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JOSE MARIA IRABURU Evangelio y utopía: Utopías no-cristianas B

Páginas relacionadas 

 

Utopías no cristianas 

 

Comunas modernas

Baum, Bercoff, Caputo, Carandell, Maffi, Kinkade.

Los planteamientos utópico-literarios de Skinner fueron tan persuasivos que no faltaron intentos comunitarios para realizarlos. Así, Kathleen Kinkade reune en 1972 hasta 24 personas en una comuna, y a los cinco años de ésta se siente obligada a escribir un libro, Un experimento «Walden Dos». Los cinco primeros años de la comunidad Twin Oaks. Apenas se entiende, sin embargo, que las astrosas vicisitudes comunitarias y los mezquinos líos personales que allí se refieren puedan ser presentados como «un experimento Walden Dos». Con razón dice el propio Skinner en el prólogo: «La vida retratada en Walden Dos era el objetivo de Twin Oaks, pero no se abordó mediante la aplicación de criterios científicos. Kat y sus amigos simplemente fueron probando». Y así salió.

No voy a intentar describir las comunas modernas, pues son indescriptibles en su absoluta heterogeneidad. Por otra parte, como hace notar Kathleen Kinkade, «obtener datos sobre las comunas es extremadamente difícil» (28): unas no contestan, otras mienten, otras suministran datos reales, que a los dos meses son completamente diferentes, otras ya desaparecieron.

Las comunas urbanas son más numerosas que las rurales. Ambas suelen estar integradas por gente joven, y han surgido casi siempre en los países ricos. La red confortadora de una familia tópica, económicamente bien acomodada, suele estar casi siempre bajo los atrevidos ejercicios juveniles realizados en los trapecios oscilantes del utopismo. En las comunas se agrupan sobre todo estudiantes y artistas, ecologistas y gente estrafalaria, más o menos disconformes con el orden habitual del mundo tópico. En las comunas rurales suele haber más organización y estabilidad, pero se ven afectadas con frecuencia de un primitivismo bucólico, más bien tonto e inútil. Hay comunas seculares, y otras religiosas -Hare Krishna, Lama Foundation, Niños de Dios-, normalmente más estructuradas y numerosas. Hay comunas laboriosas, pero muchas más son las perezosas, en las que las actividades más apreciadas son pasear, tomar el sol tumbados y tocar -mal- la guitarra -tocarla bien exige mucha dedicación y trabajo-. Hay comunas jerarquizadas y normativamente severas, pero son muchas más las de vida igualitaria, anárquica e improvisadora. Unas son ecologistas y naturistas, otras, un lugar privilegiado para la droga. Generalmente estas comunas se producen con un soporte mental mínimo; van probando, y cambian con frecuencia de formas según reciben nuevos integrantes. En casi todas el número de miembros suele ser muy reducido, muy inestable, y normalmente no duran más que unos pocos meses o años.

La impresión general que las comunas modernas producen es sumamente pobre. Apenas aportan nada a la historia de la utopía. Logran, más o menos, romper con el orden tópico del mundo habitual, pero no tienen vigor mental y espiritual para crear un micro-mundo utópico durable. No es esto extraño si sus mentores intelectuales -cuando los tienen- son o han sido maestros al estilo de Adorno, Horkheimer, Marcuse, Moreno, Lewin, Reich, Rogers, Skinner y otros semejantes.

El hermano Ephraïm, fundador de las Comunidades de las Bienaventuranzas, de las que luego hablaré, haciendo memoria de cuando era joven y un tanto anárquico, dice: «en mi búsqueda, visité muchas de estas comunidades. Era la época de las familias hippies reunidas en torno a un gurú y de los falansterios políticos. Entre estas experiencias, las menos creíbles eran sin duda las comunidades políticas, porque, a pesar de la generosidad de sus miembros, el compromiso [político] se sobreponía a todo el resto, y finalmente las comunidades no duraban: el factor humano terminaba por dominar y, consiguientemente, por ahogar el impulso inicial de generosidad... En cuanto a las comunidades hippies me llenaban siempre, por su efímera belleza, de tristeza y de nostalgia: a mi juicio, se encontraba en ellas elementos de la comunidad cristiana primitiva, un cierto grado de renuncia propia, de altruísmo, una referencia a Dios, sin duda... , pero hay que reconocer que al cabo de un tiempo todo aquello se venía abajo. Una vez más, el elemento humano no había sido suficientemente afectado y trascendido por algo más fuerte, por lo espiritual» (Lenoir 156-157).

