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JOSE MARIA IRABURU Evangelio y utopía: Utopías cristianas B

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Sectas cristianas modernas

Desroches Dissidences 408-413, Mucchieli 127-133, Séguy, B. Wilson.

Las formas medievales de violento adventismo del Reino, a las que antes he aludido brevemente, en las que se producía un rechazo total del mundo, una comunidad de bienes, impuesta en ocasiones por la fuerza, etc., terminaron pronto y para siempre, ahogadas de modos también muy violentos.

Pero en formas pacíficas vemos reaparecer de algún modo su inspiración en un gran número de sectas, más adictas algunas al Antiguo Testamento y otras, en cambio, más o menos «cristianas». De ellas son bastantes las que todavía existen: anabaptistas, moravos, menonitas, amishianos, hutteritas, cuáqueros, darbistas, rappitas, doukhobors, testigos de Jehová, mormones, diggers, levellers, shakers, labadistas, kelpianos, efratitas, zaoritas, etc. La mayoría de las comunidades utópicas que surgen a partir del XIX en los Estados Unidos pertenecen a alguna de estas denominaciones religiosas.

Bryan Wilson caracteriza bien los rasgos de las sectas que él llama introversionistas (118-140). En ellas se produce un enfrentamiento entre ortodoxia y mundo. La salvación exige una radical separación del mundo, y una inmersión fiel y perseverante en la santa Comunidad de los hermanos, en la que se ingresa normalmente por un bautismo de adultos. En no pocas de estas sectas el aislamiento es no sólo psicológico y moral, sino también vecinal. Establecen colonias y se organizan como un pueblo.

El florecimiento histórico de algunas de estas comunidades ha estado normalmente vinculado a dos factores importantes: la tolerancia cívica del país que les acoge -en América muchas de ellas procedían de Europa- y la posibilidad fácil de adquirir tierras. Con estas condiciones, se han dado comunidades muy prósperas y duraderas. Hasta mediados del XIX era Rusia una de las tierras de promisión. Después, los movimientos migratorios de estas sectas se dirigieron más bien a Estados Unidos o, en menor medida, a Hispanoamérica.

Algunas sectas, aunque no viven del todo separadas del mundo, se distancian de él por los modos de vestir, el lenguaje, o al menos por determinadas costumbres y peculiaridades. Los cuáqueros ingleses, por ejemplo, discutieron largos años antes de renunciar o reducir en el siglo XIX sus peculiaridades. El alemán tirolés, originario de los hutteritas, siguió usándose entre ellos en Rusia o en Estados Unidos, y los doukhobors en el Canadá mantuvieron viva su lengua rusa. Es frecuente en estos grupos la endogamia estricta, de modo que, en algunos de ellos, casarse con alguien extraño implica la expulsión de la comunidad. Tienden también a soslayar como pueden ciertas leyes del Estado moderno y a organizar por su cuenta educación, trabajo, seguridad social o sanidad. Con frecuencia en estos grupos es muy escaso el celo apostólico: dan al mundo por perdido; no tratan de salvarlo, sino de salvarse de él; y si reciben conversos, lo hacen quizá con reservas. A estas actitudes llegaron a veces las sectas introversionistas después de haber sido adventistas. Al no producirse la llegada del Reino de Dios, tratan de vivirlo en la comunidad propia. O antes fueron sectas conversionistas y, al disminuir en ellas la fuerza evangelizadora, se cerraron en la propia santificación comunitaria.

-Los hutteritas. Veamos, al menos, un poco más de cerca la vida de una de estas comunidades, la de los hutteritas. Es una rama disidente de los anabaptistas de Münster, que rechaza su libertinaje y anomía. Acogidos primero en Liechtenstein, pasan a Austerliz, protegidos por los Von Kaunitz, y allí crean, en 1533, una comunidad dirigida por el pastor anabaptista Jacob Hutter, tirolés. En 1540 Riedemann compone la Rechenschaft, la carta magna hutterita, que aún sigue vigente -caso único de duración entre estos grupos-.

Característica de las sectas introversionistas suele ser la frecuencia de las migraciones, que se producen con relativa facilidad, al ser la comunidad mucho más adicta a su ideal comunitario que al paístópico en que tratan de vivirlo. Los hutteritas, en concreto, emigraron sucesivamente a Eslovaquia, Transilvania y Rusia. Al obligarles al servicio militar en Rusia, se trasladaron a los Estados Unidos. Allí, siendo austeros y laboriosos, alcanzaron una notable prosperidad y crecimiento. Pero cuando, en tiempos de la I Guerra Mundial, sufrieron persecuciones a causa de su comunismo de bienes y de su pacifismo antibélico, hubieron de partir en 1918 al Canadá.

