Samuel dijo a Saúl: “Te invadirá el Espíritu del Señor y te convertirás en otro hombre” (1S 10,7); y San Pablo: “Todos nosotros que, con el rostro descubierto, reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos, conforme a la acción del Señor, que es Espíritu” (2Co 3,18). Del amor a las cosas terrenas, el Espíritu nos conduce a la esperanza de las cosas celestiales; de la cobardía y timidez, nos guía hasta la valentía e intrepidez de espíritu...,como vemos en los discípulos que, animados por el Espíritu, no se dejaron vencer por los ataques de los perseguidores.[13]

En la Confirmación, con la imposición de las manos, se da el Espíritu Santo “para que el cristiano confiese el nombre de Cristo. Por eso es ungido en la frente -asiento de la vergüenza- para que no se avergüence de confesar el nombre de Cristo y en particular su cruz, que es escándalo para los judíos y locura para los paganos”.[14]

La Iglesia, fiel creyente gracias al Espíritu que viene en ayuda de nuestra debilidad, en la Liturgia eleva a Dios Padre todas su oraciones “por Jesucristo, nuestro Señor, en la comunión del Espíritu Santo”, concluyendo su Gran Plegaria en toda Eucaristía con la única doxología posible:

Por Cristo, con El y en El

a Ti, Dios Padre omnipotente,

en la unidad del Espíritu Santo,

todo honor y toda gloria

por los siglos de los siglos.

Y, por lo demás, tanto en la liturgia eucarística, en la liturgia de las horas y en toda oración, la Iglesia no se cansa de alabar al Dios Uno y Trino:

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo, como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos.

 

Creo en el Espíritu Santo que habló por los profetas

4. QUE HABLO POR LOS PROFETAS

En el lenguaje bíblico, espíritu significa, en primer lugar, viento, impulso, aliento de vida. El Espíritu de Dios es, por tanto, el impulso y aliento de la vida: es el que todo lo crea, cuida y conserva en vida. Y, por encima de todo, es el que actúa en la historia, recreando la vida. En el Antiguo Testamento actúa sobre todo por medio de los profetas. De aquí la nota que recogen casi todos los Credos: “Habló por los profetas”:

La Iglesia recibió de los Apóstoles y de sus discípulos la fe en un solo Dios, Padre omnipotente... y en un solo Jesucristo, el Hijo de Dios... y en el Espíritu Santo, quien por los profetas anunció los designios de la salvación, las dos venidas, el nacimiento de la Virgen, la pasión, la resurrección de entre los muertos, la ascensión al cielo en carne del amado Jesucristo, nuestro Señor, y su retorno del cielo en la gloria del Padre, para “recapitular en Sí todas las cosas” (Ef 1,10) y restaurar la carne de toda la humanidad... Este es el Símbolo, fundamento del edificio y la construcción de la vida: Dios Padre..., el Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo... y el Espíritu Santo, por medio del cual profetizaron los profetas, fueron instruidos los padres en la ciencia de Dios y los justos fueron guiados por la senda de la justicia, el cual -al final de los tiempos- fue infundido de modo nuevo sobre la humanidad, por toda la tierra, renovando al hombre para Dios... Pues quienes recibieron y llevan el Espíritu de Dios son conducidos al Hijo, acogiéndolos Este y presentándolos al Padre, que los hace incorruptibles. De ahí que sin el Espíritu no es posible conocer al Hijo de Dios, y sin el Hijo nadie puede acercarse al Padre, ya que el Hijo es la Sabiduría del Padre (1Co 1,24), y la ciencia del Hijo es dada por el Espíritu Santo (1Co 2,6-14).[15]

El Espíritu Santo, don y amor de Dios en persona, nos revela la verdadera realidad de la creación y el sentido de la historia. A su luz, el creyente descubre que nada es superfluo ni trivial. Todo es don y gracia. Cosas y acontecimientos se transforman en huellas de Dios y de su Espíritu. Descubrirlo es sumergirse en el gozo del Espíritu y vivir en acción de gracias continua. La vida se hace bendición y eucaristía.

Jesús resucitado sopla sobre sus discípulos para que reciban el Espíritu Santo (Jn 20,21). Este soplo de Jesús simboliza al Espíritu, que El envía, como principio de la nueva creación[16]; su presencia sobre toda carne, sobre grandes y pequeños, jóvenes y viejos, judíos y gentiles (Jl 3,1-2; Hch 2,17-18) es el signo del comienzo del mundo nuevo y de la misión de la Iglesia.