Cooperativas

Ya Fourier vio las posibilidades de las cooperativas hacia el utopismo. Ellas, sujetas con frecuencia a leyes sociales favorables, pueden abrir camino a experimentos comunitarios de vida social más libre y solidaria, más digna y armoniosa. Normalmente, es cierto, las cooperativas limitan su asociación a la producción o el consumo, y no pretenden establecer formas de vida común cooperativa, que abarque más áreas de la vida total de las familias. Pero el cauce legal de que las cooperativas disponen hacen de ellas uno de los marcos más favorables para el desarrollo de comunidades utópicas. Pedagogías utópicas

Agazzi, Abbagnano-Visalbergui, Gutiérrez Zuluaga, Moreno

La pedagogía es, sin duda, uno de los caminos principales de la utopía. Puede decirse que el valor de una utopía ha de medirse principalmente en relación a la pedagogía que propugna. Veámoslo con un ejemplo.

El Emilio o De la educación, publicado en 1762, ofreciendo unos modos pedagógicos muy diversos a los usuales en la época, es decir, siendo altamente utópico, es sin duda uno de los libros más importantes del siglo XVIII. Su autor, Juan Jacobo Rousseau (1712-1778), fue tan hábil educador, que envió a un hospicio de niños abandonados los hijos que tuvo con Teresa Le Vasseur, una criada de posada. Pero dejando a un lado su biografía, este sujeto, indudablemente, tenía une certaine idée de lo que debía ser la educación.

El niño es originalmente bueno. La sociedad es la mala. Por eso la educación ha de procurar aislar lo más posible al niño de una sociedad que lo deformaría. En contacto con la naturaleza, por el contrario, ha de ser estimulado a desarrollar sus potencialidades sin coerciones, a su paso, con pocos libros, sin memorizaciones, en contacto con las cosas reales, alternando ocupaciones intelectuales y manuales, trabajos y juegos.

Los planteamientos pedagógicos rousseaunianos -educación activa, individualizada, no directiva, no memorística- tienen hasta el día de hoy un enorme influjo en la pedagogía familiar, escolar y social. En su tiempo fueron pretensiones educativas absolutamente utópicas, propugnadas por un hombre cuyo talante utópico queda bien expresado en estas palabras suyas: «haced lo contrario de lo que se acostumbra hacer, y haréis casi siempre bien» (Agazzi II,314).

El suizo Enrique Pestalozzi (1746-1827), profundamente religioso y muy dotado como maestro, se entusiasmó con la pedagogía rousseauniana, y en la hacienda agrícola de Neuhof, con la ayuda de su esposa, intentó realizar esa utopía educativa. Su novela Leonardo y Gertrudis pertenece al género de las utopías pedagógicas.

La historia de la pedagogía, mostrándonos sucesivamente modelos educativos tan diferentes, fundamentados en tan diversas concepciones filosóficas y religiosas del hombre, nos permite conocer que los planteamientos pedagógicos tópicos, hoy vigentes en un lugar, son unos ciertos modos, que distan años luz de otros, imperantes en otras épocas o en otras áreas culturales del propio tiempo actual. Aquí, como en todo, el vuelo utópico sólo se levanta desde el extrañamiento y la consideración distanciada de las realidades tópicas en uso.

