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Comentario Bíblico: 12. EL BESO DE PAZ

Emiliano Jiménez Hernández

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José se da a conocer a sus hermanos

 

12. EL BESO DE PAZ

José salió hace ya tantos años a buscar a sus hermanos (37,16). Entonces no los encontró como hermanos, sino como enemigos. Ahora, después del largo proceso a que les ha sometido, se muestran como hermanos. Están dispuestos a exponer su misma vida para proteger a Benjamín, el hijo de su madre Raquel, a quien Jacob, el padre de todos, ama particularmente, pues es el consuelo de su esposa muerta y del otro hijo desaparecido. Esta preferencia del padre por el hijo menor, el hijo de su ancianidad, no suscita envidias ni rencores. Aman y defienden a Benjamín porque es amado del padre.
Es lo que comprueba José al colocar a sus hermanos en una situación semejante a la que vivieron con él tantos años antes. Al colocar la copa en el saco de Benjamín les pone en la condición de tener que presentarse ante su padre sin uno de sus hijos. Pero lo que vivieron entonces sin ninguna piedad para el adolescente José, ahora les destroza el corazón y les resulta insoportable. Ahora no están dispuestos a vender a Benjamín, antes se venderían a sí mismos.
José puede darse a conocer y abrazar a sus hermanos, finalmente encontrados como hermanos. Para no humillarlos ante los egipcios de la corte, José hace salir a todos y se queda a solas con ellos, les besa, abraza y llora con ellos. A solas no se comporta como el gobernante de Egipto, sino como hermano. José, "no pudiendo contenerse por más tiempo", echa a todos los que le rodean y, ya a solas con sus hermanos, rompe a llorar y se da a conocer:
-Yo soy José, ¿vive todavía mi padre?
Los hermanos, espantados, se quedan sin habla. Están ante la víctima de sus envidias, rencores y traición. Ven, con sorpresa, que los sueños se han cumplido. José les repite:
-Acercaos a mí. Yo soy José, vuestro hermano, el que vendisteis a los egipcios. Pero ahora no os preocupéis, ni os pese el haberme vendido; para vuestra salvación me envió aquí Dios delante de vosotros. No fuisteis vosotros, sino Él quien me envió aquí.
Los hermanos se han de acercar. El acercamiento material debe acortar toda la distancia que ha habido entre ellos en estos años, en estos días. José ha estado distante: en el banquete comiendo aparte y pasando porciones; en el proceso sentado como parte ofendida y acusador; distante estuvo de sus conciencias hasta que tornó el recuerdo. Ahora se han de acercar al hermano, de modo que el acercamiento material exprese el acercamiento de sus almas.
José, sin los cortesanos egipcios, repite una y otra vez: "Soy José, vuestro hermano". Doce veces resuena la palabra hermano en este capítulo. Que se acerquen sin temor. Es cierto "yo soy José, vuestro hermano, el que vendisteis a los egipcios". José quiere exorcizar la culpa para arrancar todo sentido de culpabilidad de los hermanos. No elude el recuerdo de la culpa, para que no quede oculta, enturbiando el abrazo. Repite la alusión a la venta. La culpa quedó primero sumergida por acción del tiempo y José la ha hecho aflorar a la conciencia. Una vez presente, recordada y confesada, ha provocado turbación, miedo, sospecha; aún los gestos de bondad resultaban sospechosos. El modo de exorcizarla ha sido progresivo; por un lado está el arrepentimiento, del que han dado pruebas, que la ha borrado; y por otro, por parte de José, el mostrar a Dios guiando la historia, incluso la culpa, como camino de salvación.
"No os pese lo que hicisteis. Pues no fuisteis vosotros quienes me vendisteis, sino Dios quien me envió". Es Dios, y no los hermanos, quien le ha enviado a Egipto. Dios le ha enviado por delante, porque Él sabía que ellos habían de venir después, detrás de él. José había soñado la historia por adelantado, la había previsto interpretando sueños ajenos. Ahora, al final de tantos acontecimientos encadenados entre sí, interpreta la historia pasada. Lee los hechos a la luz de la fe. Dios ha dirigido sus pasos y los de sus hermanos desde el principio. Y los ha dirigido en función de la vida. La muerte no era nada más que un ir delante para salvar vidas.