Esto es vivir en la gracia de Dios, como nueva criatura, contemplando cómo “pasa lo viejo y surge cada día todo nuevo” (2Co 5,17; Ga 6,15). La gracia de Dios no es sino la experiencia de que por el Espíritu Santo el amor de Dios se derrama en nuestros corazones (Rm 5,5). La presencia viva del Espíritu en el creyente crea la presencia y comunión con el Padre y con el Hijo (1Co 3,16; 6,19; 2Co 6,16; Jn 14,23). Así somos incorporados a la vida y al amor de Dios Trino, participando de su divinidad.

El Espíritu nos otorga este gozo de la unión con Dios, haciéndonos experimentar nuestra filiación divina en lo más íntimo de nuestro espíritu: “El Espíritu y nuestro espíritu en acorde sintonía nos testimonian que somos hijos de Dios” (Rm 8,16), suscitando en nosotros el clamor inefable y entrañable: “¡Abba, Padre!” (Rm 8,15): “La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba, Padre!” (Ga 4,6).

Creo en el Espíritu Santo dador de vida

 

5. DADOR DE VIDA

El Espíritu Santo es don de la nueva vida. Don del Padre y del Hijo. Por El confesamos a Jesús como Señor (1Co 12,3) y podemos decir Abba, Padre (Rm 8,15; Ga 4,6). Cuando Dios nos da su Espíritu se nos da a Sí mismo: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado” (Rm 5,5). Por el don del Espíritu recibimos la unión con Dios, participamos en su vida, somos hijos de Dios, con su misma naturaleza (Rm 8,14).

Esto es posible gracias a que el Espíritu Santo, don del Padre y del Hijo, es El mismo Dios. No es sólo don, sino DADOR de vida. No es sólo fuerza de Dios que nos permite actuar, sino Dios dándosenos. No es algo, sino Alguien. Por ello, “distribuye sus dones como quiere” (1Co 12,11); enseña y trae a la memoria (Jn 14,26); habla y ora (Rm 8,26-27). Podemos, no sólo perderle, sino también “contristarlo” (Ef 4,30). Los Padres insistirán en ello, repitiendo que “si El Espíritu Santo no es Dios, Persona como el Padre y el Hijo, entonces tampoco puede darnos la unión con Dios ni hacernos partícipes de la vida de Dios. El Espíritu Santo es don de Dios en persona; El es el Dador de la vida divina.

Al narrarnos el Evangelio el descendimiento del Espíritu Santo en forma de paloma hace referencia al simbolismo del Antiguo Testamento (Os 11,11; Sal 68,14s) y a la tradición judía.[17] El Espíritu dará vida a un nuevo pueblo de Dios, la comunidad mesiánica, la Iglesia. El bautismo es un Pentecostés individualizado: el Espíritu desciende sobre cada bautizado que la Iglesia acoge en su seno (Hch 2,38-39; 8,17). “En el bautismo, en efecto, el hombre recibe aquel Espíritu de Dios, que en la creación le infundió el hálito divino (Gn 2,7) y que luego perdió por el pecado”.[18] Desciende en medio de la persecución, para que los “apóstoles prediquen el Evangelio con valentía” (Hch 4,31), “enseñándoles en el momento lo que han de decir” (Lc 12,11-12). Irrumpe sobre los que escuchan esta palabra (Hch 10,44; 19,6).

Con razón se dice que el Espíritu Santo “os enseñará todo”, porque si el Espíritu no asiste interiormente al corazón del que oye, de nada sirve la palabra del que enseña. Por tanto, nadie atribuya al hombre que enseña lo que de sus labios entiende, porque si no acude el que habla al interior, en vano trabaja el que habla por fuera.[19]

Los Apóstoles reciben el Espíritu “para perdonar los pecados”:

Como el Padre me envió, también yo os envío. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados (Jn 20,21s).