Por eso, cuando los educadores actuales, como fieles creyentes, se encierran dócilmente en la ortodoxia indiscutible de la educación tópica hoy vigente, consiguen, sí, ganar el pan de sus hijos, pero se cierran sin duda a muchos bienes educativos que niños y jóvenes, y sus propios hijos, están necesitando con urgencia.

En todo caso, quede claro que el valor de una utopía se mide por el valor de la pedagogía que propugna. No hay duda sobre esto: si considereamos sólo los medios naturales, hay que reconocer que la pedagogía es el camino principal para la Utopía.

Arquitectura urbanista

Doxiadis, Reiner.

Ya en las utopías más antiguas y en las del Renacimiento, la arquitectura urbana tenía a veces, como en las Reducciones jesuíticas del Paraguay, notable importancia. Actualmente, con la posibilidad, históricamente nueva, de construir en formas sumamente heterogéneas, se han acentuado las posibilidades utópicas de la arquitectura.

De hecho, el gremio de los arquitectos urbanistas, con el de ciertos psicólogos sociales, es hoy quizá uno de los que se sitúa en la vanguardia del pensamiento utópico naturalista. Espantados por las ciudades actuales, devoradoras de hombres, y preocupados en la creación de un habitat favorable al desarrollo humano, personal y comunitario, estos arquitectos elaboran a veces propuestas muy diversas de la ciudad actual, proyectos utópicos. Unas veces consiguen en ciertos barrios o localidades éxitos más o menos felices. Y otras veces, con frecuencia, chocan con la mentalidad tópica de empresarios y usuarios, o con las directivas interesadas de los políticos municipales o del Estado.

Los proyectos de los hermanos Percival y Paul Godman, la ciudad suspendida de Friedman, la ciudad cónica de Xenakis, la molécula urbana de Fisac, así como los estudios de Doxiadis o los trabajos del grupo de arquitectos de la Fundación Wright en Taliesin West, California, son ejemplos más o menos valiosos del utopismo urbanista de nuestro tiempo.

Antiutopías

En nuestro siglo, no antes, ha cristalizado el género literario anti-utópico. Las modernas antiutopías, distopías o contrautopías, muestran en ensayos y novelas, viajes o sátiras los grandes peligros de una cierta políticaideológica, que trata de modelar la sociedad violentamente con eficacísimos métodos psicológicos, pedagógicos y policíacos.

Notemos, sin embargo, que la mayor parte de las antiutopías no critican la utopía en la acepción que en estas páginas usamos, sino en un sentido político. Por eso sus argumentos -por ejemplo, los de Robert Spaemann en su Crítica de las utopías políticas, o los de Thomas Molnar, El utopismo, la herejía permanente-, apenas aportan nada a nuestro tema, como no sea en forma muy indirecta. Ya aquí hemos distinguido desde el principio la política, que opera sobre el conjunto total de hombres necesariamente adscritos a una sociedad, y la utopía, que afecta a asociaciones libres más o menos numerosas.

Sin duda, tratar de hacer política utópica o intentar la construcción de utopías políticas no puede producir sino resultados monstruosos -como los aludidos por Cammilleri en Los monstruos de la Razón-. Conviene tener en cuenta, sin embargo, que en no pocos de estos escritos apunta también a veces una clara aversión a la utopía, en el sentido en que aquí la entendemos.

-Eugenio Zamiatin (1884-1937), ingeniero naval soviético, en su novela satírica Nosotros, realiza una crítica muy inteligente de los totalitarismos estatales tecnificados y de sus servidores robotizados. Suele verse como uno de los primeros antiutopistas, e inspiró, efectivamente, a Huxley y Orwell. Zamiatin, sin embargo, autoexiliado en París desde 1932, muestra en otros escritos un talante netamente utopista, en el sentido del término que aquí vengo usando:

«El mundo se desarrolla únicamente en función de las herejías, en función de los que rechazan el presente, aparentemente inmóvil e infalible. Sólo los herejes descubren los horizontes nuevos en las ciencias, en el arte, en la vida social; sólo los herejes, rechazando el presente en nombre del futuro, son el eterno fermento de la vida y aseguran el infinito movimiento hacia delante de la vida» (Vilar 116). Aclaro que no se refiere Zamiatin aquí a las herejías religiosas, sino a los modos de pensar libres, que chocan con la ortodoxia intelectual del mundo vigente.

