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Santo Cura de Ars: Sermón sobre  LA VIRTUD VERDADERA Y FALSA


Santo Cura de Ars: Sermón sobre la verdadera y falsa virtud

 

 A fructibus eorum cognoscetis eos.
Por sus frutos los conoceréis.
         (S. Mal., VII, 16.)

 

Jesucristo no podía darnos señales más claras y seguras para conocer a los buenos cristianos y distinguirlos de los malos, que indicándonos la manera de conocerlos, a saber, juzgarlos por sus obras, y no por sus palabras. «El árbol bueno, nos dice, no puede llevar frutos malos, así cómo un árbol malo no los puede llevar buenos» (Matth., VII, 18.). Un cristiano que sólo tenga una falsa devoción, una virtud afectada y meramente exterior, a pesar de todas sus precauciones para disfrazarse, no habrá de tardar en dar a conocer los desórdenes de su corazón, ya por las palabras, ya por las obras. Nada más común, que esa virtud aparente, que conocemos con el nombre de hipocresía. Pero no más deplorable es que casi nadie quiere reconocerla. ¿Tendremos que dejar a esos infelices en un estado tan deplorable que los precipite irremisiblemente al infierno?. No, intentemos a lo menos hacer que se den cuenta, en alguna manera, de su situación. Pero, ¡Dios mío! ¿Quién querrá reconocerse culpable?. ¡Ay!, ¡casi nadie!, servirá, pues, este sermón para confirmarlos más y más en su ceguera?. A pesar de todo, quiero hablaros cual si mis palabras os hubiesen de aprovechar.

Para daros a conocer el infeliz estado de esos pobres cristianos, que tal vez se condenan haciendo el bien, por no acertar en la manera de hacerlo, voy a mostraros: 1.° Cuales son las condiciones de !a verdadera virtud ; 2.° Cuales son los defectos de la virtud aparente. Escuchad con atención esta plática, ya que ella puede serviros mucho en todo lo que hagáis para servir a Dios.

Si me preguntáis por que hay tan pocos cristianos que obren con la intención exclusiva de agradar a Dios, ved la razón de ello. Es porque la mayor parte de los cristianos se hallan sumidos en la más espantosa ignorancia, lo cual hace que todo su obrar sea meramente humano. De manera que, si comparaseis sus intenciones con las de los paganos, ninguna diferencia encontraríais. ¡Dios mío!, ¡cuántas buenas obras se pierden para el cielo!. Otros, que ya cuentan con mayores luces, no buscan más que la estima de los hombres, procurando disfrazar todo lo posible su estado espiritual: su exterior parece excelente, al paso que «su interior esta lleno de inmundicia y de doblez» (Matth., XXIII,27-28.). En el día del juicio veremos cómo la religión de la mayor parte de los cristianos no fue más que una religión de capricho o de rutina, es decir, dominada por la humana inclinación, y que fueron muy pocos los que en sus actos buscaron únicamente a Dios.

Ante todo, hemos de advertir que un cristiano que quiera trabajar con sinceridad para su salvación, no debe contentarse con practicar buenas obras; debe saber además por que las hace, y la manera de practicarlas.

En segundo lugar, hay que tener presente que no basta parecer virtuoso a los ojos del mundo, sino que debemos tener la virtud en el corazón. Si me preguntáis ahora, cómo podremos conocer la verdadera virtud, cómo estaremos ciertos de que ella nos habrá de llevar al cielo, Aquí vais a verlo: atended bien, grabad en vuestro corazón estas enseñanzas, para que así podáis conocer el mérito y la bondad de cada una de vuestras acciones.

Para que una obra sea agradable a Dios, debe reunir tres condiciones: primera, que sea interior y perfecta; segunda, debe ser humilde y sin atender a la propia estimación; tercera, debe ser constante y perseverante. Si en todos vuestros actos halláis estas tres condiciones, tened la seguridad de que trabajáis para el cielo.

I.-Hemos dicho que debe ser interior no basta con que aparezca al exterior. Es preciso que radique en el corazón, y que únicamente la caridad sea su principio y su alma, pues nos dice San Gregorio que todo cuanto pide Dios de nosotros ha de tener por fundamento el amor que le debemos. Nuestro exterior, pues, no debe ser más que un instrumento para manifestar lo que pasa en nuestro interior. Así, pues, siempre que nuestros actos no reconocen por origen un movimiento del corazón, obramos hipócritamente a los ojos de Dios.

