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LA PALABRA EN EL SACRAMENTO: A. von Speyr (Introducción)

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Jn 1,9. Era la luz verdadera, que viniendo al mundo ilumina a todo hombre.

La luz de la palabra, que viene al mundo no sólo para brillar en las tinieblas generales, sino para tocar e iluminar a cada hombre, a la persona siempre única, no alcanza a este ser único de otro modo que en la forma de los SACRAMENTOS. Si el contenido esencial de la gracia participada consiste en la fe, el amor y la esperanza, este contenido se vierte en la forma de los sacramentos y por éstos es diferenciado y configurado en una gracia eclesial. Fe, amor y esperanza son como una corriente sin límites ni márgenes que emana de Dios y regresa a Dios. Son la vida y la luz una e informe de la gracia. Ahora bien, Dios mismo es trinitario y como tal es vida conformada. Es un Dios del orden también en el amor, por eso Dios regala la vida y luz de su palabra en una forma. Esta forma de vida configurada es la Iglesia, en tanto ella contiene y dispensa en un orden las fuentes de la vida y de la luz: los sacramentos.

De ningún modo esta forma viene a la vida sólo posterior y secundariamente. Pues nunca el amor a un tú permanece escondido en la esfera privada del yo. Tan pronto existe el amor, concierne y toca tanto al yo como al tú. En virtud del amor mismo, de su querer regalarse, el tú conquista en el amor una ‹pretensión›, un derecho a intervenir y tomar parte: en el espíritu, en la inteligencia, en el poder, en la sexualidad, en la vida y en las solicitudes del amado.

Así, tampoco el amor del hombre a Dios puede permanecer el quehacer privado del individuo. En la fe, el amor, la esperanza, el individuo le da a Dios precisamente un derecho a disponer e intervenir en su existencia y en su vida. Tan sólo del amor, de la mera aserción del amor, no puede vivir el amado. La soledad de ese amor debe abrirse y entregarse de un modo real: convertirse en regalo. Los sacramentos de Dios son la objetivación del amor, en la que el amor escapa al peligro de agotarse en la esfera privada subjetiva. Por eso, Dios quiere que el amor entre Él y los hombres lleve este sello. Los sacramentos son la demostración sensible de la realidad de la vida de la gracia: del amor de Dios a nosotros y de nuestro amor a Él. Le dan al amor su salud verdadera, en la que, por cierto, el amor debe conservar su sed, que no es sed de acrecentar su yo (esto conduciría a una actitud encogida y apocada en sí mismo), sino de pertenecer siempre más a Dios. La auténtica vitalidad, el manar claro, cándido, en cierto modo ingenuo del amor acontece en los sacramentos, pues aquí el amor recibe su alimento, aquí vive y late el intercambio, la circulación, la comunidad. Los sacramentos son la forma y el terruño del amor.

Finalmente, la forma sacramental de la gracia también deja ver que está ordenada a los pecadores. El pecado consume la vida de fe, amor y esperanza. Desde una perspectiva humana, el pecado parece anular primero el amor, luego la fe y, finalmente, la esperanza. Pero visto a partir de Dios, lo primero que se pierde es la esperanza. Ésta es lo primero que Dios quita al pecador, como lo más profundo. Y el hombre no nota la carencia, continúa viviendo en una esperanza vacía, que ya no es tal, sino una especie de cáscara vacía. Piensa que el pecado únicamente le ha obstruido la vista, mientras en el fondo todo queda intacto; se imagina que cuando vuelva a necesitarla simplemente necesitará retomar la esperanza dejada. Pero, visto desde Dios, precisamente la esperanza no se deja reducir fríamente al silencio.

Los sacramentos actúan contra esta destrucción de la vida provocada por el pecado. En la vida pura, que se mueve como un vínculo eterno desde Dios a los hombres y de nuevo hacia Dios, los sacramentos introducen marcas, principios, puntos de partida. Forman determinadas posiciones por donde la gracia puede penetrar, en las que el hombre puede mantenerse firme en medio de la confusión del pecado. Le dan al pecador un sostén palpable, son el espaldar en el que puede apoyarse y volver a enderezarse. Si no existiese el pecado o si sólo existiese el pecado, tampoco existirían los sacramentos. Ellos son la ayuda para pasar desde el extravío del mundo a la vida de Dios.

Pero, si bien los sacramentos configuran y particularizan la vida infinita y así parecen limitarla y encausarla, sin embargo ellos contienen la gracia en la forma de un recipiente desbordante. Tan lejos están de ser una dosificación limitada de la gracia que, por el contrario, rompen –cada uno a su modo– todo límite y barrera permanece siempre infinitamente más grande que toda capacidad y toda expectativa por comprenderla. Además, siendo dispensados, los sacramentos se hacen más ricos. Cuanto más son distribuidos, tanto más pleno deviene el recipiente de gracias del cual fluyen. Cuanta más gracia corre a través de ellos, tanta más gracia está disponible para seguir fluyendo. Pues, cuanta más gracia Dios puede dispensar, tanto más se revela su generosidad. ¡El amor crece por el amor! Y además, cada gracia dispensada por Dios y recibida por el hombre –aun muy débilmente recibida– deviene fecunda en el hombre y, así, deviene un crecimiento de la gracia misma. Pues la gracia que actúa en nosotros, como también lo que ella obra, no nos pertenece a nosotros sino a Dios. Así la gracia se acrecienta a sí misma, es lo más fecundo que existe. Es lo creativo por excelencia en Dios, lo que creó el mundo real de la nada. La paradoja de los sacramentos es que son, al mismo tiempo, gracia conformada, por tanto gracia particular, diferenciada, y sin embargo en cuanto gracia no conocen ningún tipo de límite, por el contrario regalan una gracia siempre desbordante, siempre más rica. el hombre y del mundo. Pues, en primer lugar, todos ellos contienen la gracia de tal modo que es y

Esto, finalmente, se muestra en que cada gracia sacramental supera infinitamente el momento de su recepción, repercutiendo activamente a lo largo de la vida del que la recibe, eventualmente aun más allá de su vida en la vida de sus hijos y en la de los hijos de sus hijos, o entre los hombres con los que estuvo en contacto. Este desborde sobreabundante también provoca que las diversas gracias sacramentales se incluyan, se predispongan e incrementen mutuamente y, así, sin abandonar su particularidad sacramental, confluyan en una vida católica sacramental infinita.

Esta paradoja muestra que los sacramentos mismos son amor. Pues el amor es siempre al mismo tiempo concreto, determinado, particular e infinitamente desbordante. Esto vale de todo amor, ya del erótico que en la procreación demuestra su fecundidad, y aún más del caritativo que por su cuidado y bondad despierta nuevas ayudas y nuevas bondades. En esta esencia del amor participan todos los sacramentos. Ellos son la luz del amor en el mundo visible y sensible. Y esta unidad de particularidad y exceso desbordante se hace visible en cada uno de ellos.

La Palabra se hace Carne, p. 104s

 

 

 

 

 











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