<

[_Sgdo Corazón de Jesús_] [_Ntra Sra del Sagrado Corazón_] [_Vocaciones_MSC_]
 [_Los MSC_] [_Testigos MSC_
]

MSC en el Perú

Los Misioneros del
Sagrado Corazón
anunciamos desde
hace el 8/12/1854
el Amor de Dios
hecho Corazón
y...
Un Día como Hoy

y haga clic tendrá
Pensamiento MSC
para hoy que no
se repite hasta el
próximo año

Los MSC
a su Servicio

free counters

Catequesis sobre el Padrenuestro en el espíritu de San Agustín


Javier Sánchez Martínez
corazoneucaristicodejesus.blogspot.com
Páginas relacionadas

 

A su disposición
Introducción al Padrenuestro (I)

Catequesis: "Padre nuestro" (II) Padre nuestro, que estás en el cielo

Catequesis: "Padre nuestro" (III) Santificado sea tu nombre

Catequesis: "Padre nuestro" (IV) Venga a nosotros tu Reino

Catequesis: "Padre nuestro" (V) Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.

Catequesis: "Padre nuestro" (VI) Danos hoy nuestro pan de cada día

Catequesis: "Padre nuestro" (VII) Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.

Catequesis: "Padre nuestro"(VIII) No nos dejes caer en la tentación.

Catequesis: "Padre nuestro" (IX) Y lí­branos del mal.

 



Introducción al Padrenuestro (I)


En el tiempo de Cuaresma, ya sobre la quinta semana, a los catecúmenos que ya eran "elegidos" y que iban a ser bautizados en la próxima Vigilia pascual, se les entregaba en un rito litúrgico primero el Credo, y a las dos semanas, el Padrenuestro, la Oración dominical.

Esto era ocasión para que el Obispo -o el catequista- impartiese unas catequesis tanto a los "elegidos" como a los fieles sobre cada uno de los documentos de nuestra fe.

Como la Cuaresma es tiempo bautismal porque mira a la Pascua, vamos a situarnos junto a los catecúmenos y recibir la catequesis sobre la Oración dominical.

Prestemos atención a las palabras de San Agustín, interioricemos cuanto él diga, apliquemos sus enseñanzas viviendo conforme a ellas.



***********


1. Para mostrar que, antes de que llegasen, fueron predichos por los profetas estos tiempos en que habían de creer en Dios todos los pueblos, el bienaventurado Apóstol adujo este testimonio de la Escritura: Y sucederá que todo el que invocare el nombre del Señor será salvo.

Antes, sólo entre los israelitas era invocado el nombre del Señor que hizo el cielo y la tierra; los pueblos restantes invocaban a ídolos mudos y sordos, que no les podían oír, o a los demonios, por quienes eran escuchados para su mal. Mas cuando llegó la plenitud de los tiempos se cumplió lo predicho: Y sucederá que todo el que invocare el nombre del Señor será salvo. Y después, como los mismos judíos, aun los que habían creído en Cristo, veían con malos ojos a los gentiles que habían recibido el Evangelio, mantenían que no debía anunciarse a quienes no estaban circuncidados.

Contra ellos presentó el apóstol Pablo este testimonio: Y sucederá que todo el que invocare el nombre del Señor será salvo, añadiendo inmediatamente, para convencer a quienes no querían que se predicase el Evangelio a los gentiles, lo que sigue: ¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿O cómo creerán en aquel de quien no han oído hablar? ¿Cómo van a oír si nadie les predica? ¿O cómo predicarán si no son enviados?

Él dijo: ¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? Esta es la causa por la que no recibisteis primero la oración [el Padrenuestro] y luego el símbolo [el Credo], sino primero el símbolo para saber qué habéis de creer, y luego la oración en que conozcáis a quién habéis de invocar. El símbolo, por tanto, dice relación a la fe; la oración, a la súplica, puesto que quien cree es escuchado a través de su invocación.

2. Hay muchos que piden lo que no debieran, por desconocer lo que no les conviene. Quien invoca a Dios, debe precaverse de dos cosas: pedir lo que no debe y pedirlo a quien no debe. Nada hay que pedir al diablo, a los ídolos y demonios. Si hay que pedir, hay que pedirlo a nuestro Señor Jesucristo; a Dios, padre de los profetas, apóstoles y mártires, al Padre de nuestro Señor Jesucristo, al Dios que hizo el cielo y la tierra y todo cuanto contienen.

Mas hemos de guardarnos también de pedir lo que no debemos. Si la vida humana que debemos pedir la pides a ídolos mudos y sordos, ¿de qué te sirve? Lo mismo si pides a Dios Padre la muerte de tus enemigos, ¿qué te aprovecha? ¿No oíste o leíste, en el salmo que habla del detestable Judas, lo que dice respeto a él la profecía: Su oración le sea computada como pecado (Cf. Ps 145,6)? Si, pues, te levantas para pedir males para tus enemigos, tu oración se convertirá en pecado".
(S. Agustín, Serm. 56, 1-2).



Catequesis: "Padre nuestro" (II)     Padre nuestro, que estás en el cielo.