En la absolución sacramental de la Iglesia seguimos confesando que “Dios, Padre de misericordia, ha reconciliado consigo al mundo por la muerte y resurrección de Jesucristo y ha enviado al Espíritu Santo para el perdón de los pecados”, es decir, para hacer actual en el hoy sacramental de la Iglesia la obra de reconciliación con el Padre cumplida en Jesucristo de una vez para siempre:

Negar al Espíritu Santo como Dios es una blasfemia no perdonable ni en el siglo presente ni en el juicio futuro, según dice el Señor (Mt 12,32). ¡Jamás obtendrá la indulgencia, que salva, quien no tiene Abogado (Jn 14,16.26; 15,26; 16,7) que pueda patrocinarle, pues por El existe la invocación del Padre (Ga 4,6; Rm 8,15-16), por El son las lágrimas de los penitentes, por El son los gemidos de los que suplican! (Rm 8,26). Nadie puede decir “Jesús” sino en el Espíritu Santo (1Co 12,3), cuya omnipotencia es común con el Padre y con el Hijo.[20]

El Espíritu penetra, llena y mueve a cada cristiano (Rm 8,5-17). Renueva la existencia del creyente, siendo para El el ámbito o esfera de una vida nueva, en contraposición a la vida “en la carne” (Ga 5,19-25; Rm 8,5). Al habitar en el creyente (Rm 8,11) es para él prenda o arras de la gloria futura (2Co 5,5; Rm 8,23). “Es de Cristo, en realidad, quien posee el Espíritu de Cristo” (Rm 8,9). A cada creyente hace partícipe de sus dones, pero siempre para la “edificación de la asamblea” (1Co 14,12; 12,7).

Creo en el Espíritu Santo dador de vida

El Espíritu Santo, Dador de vida, opera una apertura en el creyente hacia Dios, enseñándole a orar (Ga 4,6; Rm 8,15-16.26-27), una apertura hacia los hombres, pues la libertad que engendra -”donde está el Espíritu hay libertad” (2Co 3,17)- es capacidad de servicio y donación (Ga 5,13) y una apertura o dilatación del propio corazón, liberándole del círculo angustioso del temor a la muerte, con “los frutos del Espíritu: amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, fidelidad, amabilidad, dominio de sí, contra los que ya no hay ley alguna” (Ga 5,16-17). Así, el creyente se rige por el Espíritu, que le guía con sus siete dones: “Espíritu de sabiduría y de inteligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de piedad, y Espíritu de temor de Dios” (Is 11,2-3). Sólo necesita no contristarlo, pues está escrito: “No contristéis al Espíritu Santo, con el que fuisteis sellados para el día de la redención” (Ef 4,30). Pues “si el Espíritu que resucitó de entre los muertos permanece en vosotros, quien resucitó a Cristo de entre los muertos hará vivir también vuestros cuerpos mortales mediante el Espíritu que habita en vosotros” (Rm 8,11).

El es el Don de Dios (Hch 8,20; Jn 4,10; 7,38ss) por ser dado a quienes, por su medio, aman a Dios; es Dios en Sí y don con respecto a nosotros. Es Don y dador de dones (1Co 12,4-11.28-30; Rm 12,6-8; Ef 4,7-11): reparte las profecías (2P 1,20s; 1Co 12,28; Rm 12,6) y el poder de perdonar los pecados, ya que no se perdonan los pecados sin el Espíritu Santo (Jn 20,22s).

Es llamado también Caridad, por unir a aquellos de quienes procede y ser uno con ellos, y por obrar en nosotros el que permanezcamos en Dios y Dios en nosotros. De aquí que ningún don de Dios supera al de la caridad (1Co 12,31-13,13), no habiendo mayor don divino que el Espíritu Santo (Jn 4,10-11; Lc 11,9-13). El es, propiamente, caridad, aunque también lo son el Padre y el Hijo.

En el Evangelio es designado también Dedo de Dios, pues si un Evangelista dice “Con el dedo de Dios arrojo los demonios” (Lc 11,20), otro lo expresa, diciendo: “Con el Espíritu de Dios arrojo los demonios” (Mt 12,28). De ahí que cincuenta días después de la muerte del cordero pascual fue dada la Ley escrita por el dedo de Dios (Ex 31,18; Dt 9,10), descendiendo igualmente el Espíritu Santo cincuenta días después de la pasión de nuestro Señor (Hch 1,3;2,1). Se le llama dedo para significar la fuerza de sus acciones junto con el Padre y el Hijo; Pablo, en efecto, afirma que “todo lo opera el mismo y único Espíritu, distribuyendo sus dones a cada uno según su voluntad” (1Co 12,11). Y como por el bautismo morimos y renacemos con Cristo, también entonces somos sellados por el Espíritu (2Co 1,22; Ef 1,13; 4,30), por ser el dedo de Dios y el sello espiritual.