José, iluminado por el Señor, contempla su ida a Egipto antes de sus hermanos y la ve como algo providencial, pues gracias a ella puede librar a sus hermanos de la muerte de hambre y, al librar de la muerte a los hermanos, libra a toda la descendencia de Abraham de extinguirse sobre la tierra: "Ahora bien, no os pese el haberme vendido acá, pues para salvar vidas me envió Dios delante de vosotros. Porque con éste van dos años de hambre por la tierra, y aún quedan cinco años en que no habrá arada ni siega. Dios me ha enviado delante de vosotros para que podáis sobrevivir en la tierra y para salvaros la vida mediante una feliz liberación. O sea, que no fuisteis vosotros los que me enviasteis acá, sino Dios, y él me ha convertido en padre de Faraón, en dueño de toda su casa y amo de todo Egipto" (45,5-8).
José no sólo perdona a sus hermanos porque ellos han cambiado. El perdón, como todo auténtico amor es siempre gratuito. José les perdona por Dios, que ha sacado el bien del mal. La crueldad de los hermanos ha sido asumida por Dios y la ha hecho entrar en sus designios divinos: formar parte de una trama más grande y gloriosa, la de la salvación del pueblo elegido. El perdón es siempre participación del amor de Dios. Con razón exclama san Ambrosio: "¡Qué amor fraterno, qué dulce paternidad, excusar incluso el delito fratricida, atribuyéndolo a la divina providencia y no a la impiedad humana!". Por sangrienta que sea la historia, para el creyente forma parte de la historia de la salvación. Cada fragmento, doloroso o tenebroso, se enmarca en el mosaico más amplio de la historia de la salvación. La fe resuelve en profundidad las contradicciones de la historia humana. Con la historia de José el Génesis prepara el Éxodo del pueblo de Dios (50,24), que Dios mismo se forma en Egipto (46,3).
José no elude la culpa, la recuerda reiteradamente: "me vendisteis". La culpa, sumergida en el fondo del olvido por la acción del tiempo, José la hace aflorar a la conciencia. Y una vez actualizada, hecha presente con toda su carga de turbación y miedo, José la absuelve, la perdona y la exorciza, mostrando que incluso en la culpa Dios estaba presente. Entona el "feliz culpa", que hace a los hermanos encontrarse en el abrazo del perdón, más hermanos que antes del pecado. Desde ahora se puede cantar con el salmista:

Qué dulzura, qué delicia
convivir los hermanos unidos...
Porque allí manda el Señor la bendición,
la vida para siempre (Sal 133).

Se renueva en los hijos la experiencia vivida por Jacob en el encuentro con su hermano Esaú. Atravesado el río, Jacob alza la vista y ve a su hermano, que se le acerca. Esaú corre a recibirle, le abraza, se le echa al cuello y le besa llorando.
El rostro de Esaú se muestra benévolo y reconciliado. El rostro de Jacob, como su nombre, no es el de Jacob, sino el de Israel. Abrazado a su hermano, se desahogó:
-He visto tu rostro benévolo y es como ver el rostro de Dios.
En el perdón y reconciliación de los hermanos aparece reflejado el rostro de Dios.

El Midrash, con su gusto por la escenificación dramática, adorna este momento. José, en su apariencia de potente egipcio, anuncia a los once hermanos que José está vivo y que se halla a su servicio. Les trata de mentirosos, de hipócritas, por haber contado al padre que una bestia le había devorado. Como director de escena les dice:
-Esperad un poco, le llamaré y podréis entreteneros con él.
Entonces se pone a llamar:

-¡José, José, hijo de Jacob, ven aquí, ven a ver a tus hermanos! ¡Están aquí los que te vendieron!
Blancos, pálidos de temor, los hermanos se vuelven, buscando a José en los cuatro ángulos de la habitación. José mientras tanto repite:
-¡Ven aquí, ven a ver a los hermanos que te vendieron!
Los hermanos miran a una parte y a otra, sin comprender nada. En la habitación no hay nadie más que ellos y el señor egipcio. José entonces les dice:
-¿Por qué buscáis detrás de mí? "Soy yo, vuestro hermano José" (45,4). "Con vuestros propios ojos estáis viendo, y también mi hermano Benjamín con los suyos, que es mi boca la que os habla" (45,12). Os estoy hablando, sin intérprete, en la lengua sagrada.
Y sin embargo no creen lo que ven, porque le habían vendido imberbe y ahora se lo encuentran ante ellos con una larga barba. Pero cuando le reconocen se llenan de vergüenza hasta el punto que, atónitos, pierden el habla. Necesitan un tiempo para pasar desde el estupor hasta la toma de conciencia de un hecho increíble. José, viendo su compunción, les dice:
-"Vamos, acercaos a mí" (45,4).
Ellos se acercan, le besan y todos los hermanos, ellos y José, lloran.
En ese momento se borra el pecado. Las lágrimas cancelan el pasado. José ya no se considera "vendido", sino "enviado" por Dios delante de sus hermanos: "Para salvar vidas me envió Dios delante de vosotros" (45,5). Dios -y no los hermanos- es quien le envió a Egipto. Es el mensaje que él envía a su padre: "Dios me ha hecho dueño de todo Egipto, baja a mí sin demora" (45,9). Como muestra de reconciliación José da a cada hermano dos vestidos. Ellos le habían desgarrado la túnica de mangas largas, él no devuelve mal por mal, sino que da dos túnicas a cada uno. Con esto y con los regalos para su padre, José les despide, añadiendo:
-No discutáis en el camino.
Hemos alcanzado la paz, no la perdáis de nuevo. Según Rashí: "No os acuséis mutuamente ni tratéis de establecer culpas por los episodios pasados".

Hay una constante en el actuar de Dios en la historia de la humanidad, que la hace historia de salvación . "Con éste van dos años de hambre por la tierra, y aún quedan cinco años en que no habrá arada ni siega. Dios me ha enviado delante de vosotros para que podáis sobrevivir en la tierra y para salvaros la vida mediante una feliz liberación" (45,6-7). Dios preserva a Noé del diluvio universal para convertirse en tronco de una humanidad nueva. Dios saca a Abraham del mundo de la idolatría, de la dispersión de Babel, haciendo de él una bendición para todas las naciones. Dios conduce a Lot fuera de Sodoma para liberarlo de su destrucción. La acción salvadora de Dios, conduciendo a José a Egipto, se engarza en esa cadena misteriosa de hechos con los que Dios preserva de la muerte a un resto, en vista "a salvar vidas", la vida de sus hermanos, tronco de las doce tribus de Israel.
"No os pese el haberme vendido, pues me envió Dios delante de vosotros para salvar vidas" (45,5). Es lo que Cristo les dice a los discípulos de Emaús: "Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas. ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar así en la gloria?" (Lc 24,25-26). Se trata siempre de un plan providencial de Dios, que saca el bien del mal. José sabe leer la historia.
José habla a sus hermanos como un profeta que anuncia la salvación: "¡No temáis". Con los ojos iluminados por la fe describe el plan oculto de Dios que ha guiado todos sus pasos, mostrando su misericordia en todas sus pruebas, guiando a los hermanos en su descenso a Egipto, y llevándole a él a gobernar todo el país de Egipto, para así salvar sus vidas y mantener la promesa hecha a Abraham, Isaac y Jacob, padre de todos ellos.

