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Comentario Bíblico: 16. DIOS CAMBIA EL PECADO EN GRACIA

Emiliano Jiménez Hernández

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Dios cambia el pecado en gracia - la historia de José de Egipto

 

16. DIOS CAMBIA EL PECADO EN GRACIA

En la historia de José no hay teofanías. Dios no interviene con gestos poderosos y evidentes. Se oculta en los pliegues de la historia. Sus intervenciones se injertan en el tejido de la existencia diaria de los hombres. La presencia de Dios se esconde en el interior del corazón humano y en los acontecimientos que brotan de ese corazón. Sólo los ojos de la fe ven y descifran la actuación divina en el hilo retorcido del acontecer humano. En la madeja de contradicciones y de intrigas de la historia de José y sus hermanos discurre una lógica escondida, un río de esperanza, secreto y profundo, que aflora en ciertos momentos y se muestra luminoso al final. Dios lleva de su mano a sus elegidos, sin abandonarles al cruzar el valle oscuro de las continuas pruebas. Al final todo se despeja en el abrazo que reconcilia a los hermanos.
La muerte de Jacob reúne a todos los hermanos, sus hijos, para los funerales. José, que vive en la corte, se traslada a Gosen, donde viven los hermanos y donde ha muerto el padre. La imagen del padre ha jugado un papel importante en todo el proceso de reconciliación de los hermanos. Ahora que falta el padre, ¿se avivará el rencor apagado? El perdón, expresado en el abrazo de paz, ¿fue definitivo? De Esaú sabemos que, al verse privado con engaño de la bendición del padre, juró vengarse "cuando pasase el luto del padre" (27,41).
El texto bíblico dice que, terminados los funerales del padre, José regresó a Egipto con sus hermanos y todos cuantos habían subido con él a sepultar a su padre. Pero el Midrash cuenta que, retornando de los funerales, José da una vuelta y se detiene en el pozo en que, hacía ya muchos años, había tocado el fondo del abismo. Allí los hermanos le ven que se queda un largo rato sobre el brocal del pozo, escrutando sus tinieblas. Los hermanos piensan que lo hace para recordar sus maldades, pero en realidad José sólo quiere hacer presente ante sus ojos el pasado, para expresar mejor su agradecimiento a Dios, pues el camino recorrido le llena de gratitud: "¡Cuantos prodigios ha realizado el Señor en mi favor desde que me sacó de este pozo!".
José no guarda rencor ni pretende vengarse, pero los hermanos no conocen su intenciones secretas. La incertidumbre les angustia. Puede ser que José no haya olvidado lo ocurrido y haya esperado el momento de la muerte del padre para ajustar las cuentas con ellos. Se ve que la conciencia de los hermanos no ha vivido en paz a pesar de los años transcurridos. Por eso envían un mensaje a José y, tras él, se presentan en persona ante él. Con temor imploran perdón, apelando a dos razones: somos hijos de un mismo padre y tenemos un único Dios (50,16-17). Apelan al padre y Dios. Les unen los lazos de la sangre y de la fe. La condición fraterna les une no sólo por tener un mismo padre, sino también un mismo Dios, que les ha creado.
De este modo llegamos a la culminación de la historia de la búsqueda de sus hermanos que el padre había encomendado a José. Los hermanos tiemblan de miedo, pensando que José hasta este momento les ha dejado en paz por consideración del padre, para no afligirle. Temen que, ahora, con todo su poder se vengue del mal que le hicieron. Se dicen unos a otros: "A ver si José nos guarda rencor y nos devuelve todo el daño que le hicimos" (50,15). Hasta se inventan una mentira:
-Tu padre, antes de morir, nos encargó que te dijéramos: "Por favor perdona el crimen de los siervos del Dios de tu padre".
Jacob nunca había dicho nada semejante, "porque no tenía ninguna sospecha sobre su hijo José", repiten los sabios, que justifican la mentira de los hermanos, diciendo que se puede mentir "por amor de la paz". José les escucha y llora; entre lágrimas les dice:
-No temáis, ¿estoy yo acaso en lugar de Dios? Aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir a un pueblo numeroso (50,20).