-Aldous Huxley (1894-1963), en su famosa obra Un mundo feliz, describe la frialdad sobrecogedora de un mundo supercientífico y conductista, regido por un tal Ford y sus ayudantes, que mediante el soma, alimento-medicina-estimulante, y otros recursos condicionantes, controla a todos los individuos de un cierto mundo feliz, del que se ha extraído a un tiempo libertad y sufrimiento.

El Salvaje, allí introducido, se resiste y afirma: «yo no quiero comodidad. Yo quiero a Dios, quiero poesía, quiero peligro real, quiero libertad, quiero bondad, quiero pecado» (299).

-George Orwell (1903-1950), en su famosa novela 1984 describe un mundo dividido en tres Estados comunistas. Oceanía, uno de los tercios, se ve gobernada por un partido único presidido por el Gran Hermano, que a través de su Policía del Pensamiento controla la mente y la actividad de todos los miembros del partido. Los proles, que no son del partido, no son controlados, pues no son peligrosos: son únicamente mano de obra que no piensa.

Herbert George Wells (1866-1946), inteligente, cientista y descreído, publicó un buen número de novelas político-utópicas, como Una utopía moderna, Cuando el durmiente despierta, Los primeros hombres en la Luna, El nuevo Maquiavelo, El mundo liberado, Los hombres dioses, aunque más bien hubiera quizá que encuadrarlas dentro del género de la ciencia ficción. Y en dirección contrapuesta, señalando los peligros de un utopismo perfeccionista, escribieron Gilbert K. Chesterton (1874-1936), Napoleón de Notting Hill (1904), y E. M. Forster (1879-1970), La máquina se detiene (1912).

Diversas clases de utopías

Terminemos ya nuestro breve viaje por el mundo de las utopías seculares, y tratemos en primer lugar de clasificar en lo posible el inclasificable mundo variadísimo de la utopía.

-Las utopías son literarias o realizadas, partiendo éstas o no de una previa utopía literaria.

-Seculares o religiosas. Éstas tienen normalmente más calidad y más duración.

-Rurales o urbanas. No necesariamente los experimentos utópicos se han hecho en una isla, pero sea en el campo o en la ciudad, cuando se han intentado comunidades utópicas de convivencia, un cierto grado de aislamiento del mundo tópico se ha considerado normalmente necesario.

-Jerárquicas y normativamente disciplinadas o anárquicas y anómicas. Éstas últimas suelen ser muy efímeras, fácilmente crean un clima comunitario inaguantable, y no suelen durar. Aunque tampoco las jerárquicas y disciplinadas se muestran apenas durables.

-Hay utopías de ricos y utopías de pobres. Éstas suelen soñar mundos en los que abundan los bienes materiales, pues nacen en pueblos que pasan hambre, frío, necesidad: son «sueños de oprimidos» -así las entiende Mannheim-. Las utopías de ricos, por el contrario, acentúan más los valores de libertad, armonía, belleza, paz y unidad.

Por lo demás, los pobres, apresados en su miserable situación, aunque son los que más sufren los horrores del mundo tópico, apenas suelen tener capacidad de soñar mundos mejores. Ellos van a lo seguro, pretenden sobrevivir y no andan pensando en aventuras utópicas perfectivas. Suelen ser los ricos, normalmente, los únicos en situación de imaginar posibles formas de vida comunitaria mejor. Ellos son los que tienen cultura, información y medios para idear, expresar y promover. De hecho, casi todas las utopías literarias o realizadas se han producido en los países ricos.

-El utopismo pretende crear comunidades de vida nueva, pero no pretende transformar la sociedad global: esto es tarea de la política, no de la utópica. Hay utopismos, es cierto, que, lamentablemente, tratan de realizarse por la vía política. Pero no es el utopismo que nosotros estamos aquí considerando.