Jesús nos revela a Dios como Padre, Padre providente, Padre misericordioso, Padre atento a las súplicas de sus hijos, Padre que admite a sus hijos en la intimidad de su corazón, Padre que tiene entrañas maternas, entrañas de misericordia. ¡Dios es nuestro Padre! ¡Dios es tu Padre, está cercano a ti, te lleva en su corazón!

El Espíritu Santo hace que nuestro corazón pueda decir “Padre nuestro”. En esta oración que nos entregó el Señor, Jesús nos pone la figura de Dios como la del padre de familia, el que organiza la vida familiar y provee a cada uno de cuanto necesita (cf. Mt 13,52) y nos lleva a la Mesa de los hijos, el altar, y nos da el Pan de los hijos, que es la Eucaristía. El cristiano, por tanto, llamando a Dios Padre, se siente unido a Él con el vínculo de la misma situación familiar y, además, se siente amado y comprendido hasta el fondo. Dios es verdaderamente tu “Padre que ve en lo escondido” (Mt 6,6), Dios, Padre cercano.

“Padre nuestro que estás en el cielo”, así comienza la oración cristiana por excelencia. Es una invocación esta primera frase, la palabra más dulce que el cristiano puede pronunciar. Y al Padre le decimos “que estás en el cielo”, señalando su trascendencia; Dios, siendo nuestro Padre, nos trasciende, nos sobrepasa, no podemos abarcarlo, ni comprenderlo en su totalidad porque si así fuera ya no sería Dios. “Deus semper maior”, Dios siempre es mayor que lo que podamos pensar de Él, Dios es el pensamiento mayor que un hombre puede tener.

Al señalar “que estás en el cielo” le reconocemos como el Padre omnipotente, misericordioso; lo adoramos, adoramos a nuestro Dios y Padre. Se evita así cualquier banalización, cualquier falsa imagen de Dios porque siempre corre el riesgo de poner en Dios las categorías de la experiencia limitada, de la paternidad terrena. Dios es un Padre celestial, omnipotente, infinitamente mejor que cualquier padre terreno.

“Padre nuestro que estás en el cielo...” ¡Cuántos santos sólo con decir despacio, saboreando esta invocación, no podían seguir adelante y contemplaban sólo esta palabra! Es la experiencia misma de Sta. Teresa que enseña en su doctrina espiritual:
“Está tan contenta [el alma] de sólo verse cabe la fuente, que aun sin bever está ya harta... dales pena el hablar; en decir “Padre nuestro” una vez, se les pasará una hora... Están en el palacio cabe su Rey y ven que las comienza ya a dar aquí su reino” (C 31,3).


Y la experiencia de Sta. Teresa de Lisieux:
“A veces, cuando mi espíritu está tan seco que me es imposible sacar un solo pensamiento para unirme a Dios, rezo muy despacio un “Padrenuestro” y luego la salutación angélica. Entonces, esas oraciones me encantan y alimentan mi alma mucho más que si las rezase precipitadamente un centenar de veces...” (MsC 25 rº).

Palabras dulces que nos llevan a contemplación: Dios es Padre, Dios es mi Padre; no es Juez, no está pendiente de mí para castigarme y juzgarme; es mi Padre, me ama, me quiere, me trabaja interiormente, me habla por su Palabra, me corrige mediante los acontecimientos de mi vida; me permite tener familiaridad con Él.

También nos enseña la Iglesia una consecuencia moral, para vivir cristianamente:

“Ninguno de nosotros osaría pronunciar tal nombre en la oración, si no nos lo hubiera permitido él mismo. Hemos de acordarnos, por tanto, hermanos amadísimos, y saber que, cuando llamamos Padre a Dios, es consecuencia que obremos como hijos de Dios, con el fin de que, así como nosotros nos honramos de tenerle por Padre, él pueda honrarse de nosotros. Hemos de portarnos como templos de Dios, para que sea una prueba de que habita en nosotros el Señor y no desdigan nuestros actos del Espíritu recibido” (S. Cipriano, De dom. orat., 11).



Catequesis: "Padre nuestro" (III)     Santificado sea tu nombre


1. La primera súplica dirigida al Padre celestial en la plegaria del Padrenuestro hace referencia a su nombre: se pide que sea santificado. El Nombre, en la Biblia, no es cómo se llama cada uno, su nombre y sus apellidos, sino que el Nombre en la Biblia es la Persona entera, lo que Ella es y su misión. Pidiendo al Padre que su Nombre sea santificado, le pedimos, en consecuencia, que Él mismo sea santificado. ¿Es que Dios no es Santo, el Tres Veces Santo? ¿A qué viene pedir que el que es Santo sea santificado? Significa más bien que Dios sea reconocido como Santo, que Dios sea reconocido y amado como Dios, que todos conozcan y reconozcan que Dios es Dios, el Dios Santo y Fiel, el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo.

Recordemos lo que dice el profeta Ezequiel: “Mostraré la santidad de mi nombre grande, profanado entre los gentiles, que vosotros habéis profanado en medio de ellos; y conocerán los gentiles que yo soy el Señor” (Ez 36,26).

Sí, oh Dios, muestra tu santidad, que todos te reconozcan, que todos los hombres te conozcan, te amen y se salven. ¡Muestra, oh Dios, tu santidad!