Al mismo tiempo decimos que la virtud ha de ser perfecta: o sea, que no hay bastante con aficionarnos a la práctica de algunas virtudes porque se avienen con nuestras inclinaciones; debemos practicarlas todas, es decir, todas las compatibles con nuestro estado. Nos dice San Pablo que, para nuestra santificación, debemos hacer abundante provisión de toda clase de buenas obras. Según esto, veremos que hay muchas personas que se engañan en la práctica del bien, y van derechos al infierno. Son muchos los que ponen toda su confianza en alguna virtud, la cual practican porque su inclinación los lleva a ello; por ejemplo : una madre vivirá muy confiada porque reparte algunas limosnas, practica con asiduidad sus oraciones, frecuenta los sacramentos, y hasta lee libros piadosos; pero ella misma ve sin inquietarse cómo sus hijos van dejando las practicas de piedad y se apartan de los sacramentos. Sus hijos no cumplen con la Pascua; más su madre les permite concurrir a veces a lugares de placer, a bailes, a bodas, a reuniones mundanas; le gusta que sus hijas figuren en sociedad, pues cree que, si no frecuentan esos sitios mundanos, pasaran inadvertidas y no tendrán ocasión de colocarse ventajosamente. No hay duda que así pasarían más inadvertidas, pero para los libertinos; no tendrían ocasión de establecerse con aquellos que después las van a maltratar cual viles esclavas. Mas lo que preocupa a esa madre es verlas bien acomodadas, verlas en compañía de jóvenes de posición. Y con esto y algunas oraciones y buenas obras que práctica, la infeliz se figura andar por el camino del cielo. Pobre madre, sois una ciega, una hipócrita; no poseéis más que una apariencia de virtud. Andáis confiada porque practicáis la visita al Santísimo Sacramento: no hay duda que es ello una obra buena; pero vuestra hija está en el baile, vuestra hija se deja ver en el café en compañía de gente libertina, de cuyas bocas salen con frecuencia las más inmundas torpezas; vuestra hija, por la noche, está donde no debiera estar. Vamos, madre ciega y reprobada, salir de aquí, dejad vuestras oraciones; ¿ no veis que vuestra conducta se asemeja a la de los judíos, quienes doblaban la rodilla ante Jesús, sólo para simular que le adoraban?. ¡Venís a adorar al buen Dios, mientras vuestros hijos están a punto de crucificarle!. ¡Pobre ciega!, no sabéis ni lo que decís, ni lo que hacéis; vuestra oración no es más que una injuria inferida a Dios Nuestro Señor. Comenzad saliendo en busca de vuestra hija que está perdiendo su alma; después podréis venir aquí para implorar de Dios vuestra conversión.

Un padre cree hacer bastante manteniendo el orden dentro de su casa, no quiere oír juramentos ni palabras torpes: esto está muy bien; pero no tiene escrúpulo en dejar que sus hijos frecuenten las casas de juego, las ferias, fiestas y lugares de placer. Este mismo padre permite que sus obreros trabajen en domingo, bajo cualquier pretexto, tal vez solamente para no contrariar a sus colonos o jornaleros. Sin embargo, le veréis en el templo, adorando al Señor con gran devoción, sin distraerse, tal vez postrado humildemente ante la divina presencia. Dime, amigo, ¿con qué ojos piensas mirará Dios a tales personas?. Vamos, hijo mío, estás ciego; vete a instruirte acerca de tus deberes, y después podrás venir a ofrecer a Dios tus oraciones. ¿No ves cómo tu papel es semejante al de Pilatos, que reconocía a Jesús y, con todo, le condenó?. Veréis a esotro muy caritativo, repartiendo muchas limosnas, conmovido por las miserias del prójimo: muy buenas obras son esas; pero deja que sus hijos crezcan en la mayor ignorancia, tal vez sin saber lo más esencial para salvarse. Vamos, amigo mío, sois un ciego; vuestras limosnas y vuestra conmiseración os llevan, a grandes pasos, al infierno. El de más allá posee las mejores cualidades, está dispuesto a servir a todo el mundo; pero no puede sufrir ni a su mujer, ni a sus hijos, a quienes llena de injurias y tal vez de malos tratos. Vamos, amigo, nada vale vuestra religión. Otro se creerá muy bueno, porque no blasfema, ni roba, ni se deja dominar por la impureza; pero no se inquieta ni hace el más mínimo esfuerzo por corregir aquellos pensamientos de odio, de venganza, de envidia, de celos, que le asaltan todos los días. Vuestra religión, amigo mío, no puede dejar de perderos. Veremos a otros, aficionados a toda suerte de prácticas de piedad, los cuales se hacen grande escrúpulo de omitir ciertas oraciones que acostumbran rezar; se creerán perdidos si no pueden comulgar en determinados días en que tienen costumbre de hacerlo; pero los tales se impacientaran, murmuraran a la menor contrariedad; una palabra que no habrá sido de su gusto les hará sentir aversión por el que la pronunció; miran a su prójimo con malos ojos, no le guardan las consideraciones debidas, siempre se creen injustamente tratados por sus vecinos. Vamos, pobres hipócritas, id a convertiros; después podréis recurrir a los sacramentos, ya que en vuestro estado, sin daros cuenta, no hacéis más que profanarlos con vuestra mal entendida devoción.