La historia de José, "enviado a buscar a sus hermanos", se encamina a su final desde el momento en que Judá pronuncia su discurso y los hermanos reconocen que no pueden volver a Canaán en paz si no vuelven todos. No se pueden presentar al padre sin uno de sus hijos. La vida de cada uno está ligada a la de los demás. Por encima de los celos, las envidias, las sospechas... la realidad es que son hermanos. Cristo vuelve al Padre con sus hermanos, rescatados de la muerte y del pecado, reconciliados con El y con los demás. En la liturgia bizantina el diácono invita a los fieles a amarse mutuamente para poder proclamar el Credo: "Amémonos los unos a los otros para poder confesar con un solo espíritu nuestra fe". Para confesar la fe en un único Dios Padre es necesario sentirse unidos como hermanos. Pero es el amor del único Padre el que nos capacita para aceptar al otro como hermano, como hijo suyo. Por ello sólo en Cristo se puede encontrar al otro como hermano. En Cristo me ha alcanzado el amor del Padre y en Cristo el amor del Padre ha alcanzado al otro. En Cristo, el Hijo predilecto, también yo, junto con los demás hermanos, grito con el Espíritu Santo: ¡Abba!
Al final la reconciliación se sella con el beso de la paz. Los doce hermanos abrazados lloran de gozo. El descubrimiento de Dios en la historia da fuerza y garantía al rito de la paz. Y "ver el rostro reconciliado de los hermanos es como ver el rostro de Dios" (33,10). Y quienes "no podían hablar amablemente" (37,4) con José, ni saludarle siquiera, ahora se entretienen hablando en paz con él (45,15). Hablan del padre, de lo que le han de contar, de cómo invitarle a bajar a Egipto, de cómo Dios ha sido el guía de todos los hechos... Hablan, rompiendo el silencio de años.
La reconciliación suelta la lengua muda de los hermanos. En el comienzo de la historia se dice que los hermanos "lo odiaban y no podían hablarle amigablemente". Incluso José, que les "ha hablado con dureza" (42,7), al abrazarles, les dice: "Es mi boca la que os habla" (45,12). Ahora ya no se sirve del intérprete. En hebreo el vocablo dabar indica a la vez "palabra" y "hecho". Para el hombre bíblico, entre el dicho y el hecho no hay gran trecho. Lo mismo que el odio había matado la palabra, aislando a los hermanos, ahora la palabra, que brota del amor, crea la comunión entre ellos.

José, que perdona a sus hermanos y les lleva a reconciliarse con él y con el padre, es figura de Cristo que perdona a quienes le crucifican, reza por ellos (Lc 23,34) y obtiene la reconciliación de los hombres entre sí (Ef 2,11-22) y con el Padre (2Co 5,19ss). En José y más aún en Cristo se cumple la palabra del salmo: "La piedra que los constructores desecharon en piedra angular se ha convertido; esta ha sido la obra de Yahveh, una maravilla a nuestros ojos" (Sal 118, 22-23).
Dios mismo, queriendo salvar a su pueblo, dijo: "Heme aquí: soy yo que os hablo" (Is 52,6). "Me he hecho encontradizo de quienes no preguntaban por mí; me he dejado hallar de quienes no me buscaban. Dije: Aquí estoy, aquí estoy a gente que no invocaba mi nombre" (Is 65,1; Rm 10,20). También Jesús gritó: "Yo soy Jesús", cuando los judíos, para tentarlo, le preguntaban ¿eres tú el Hijo de Dios? (Lc 22,70). Les respondió: "Vosotros lo decís: Yo soy". Y a Pilatos que le pregunta: ¿Luego tú eres Rey? , Jesús le responde: Sí, como tú dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo" (Jn 18,37). Y al sumo sacerdote que le decía "te conjuro por Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, Jesús le dice: Sí, tú lo has dicho" (Mt 26,63s). Y un día, cuando nos presentemos ante Jesucristo, resonará en nuestros oídos la frase de José a sus hermanos: "Soy yo vuestro hermanos, a quien vendisteis y crucificasteis, pero no temáis, acercaos a mí. No fuisteis vosotros quienes me enviasteis a la cruz, sino el Padre mío y vuestro es quien me envió a la muerte para salvar vidas".

El amor fraterno le lleva a José a excusar a sus hermanos, mostrándoles que ha sido Dios quien ha guiado sus pasos hasta llevarle a Egipto. Es lo que hace Jesucristo cuando, sobre la cruz, intercede por su pueblo: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34). Es lo que Cristo resucitado, apareciéndose en medio de sus discípulos, les dice: "La paz con vosotros. Soy yo, no temáis" (Lc 24,36ss).
Como José, Nuestro Redentor da la vida al mundo mediante su muerte. Dios, en su divina providencia, saca el bien del mal. Citando este texto de la Escritura dice el Catecismo de la Iglesia Católica: "Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia todopoderosa, puede sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado por sus criaturas: 'No fuisteis vosotros, dice José a sus hermanos, los que me enviasteis acá, sino Dios... aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir... un pueblo numeroso' (45, 850, 20; cf Tb 2, 12 18 Vg.). Del mayor mal moral que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia (cf Rm 5, 20), sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra Redención. Sin embargo, no por esto el mal se convierte en un bien" (CEC 312). "Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rm 5,20).


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