“Santificado sea tu nombre” es también que realiza su santidad en nosotros, que su santidad nos llene, nos transforme, que nosotros –la familia cristiana- seamos santos y reflejemos en el mundo la grandeza y la santidad de Dios, siendo así alabanza de la gloria de Dios. Le pedimos “quiero ser santo con la santidad que viene de Ti”, participar de tu Vida y Santidad.

Es la Tradición de la Iglesia la que interpreta esta petición del Padrenuestro.

Relacionado con nuestra petición –dice Tertuliano-, cuando decimos “santificado sea tu nombre”, pedimos que sea santificado en nosotros, que estamos en él, así como en todos los demás hombres, a quienes espera aún la gracia de Dios. Y esto, a fin de que mediante este precepto aprendamos a orar por todos, incluso por nuestros enemigos. De ahí que al decir: “sea santificado tu nombre”, sin añadir “en nosotros”, decimos “en todos” (III, 1-4).


2. Digamos siempre esta oración saboreándola, hagamos del Padrenuestro el tema de nuestra meditación; dediquemos muchas horas a meditar cada frase del Padrenuestro, para que vayan teniendo cada vez más sentido y belleza en nuestra alma, y sea de verdad nuestra oración. Consideremos esta segunda petición: “santificado sea tu nombre”.

3. Dios es Santo. Pero el amor de Dios –Dios es Amor, Dios es Padre- no encierra su santidad en la perfección del cielo, sino que la quiere comunicar, Él quiere hacernos santos, modelarnos interiormente con su gracia, llenarnos de su amor, de su Belleza, de su vida, darnos a gustar de sus bienes. Y la obra de nuestra santificación proviene entera y exclusivamente de Él. Nuestra vocación es la santidad. Modelo acabado y sublime de santidad es la Virgen María. Desde el mismo instante de su Concepción, no conoció la corrupción del pecado, y fue llamada por el ángel “llena de gracia”. Ser santos como Ella en medio de nuestros afanes y trabajos cotidianos, en nuestra vocación y peculiar estado de vida, pero ¡Santos! María es el orgullo de nuestra raza, la gloria de Israel. Santa, sin mancha de pecado, la gracia obró abundantemente en Ella. Durante su vida, con los Apóstoles, participan-do de la vida y de los sacramentos de la Iglesia, y en su plegaria diaria, ¡cuántas veces no diría la Virgen: “santificado sea tu nombre”!, santificado sea tu nombre en mí. Y fue plenamente santificado el Nombre de Dios en la Virgen, completando la obra de la gracia: desde su Inmaculada Concepción hasta su gloriosa Asunción a los cielos.

Así pues, pedir en el Padrenuestro que el nombre de Dios sea santificado, es pedir el don de la santidad de vida, que Él nos haga santos, diseñe su santidad en nosotros, nos haga llenarnos de su gracia. Esa obra de Dios es posible en nosotros, es vocación de Dios puesta en nuestra alma. Sólo con profundos deseos de santidad podemos pedir que sea santificado su Nombre en nosotros. Y mirando a la Virgen, renovamos nuestra esperanza de que podemos ser santos, de que para Dios nada hay imposible, que su misericordia es eterna y que Él no va a abandonar su obra en nosotros. Correspondamos a nuestro deseo no poniendo obstáculo a la gracia de Dios en nuestra vida; rechacemos el pecado; confesemos con frecuencia para vivir de esta Gracia en nuestra vida; esperemos, con esperanza sobrenatural, que Dios nos vaya, día a día, haciendo santos. Seamos, pues, santos, como nuestro Padre es santo.



Catequesis: "Padre nuestro" (IV)    Venga a nosotros tu Reino

Imponente súplica, "venga a nosotros tu reino", de quienes aguardamos la salvación y la gloriosa venida de Jesucristo al final de los tiempos; petición cargada de sentido escatológico y esperanza sobrenatural; súplica de quien sabe que se necesita la salvación y el Reino porque vienen de Dios y no se identifican ni se confunden con ninguna realidad terrena ni ningún orden social o económico.

Clamamos desde la tierra "venga a nosotros tu Reino", igual que clamamos tantas veces "Maraná thá", "Ven, Señor Jesús", y estamos expectantes, como vírgenes prudentes con las lámparas encendidas y aceite en la reserva aguardando a que venga el Esposo.

Si pedimos que "venga" es que no procede de nosotros, sino de Dios, y por tanto es un Don, que cada día deseamos más y nuestro corazón crece más para poder acoger el Don. Todo es Don, nada logramos por nuestra parte y nuestros esfuerzos.

Decimos, pues, "venga a nosotros tu reino".

"n. 6. Venga tu reino. ¿A quién se lo decimos? ¿Acaso no ha de venir el reino de Dios si no lo pedimos?

Se habla del reino que llegará al fin del mundo. Dios, en efecto, siempre tiene reino, y nunca está sin reino aquel a quien sirve toda criatura.

¿Pero qué clase de reino deseas? Aquel del que está escrito en el Evangelio: Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino que os ha sido preparado desde el principio del mundo. Pensando en él decimos: Venga a nosotros tu reino.