El llanto de José es la expresión sublime del perdón. Mientras los que le han ofendido no lloran, sino que sólo confiesan su culpa, José, el ofendido, llora mientras les perdona. Rashí comenta la frase de José diciendo: ¿Estoy yo acaso en lugar de Dios? Aunque quisiera haceros el mal, ¿sería capaz de hacerlo? En realidad todos vosotros pensasteis hacerme el mal, pero el Señor pensó cambiarlo en bien. ¿Como podría yo solo haceros el mal". Con otras palabras: "Diez lámparas no han podido apagar a una, ¿como podrá una sola apagar a las diez?".
Así José "les hablaba al corazón y les consolaba". Su fantasía recurría a todas las comparaciones para llegar al corazón de sus hermanos y darles la paz. Les decía:
-Antes de que vosotros bajarais a Egipto, aquí se murmuraba que yo era esclavo de nacimiento; gracias a vosotros se ha sabido que yo soy libre de nacimiento. Si ahora yo os matase, ¿qué diría la gente? Os lo digo yo. Diría: Este José ha visto un grupo de jóvenes y se ha gloriado de ser uno de ellos, diciéndonos que eran sus hermanos. Pero al final les ha matado. Ahora bien, ¿dónde y cuándo se ha visto que un hombre mate a sus hermanos? Por tanto, no temáis, yo os mantendré a vosotros y a vuestros pequeños.
"El corazón del hombre traza su camino, pero Yahveh dirige sus pasos" (Pr 16,9). La intervención divina para salvar al hombre impregna todos los niveles de su existencia, abarcando incluso la malicia de los hombres, de la que Dios saca la gracia. Con la culpa de los hermanos Dios llevó a cabo "una gran salvación" (45,7). Es significativa la contraposición del "vosotros pensasteis...., pero Dios pensó" (50,20).

Los discípulos de Emaús discuten de cuanto les ha sucedido y no ven al protagonista de los acontecimientos, que camina con ellos. Hasta la burra de Balaán denuncia la ceguera del hombre. José habla poco de Dios en toda la historia de su vida. Pero en los momentos cruciales, con una claridad lapidaria, ve a Dios presente en los acontecimientos, a pesar de las tragedias que le caen encima.
El temor de Dios, que acompaña a José durante toda su existencia, no está envuelto en manifestaciones externas extraordinarias, sino que está sin más en el actuar de cada momento. Ese es el milagro continuo de la vida de José. Toda su historia es un prodigio sin prodigios. Dios habla frecuentemente con Abraham, algo menos con Isaac y con Jacob, pero no habla con José. Está con él en todos sus actos, da éxito a todas sus empresas, pero en silencio, como a escondidas. José, al final, percibe esta presencia como una luz que ilumina toda su historia y, con esa sabiduría transmite la paz a sus hermanos:
-No temáis, ¿estoy yo acaso en vez de Dios? Aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir, como hoy ocurre, a un pueblo numeroso. Así que no temáis; yo os mantendré a vosotros y a vuestros pequeñuelos (50,19-20).

