Quería que pagara por la muerte de mi hijo y descubrí que su dolor era como el mío
Elisabetta (víctima de un crimen) y Ciro (en prisión de por vida), se encuentran en una cárcel de Italia
Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida
por mí, ése la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el
mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina? (Lucas 9: 24-25)
Elisabetta (víctima de un crimen) y Ciro (en prisión de por vida), en
Italia.
Me llamo Elisabetta.
Perder un hijo no es solo una inmensa pena, sino que además es la
experiencia más debilitante que pueda tener un ser humano. Perder a un hijo
te deja en una encrucijada, delante de una decisión: ¿vivir o morir?
Cuando perdí a Andrea, hace casi seis años, y caminaba detrás de su ataúd
blanco, le pedí a Dios que me diera fuerza y valor para continuar
conviviendo con esa ausencia que ya me parecía insoportable.
Experimenté el sufrimiento más atroz de todos, agravado por sentimientos de
odio e ira hacia aquel que, en un único instante, había interrumpido la
joven vida de mi hijo y arrebatado a mi marido y a mí nuestra hasta entonces
vida de felicidad.
Y cuanto más odio y dolor sentía, más se encerraba mi corazón en un yugo
infernal que me impedía procesar todo ese sufrimiento.
Luego, mi mundo interno quedó desarmado cuando me uní al programa de la
cárcel de Opera di Milano que organizaba reuniones entre víctimas y autores
de un crimen.
No fue fácil, pero detrás de aquellos barrotes, estrechando unas manos que
una vez estuvieron ensangrentadas, descubrí el significado de la palabra
“misericordia”.
Descubrí que era capaz de identificarme con el corazón de un criminal;
entendí que solo éramos dos caras de una misma moneda llamada “dolor”.
Por fin conseguí preguntarme por lo diferentes que habrían sido estas
personas de haber vivido en un entorno menos desamparado o si tal vez no
hubieran quedado cegados por falsos ídolos como la riqueza y el poder.
Gracias a ellos —gracias a la ayuda de los mismos “prisioneros”—, por fin
era capaz de liberarme de lo que era y ya no sería más: una madre aferrada
únicamente al odio y al rencor.
Al intentar compartir un poco de luz, recibí mucha más luz de la que
conseguí ofrecer, y es en esa luz donde se apacigua el dolor.
***
Me llamo Ciro y he estado en la cárcel durante veinticinco años. Con la
ayuda de los que trabajan en máxima seguridad en la cárcel Opera di Milano,
he estado en el camino de la reforma durante varios años y he llegado a ser
consciente del grave mal que he causado. El reunirme con las víctimas del
crimen y el confrontarme con su dolor me ha hecho entender aún más el mal
que he hecho.
Conocí a Elisabetta (la madre destrozada privada de su hijo de quince años)
en la cárcel Opera di Milano gracias a la renovación carismática y a la
Fraternidad de prisiones de Italia durante las reuniones de Progetto
Sicomoro (‘construyendo puentes’), que hace que los infractores se reúnan
con las víctimas de sus crímenes por el bien de la justicia reparadora.
Elisabetta vino a la prisión a arrojarnos a nuestras caras todo su odio y su
dolor, pero descubrió que nuestro sufrimiento era similar al suyo. Por
diferentes motivos, pero con la misma angustia, nosotros también habíamos
visto cómo se destrozaban nuestras vidas. El dolor es neutral; no es bueno
ni malo; el dolor es dolor.
Le hablé a Elisabetta sobre mi hija, Speranza, a quien había abandonado
cuando tenía once días de vida. Hoy es una joven mujer sabia y valiente.
Traté de infundir en Elisabetta mi propia esperanza persistente. Le dije:
“Llevo en prisión veinticuatro años, pero llevaré flores a la tumba de
Andrea”.
El 12 de marzo de este año, obtuve milagrosamente un permiso para salir de
la prisión durante 12 horas. Era la primera vez que salía en veinticuatro
años. Durante aquel día, ella fue mi familia. Me aceptó como parte de su
familia; me invitó a conocer a sus amigos y familiares; me llevó a su
parroquia. Pero, por encima de todo, compartió conmigo lo más íntimo y
preciado para ella: la tumba de Andrea, su hijo. Y entonces fuimos por
primera vez con un ramo de flores en mi mano y una oración en mi corazón.
Comprendí que el Ciro de ayer había quedado enterrado para siempre.
Ahora formo parte de la Casa dello Spirito e delle Arti, un centro social,
espiritual y cultural; su proyecto “El significado del pan” fabrica hostias
para misas que se envían a todos los continentes. Algunas hostias también se
han enviado al Vaticano y hoy se usarán en la Celebración Eucarística
presidida por el Santo Padre Francisco.
Creo en los milagros y creo que antes o después la celda que me mantiene
recluido se abrirá y mi vida quedará restaurada.
Nosotros dos, con historias tan diferentes, hemos redescubierto lo que Dios
siempre y a pesar de todo quiere que seamos: hermanos y hermanas en la fe.
¿Puede usted hacer algo por una persona que la ha hecho daño?
(Testimonios recogidos (en inglés) en la
propuesta de materiales del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva
Evangelización para celebrar la iniciativa 24 horas con el Señor)
Aleteia Team