«Si la pretensión de universalidad tiene enfrente mil obstáculos, queda para los reformadores políticos [y religiosos] de todos los tiempos el recurso de fundar una pequeña comunidad ejemplar, capaz de ser al menos un puerto de salvación para algunos, a la espera de llegar a ser modelo para la humanidad... La reforma general violenta del conjunto del mundo deja, propiamente, el campo reformista, para entrar en el de la Revolución» (Mucchieli 117).

-El comunitarismo utópico unas veces implica convivencia y otras no. Los ejemplos que he traído normalmente la implican, y ofrecen una fisonomía utópica más caracterizada; pero, como veremos, muchas veces la comunidades utópicas no llevan consigo convivencia: producen una forma común de vida, y no una forma de vida en común. En este sentido, para entendernos, distinguiré entre comunidades convivenciales y comunidades asociativas.

Errores más comunes de las utopías

Señalo aquí sólo algunos de los errores más comunes del utopismo mundano, y concretamente del utopismo profano en sus formas modernas.

-Ateísmo, pelagianismo. Ésta es, por supuesto, la falla radical de toda forma de utopismo mundano; es lo que, poniéndole plomo en las alas, le hace imposible un vuelo largo y poderoso. Muchos autores señalan que los utopismos seculares, especialmente los actuales, tienen una inspiración pseudo-religiosa (Dreyfus 94-95), es decir, tratan de dar al hombre una salvación humana, y por tanto, intentan construir una convivencia ideal contra Dios. O aún en el caso de que no nieguen a Dios, de modo voluntarista y pelagiano fundamentan su proyecto en la arena de la fuerza humana, sin apoyarlo en la roca de la gracia divina. Con esto sólo hay ya razón más que suficiente para explicar los continuos fracasos del utopismo naturalista. «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles» (Sal 127,1).

-Anarquía. Los antiguos, lo mismo que no podían concebir un cuerpo sin cabeza, no podían imaginar una comunidad sin jefes. Como señala Finley, «en la antigüedad es difícil encontrar un pensamiento utópico que no sea jerárquico» (19). La autoridad (auctoritas, de augere, acrecentar) es una fuerza impulsora y acrecentadora. Por eso una empresa difícil, como es la utopía -o el concierto sinfónico o el equipo de alta montaña o la navegación marina-, requiere sin duda el eficaz impulso autorizado de un director. Por el contrario, muchas utopías modernas fracasan en seguida por una alergia cultural a la jerarquía. Esa aversión está hecha, en primer lugar, por supuesto, de rechazo de Dios, y en seguida de subjetivismo anárquico, idolatría de lo espontáneo, primacía del individuo sobre el bien común, teorías falsas de psicólogos modernos. Eso explica que las utopías seculares del XIX, por ejemplo, mostraran mucha más calidad y duración que las del siglo XX.

En efecto, por lo que a orientaciones de la psicología y de la sociología se refiere, en Estados Unidos, por ejemplo, las comunas socialistas decimonónicas no sufrían el influjo antiautoritario de Marcuse, Maslow, Perls, Moreno, Lewin, Reich, Rogers, etc., ni del análisis transaccional de Eric Berne. Con unos u otros matices, no pocos de estos autores ven en el jefe o en el padre una fuerza potencialmente opresiva y frustrante, y prefieren los grupos igualitarios a los jerarquizados. Ya sabemos que bastantes de ellos eran judíos traumatizados por el autoritarismo nazi, que conocieron la libertad en Norteamérica. Sería cosa de psicoanalizarlos, para descubrir así la clave inconsciente de sus doctrinas.