José entonces se echó a llorar. José llora repetidas veces. Llora no cuando él sufre, sino cuando ve sufrir a sus hermanos. "Y los consoló y les habló al corazón" (50,21). Con estas palabras termina la historia de los hermanos de José. Adán había tenido dos hijos y un hermano mató al otro. Abraham había tenido dos hijos, pero ambos hermanos se separaron porque su vida era incompatible. También Isaac había tenido dos hijos, que también tuvieron que vivir separados. Sin embargo, los doce hijos de Jacob terminan unidos en el amor. No eran mejores que los anteriores. Ellos han experimentado la envidia de Caín, la discordia de Ismael, el odio de Esaú. Los hermanos han vivido la desunión, los mayores han perseguido al menor, le han querido matar. Sin embargo, la confesión del pecado y el perdón logran el milagro de la reconciliación. José, que salió a buscar a sus hermanos, al final los encuentra, les abraza y ellos le encuentran y le abrazan como sus hermanos. Al final todos descubren que el amor del padre no se divide entre sus hijos, sino que se multiplica en la medida en que se aman los hermanos en su diversidad. No hay por qué anular al hermano para acaparar la herencia. Caín no gana nada eliminando a Abel, ni los hijos de Jacob deshaciéndose de José.
Al oír estas palabras, José lloró. Es la quinta vez que se le saltan las lágrimas. Llora al ver el miedo de sus hermanos. Cuando los ve que "caen" delante de él y se declaran "siervos suyos", José no se alegra viendo cumplido el sueño de su adolescencia. José les responde: "No temáis, ¿estoy yo en el puesto de Dios?". Yo no soy Dios, para recibir el homenaje de vuestra postración, no soy Dios para hacerme justicia con mis manos, no soy Dios para disponer de la vida y de la muerte (30,2); no soy Dios para guiar o cambiar el curso de los acontecimientos. Soy hombre como vosotros ante Dios. Dios es quien ha guiado mis pasos y los vuestros hasta llevarnos al abrazo de la reconciliación. Yo no soy Dios para anular sus planes. Él me ha enviado por delante, os ha traído a vosotros a Egipto, nos ha hecho encontrarnos en el perdón. Incluso la traición fraterna, el pecado vuestro, mis pecados, Dios lo ha cambiado en gracia. Es Dios quien ha conducido nuestra historia. Y el designio de Dios es designio de vida.
Así José "los consoló llegándoles al corazón". Sostenido por Dios en todas las tribulaciones, ahora puede consolar a los demás. Es lo que dice más tarde un descendiente de Benjamín: "¡Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos consuela en toda tribulación nuestra para poder nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios!" (2Co 1,3-4).
Esta es la conclusión del libro del Génesis. Es como la revelación del plan de Dios sobre la creación y sobre la historia de la humanidad. Dios provee el pan a un pueblo numeroso, sustenta a "vosotros y a vuestros hijos". Esto que José dice a sus hermanos al darse a conocer, lo repite luego como palabra de Dios para todos los siglos. Son palabras que le brotan, en ambos casos, entre lágrimas. José se conmueve al descubrir los planes providenciales de Dios, "que manda la lluvia y hace salir el sol para buenos y malos". Dios lleva a cumplimiento su designio de salvación a través de la bondad de los santos y de la maldad de los verdugos. Dios Padre se sirve para la salvación del mundo hasta del gran pecado del mundo: la crucifixión de su Hijo (1Co 1,18-31).
Jesús resucitado le dice a María Magdalena: "Ve a decirles a mis hermanos: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios" (Jn 20,17). La hermandad de los cristianos se funda desde arriba, en el Padre común, que es el Dios de todos. Esta fraternidad forma parte esencial del mensaje pascual. De aquí se deduce que "todos vosotros sois hermanos", "pues vuestro Padre es uno solo, el del cielo" (Mt 23,8). Jesucristo es el autor de esta nueva hermandad al infundir en los discípulos su Espíritu, Espíritu de hijos adoptivos de Dios. Cristo, tomando nuestra carne y nuestra sangre, se hace hermano nuestro, para hacernos hermanos suyos. Se hace semejante a nosotros y no se avergüenza en llamarnos hermanos (Hb 2,11-17). Este es el plan de Dios: "Pues Dios nos predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8,29). El que descendió como Unigénito vuelve al Padre como Primogénito. "Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8,28-30).