Deseamos que venga a nosotros; deseamos ser hallados en él. Que vendrá, es un hecho; pero ¿de qué te aprovechará si te encuentra a su izquierda? Luego también aquí deseas un bien para ti y oras por ti mismo.

Esto deseas, esto anhelas al orar: vivir de tal manera que formes parte del reino de Dios que se otorgará a los santos. Por tanto, oras para vivir bien, oras en beneficio tuyo, cuando dices: Venga tu reino.

Formemos parte de tu reino: llegue también para nosotros lo que ha de llegar para tus santos y justos".

(S. Agustín, Serm. 56, 6).






Catequesis: "Padre nuestro" (V)    Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.
 
1. Para nosotros esta petición es exigente (lo dejamos todo en manos de Dios, nos ponemos a disposición de Dios). ¿Qué es, entonces, lo que le decimos a Dios en el Padrenuestro? Diariamente reconocemos a Dios volcado en su amor sobre cada uno de nosotros, reconocemos su providencia y por tanto oramos sabiendo que su voluntad siempre es buena y es lo mejor para nosotros, aunque no lo entendamos de momento y estemos ciegos. Pero “sólo Dios basta” (Sta. Teresa de Jesús), “Él sabe lo que nos hace falta” (Mt 6,7). Decir “hágase tu voluntad” es un acto radical de fe que deposita nuestra vida en manos de Dios, sin murmurar de sus planes, sin murmurar de nuestra vida o de nuestra historia, sino poniéndolo todo, aunque no lo entendamos, en sus manos y a su disposición. Ésta es la actitud de los hijos con su padre, de los hijos de Dios con su Padre, Dios, porque de Dios sólo podemos esperar lo que es bueno y bello y auténtico para nuestras vidas.

2. Cuando San Pablo tuvo la experiencia y el encuentro con Cristo Resucitado, camino de Damasco, su primera pregunta fue: “Señor, ¿qué quieres que haga?” (Hch 22,10). La actitud del verda-dero discípulo es ponerse a disposición del Señor como instrumento suyo, ofrecerse al Señor: “¿qué quieres que haga?”, ¿cuál es tu voluntad sobre mí? Ahí está el modelo perfecto de discípula cristiana que es la Virgen. ¿Qué pide Ella? ¿Qué condiciones le pone a Dios? ¿Cuál es su petición? Muy al contrario, su oración es entrega y disponibilidad: “hágase en mí según tu palabra”, “hágase lo que Tú quieras”. Señor, ¿qué quieres que haga?

Nuestro catolicismo ha trastocado muchas veces el orden de las cosas, y nos hemos quedado muy en la superficie al vivirlo. Hemos entendido nuestra relación con Dios bastante mal. Como vivimos a Dios como muy lejano y muy severo, no como Padre, acudimos a la Virgen María y a los santos estableciendo negocios o intercambios: les pedimos cosas, necesidades, y a cambio hacemos “promesas” y temiendo extrañas consecuencias si no cumplimos aquella promesa, aquel negocio, con la Virgen o algún santo. Este tipo de religiosidad nada tiene que ver con la frescura evangélica y la novedad de la experiencia pascual de la Iglesia, ni de Pentecostés, y mucho menos, con la disponibilidad de la Virgen a la voluntad de Dios, Ella, que es para nosotros, maestra de vida espiritual.

“Hágase tu voluntad”, e igual que en el cielo todo lo rige y lo ordena la sabiduría de Dios, aquí en la tierra todo se ordene según la voluntad de Dios y no según el pecado, el egoísmo o la estrechez de miras de los hombres.

El cristiano, pues, es aquél que se pone a disposición del Señor, abierto a la voluntad del Padre, que pide a Dios que le mani-fieste su voluntad y le dé fuerza y gracia para llevarla a término. “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”: la vida del católico es prepararse, con un corazón disponible, a aquello que Dios le pueda pedir y que constituye el camino de nuestra felicidad y santificación. Santa María reza: “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”, y a nosotros, la misma Virgen María no nos dice “pedid de todo”, “exigidle a Dios”, sino nos dice, como Ella lo hizo, “haced lo que Él os diga”.

3. “Mi alimento –dice Jesús- es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4). La voluntad de Dios es nuestro alimento, estamos para vivir en la voluntad de Dios y llevar a cabo su plan de salvación.

La voluntad de Dios, en primer lugar, vivir los mandamientos, la profesión de fe y el testimonio con nuestra vida, la oración y la participación en la liturgia y los sacramentos, el compartir los bienes y el desprendimiento en favor de la Iglesia y los necesitados. Éste es el primer camino de la voluntad de Dios para nosotros. Luego a cada uno se le va manifestando la voluntad de Dios en su vida: hacer tal o cual obra, vivir tal apostolado o misión, vocación matrimonial, sacerdotal o religiosa... y la voluntad de Dios se puede ir conociendo por la oración, una vida de oración seria e intensa donde Dios se comunica al alma; por la escucha de la Palabra, la lectura de las Escrituras santas, en la que el Espíritu Santo se revela al interior del creyente; se puede conocer, junto a esto, por las circunstancias y acontecimientos de la propia vida donde Dios se acerca al hombre y lo conduce; se conoce la voluntad de Dios por aquello que la Iglesia, por medio del Obispo o de tu párroco te pueda pedir o sugerir, por las mediaciones, en definitiva, que Dios usa ordinariamente, y luego acompañado y aconsejado por un sacerdote que conozca tu alma y te pueda iluminar.

