Amor y Libertad
«Tenemos miedo. Miedo de que, al cambiar, al abrir el corazón al misterio
más grande, al amor de Jesucristo, eso pueda implicar perder nuestra
libertad. Yo probé... Siguiendo a Jesucristo nos convertimos en seres más
libres. La vida se transforma en otra más bonita y más completa». Así acaba
de expresarse, en una entrevista, la princesa romana Alexandra Borghese, que
cuenta su conversión en su libro Con ojos nuevos. Al abrazar la fe católica,
no ha podido por menos que proclamar a los cuatro vientos su experiencia de
libertad. Le preguntan: «¿Se puede ser libre en la Iglesia?» La respuesta le
sale inmediata: «¡Nosotros somos los más libres de todos!»
No depende esta libertad de las circunstancias del mundo, que aparece
dominado hoy, como hace veinte siglos, por el misterio del mal, también en
la Europa –y España no es excepción, ¡hoy, tristemente, menos que nunca!–
que ha conocido hasta qué punto sólo el cristianismo es fuente de libertad.
Más bien, al contrario, es esta libertad la única que ha podido cambiar, y
sigue y seguirá cambiando, el mundo. ¿No es esto, justamente, lo que
celebramos en la Semana Santa? «Si me seguís –les dijo Jesús, según relata
el evangelista san Juan, a los judíos que habían creído en Él–, seréis
verdaderamente discípulos míos, y conoceréis la verdad, y la verdad os hará
libres». Sin embargo, en lugar de seguirle, decidieron acabar con Él. Hasta
ese momento, lo escuchaban con agrado, porque decía cosas hermosas; ahora
pedía demasiado y, paradójicamente, al no dárselo, se quedaron sin nada.
Atados a sí mismos, perdían la libertad.
«Los hombres que gritan y piden la muerte de Jesús –escribía el cardenal
Ratzinger en el Vía Crucis del Papa del año pasado que ofrecemos en estas
páginas– no son monstruos de maldad. Muchos de ellos, el día de Pentecostés,
sentirán el corazón compungido... Pero en aquel momento están sometidos a la
influencia de la muchedumbre». Apartados de Jesús, efectivamente, no pueden
ser libres, y la opresión del mal crece como plaga imparable; «la justicia
–añadía el cardenal Ratzinger en su meditación– es pisoteada por la
bellaquería, por la pusilanimidad, por el miedo a la prepotencia de la
mentalidad dominante». No hacen falta monstruos de maldad, «la indecisión,
el respeto humano dan fuerza al mal». Sucedió entonces, y no puede ser más
evidente que sigue sucediendo hoy. Es preciso abrir bien los ojos a la
realidad, y entender la apremiante actualidad de la advertencia de Jesús,
camino del Calvario, a las mujeres de Jerusalén: «No lloréis por mí –¡si soy
vuestra salvación!–; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos». Así
lo comentaba el cardenal Ratzinger: «A pesar de todas nuestras palabras de
preocupación por el mal y por los sufrimientos de los inocentes, ¿no estamos
tal vez demasiado inclinados a dar escasa importancia al misterio del mal?»
A los jóvenes que llenaban el pasado Domingo de Ramos la Plaza de San Pedro,
el Papa les advertía de esta profundidad del mal, de la que sólo nos salva
Quien nos hace verdaderamente libres, desde la raíz. Esta libertad interior
–les decía– «supone haber superado la corrupción y la avaricia, que hoy
devastan el mundo». A este mundo dominado por el misterio del mal sólo podía
vencerle el que es más fuerte, Jesucristo. Y lo hizo dando su Vida, porque,
«el que pretenda guardarla, la perderá. Con estas palabras –dice en su
encíclica Dios es amor, retomando la imagen del grano de trigo con la que,
precisamente, iniciaba sus meditaciones del Vía Crucis del pasado año, el ya
hoy Benedicto XVI–, Jesús describe su propio itinerario, que a través de la
cruz lo lleva a la resurrección: el camino del grano de trigo que cae en
tierra y muere, dando así fruto abundante». No hay otro Camino que éste que
nos ha abierto Jesús, más aún, que es –según sus propias palabras– Él mismo.
Quien no se empeñe en cerrar los ojos a la realidad, comprenderá que esa
entrega sin medida de Cristo que estamos viviendo estos días de la Semana
Santa no son meras consideraciones para la vida interior. Está en juego la
Vida entera, con mayúscula, y su nombre es amor y libertad. «Si la medida de
Dios es la sobreabundancia –escribía el cardenal Ratzinger para la última
estación del Vía Crucis–, también para nosotros nada debe ser demasiado para
Dios». No son, ciertamente, monstruos de maldad los que ponen en peligro la
vida y la libertad. Somos cada uno de nosotros cuando limitamos, por mínimo
que sea el recorte, la entrega total a Quien totalmente se nos da. «Amor,
con amor se paga», dice nuestra rica lengua castellana, preñada sin duda de
cristianismo. Y así lo dice también, ya en la misma introducción de su
primera encíclica, Benedicto XVI: «Mi deseo es suscitar en el mundo un
renovado dinamismo de compromiso en la respuesta humana al amor divino». Sin
este amor, ciertamente, no hay libertad posible. (cortesía A&O 494)