Nihil violentum durabile. Lo que violenta la naturaleza humana no puede durar, está condenado al fracaso. Las comunas que van contra toda autoridad; las que son anómicas, alérgicas a toda ley, disciplina y organización; las que van contra la familia natural; las que prefieren la improvisación espontánea al proyecto estudiado por la razón -logofobia- y quieren tocar la flauta sin estudiar solfeo; las que hacen prevalecer lo comunitario sobre toda forma de privacidad, provocando un desnudamiento psíquico y a veces físico; las que parten de modelos mentales completamente falsos -«el hombre no es libre», «no hay más vida que la presente», «no existe Dios», «cada persona, por sí misma, ha de decidir lo que es verdad y bien para ella»-; todas éstas consiguen realizaciones comunitarias indeciblemente miserables, que son peores normalmente que las conseguidas por el mundo tópico que desprecian y que pretenden superar. No merece, pues, la pena que nos ocupemos más de ellas.

Valores principales

-La libertad mental y operativa respecto del mundo tópico es, sin duda, el valor con más éxito afirmado por los utopistas mundanos antiguos y modernos. Aunque siendo mundanos es inevitable que estén mucho más sujetos al mundo tópico de lo que ellos creen. Ya decía Chesterton que la fe cristiana es «lo único que puede salvarnos de ser unos hijos del siglo». En todo caso, resulta con frecuencia estimulante escuchar sus planteamientos. Es el único aspecto en el que los cristianos podemos coincidir con ellos en alto grado.

Ya hemos recordado cómo piensa y escribe Tomás Moro en su Utopía acerca de los ricos de su tiempo, de abades y frailes, príncipes y aristócratas. Hemos visto también cómo Rousseau, para acertar con lo bueno, aconseja «hacer lo contrario de lo que se acostumbra hacer». El conde de Saint-Simon, buscando la verdad y el bien, no teme que su búsqueda le traiga a veces la dura persecución del mundo vigente: hasta ahora, confiesa, «mi estimación hacia mí mismo ha aumentado siempre en proporción al daño que he hecho a mi propia reputación... Desde hace quince días estoy a pan y agua, trabajo sin lumbre y he vendido mis ropas para sufragar los gastos de copia de mi obra. Así es la pasión por la ciencia y por la felicidad pública» (Charléty 18-19). Skinner, después de la II Guerra Mundial, en la máxima euforia de los Estados Unidos, que se entrega a la idolatría de sus propios valores nacionales, arremete universitariamente con toda calma contra muchos de esos valores: la competencia, la democracia partidista, el culto a la información de «la actualidad», los deportes violentos y competitivos, etc.

Un cristiano, es cierto, no puede admitir una buena parte de las tesis de estos autores. Pero no fuera malo que los cristianos tuvieran esa actitud desinhibida hacia los prestigios del mundo tópico; mucho les convendría un atrevimiento semejante y una capacidad análoga de herejía -respecto de la ortodoxia y ortopraxis del mundo-, que se manifestasen en una libertad de expresión tan resfrescante.

-Conciencia de que la perfección personal (ascética) es muy difícil sin una relativa perfección comunitaria (utópica). El individuo que busca la perfección, para librarse del cúmulo de condicionamientos de la sociedad política tópica y superarlos creativamente, halla en la comunidad utópica una gran ayuda, si no necesaria, al menos muy conveniente.

-Optimismo social creativo. Los utopistas piensan y sienten que, aunque lo parezca, no es necesario vivir como se vive; están convencidos de que es posible una vida mejor, y la intentan.

-La comunidad de bienes, mejor o peor conseguida, suele ser rasgo común a casi todas las utopías. Una comunidad en la que unos disfrutan de lujos en tanto que otros sufren privaciones no es, ciertamente, utópica.

Esta regla tiene una excepción: la comunidad Tiempos Modernos, fundada en Long Island, USA, por Joseph Warren, antiguo miembro de la comunidad owenita Nueva Armonía. En ella prevalece la soberanía individual más completa en propiedades, ocupaciones, criterios y costumbres (E. Wilson 128-129).