Es necesario el discernimiento espiritual, el descubrir y discernir aquello que Dios quiere de ti, y que siempre será lo mejor para ti y el camino de tu santidad. Buscar la voluntad de Dios: vivir la voluntad de Dios, realizar el plan de Dios para cada uno, que es, en primer lugar, la santificación de cada uno de sus hijos, y luego su voluntad en cada circunstancia, en cada momento, para la vida personal, familiar, económica, de trabajo, etc...

4. Para terminar, resuene la enseñanza de la Tradición de la Iglesia comentando esta petición. El gran San Agustín enseñaba a los catecúmenos africanos de la Iglesia de Hipona el Padrenuestro:

“Hágase tu voluntad”. Y si tú no lo dices, ¿no hará Dios su voluntad? Haz memoria de lo que recitaste en el símbolo: “Creo en Dios Padre todopoderoso”. Si es todopoderoso, ¿a qué pedir se haga su voluntad?, ¿qué significa, por tanto, “hágase tu voluntad”?: ¡Que se haga en mí!, ¡que no resista yo a tu voluntad!... Cuando, pues, ruegas se haga “en ti”, no ruegas sino que se haga en beneficio tuyo; luego pides sea hecha “por ti”... ¿Qué significa “en el cielo y en la tierra” o “así en el cielo como en la tierra”?: los ángeles hacen tu voluntad, ¡hagámosla también nosotros! (Serm. 56,7-8).




Catequesis: "Padre nuestro" (VI)   Danos hoy nuestro pan de cada día

1. El Padrenuestro es una oración muy breve, y sin embargo, no olvida nada que afecte al hombre. El pan, lo que es necesario para nuestra vida material, está incluido. De Dios nos viene todo bien y por eso le pedimos sus bienes: tener con qué vestirnos y calzarnos, qué comer y dónde vivir... Dios, como Padre providente volcado en sus hijos, preocupado por ellos, que cuida de ellos. Así nos enseñó Cristo que nos abandonásemos a la Providencia de nuestro Padre:

“Por eso os digo... No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿No vale más la vida que el alimento y el cuerpo que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta...” (Mt 6,25-26).
¿Qué nos aporta María para conocer mejor esta petición? Ella la rezó, una vez formulada por su Hijo, sin embargo, Ella vivió con el espíritu de esta petición desde siempre. Dijo “Sí”, “aquí está la esclava”, siempre disponible, renunciando a sus propios proyectos, a sus, a lo mejor, ilusiones. No se hizo planes. Aceptó y se encarnó el Verbo. Vivió con la sorpresa del Misterio día a día. Su fe se mostraba en un absoluto abandono a los planes de la Providencia, viviendo cada día según el Padre le diseñaba. Su parto fue en una cueva oscura en Belén, luego, viviendo de fe, huyó con su hijo a Egipto, luego se estableció en Nazaret, y no pasaba nada extraordinario, más tarde la predicación pública de Jesús, la pasión, la muerte, la espera del sábado santo, la Resurrección de su Hijo. En total abandono, sin discutir los planes de la Providencia. Vivió de lo que Dios en su vida le iba marcando. No lo entendía, pero se abandonaba en Dios y meditaba en su corazón.

En esta petición, suplicamos “danos hoy”, no acumular bienes; “danos hoy”, viviendo en la pobreza evangélica de estar en manos de Dios Padre, sin poner nuestro corazón en las riquezas, el dinero y los bienes de este mundo: “Atesorad tesoros en el cielo” (Mt 6,20). Vivamos al día con sencillez y confianza; del mañana, Dios se ocupará; los que somos hijos de Dios sabemos que “Dios proveerá” (Gn 22,8a), y “ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo” (Col 3,1): el dinero (lo que la Biblia llama la concupiscencia del mundo) nos esclaviza, la fe en el amor de Dios, por el contrario, nos hace libres. Es la tentación del Maligno a Jesús: “haz que estas piedras se conviertan en pan”. El pan de cada día, ganado con el sudor del trabajo de José; el pan necesario, viviendo una vida austera. Santa María, cotidianamente, experimentaba la providencia de Dios, el pan que el Padre le proporcionaba.

2. Pero decir “danos hoy nuestro pan” va más allá. Es una profesión de fe, un acto de fe en Dios, Padre providente, y es también un situar el afán de tener y de poseer en el sitio justo: sólo lo que necesitamos “hoy”, “cada día”. Todo lo material lo ponemos en las manos amorosas de Dios que cuida de nosotros.

Recordemos también otro pasaje evangélico: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo” (Jn 6,51). ¿Quién sino Cristo Jesús es el Pan vivo? “Yo soy el pan de la vida” (Jn 6,48). ¿Quién sino Cristo Jesús es nuestra vida, y transforma el pan en su Cuerpo glorificado? “Mi carne es verdadera comida” (Jn 6,55). ¿Quién sino Cristo Jesús se ofrece como verdadera comida, más que los alimentos que comemos en casa?