Tratan de fundarlo todo en la Biblia. La humildad, la austeridad y sencillez de vida, el servicio continuo a Dios en todo, forman su ideario espiritual básico. Reciben, como sus antepasados anabaptistas, el bautismo ya de adultos, y por ese sacramento se integran definitivamente en la comunidad. Rechazan armas, cargos políticos, juramentos, así como no admiten tributos con fines bélicos, y se desinteresan bastante de la marcha del mundo. Siguen una mística de no-resistencia, de renuncia incluso a urgir sus derechos, manteniéndose sosegados y laboriosos en la confianza en Dios.

Forman matrimonios y hogares individuales, pero cuidan a veces a sus niños juntos en guarderías. Tienen muy altos índices de natalidad. Las comidas las hacen en común, separados por sexos y en silencio. Al ser austeros y laboriosos, consiguen capitalizar fondos que les permiten a un tiempo sostener sus muchos hijos y fundar nuevas colonias. Cuando la comunidad sobrepasa el centenar y medio de miembros, procuran dividirla y crear una nueva colonia. Del inicio de una comunidad hasta el momento de su división, para fundar otra nueva, suelen pasar unos veinte años.

Los hutteritas no tienen propiamente organizacion eclesiástica, pues el régimen cívico y religioso coinciden. Preside la comunidad un ministro, elegido por selección entre los sugeridos en una lista, y finalmente decidido por suertes. Le ayuda un administrador y un consejo de ancianos. Cada área de actividades es dirigida por un jefe nombrado por elección. Su lenguaje familiar es el tirolés, pero emplean el alemán en el culto, y el inglés cuando es necesario. No suelen interesarse por los estudios académicos más allá del nivel primario y tienen sistema educativo propio, que complementan a veces con las escuelas del Estado, si éste se las impone.

El hutterianismo es uno de los sistemas comunitarios que por su estructura constante y su duración -más de cuatro siglos y medio- ha sido objeto de más estudios en sociología religiosa. Esos estudios afirman que la salud psíquica de sus miembros es bastante mejor que la habitual en el mundo. Son pocos los que abandonan la comunidad, e incluso fuera de ella suelen guardar el estilo de vida hutteriano; y de los que se van son bastantes los que vuelven (B. Wilson 123-128; Séguy 156-166).

En 1950 eran unos 10.000 miembros, divididos en 96 comunidades, situadas en Estados Unidos, Canadá, Inglaterra y Paraguay (Desroches Dissidences 411). En 1965 eran 12.500 en Canadá, y más de 5.000 en Estados Unidos (Wilson 125). Semejantes a los hutteritas, los menonitas amishianos son en los Estados Unidos unos 70.000 (B. Wilson 128-132). Se trata de números considerables, si los comparamos, por ejemplo, con algunas congregaciones o institutos seculares de la Iglesia.

-La Brüderhofe. Los sistemas sectarios suelen con cierta frecuencia sufrir divisiones, disidencias a veces organizadas, o simplemente estimulan el nacimiento de otros sistemas de inspiración semejante. La Brüderhofe, por ejemplo, fundada en 1922 por el alemán Eberhardt Arnold (1883-1935), viene a ser una derivación del sistema hutteriano. Sus adictos, bajo el régimen nazi, se ven también forzados a la emigración, primero a Liechtenstein, y en 1935 a Inglaterra, de donde pasan a Paraguay y a los Estados Unidos, en donde reciben ayuda de los hutteritas. Pero mientras éstos son gente sencilla, continuadora de una verdadera cultura popular y tradicional, los arnoldianos -Society of Brothers es su nombre inglés- son más intelectuales, y guardan con el mundo una relación más abierta. Hoy hay tres colonias de la Brüderhofe en Estados Unidos, dos en Inglaterra y una en Alemania (B. Wilson 185-186).

Max Delespesse y André Tange (75-87) describen una de sus colonias, la Woodcrest Community, establecida en Rifton, Nueva York, compuesta de 30 matrimonios, unas 200 personas. En ella vivió la viuda del Dr. Arnold. Un gran comedor reune en veinticinco mesas de a ocho a la comunidad entera, que reza al comienzo y al final de las comidas, durante las cuales hay lectura. El desayuno, en cambio, y tres veces por semana la cena, es en familia. Cada familia tiene su departamento y hay también salas comunes.