Muy laudable es que un padre reprenda a sus hijos cuando ofenden a Dios; pero ¿será digno de alabanza el que no enmiende en sí mismo los defectos de que reprende a sus hijos? No, indudablemente: ¡ese padre tiene una religión falsa, la cual le mantiene en la más miserable ceguera!. Digno de alabanza es el dueño que reprende los vicios de sus criados; pero ¿podremos alabarle cuando le oímos a el mismo jurar y blasfemar porque las cosas no le salen cómo quisiera? No, este es un hombre que nunca ha conocido la religión ni los deberes que ella impone. Veremos a otro, con gesto de varón prudente e instruido, reprender los defectos que nota en su vecino; pero, ¿qué vamos a pensar de él al verle cargado de otros tantos o muchos más?. «¿Cómo se explica tal comportamiento, nos dice San Agustín, si no es por ser él un hipócrita, que no conoce la religión?». Vamos, amigo; eres un fariseo, tus virtudes son falsas virtudes; todo cuando haces, y que a ti te parece bueno, no sirve más que para engañarte. A ese joven, le veremos asistir asiduamente a los oficios y hasta frecuentar los sacramentos; pero ¿no le vemos también concurriendo a las tabernas y casas de juego?. Aquella joven no faltará de cuando en cuando a la Sagrada Mesa; pero tampoco faltara en los salones de baile, y en las reuniones donde jamás debería entrar un cristiano. Anda, pobre hipócrita, anda, fantasma de cristiano, día vendrá en que veras que sólo has trabajado para tu perdición. El cristiano que desea de veras salvarse, no se contenta con guardar un sólo mandamiento o con cumplir un determinado número de obligaciones, sino que observa fielmente todos los mandamientos de la ley de Dios, y cumple además con todas las obligaciones de su estado.

II.-Hemos dicho, en segundo lugar, que nuestra virtud debe ser humilde, sin mirar a la propia estimación. Nos recomienda Jesucristo «que nuestras obras nunca sean hechas con intención de buscar la alabanza de los hombres», (Matth., VI, 1.); si queremos que se nos recompense por ellas, hemos de ocultar en todo lo posible el bien que Dios ha puesto en nosotros. para evitar que el demonio del orgullo nos arrebate todo el mérito de nuestras buenas obras. -Más, pensaréis tal vez vosotros, cuando obramos bien, lo hacemos por Dios y no por el mundo. -No sé, amigo mío; muchos se engañan en este punto; creo que no habría de ser difícil mostraros cómo vuestra religión esta más en lo exterior que en lo íntimo de vuestra alma. O si no, decidme, ¿no es cierto que apenaría menos el que se hiciese público que ayunáis en los días señalados, que no si se divulgase que dejáis de observarlos?. ?No es cierto que os disgustaría menos que os viesen repartir limosnas, que no si os hallasen sustrayendo algo a vuestro vecino?. Prescindamos en este caso del escándalo. Suponiendo que a veces oráis y a veces juráis, no es verdad que más os gustará ser visto haciendo lo primero que lo segundo?. ¿No es verdad que preferís que os vean ocupado en vuestras oraciones, o dando buenos consejos a vuestros hijos, a que os oigan cuando los incitáis a vengarse de sus enemigos? - Sí, no hay duda, diréis vos, todo esto no me apenaría tanto. - ¿Y por qué esto, sino porque practicamos falsamente la religión y somos unos hipócritas?. Y no obstante, vemos que los santos hacían todo lo contrario; ¿por qué esto, sino porque conocían ellos su religión y no buscaban sino humillarse, a fin de tener propicia la misericordia del Señor?. ¡Cuántos cristianos sólo son religiosos por inclinación, por capricho, por rutina y nada más! - Esto es muy fuerte, me diréis. - Sí, no hay duda, es esto bastante fuerte; pero es la pura verdad. Para haceros concebir el más grande horror de ese maldito pecado de la hipocresía, voy a mostraros a donde conduce dicho crimen, por un ejemplo muy digno de ser grabado en vuestro corazón.