“Danos hoy nuestro pan de cada día”: estamos pidiendo a nuestro Padre el don de la Eucaristía, del Cuerpo de Cristo: ése es el verdadero manjar, el verdadero alimento, pan de inmortalidad, de vida eterna y resurrección.

¡Que no nos falte el Pan de la vida! ¡Que no nos falte la Eucaristía! ¿Qué seríamos sin poder nutrirnos del Cuerpo de Cristo? ¿Qué sería de nosotros si no comiésemos la carne de Cristo, la comunión con su Cuerpo? Más aún, ¿qué sería de nuestra vida si no tuviésemos a Cristo? ¿Qué sentido tendría nuestra vida sin Jesucristo? ¿Adónde iríamos?

Es una petición seria y radical: que no nos falte el pan de la Eucaristía, celebrada en la Misa, o adorada en la exposición. Que nunca nos falte Cristo, que siempre venga a nuestra vida: “Sin él no podemos nada” (cf. Jn 15,5).

3. Así entendió la Iglesia la riqueza de esta petición, por ejemplo, S. Ambrosio de Milán, que dará una preciosa catequesis sobre la Eucaristía:

“Si, pues, el pan es cotidiano, ¿por qué piensas recibirlo de año en año...? ¡Recibe “cada día” lo que cada día te beneficia! ¡Vive de tal modo que merezcas recibirlo cotidianamente! El que no merece recibirlo cotidianamente, no merece recibirlo cada año. Así como el santo Job ofrecía diariamente sacrificios por sus hijos, por temor que hubieran pecado de corazón o de palabra, tú, sabiendo que cada vez que se ofrece el verdadero sacrificio se anuncia la muerte del Señor, la resurrección del Señor, la ascensión del Señor y la remisión de los pecados, ¿no recibirás cada día “este pan de vida”?” (De Sacramentis, V 4,25).

 



Catequesis: "Padre nuestro" (VII) Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.

1. Cristo incluyó en la plegaria lo que es nuclear y propio del cristianismo: el perdón. El perdón demuestra un corazón grande, la riqueza de una persona, su libertad, los sentimientos nobles y puros. Pues bien, el primero en perdonarnos ha sido Dios nuestro Padre, nos ha reconciliado con Él. Dios ha dado su perdón al hombre “entregando a su único Hijo” (Jn 3), que nacerá por nosotros, que muere en la cruz por nuestros pecados y resucita abriéndonos las puertas del cielo. “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva” (cf. Ez 33,10). Al que reconoce su pecado, y se arrepiente y vuelve al Señor confesando sus pecados, Dios lo recibe y lo perdona.

Recordemos que dice la Escritura: “Bautizaos y se os perdonarán los pecados” (cf. Hch 2,38): el Bautismo perdona los pecados; en la Eucaristía suplicamos al iniciarla que “Dios tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados” y siempre el mismo Cristo, por boca del sacerdote, pronuncia las palabras sobre el cáliz diciendo: “Sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados”. Y el mismo Cristo entrega a la Iglesia un sacramento para el perdón de los pecados, el sacramento de la Penitencia, de la Reconciliación, donde se da gratis el perdón y la misericordia a aquél que arrepentido confiesa sus pecados y el sacerdote, imponiendo las manos sobre la cabeza del penitente, le regalará el perdón de Dios.

Todo es gracia y misericordia; todo es perdonado por Dios, si alguien vuelve a Él. Dios ES MISERICORDIA, y María es colaboradora en la obra de la Redención, intercede por nosotros, es refugio de pecadores.

2. Si Dios ha perdonado tan generosamente al hombre, si Dios le ha perdonado, el modo de vivir y ser cristianos, es perdonar. ¿Quiénes somos nosotros para negar el perdón, y un perdón de corazón a aquél que nos ofende, o nos injuria, o nos traiciona, o nos rechaza? El perdón que un hermano ofrece a otro hermano brota de esa experiencia de la cruz y del perdón de Dios providente, Padre amoroso.

“¿Cuántas veces?” Es la pregunta del corazón frío, calculador, egoísta. “¿Esto es obligatorio? ¿Cuándo sí y cuándo no?” El amor no pregunta esas cosas: siempre está disponible y receptivo; el perdón al otro no se mide ni se contabiliza: se otorga, se da, se regala, sin llevar cuentas de nada. Cuando uno vive en el perdón de Dios, ¿cómo puede negar ese perdón al hermano?

Recordemos la enseñanza de Cristo sobre lo que es el núcleo de la moral evangélica, del vivir como cristianos; dice el Señor:

“Habéis oído que se os dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pues yo os digo: no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto...
Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos?” (Mt 5,38-46).

No retengamos a nadie el perdón que nosotros recibimos de Dios. Más bien, miremos al Crucificado, que perdonó en la cruz a sus enemigos y perdonemos, porque Dios nos perdonará si perdonamos, es la única condición que Dios nos ha puesto.