¿Significa eso que el comunismo político es o era un ideal utópico? En modo alguno. Tanto en China como en la ya pasada Unión Soviética, por ejemplo, los miembros del Partido único rector eran sólo un porcentaje mínimo respecto a la totalidad de la población. La presión ejercida por esta mínima minoría, la nomenklatura, sobre la sociedad global era o es indecible. No hay, pues, ni lejana analogía entre la comunidad de bienes de las asociaciones utópicas a la existente en las sociedades políticamente utópicas -pase por una vez el mal uso del término-.

Condiciones para la utopía

Mucchieli resume en cuatro las condiciones generales que se necesitan para el establecimiento de comunidades utópicas:

«1º.- Rechazo de un estado de cosas existente, de una situación histórica intolerable», inaguantable, al menos, para los que optan por la utopía».

«2º.- Llamada de un jefe inspirado, que promete "nuevos cielos" y "una nueva tierra"; y adhesión de un cierto número de voluntarios creyentes». Lo que los jesuitas fueron para la República guaraní; lo que Ann Lee fue para los shakers; o lo que significó Fourier en los falansterios.

«3º.- Posibilidad material que el grupo tiene para organizarse en forma diferenciada al mundo de los otros».

«4º.- Duración y capacidad de enjambrar que tenga la célula-madre» (119). Y añado yo otra condición, aunque ya está más o menos contenida en la segunda:

5º.- Posibilidad mental de concebir unas formas de vida distintas y mejores que las del mundo tópico.

-Comento la primera condición. La comunidad utópica debe superar toda aceptación pasiva de la ortodoxia y de la ortopraxis del mundo tópico, es cierto. Pero debe estar lejos también de una condenación global de todo el orden social vigente; tentación no rara en el utopismo. En efecto, el inconformismo sistemático implica una falta tan grande de discernimiento, y también de libertad del mundo existente, como el conformismo acrítico y servil. La rebeldía crónica e indiscriminada es simplemente una enfermedad mental, psicológica y moral igualmente grave.

El anarquista, hace notar Mannheim, «ve en toda topía (el orden existente actual) el mal en sí». Y eso explica que mientras los representantes del orden vigente sufren «una ceguera hacia las utopías, el anarquista puede ser acusado de ceguera para el orden existente... [Para él] la posibilidad de advertir cualquier clase de [positiva] corriente evolutiva en el campo de la realidad histórica e institucional queda mermada» (Ideología 273-274. +Variaciones sobre este mismo tema, en Paul Ricoeur, Ideología y utopía).

Pues bien, así como una asociación comunitaria utópica desaparece si se ve asimilada por los pensamientos y costumbres del mundo tópico, también es cierto que se empobrece enormemente si se aisla en exceso del mundo histórico presente. En uno y otro caso, no tiene futuro. Por eso, en este punto de equilibrio entre aceptación y rechazo del mundo tópico, contacto y distancia respecto de él, se pone en juego la viabilidad de una utopía concreta.

Por otra parte, la construcción a escala reducida de un orden vital nuevo exige un conocimiento mayor del normal acerca de las posibilidades reales que el mundo presente ofrece en muy diversos aspectos: técnicos, legales, religiosos, habitacionales, informáticos, higiénicos, dietéticos, psico-sociales, económicos, laborales, pedagógicos, etc. Aquellos que no conocen suficientemente las posibilidades reales del mundo tópico no están en condiciones de escapar de sus mallas condicionantes, ni de realizar, aunque sea en forma asociativa menor, un mundo mejor. Aquellos que no conocen bien el presente ni pueden perfeccionarlo, ni están en condiciones de anticipar un futuro mejor. De hecho, los intentos utópicos históricos han sido dirigidos normalmente por personas y grupos muy conocedores de las posibilidades del mundo de su tiempo.

-Comento la segunda condición. No basta que la utopía logre liberarse eficazmente de los condicionamientos negativos del mundo tópico. Por el contrario, la utopía ha de ser la eficaz afirmación comunitaria de un ideal positivo de vida, lleno de verdad, armonía y fuerza benéfica. El Éxodo utópico ha de producirse más por la atracción de una Tierra Prometida que por la repulsa de Egipto, país de tinieblas y de servidumbres humillantes.