Leemos en la historia que San Palemón y San Pacomio llevaban una vida muy santa. Una noche mientras estaban en vela y tenían encendido fuego, les sorprendió un solitario que quiso pasar con ellos la noche. Le recibieron con deferencia, y cuando comenzaban a orar juntos ante el buen Dios; dijo aquel a sus compañeros: «Si tenéis fe, atreveros a permanecer de pie sobre estos carbones encendidos, rezando lentamente la oración dominical». Aquellos santos varones, al oír la proposición de aquel solitario, pensando que sólo un orgulloso o un hipócrita podía hablar así: «Hermano mío, le dijo San Palemon, rogad a Dios; sois víctima de una tentación; guardaos mucho de cometer una tal locura, ni de proponernos jamás semejante cosa. ¡Vuestro Salvador nos ha dicho que no hemos de tentar a Dios, y es precisamente tentarle el pedir un milagro de esta suerte». El infeliz hipócrita, en vez de aprovecharse de aquel buen consejo, se ensoberbeció aún más por la vanidad de sus pretendidas buenas obras; avanzó osadamente, y permaneció de pie sobre el fuego sin que nadie se lo mandase, sólo por instigación del demonio, enemigo de los hombres..: Dios, a Quién el orgullo había expulsado de aquel corazón, por un secreto y espantoso juicio, permitió al demonio que librase a su víctima de los efectos del fuego, lo cual acabó de exaltar su ceguera, creyéndose ya perfecto y un gran santo. Al día siguiente por la mañana, se despidió de los dos anacoretas, reprendiéndoles su falta de fe: «Ya habéis visto de lo que es capaz aquel que tiene fe.» Pero, ¡ay !, pasado algún tiempo, viendo el demonio que aquel infeliz era ya suyo, y temiendo perderle, quiso asegurarse de su víctima, y poner el sello a su reprobación. Tomó la figura de una mujer realmente vestida, llamó a la puerta de la celda de aquel solitario, diciéndole que se hallaba perseguida por sus acreedores, que temía un atropello por no tener con que pagar, así es que, conociendo el carácter caritativo del solitario, a él recurría. «Os suplico, dijo ella, que me admitáis en vuestra celda, para librarme así del peligro.» Aquel infeliz, después de haber abandonado a Dios y de haberse dejado arrancar por el demonio los ojos del alma, no acertó a ver el peligro que corría; así pues, la admitió en su celda. Poco después se sintió fuertemente tentado contra la santa virtud de la pureza, y admitió los pensamientos que el demonio le sugería. Se fue acercando a aquella pretendida mujer, que era el demonio, y llegó hasta a tocarla. Entonces el demonio se arrojo sobre el solitario, cogióle, y le arrastró un buen trecho por el camino, golpeándole y maltratándole en tal forma, que su cuerpo quedo enteramente molido. Dejóle el demonio tendido en tierra, donde quedo sin sentido por mucho tiempo. Pasados algunos días, algo repuesto ya del percance, arrepentido de la culpa, fue otra vez a visitar a aquellos dos solitarios, para comunicarles lo que le había acontecido. Después de haberles narrado en caso, con lágrimas en los ojos, les dijo: Padres míos, debo confesar que todo ello me aconteció solamente por mi culpa; yo sólo fui la causa de mi perdición, pues no era más que un orgulloso, un hipócrita, que pretendía pasar por más bueno que lo que realmente era. Os ruego encarecidamente me socorráis con el auxilio de vuestras oraciones, pues temo que, si el demonio vuelve a cogerme, me hace trizas» (Vida de los Padres del desierto, t. I, pág. 256).

Cuántas personas; a pesar de practicar muchas obras buenas, se pierden por no conocer cómo debieran su religión. Algunos se entregarán a la oración, y pasta frecuentarán los sacramentos; pero al mismo tiempo conservarán siempre los mismos vicios, y acabarán por familiarizarse con Dios y con el pecado. ¡Ay!, ¡cuán grande es el número de esos infelices!. Mirad a aquel que parece ser un buen cristiano, hacedle observar que con su proceder esta perjudicando a alguien, hacedle notar sus defectos, convencedle de alguna injusticia consentida quizás en lo íntimo de su corazón; pronto le veréis montar en cólera y aborreceros. El odio y el enojo se apoderarán del él... Mirad a otro : porque no le juzgáis digno de acercarse a la Sagrada Mesa, os contestará enojado, y concentrará contra vos su odio, cual si hubieseis sido causa de que le sobreviniera algún mal. Otros, en cuanto les acaece alguna pena o contrariedad, en seguida abandonan los sacramentos y las funciones piadosas. Cuando un feligrés tiene alguna cuestión con su párroco, en seguida germina el odio en su corazón, sin considerar que lo que le habrá advertido su pastor iba encaminado al bien de su alma. Desde aquel momento sólo hablará mal del párroco, se complacerá oyendo murmurar de él, y echará a mala parte todo cuanto del sacerdote se diga. ¿De donde proviene esto?. Es porque aquella persona posee sólo una falsa devoción, y nada más. En otra ocasión, será uno a Quién habréis negado la absolución o la Sagrada Comunión; miradle cómo se revuelve contra su confesor, a Quién tratará peor que a un demonio. Y no obstante, de ordinario le veréis servir a Dios con fervor y os hablará de las cosas santas cual un ángel en cuerpo humano. ¿Por qué tanta inconstancia?. Porque es un hipócrita que no se conoce ni se conocerá tal vez nunca, y, con todo, no quiere ser tenido por tal.