Se le llama además paloma (Mt 3,16p), fuego (Hch 2,3-5), agua (Jn 7,37-39) y unción (1Jn 2,20). Con El fue ungido nuestro Señor de quien se dice que “fue ungido con óleo de exultación” (Hb 1,9; Sal 44,8), es decir, con el Espíritu Santo.[21]

Y todas estas manifestaciones del Espíritu Santo son tan sólo una primicia de la gloria futura (2Co 1,22; Ef 1,14). Son sólo el comienzo y la anticipación de la plenitud de la vida prometida. Esto hace del Espíritu la garantía de la esperanza y la fuerza de una vida fundada en la esperanza segura:

Ahora recibimos sólo una parte de su Espíritu, que nos predispone y prepara a la incorrupción, habituándonos poco a poco a acoger y llevar a Dios. El Apóstol define al Espíritu “prenda”, es decir, parte de aquel honor, que nos ha sido conferido por Dios: “En Cristo también vosotros, después de haber oído las Palabras de la verdad, el Evangelio de nuestra salvación, habéis recibido el sello del Espíritu de la promesa, que es prenda de nuestra herencia” (Ef 1,13-14). Si, pues, esta prenda, que habita en nosotros (Rm 8,9; 1Co 6,19), nos hace espirituales y gritar “Abba, Padre” (Rm 8,15; Ga 4,6), ¿qué sucederá cuando, resucitados, le veamos cara a cara? (1Co 13,12; 1Jn 3,2). Si ya la prenda del Espíritu, abrazando en sí a todo el hombre, le hace gritar “Abba, Padre”, ¿qué no hará la gracia plena del Espíritu, cuando sea dada a los hombres por Dios? ¡Nos hará semejantes a El y realizará el cumplimiento del designio de Dios, pues hará realmente “al hombre a imagen y semejanza de Dios”! (Gn 1,26).[22]

 

Creo en el Espíritu Santo dador de vida



     [1] SAN JUSTINO, Iª Apología 61,10. Cfr H. MUHLEN, El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca 1974; JUAN PABLO II, Dominum et Vivificantem, Ciudad del Vaticano 1986; Y.M.-J. CONGAR, El Espíritu Santo, Barcelona 1983. C. VATICANO II, LG 4; DV  7-10; AG 1-2; PO 5...

     [2] SAN BASILIO, De Spiritu Sancto, 22-47.

     [3] SAN AGUSTIN, Sermones 214,10; 215,8; De Trinitate I 4,7; 6,13; IV 20,29; XV 26,45; De fide et symbolo IX 16,20...

     [4] Cfr L. BOUYER, Le Consolateur. Esprit-Saint et vie de grâce, París 1980.

     [5] R. E. BROWN, El Evangelio según San Juan, Madrid 1979, II, p. 1528.

     [6] SAN IRENEO, Adversus Haereses, III, 24,1.

     [7] B. BOTTE, Hippolyte de Rome: La tradition apostolique, París 1968, p. 86.

     [8] SAN CIPRIANO, De oratione Domini 23.

     [9] TERTULIANO, De baptismo 5,7-8,4.

     [10] Th. CAMELOT, Símbolos de la fe, SM VI, 359-366.

     [11] SAN BASILIO, De Spiritu Sancto, 22-47.

     [12] TERTULIANO, De baptismo, 8,4; SAN CIRILO DE JERUSALEN, XVI-XVII.

     [13] SAN CIRILO DE ALEJANDRIA, Epistola 55; In Ioan IX-X.

     [14] II Concilio de Nicea, Denz 302.

     [15] SAN IRENEO, Adversus Haereses, III,24,1; I,10,1; Exposición, 6,10.

     [16] Gn 1,2; 2,7; Ez 37,9; Sb 15,11; Jn 1,33; 14,26; 19,30; Mt 3,17.

     [17] 4 Esdras 5,25-27; Oda 24 de Salomón.

     [18] TERTULIANO, De baptismo 5,7-8,4.

     [19] SAN GREGORIO MAGNO, In Evangelium Homilia 30,3-9.

     [20] SAN LEON MAGNO, Homilías 75,3-4: 76,2; 75,5.

     [21] SAN ILDEFONSO DE TOLEDO, Homilías 76,2; 77,1-3.

     [22] SAN IRENEO, Adversus Haereses V 8,1-2.

 


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