Cada año la comunidad elige su jefe y los responsables de los diversos servicios, economía, talleres, fábrica de juguetes, publicaciones. En asamblea de gobierno sólamente se reunen los miembros definitivamente integrados. Otros están a prueba o son menores, y cuando sean mayores decidirán o no solicitar su ingreso. Se cuida mucho la educación de niños y adolescentes en la propia comunidad, aunque los estudios superiores han de hacerse fuera. La comunidad procura que la inclinación personal pueda ser seguida en la profesión laboral y se da igual aprecio a los trabajos manuales o intelectuales. La comunidad de bienes se vive sin mayores problemas. Éstos, cuando surgen, proceden más bien de los familiares ajenos a la comunidad, o de la necesaria dependencia del individuo al grupo.

En su inicio las Brüderhofe eran agrícolas, pero a mediados de siglo asumieron también pequeñas empresas industriales. No han pasado todavía del campo a la ciudad, y no tienen especiales dificultades en su relación con el mundo. Admiten visitantes, que por unos días se introducen en sus trabajos y formas de vida habituales. Aceptan también a no creyentes, pero siempre que manifiesten su voluntad de vivir según las enseñanzas de Jesús.

Nuevas comunidades católicas  

Angot, Bruguera, Delespesse-Tange, Godin, La comunidad de las Bienaventuranzas, Lanza del Vasto, Lenoir, Lepage, Libouban, Liégé, Lockley, Michonneau, Maertens.

Después del VII Sínodo de los Obispos, que estudió «la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo» (1987), publicó Juan Pablo II su exhortación apostólica Christifideles laici (30-XII-1988), en la que consignaba:

«En estos últimos años, el fenómeno asociativo laical se ha caracterizado por una particular variedad y vivacidad. La asociación de los fieles siempre ha representado una línea en cierto modo constante en la historia de la Iglesia, como lo testifican, hasta nuestros días, las variadas confraternidades, las terceras órdenes y las diversas asociaciones. Sin embargo, en los tiempos modernos este fenómeno ha experimentado un singular impulso, y se han visto nacer y difundirse múltiples formas agregativas: asociaciones, grupos, comunidades, movimientos. Podemos hablar de una nueva época asociativa de los fieles laicos» (29).

Es un fenómeno muy cierto y notable. Las nuevas asociaciones laicales suelen ser a un tiempo florecimiento de una plenitudy remedio de una carencia. Tienen, pues, por así decirlo, motivaciones positivas y negativas, ambas providenciales. Por ejemplo, si la Adoración Nocturna procede del crecimiento de la devoción a Cristo en la Eucaristía, surge también como desagravio al menosprecio generalizado de esa presencia eucarística. Igualmente, las nuevas comunidades laicales han nacido modernamente de causas positivas: el sentido fraterno de comunión, la acrecentada conciencia de la vocación a la santidad, al apostolado, a los servicios asistenciales, etc. Y de situaciones negativas: a causa de la descristianización de la sociedad y de los mismos ambientes eclesiales muchas veces los fieles han quedado como a la intemperie, gravemente necesitados de una comunidad, en la que buscan y encuentran una casa espiritual donde vivir. «No es bueno que el hombre esté solo -dice el Señor-: voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gén 2,18). Así es como, por obra del Espíritu Santo, han surgido en los últimos decenios tantas comunidades y asociaciones laicales.

Todas las comunidades laicales cristianas tienen, sin duda, una inspiración utópica. Quede esto claro desde el principio. Todas, en efecto, cada una a su modo, pretenden suscitar en sus miembros una vida distinta y mejor que la del mundo tópico; y según sus diversos carismas, lo procuran y lo consiguen mejor o peor.

El número y la variedad de todas estas obras y asociaciones, predominantemente laicales -algunas de ellas de formidable desarrollo, como Opus Dei, Focolares, Comunidades Neocatecumenales, etc.-, hacen imposible aquí todo intento de enumeración, clasificación o descripción. Y por lo que se refiere a las nuevas comunidades católicas, me remito a las informaciones dadas por los autores que he citado hace poco en bibliografía.

Una distinción, sin embargo, sí conviene establecer en la cuantiosa diversidad de estas obras: los laicos cristianos que se unen para procurarse un régimen de vida mejor que el del mundo secular o bien se asocian para seguir una forma común de vida, o bien se reúnen en una forma de vida en común. Para entendernos, llamaré a las primeras comunidades asociativas, y a las segundas, comunidades convivenciales.

Son muchas más las comunides asociativas que las convivenciales, como es lógico. Pero éstas, aunque siguen siendo las menos, van aumentando en número en los últimos decenios. Y una buena parte de ellas -lo que constituye un hecho bien singular-, aunque están integradas sobre todo por laicos, reunen en la comunidad las diversas vocaciones cristianas, hecho que en la Iglesia de los últimos siglos es relativamente nuevo. Así el Arca, fundada por Lanza del Vasto (+Bruguera, Lanza del Vasto, Libouban). De éstas, pues, que son menos conocidas, describiré en seguida dos, las comunidades de los Foyers y las de las Bienaventuranzas.