A otros veréis que, bajo el pretexto de que tienen alguna apariencia de virtud, si uno se encomienda en sus oraciones para obtener alguna gracia, en cuanto habrán hecho algunas oraciones, en seguida os preguntaran si se ha conseguido lo que pidieron. Si sus oraciones no fueron oídas, las redoblan con más ahínco: llegan a creerse capaces de obrar milagros. Pero si no se alcanzó lo que pedían, los veréis desanimados, llegando a perder toda afición a orar. Anda, ciego infeliz, jamás te conociste, no eres más que un hipócrita. A otro oiréis hablar de Dios con gran ardor; si aplaudís su celo, llegará a derramar lágrimas, pero si le decís algo que no sea de su gusto, en seguida levantará la cabeza; más, no atreviéndose a mostrarse tal cual es, os guardará un odio perdurable en su corazón.¿Por que esto, sino porque su religión es sólo de capricho y esta supeditada a sus inclinaciones?. Engañáis al mundo y os engañáis a vosotros mismos; pero a Dios no le engañáis; y Él os hará ver un día cómo sólo fuisteis un hipócrita.¿ Queréis saber lo que es la falsa virtud?. Aquí tenéis un ejemplo. Leemos en la historia que un solitario se fue a encontrar a San Serapio para encomendarse en sus oraciones; San Serapio le dijo que rogase por él, pero el otro le respondió, con palabras que revelaban la mayor humildad, que no merecía tanta dicha, pues era un gran pecador. El Santo le dijo entonces que se sentase a su lado, más el contestó que era indigno de ello. Al llegar a este punto, el Santo, para conocer si aquel solitario era tal cómo quería aparentar, le dijo: «Creo, amigo mío, que harías mejor permaneciendo en vuestra soledad, que no vagando por el desierto cual hacéis». Esta palabras le encolerizaron en gran manera. «Amigo mío, repuso el Santo, acabáis de decirme que sois un gran pecador, hasta el punto que os considerabais indigno de sentaros a mi lado, y ahora, porque os dirijo unas palabras llenas de caridad, dais ya rienda suelta a vuestra cólera. Vamos, amigo mío, no poseéis mas que una falsa virtud, o mejor, no poseéis ninguna».(Vida de los Padres del desierto, t. 11, pág. 417.). ¡Cuántos cristianos hay semejantes a este infeliz!, por sus palabras parecen santos, pero, a la menor expresión que no sea de su gusto, los vemos ya fuera de sí, poniendo al descubierto la miseria de su alma.

Si, por una parte, vemos cuan grande sea este pecado, por otra vemos también cómo Dios lo castiga con mucho rigor, según voy a mostraros ahora con un ejemplo. Leemos en la Sagrada Escritura (II Reg., XIV.), que el rey Jeroboam envió a su mujer al encuentro del profeta Abias, a fin de consultarle acerca de la enfermedad de su hijo. Para ello hizo que su mujer se disfrazase y presentase toda la apariencia de una persona de gran piedad. Usó de este artificio, por temor de que el pueblo no se diese cuenta de que consultaba al profeta del verdadero Dios y le echase en cara la falta de confianza en sus ídolos. Mas, si podemos engañar a los hombres, no podemos engañar a Dios. Cuando aquella mujer entró en la morada del profeta, sin que el la viese, le dijo en alta voz: «Mujer de Jeroboam, ¿por qué finges ser otra de la que eres?. Ven, hipócrita, voy a anunciarte una mala noticia de parte del Señor. Sí, una mala noticia, escúchala: el Señor me ha ordenado decirte que va a precipitar sobre la casa de Jeroboam toda suerte de males; hará que perezcan hasta los animales; los de la casa que mueran en el campo, serán comidos de los pájaros, y los que mueran en la ciudad serán comidos de los perros. Anda, mujer de Jeroboam, anda a anunciar esto a tu marido. Y en el mismo momento en que pondrás los pies en la ciudad, tu hijo morirá». Todo aconteció tal como había predicho el profeta del Señor; ni uno sólo escapo a la venganza divina.

Ya veis la manera cómo el Señor castiga el pecado de hipocresía. Cuántas personas, engañadas por el demonio sobre este punto, no solamente pierden todo el mérito de sus buenas obras, sino que ellas vienen a convertirse en motivo de condenación. Sin embargo, debo advertiros que no es la magnitud de las acciones lo que les da magnitud de mérito, sino la pureza de intención con que las practicamos. El Evangelio nos presenta un claro ejemplo a este respecto. Refiere San Marcos (Marc., XII, 41-44.) que, habiendo entrado Jesús en el templo, se colocó frente al cepillo donde se echaban las limosnas. Observo allí la manera cómo el pueblo echaba el dinero; vio a muchos ricos que ofrecían grandes cantidades; pero vio también a una pobre viuda que se acerco humildemente al lugar aquel y metió solamente dos piezas de moneda pequeña. Entonces Jesucristo llamó a sus apóstoles, y les dijo: «Aquí veis mucha gente que ha puesto considerables limosnas en el cepillo, más fijaos también en esa pobre viuda que no ha echado más que dos óbolos; ¿que pensáis de tal diferencia?. Juzgando según las apariencias, creeréis tal vez que los ricos tienen más mérito, pero yo os digo que esa viuda ha dado más que nadie, ya que los ricos dieron de lo que les sobra, pero esa pobre mujer ha dado de lo que le es necesario; la mayor parte de los ricos en sus dádivas buscaron la estimación de los hombres para que se los considere mejores de lo que son, al paso que esa viuda ha dado solamente con la intención de agradar a Dios». Ejemplo admirable que nos enseña con que pureza de intención y con qué humildad hemos de realizar nuestras obras, si queremos que sean merecedoras de recompensa. Cierto que Dios no nos prohíbe ejecutar nuestros actos delante de los hombres; pero quiere también que, en los motivos de nuestras acciones, para nada entre el mundo y que sólo a Él sean consagradas.