José permaneció en Egipto junto con la familia de su padre, y alcanzó la edad de 110 años. José vio a los biznietos de Efraím; asimismo los hijos de Makir, hijo de Manasés, nacieron sobre las rodillas de José.
José intimó a sus hermanos que no abandonasen el país de Egipto hasta que llegase el que el Señor había destinado para liberarles. Así reveló a sus hermanos que el Señor les liberaría por medio de Moisés y del Mesías, en este mundo y en el futuro. José dijo a sus hermanos:

-Yo muero, pero Dios se ocupará sin falta de vosotros y os hará subir de este país al país que juró a Abraham, a Isaac y a Jacob.
Por último, José narró a sus nietos y sobrinos la historia de su vida, para que se transmitiera de generación en generación. Les contó lo que le había tocado sufrir por el odio de sus hermanos, las molestias de la mujer de Putifar, las calumnias y envidias, les habló de las perversiones de los egipcios... Al narrar su vida no buscaba exaltarse a sí mismo, sino mostrar cómo el Señor no abandona en la tiniebla, en la esclavitud ni en la angustia a quienes confían en él. Les dijo:
-Fuí vendido como esclavo, pero el Señor me liberó. Me encerraron en la prisión, pero su fuerte brazo me sostuvo. El Eterno me ha nutrido cuando sufría el hambre, consolado cuando me sentía solo. En cuanto a vosotros, si procedéis con constancia y humildad de corazón en el camino de la castidad y de la pureza, el Señor habitará entre vosotros, porque Él ama la temperancia. Y si observáis sus mandamientos, Él os ensalzará en este mundo y os bendecirá en el mundo futuro. Cuando alguien os quiera hacer el mal orad por él y el Señor os librará de toda desgracia.
Después José hizo jurar a los hijos de Israel, diciendo:
-Dios os visitará sin falta y os conducirá a Canaán, la tierra prometida. Como yo he llegado ya al final de mi existencia, os ruego que entonces os llevéis mis huesos de aquí y Dios os recompensará vuestra bondad.
Estas fueron sus últimas palabras. José murió a la edad de 110 años; le embalsamaron y le pusieron en un sarcófago en la ribera del río Zior en Egipto (50,22-26). Todo Egipto le lloró durante setenta días.
La carta a los hebreos recuerda la José como fundamento de la esperanza futura: "Por la fe, José, moribundo, evocó el éxodo de los hijos de Israel, y dio órdenes respecto de sus huesos" (Hb 11,21-22). José evoca el éxodo futuro, cuando surja "un faraón que ya no sabe nada de José" (Ex 1,8). Los patriarcas viven y mueren proclamando la fe en las promesas divinas.

José muere después de haber visto nacer a los nietos de sus hijos: a los nietos de Efraím, nombrado en primer término, y a los nietos de Manasés, hijos de Makir (Nm 26,29; 23,39-40; Jos 17,1-3; Ju 5,14). Hijo de Jacob según la carne, lo es igualmente según el espíritu, sin que el egipcio por adopción y su posición privilegiada de segundo en Egipto haya suplantado al esclavo hebreo. José se ha mantenido hebreo de corazón por toda su vida. Heredero de la fe de los patriarcas, José da a su palabra el significado profundo de esperanza en la promesa divina y con ella sostiene a sus hermanos que, a su muerte, quedan sin su auxilio. Pero gracias a la convicción de su anuncio de que Dios ciertamente les visitará, su descendencia, convertida en pueblo, volverá a la tierra que Dios prometió con juramento a los patriarcas. José les anuncia que ciertamente poseerán "la tierra de vuestros padres" (48,21). Es también su tierra, y a ella quiere que sean trasladados sus huesos. Como un día se lo pidió a él su padre, así se lo exige él con juramento a los hijos de Israel (47,29-31).
Los doce hermanos son ahora un solo pueblo: Israel. Dios, en ellos, ha mostrado un camino de vida. Por ello José el Justo mereció que el mismo Moisés se ocupase de sus funerales. Los hijos de Israel, en cumplimiento de la palabra dada, en el éxodo de la esclavitud de Egipto, transportan durante el largo viaje, los huesos de José (Ex 13,19). Y, al llegar a la tierra prometida, los entierran en Siquem: "en la parcela de campo que había comprado Jacob a los hijos de Jamor, padre de Siquem, por cien pesos, y que pasó a ser heredad de los hijos de José" (Jos 24,32). Con emoción el Eclesiástico recuerda que los huesos de José fueron visitados: "No nació hombre alguno como José, el guía de sus hermanos y el apoyo de su pueblo; sus huesos fueron visitados" (Si 49,15).