Ya lo hemos visto: des-condicionar del mundo no es tan difícil; lo más precioso es rea-condicionar las personas en un nuevo orden vital de calidad. No basta, pues, querer la utopía; es preciso saber cómo hacerla. La revolución del 68 se quedó en nada porque no supo más que dar patadas al orden existente, sin tener capacidad para producir, o siquiera proponer, nada positivo y convincente. Y lo mismo, como hemos visto, sucede en no pocas comunidades utópicas.

La primera y segunda condiciones han de hacer posible a la utopía una vida elegante, es decir, una vida eligente (de eligere), que siempre elige, que quiere estar libre de sujeciones a condicionamientos indebidos; una vida en la que nada se acepta sin más, por inercia gregaria; es decir, en la que todos y cada uno de los elementos integrantes de la vida social -comida, vestido, casa, viajes, horarios, vacaciones, usos y costumbres- todos estén libremente elegidos.

Causa principal del fracaso: la voluntad

Cuando faltan todas o algunas de las condiciones señaladas, fracasa la utopía. Pero ésta naufraga sobre todo cuando falla un aspecto decisivo de la segunda condición señalada: la voluntad de quienes deben traducir la utopía en vida.

En efecto, si fallan los hombres que han de componer la comunidad utópica, ésta se hunde. Un personaje de Aldous Huxley, en su novela antiutópica After many a summer (1939) -en traducción un tanto libre: Viejo muere el cisne-, argumenta en una discusión:

«Desde luego, no hay nada tan desastroso como lanzarse a un experimento social con personas inadecuadas. Mire lo que ha pasado con todos los esfuerzos hechos para fundar comunidades en este país. El caso de Robert Owen, por ejemplo, y los furieristas y todos los demás por el estilo. Experimentos sociales a docenas y todos fracasados. ¿Por qué? Porque quienes los tuvieron a su cargo no escogieron a las personas: no había examen de ingreso ni noviciado. Se aceptaba al primero que llegaba. Eso es lo que se consigue con el indebido optimismo acerca de los seres humanos» (204).

En el mismo sentido podemos citar también una anécdota que recuerda Étienne Gilson (+1978) en Las metamorfosis de la Ciudad de Dios (270-271). El abate Saint-Pierre (+1743) escribió un famoso Projet de paix perpétuelle (1713) para conseguir la paz en Europa mediante una gran República Cristiana. Remitió este Memorial utópico, en el que todo estaba perfectamente previsto y organizado, a Leibniz (+1716), y éste, al parecer sinceramente complacido, le respondió con una carta en la que, no obstante, presentaba una pequeñaobjeción: «sólamente falta a los hombres la voluntad para librarse de una infinidad de males».

Una pequeña objeción... mortal. La cuestión perpetua de la utopía se centra en su posibilidad. Y ésta depende de que, efectivamente, haya hombres que puedan y quieran realizarla. Si no la quieren, la más perfecta utopía es irrealizable, y queda reducida a un sueño vano. Y el mismo resultado se obtendrá si la quieren, pero no pueden, no son capaces de realizarla.

Esta dificultad no escapó a Tomás Moro. Él comprendió bien dos cosas que, simultáneamente consideradas, parecen formar un círculo vicioso. Entendió que, de un lado, difícilmente crecen hombres buenos en un orden malo y maléfico: los hombres buenos requieren un medio generador bueno. Pero igualmente comprendió que sin hombres buenos es imposible crear un orden comunitario perfecto. ¿Qué es antes, el huevo o la gallina?... Su fe en la viabilidad de la utopía parece, en todo caso, muy débil: «No es posible -dice- que las cosas vayan perfectamente a menos que los hombres sean todos buenos, cosa que no espero que suceda hasta dentro de muchos años».

Sólo el Espíritu de Jesús hace asequible el horizonte fascinante de la utopía.

 


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