Por otra parte, ¿por qué quisiéramos parecer mejor de lo que somos, sacando al exterior una bondad que no poseemos realmente?. Porque nos gusta ver alabado lo que hacemos; estamos celosos de esta forma del orgullo y nos sacrificamos para procurárnosla; es decir, sacrificamos nuestro Dios, nuestra alma y nuestra eterna felicidad. ¡Dios mío, cuánta ceguera!, ¡maldito pecado de hipocresía, cuántas almas arrastras al infierno, con actos que, ejecutados rectamente, las llevarían seguramente al cielo!. ¡Ay!, son muchos los cristianos que no se conocen ni desean conocerse; siguen su rutina, sus costumbres, más no quieren oír la voz de la razón; son ciegos y caminan ciegamente. Si un sacerdote intenta hacerles conocer su estado, no lo escuchan, o bien, si aparentan fijar su atención en lo que les dice, después no se preocupan en lo más mínimo de ponerlo en práctica. Este es el más desgraciado y tal vez el más peligroso estado que imaginarse pueda.

 

III.-Hemos dicho que la tercera condición necesaria a la virtud, era la perseverancia en el bien. No hemos de contentarnos con obrar el bien durante un tiempo determinado: es decir, orar, mortificarnos, renunciar a la voluntad propia, sufrir los defectos de los que nos rodean, combatir las tentaciones del demonio, sostener los desprecios y calumnias, vigilar todos los movimientos de nuestro corazón; debemos continuar todo esto hasta la muerte, si queremos ser salvos. Dice San Pablo que hemos de ser firmes e inquebrantables en el servicio de Dios, trabajando todos los días de nuestra vida en la santificación de nuestra alma, con la convicción de que nuestro trabajo será tan sólo premiado si perseveramos hasta el fin. «Es preciso, nos dice, que ni las riquezas, ni la pobreza, ni la salud, ni la enfermedad, sean capaces de hacernos abandonar la salvación del alma, separándonos de Dios; pues hemos de tener por cierto que Dios sólo coronará las virtudes que habrán perseverado hasta la muerte»(Rom., VIII, 38.).