3. Diariamente tenemos faltas y debilidades, pecados y miserias; no somos justos ni santos ni plenamente perfectos, en nosotros hay gracia y pecado; hay debilidades y avances en la virtud. Si diariamente tenemos debilidades y miserias y pecados leves, diariamente hemos de rezar el Padrenuestro pidiendo el perdón de nuestro Padre.



Catequesis: "Padre nuestro" (VIII)   No nos dejes caer en la tentación.

1. La vida del cristiano es un combate, una lucha, y sólo los esforzados (que dice el Evangelio, Mt 11,12), los que se arriesguen, ganarán. Hay que correr hasta la meta para ganar la corona prometida. Por eso dirá S. Pablo: “un atleta se impone toda clase de privaciones” (1Cor 9,24), es decir, sabe cuál es su objetivo y su meta, y no le importa renunciar a muchas cosas con tal de estar preparado para la competición. Nosotros también: tenemos una meta, la vida eterna. Vale la pena imponernos muchas privaciones con tal de correr y llegar a la meta. Las tentaciones son todas aquellas cosas, pensamientos, deseos, que nos restan fuerza y pueden hacernos caer y salirnos de esta carrera, quedar descalificados.

El cristiano vive su vida como combate: luchar contra aquello que resulte obstáculo para vivir la vida de los hijos de Dios. Somos tentados de muchas formas: en primer lugar nuestra carne, nuestra debilidad, nuestro ser herido por el pecado original; la comodidad es una tentación, la medianía, la tibieza, en entregarnos a la vida cristiana; también el egoísmo, que nos hace buscarnos a nosotros mismos, buscar nuestra propia gloria, nuestro protagonismo. El mundo nos tienta, diciendo que hay que creer en el Evangelio, pero “no ser exagerados”, “no hay que pasarse”; el demonio también, muy sutilmente, llevándonos a pereza, a desconfianza, a desesperarnos, a no creer en el amor de Dios y hacernos pensar que no tenemos remedio, que no podemos ser santos... ¡Son tantas las tentaciones! Y es verdad, bien entendido, que los tres enemigos del alma son: mundo, demonio y carne.


2. Dios no tienta a nadie; Dios a nadie seduce para que caiga en el pecado. Sí es verdad que Dios permite las tentaciones, y las permite porque se pueden convertir en una gracia especial de Dios para nosotros, para que salgamos robustecidos, fortalecidos, o para que superemos algo de una vez para siempre, o para que crezcamos en humildad. Las tentaciones nos ponen en nuestra realidad, nos descubren lo que somos, nuestros puntos débiles... ¡Y Dios saca bienes para nosotros!

3. ¿Qué hacer frente a las tentaciones? Dice el Señor en su agonía de Getsemaní: “Velad y orad para no caer en la tentación” (Mt 26,41). La vigilancia para no caer, para que no nos dejemos engañar y las tentaciones no echen raíces en el corazón tirando de nosotros hacia el pecado; y la oración, constante, diaria (María todo lo meditaba en su corazón), que descubre lo que es tentación para nosotros, y nos comunica la gracia de Dios que nos fortalece frente a las tentaciones. “Velad y orad”.

Cuanto más cerca está el alma católica de Dios, más tentaciones tiene que afrontar, en primer lugar, porque el alma es más sensible a las “cosas de Dios” y tiene un mayor gusto y sabor de Dios, y en segundo lugar, porque el Maligno, al ver a alguien cerca de Dios se echa a temblar porque sabe que ese cristiano va a convertirse en un sincero apóstol de la fe católica, en un testigo. Querrá derribarlo como sea, que se canse en el combate, y las tentaciones serán muchas y cada vez más refinadas: no olvidemos que el Maligno para atacarnos se disfraza, incluso, de “ángel de luz” dice S. Pablo (2Cor 11,14), engañándonos, tentaciones bajo capa de bien, que luego, si uno no sabe discernir, cae con facilidad. Y el Maligno nos engaña y hay que descubrirlo, reorientando el corazón al Señor y ordenando la propia vida constantemente.
“No nos dejes caer en la tentación”, pedimos a Dios nuestro Padre; que Dios nos dé su gracia para distinguir las tentaciones y saber afrontarlas, y luchar, no jugar con las tentaciones sino cortarlas de raíz.

 



Catequesis: "Padre nuestro" (IX)    Y líbranos del mal.

“Y líbranos del mal”, que quiere decir, líbranos del Maligno, del demonio. El Maligno es el príncipe y padre de la mentira (Jn 8,44), miente, engaña, se opone a Cristo, lo rechaza porque Jesucristo es la Verdad; quiere separarnos (diablo, en griego, es separar) del Amor de Dios; nos engaña diciéndonos que Dios no nos ama, que cómo permite tales cosas en tu vida... Mentiras tras mentiras, engaños, para que dudes de Dios, para que murmures y reniegues de Jesucristo. ¡No te lo creas! La Virgen María, creyó, incluso en la oscuridad de la fe; por el Amor de Dios en su vida, rechazó toda tentación, el Maligno no pudo tocarla.