Bereshit Rabbah, explicando por qué los huesos de José fueron sepultados en la tierra de Israel, se pregunta: ¿A qué se parece esto? Y se responde: Se parece a unos ladrones que entraron en una cantina de vino; tomaron un vaso y se bebieron el vino. El dueño de la cantina les vio y les dijo: Espero que os haya gustado; ahora que os habéis bebido el vino, colocad el vaso en su sitio. Así dijo el Señor a los hijos de Israel: Vosotros habéis vendido a José, llevad ahora sus huesos a su sitio, devolvedle al lugar donde le robasteis.
El Midrash dice además que el perfume de José, al ser vendido en Egipto, se extendió por todo el país. Hasta después de su muerte siguieron perfumando los huesos de José. De este modo Moisés pudo reconocerles entre tantos otros huesos, en el momento de salir de Egipto, y llevarles a enterrar en la tierra prometida. San Pablo dice algo similar de los cristianos: "¡Gracias sean dadas a Dios, que nos lleva siempre en su triunfo, en Cristo, y por nuestro medio difunde en todas partes el olor de su conocimiento! Pues nosotros somos para Dios el buen olor de Cristo entre los que se salvan y entre los que se pierden: para los unos, olor que de la muerte lleva a la muerte; para los otros, olor que de la vida lleva a la vida" (2Co 2,14-16).

***

"El oro se purifica en el fuego y los aceptos a Dios en el crisol de la humillación" (Si 2,5). Para los sabios de Israel la humildad precede siempre a la gloria (Pr 15,33; 22,4). La historia de José es una ejemplificación de esta verdad. El túnel, que desemboca en la humildad que acoge a los hermanos, tiene un nombre: humillación. No se alcanza la humildad si el Espíritu Santo no hace madurar en las humillaciones. Sólo se llega a la patria de la humildad a través de la kénosis. Así es como llega José, pasando de humillación en humillación. Ante él se van cerrando todas las puertas, todos los caminos. El vestido, empapado del amor del padre, se lo arrebatan y lo empapan en sangre; los hermanos le venden, le venden los mercaderes, después de haberle llevado a una tierra extranjera, lejos de los campos de su padre. Hasta la luz se apaga sobre sus ojos, primero en la cisterna y después en la prisión. Como ha soñado el Faraón, también José ha vivido sus años de felicidad en la casa del padre, quizás hasta viciado por el padre. Pero los años de la abundancia han pasado y le han llegado los años de escasez, de prueba, de alejamiento del padre, de los hermanos. Pero estos años no han consumado la abundancia de su amor por el padre y los hermanos. En el corazón de José no han crecido ni el rencor, ni el deseo de venganza. Dios ha sembrado en él la semilla de la humildad y con los ojos de la sencillez ha visto el plan de Dios en todos los acontecimientos de su vida. Por ello después de los años de escasez le llegan los años de verdadera abundancia, el tiempo de dar fruto y fruto en abundancia. El fruto de la vida de José será el cumplimiento de la misión que le había encomendado el padre: "ve a buscar a tus hermanos". Buscar a los hermanos y reunirlos a todos con el Padre es la misión de Cristo en la tierra. Es la misión de cada discípulo de Cristo a lo largo de su vida.



NOTA BIBLIOGRÁFICA

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