Esto es lo que vemos de una manera admirable en el Apocalipsis, en la persona de un obispo tan santo en apariencia que hasta Dios hace el elogio de sus actos. «Conozco, le dice, todas las buenas obras que has practicado, todas las penas que has experimentado, la paciencia que has tenido, no ignoro que no puedes sufrir la maldad y que has soportado todos tus trabajos por la gloria de mi nombre; sin embargo, debo reprenderte en una cosa: y es que has abandonado tu primer fervor, no eres lo que habías sido en otro tiempo. Acuérdate hasta que punto has venido a menos, y vuelve a tu primer fervor mediante una pronta penitencia; de lo contrario lo rechazare y serás castigado» (Apoc., 11, 1-5.). Decidme, ¿cuál deberá ser nuestro temor, viendo las amenazas que el mismo Dios dirige a aquel obispo por haberse relajado un poco?. ¡Ay!, ¿qué es de nosotros aún después de nuestra conversión?. En vez de progresar cada vez más, ¡que flojedad, que indiferencia!. No, Dios no puede sufrir esa perpetua inconstancia, en la que pasamos sucesivamente de la virtud al vicio y del vicio a la virtud. Decidme, ¿no es ésta vuestra conducta, no es ésta vuestra manera de vivir?. ¿Que es vuestra vida miserable sino una serie continuada de pecados y virtudes?. ¿Acaso no os confesáis hoy de los pecados, pare recaer en ellos mañana y quizá el mismo día?. ¿No es cierto que, después de haber prometido formalmente dejar a las personas que os indujeron al mal, volvisteis a su compañía en cuanto tuvisteis ocasión?. ¿No es cierto que, después de haberos acusado de trabajar en domingo, volvéis a las andadas cómo si tal cosa?. ¿No es verdad que prometisteis a Dios no volver al baile, a la taberna, al juego, y habéis recaído en todas esas culpas?. ¿Por qué esto, sino porque practicáis una religión falsificada, una religión de rutina, una religión regulada por vuestras inclinaciones, más no arraigada en el fondo de vuestro corazón?. Anda, amigo mío, eres un inconstante. Anda, hermano mío, toda lo devoción está falsificada; en todo cuanto practicas, eres un hipócrita y nada más: el primer lugar de tu corazón no lo ocupa Dios, sino el mundo y el demonio. ¡Ay! ¡cuántas personas parecen durante algún tiempo amar de veras a Dios, más en seguida le abandonan! ¿Que cosa halláis dura y penosa en el servicio de Dios, que os haya podido decidir a dejarlo para seguir el mundo? Si Dios os hace la merced de dejaros conocer vuestro estado, no podréis menos que llorar vuestro extravío, reconociendo el engaño de que fuisteis víctimas. La causa de no haber perseverado, fue porque el demonio sentía mucho haberos perdido; puso en juego toda su astucia, y os ha reconquistado, con la esperanza de guardaros para siempre. ¡Cuántos apostatas que renunciaron a su religión!. ¡Cristianos sólo de nombre!. Pero, me diréis, ¿cómo vamos a conocer que nuestra religión está en el corazón, es decir, que tenemos una religión que no se ve jamás desmentida?. Ahora lo veréis, atended bien y vais a conocer si la vuestra ha sido tal cómo Dios la quiere para que os conduzca al cielo. El que tiene una virtud verdadera, no cambia ni se conmueve por nada, cual un peñasco en medio del mar azotado por las olas embravecidas. Que se os desprecie, que se os calumnie, que se burlen de vosotros, que os traten de hipócritas, de falsos devotos: nada de esto os quita la paz del alma; tanto amáis a los que os insultan cómo a los que os alaban; no dejéis por esto de hacerles bien y de protegerlos, aunque hablen mal de vosotros; continuáis en vuestras oraciones, en vuestras confesiones, en vuestras comuniones, continuáis asistiendo a la santa Misa cómo si nada ocurriese. Y para que comprendáis mejor esto, escuchad un ejemplo. Se refiere que en una parroquia había un joven que era un modelo de virtud. Asistía casi todos los días a la santa Misa y comulgaba con frecuencia. Otro joven, envidioso de la estimación en que era tenido aquel compañero suyo, aprovechando la ocasión en que ambos se hallaban en compañía de un vecino que tenía una tabaquera de oro, el envidioso la sustrajo del bolsillo del vecino y la deposito, disimuladamente, en el del joven bueno. Hecho esto, con gran naturalidad pidió a aquel que le dejase ver su hermosa tabaquera. Buscóla el en sus bolsillos, pero inútilmente. Entonces prohibióse salir a nadie del recinto aquel, sin ser previamente registrado. La tabaquera fue encontrada en el bolsillo de aquel joven que era un modelo de virtud. Al ver esto la gente, comenzó a tratarle de ladrón, haciendo hincapié en su religión y llamándole hipócrita y falso devoto. El joven, viendo que el cuerpo del delito había sido hallado en su bolsillo, comprendió que no tenía defensa, y sufrió todo aquello como venido de la mano de Dios. Al pasar por las calles, al salir de la iglesia donde iba a oír Misa o a comulgar, todos cuántos le veían le insultaban llamándole hipócrita, falso devoto y ladrón. Esto duró mucho tiempo. A pesar de ello, continuó siempre sus ejercicios de devoción, sus confesiones, sus comuniones y todas sus prácticas, cual si la gente le mirara con el mayor respeto. Pasados algunos años, el infeliz que había sido causa de aquello, cayó enfermo, y entonces confesó, delante de cuántos se hallaban presentes, haber sido él la causa de todo el mal que del joven se había hablado, ya que aquél era un santo, más el por envidia, a fin de lograr su descrédito, le había metido aquella tabaquera en el bolsillo.

Pues bien, a esto se llama una religión verdadera, esta es una religión que ha echado raíces en el alma. Decidme, ¿cuántos cristianos, de los que pasan por devotos, imitarían a aquel joven si se les sujetase a tales pruebas?. ¡Ay!, ¡cuántas quejas, cuántos resentimientos, cuántos pensamientos de venganza!, no se detendrían ante la maledicencia ni la calumnia, y aún tal vez algunos acudirían a los tribunales de justicia... En casos tales, el ofendido o víctima se desata contra la religión, la desprecia, habla mal de ella; ya no quiere orar, ni oír la Santa Misa, no sabe lo que se hace, procura hacer girar la conversación sobre su caso y alegar todo cuanto pueda justificarle, y al mismo tiempo acumula en su memoria todo el mal que el ofensor ha obrado en su vida, para contarlo a los demos. ¿Por que todo esto, sino porque tenemos una religión de capricho y de rutina, o por mejor decir, porque no somos sino unos hipócritas, dispuestos a servir a Dios solamente cuando todo marcha a nuestro gusto?.¡Ay!, todas esas virtudes que vemos brillar en muchos cristianos, se asemejan a una flor de primavera: sécanse al primer soplo de viento cálido.

Hemos dicho, además, que vuestra virtud para ser verdadera, ha de ser constante: es decir, que debemos permanecer fervorosos y unidos a Dios, lo mismo en la hora del desprecio y del sufrimiento, que en la del bienestar y prosperidad. Esto es lo que hicieron todos los santos; mirad esa multitud de mártires arrostrando todo cuanto la rabia de los tiranos pudo inventar, y no obstante, lejos de relajarse, se unían más y más a Dios. Ni los tormentos, ni los desprecios con que se los insultaba lograban hacerles mudar de vivir.