“Aleja las insidias del enemigo” dice la liturgia. Aleja de nosotros tanto engaño, tanta falsedad, del Maligno, que es el Soberbio, el que quiso ser como Dios y envidió al hombre, la criatura más amada por Dios Creador. El demonio es un ángel, pero un ángel que se rebeló contra Dios, lleno de odio y de muerte, y quiere llevarnos a la muerte, meter el odio en nuestro corazón. No lo vemos, incluso muchos no creen que exista el Maligno, pero está ahí, en el mundo, sembrando odios, rencillas, discordias, guerras, desánimos, desconfianzas, envidias...

“Este capítulo sobre el demonio y sobre el influjo que puede ejercer lo mismo en cada persona que en comunidades y sociedades enteras, o en los acontecimientos, sería un capítulo muy importante de la doctrina católica que habría que estudiar de nuevo, mientras hoy se estudia poco. Algunos piensan que van a encontrar en los estudios psicoanalíticos y psiquiátricos o en experiencias espiritísticas, hoy por desgracia tan difundidas en algunos países, una compensación suficiente. Se teme recaer en viejas teorías maniqueas, o en terribles divagaciones fantásticas o supersticiosas. Hoy se prefiere mostrarse fuertes y sin prejuicios, adoptar una actitud positivista, aunque después se den crédito a tantas gratuitas ideas supersticiosas, mágicas o populares, o, aún peor, se abra la propia alma -¡la propia alma bautizada, visitada tantas veces por la presencia eucarística y habitada por el Espíritu Santo!- a las experiencias licenciosas de los sentidos, a aquellas deletéreas de los estupefacientes o también a las seducciones Ideológicas de los errores de moda, fisuras éstas a través de las cuales el maligno puede fácilmente penetrar y alterar la mentalidad humana.
No es que todo pecado se deba directamente a la acción diabólica; (cf. S. Th. 1,104,3) pero sin embargo, es cierto que quien no vigila sobre sí mismo con cierto rigor moral (cf. Mt. 12,45; Et. 6,11), se expone al influjo del mysterium iniquitatis al que Pablo se refiere (2Tes 2,3-12) y que hace problemática la posibilidad de nuestra salvación...

¿Qué defensa, qué remedio oponer a la acción del demonio?: la respuesta es más fácil de formular, aunque sea difícil de poner en práctica. Podríamos decir: todo lo que nos defiende del pecado nos separa, por ello mismo, del enemigo Invisible. La gracia es la defensa decisiva La inocencia asume un aspecto de fortaleza. Y todos recordamos además en qué gran medida la pedagogía apostólica ha simbolizado en la armadura de un soldado las virtudes que pueden hacer invulnerable al cristiano (cf. Rm13,12; Ef 6, 11,14-17: 1Tes 5,8). El cristiano debe ser militante; debe vigilar y ser fuerte (1Pe 5,8); y a veces debe recurrir a algún ejercicio ascético especial para alejar determinadas incursiones diabólicas; Jesús nos lo enseña indicando como remedio "la oración y el ayuno" (Mc. 9,29). Y el Apóstol sugiere la línea maestra a seguir: "No te dejes vencer del mal, antes vence al mal con el bien” (Rm 12,21; Mt 13,29).

Con conciencia, pues, de las adversidades presentes en las que se encuentran hoy las almas, la Iglesia, el mundo, nosotros intentaremos dar sentido y eficacia a la acostumbrada invocación de nuestra principal oración: "¡Padre nuestro... líbranos del mal!” (Pablo VI, Audiencia general, 15-noviembre-1972).

"Líbranos del mal". Aparta de nosotros a Satanás, aparta al Acusador.


[_Principal_]     [_Aborto_]     [_Adopte_a_un_Seminarista_]     [_La Biblia_]     [_Biblioteca_]    [_Blog siempre actual_]     [_Castidad_]     [_Catequesis_]     [_Consultas_]     [_De Regreso_a_Casa_]     [_Domingos_]      [_Espiritualidad_]     [_Flash videos_]    [_Filosofía_]     [_Gráficos_Fotos_]      [_Canto Gregoriano_]     [_Homosexuales_]     [_Humor_]     [_Intercesión_]     [_Islam_]     [_Jóvenes_]     [_Lecturas _Domingos_Fiestas_]     [_Lecturas_Semanales_Tiempo_Ordinario_]     [_Lecturas_Semanales_Adv_Cuar_Pascua_]     [_Mapa_]     [_Liturgia_]     [_María nuestra Madre_]     [_Matrimonio_y_Familia_]     [_La_Santa_Misa_]     [_La_Misa_en_62_historietas_]     [_Misión_Evangelización_]     [_MSC_Misioneros del Sagrado Corazón_]     [_Neocatecumenado_]     [_Novedades_en_nuestro_Sitio_]     [_Persecuciones_]     [_Pornografía_]     [_Reparos_]    [_Gritos de PowerPoint_]     [_Sacerdocip_]     [_Los Santos de Dios_]     [_Las Sectas_]     [_Teología_]     [_Testimonios_]     [_TV_y_Medios_de_Comunicación_]     [_Textos_]     [_Vida_Religiosa_]     [_Vocación_cristiana_]     [_Videos_]     [_Glaube_deutsch_]      [_Ayúdenos_a_los_MSC_]      [_Faith_English_]     [_Utilidades_]