Mas tengo para mi que el mejor modelo que a este respecto puedo presentaros es el santo varón Job, agobiado por las duras pruebas que Dios le enviara. El Señor dijo un día a Satan: «¿ De dónde vienes?» -«Vengo, contestó, de dar la vuelta por el mundo.»- «¿Has visto al buen varón Job, hombre sin igual en la tierra, por su sencillez y rectitud de corazón?». El demonio le contestó: «No es difícil que os ame y os sirva fielmente, pues le colmáis con toda suerte de bendiciones; ponedlo a prueba, y veremos si se mantiene fiel». El Señor contestó: «Te concedo sobre él todo poder, menos el de quitarle la vida». El demonio, lleno de alegría, con la esperanza de inducir a job a quejarse de su Dios, comenzó destruyéndole todas sus riquezas que eran inmensas. Ahora veréis lo que hizo el demonio para probarlo. Esperando arrancarle alguna blasfemia o a lo menos alguna queja, le causó, uno después de otro, toda suerte de contratiempos, de percances y de desgracias, a fin de no darle ocasión ni de respirar. Un día, mientras se hallaba tranquilo en su casa, llego uno de sus criados lleno de espanto. «Señor, le dijo, vengo para anunciaros una gran catástrofe todo vuestro ganado de carga y trabajo acaba de caer en manos de unos bandidos, los cuales, además, han asesinado a todos vuestros servidores; solamente yo he podido escapar para venir a daros cuenta del percance.» Aún no había terminado, cuando llego otro mensajero, más espantado que el primero y dijo: «¡Ay !, Señor, una tempestad horrorosa se ha desencadenado sobre nosotros, el fuego del cielo ha devorado vuestros rebaños y ha abrasado a vuestros pastores; sólo yo he conservado la vida para venir a comunicaros la desgracia». Aún estaba este hablando, cuando llego un tercer mensajero, pues el demonio no quería dejarle tiempo para respirar ni volver sobre si. Con gran sentimiento dijo: «Hemos sido atacados por unos ladrones, que se llevaron vuestros camellos y a los siervos que los conducían; sólo yo, huyendo, he podido librarme del ataque, para venir a daros cuenta del mismo». A estas palabras llego un cuarto emisario, el cual, con lágrimas en los ojos, dijo: «Señor, ¡ya no tenéis hijos!... mientras estaban comiendo juntos, un tremendo huracán ha derrumbado la casa, y los ha aplastado a todos entre los escombros, así como a los criados; sólo yo me he salvado por milagro». Cuando le estaban narrando tal cúmulo de males según el mundo, no hay duda que Job hubo de sentirse movido a compasión por la muerte de sus hijos. Al instante quedo abandonado de todos: cada cual huyo por su lado, y quedó el sólo con el demonio, Quién abrigaba aún la esperanza de que tantos males le llevarían a la desesperación, o a lo menos a quejarse con alguna impaciencia; pues, por sólida que sea la virtud, no nos hace insensibles a los males que experimentamos; los santos no tienen, ciertamente, un corazón de mármol. Aquel santo varón recibe en un momento los golpes más sensibles para un poderoso del mundo, para un rico y para un padre de familia. En un sólo día, de príncipe y, por consiguiente, del más feliz de los hombres, quedó convertido en un miserable, lleno de toda clase de infortunios, privado de lo que más amaba en esta vida. Prorrumpiendo en llanto, se postra, la faz en tierra ; pero ¿que hace?, ¿se queja?, ¿murmura?. No. La Sagrada Escritura nos dice que adora y respeta la mano que le golpea; ofrece a Señor el sacrificio de su familia y de sus riquezas; y lo ofrece con la más generosa, perfecta y entera resignación, diciendo: «El Señor, autor de todos mis bienes, es también su dueño; todo ha acontecido porque ésta era su santa voluntad; sea bendito su santo nombre en todo memento» (Job., I.).

¿Que opináis de este ejemplo?, ¿es ésta una virtud sólida, constante y perseverante?. ¿Podremos creernos virtuosos, cuando, a la primera prueba que el Señor nos envía, nos quejamos, y con frecuencia llegamos a abandonar su santo servicio?. Pero aún no habían terminado las penas del santo varón; viendo el demonio que nada había logrado, atacó a su misma persona; su cuerpo quedo cubierto de llagas, su carne se deshacía en jirones. Mirad también a San Eustaquio, cuánta constancia en soportar los sufrimientos que Dios le enviara para ponerlo a prueba!.

¡Ay!, ¡cuán escasos son los cristianos que en tales trances no cayesen en la tristeza, en la murmuración y aún quizás en la desesperación!, que no maldijeran su suerte, o hasta tal vez llegaran a manifestar su odio a Dios, diciendo: «¡Que es lo que hicimos para que se nos trate de esta manera!». ¡Ay!, ¡cuánta virtud fingida, puramente exterior, y desmentida a la menor prueba!.

De aquí hemos de concluir que nuestra virtud, para que sea sólida y agradable a Dios, ha de radicar en el corazón, ha de buscar sólo a Dios, y ocultar cuanto sea posible, sus actos al mundo. Hemos de andar con cuidado en no desfallecer en el servicio de Dios; antes al contrario, debemos marchar siempre adelante, ya que por este medio los Santos aseguraron su eterna bienaventuranza.

 

 

 





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