Hay también comunidades, como Le Chemin-Neuf, en parte convivenciales, en parte meramente asociativas: una mitad, más o menos, de sus miembros viven en fraternité de quartier -de barrio-, y otra mitad en fraternité de vie, en la misma casa; y pueden pasar fácilmente de un modo al otro (Lenoir 174). También el Emmanuel, una de las comunidades francesas más extendidas y de más vitalidad, reune a sus miembros en grupos residenciales o no residenciales (138). Señalo de paso que la mayor parte de las vocaciones sacerdotales y religiosas que surgen hoy en Francia proceden de éstos y otros movimientos afines, como los Foyers de Charité y las Comunidades de las Bienaventuranzas.

Los Foyers de Caridad

Los Foyers (hogares) tienen su origen en Marthe Robin (1902-1981), de la que escribe Jean Guitton: «lo que predominaba en Marta era su don sacrificial, a imitación de Cristo... Y en ella el don era en estado puro, sin descanso, sin discontinuidad» (+Antier 9). Nacida en una granja, en la que vive hasta su muerte, acude a la escuela próxima de Châteauneufde-Galaure, en la región francesa del Drome, hasta los catorce años, para permanecer después con los trabajos de la casa. En 1918 sufre una grave enfermedad, en 1926 comienza a guardar cama y unos años más tarde queda paralítica. En octubre de 1930 recibe los estigmas del Crucificado y una profundísima configuración a Él, como ella misma confiesa: «cada semana, a partir de la tarde del jueves, Él continúa por mi miseria y en mi miseria Su Pasión de Amor... para su gloria y para la redención de las almas de todo el mundo». En adelante, hasta el fin de su vida, ya no podrá comer, ni beber, ni dormir: «de lo cual -como diría el beato Raimundo de Capua- puede concluir el hombre de fe que su vida era toda ella un milagro» (Vida de Santa Catalina de Siena 170).

En febrero de 1936 visita a Marta el padre Georges Finet (1898-1990), sacerdote de la vecina diócesis de Lyon, y ella, sin haberle conocido de antes, le reconoce al momento. En varias horas de conversación, Marta le manifiesta entonces que Dios quiere que se funden muchos centros, en los que una comunidad estable de fieles, con un Padre, un sacerdote, y una Madre, la Santísima Virgen María, formen verdaderos «Foyers de luz, de caridad, de amor». Y también «de parte de Dios», termina diciéndole al padre Finet: «es usted quien ha de venir a Châteauneuf para fundar el primer Foyer de charité». Es tal la unión que el Señor establece entre Marta y el padre Finet para llevar adelante «la gran Obra de su Amor», que en adelante él no podrá hacer nada sin ella, ni ella sin él.

En septiembre del mismo año el padre Finet da ya el primero de los retiros de cinco días, característicos de los Foyers, y dos de las participantes serán después los primeros miembros del Foyer primero.

A partir de 1940, después de haber ofrecido a Dios sus ojos, con el permiso del P. Finet, queda ciega. Recluída permanentemente en su cama, recibe hasta su muerte una larga serie de visitantes, a los que infunde siempre fe y esperanza, alegría y caridad.

El Consejo Pontificio para los Laicos ha aprobado los estatutos de los Foyers de Charité como Asociación privada de fieles de carácter internacional. Actualmente existen 74 Foyers repartidos por todo el mundo. Cada comunidad, que puede ser más o menos numerosa -4, 20, 50 miembros-, tiene un Padre, un responsable laico y un consejo, y se compone sobre todo de bautizados célibes, pero también de viudos, matrimonios con o sin hijos, y a veces de sacerdotes colaboradores. Unos y otros, habiendo abandonado sus profesiones anteriores, viven y trabajan juntos, oran unidos y, como una gran familia, participan mutuamente de sus bienes materiales y espirituales. Como dice uno de sus miembros, «nuestra vocación es la vida comunitaria, la vida de familia. Es la comunidad de los primeros cristianos, hombres y mujeres... Como dicen los Hechos, todo lo tenían en común. Y con ellos estaba María» (Lenoir 83).

La actividad principal de un Foyer son los retiros en silencio de cinco días y, en lo posible, la escuela de niños. Comunidad y niños rezan siempre por el fruto espiritual de los retiros. Y junto a esto, según las necesidades del lugar, puede haber otros servicios: atención parroquial, catequesis, casa de retiro para ancianos, publicaciones, etc.

El compromiso de los miembros, según el montfortiano Secreto de María, es una consagración a Jesús por María, diariamente renovada cada mañana. Todos, en efecto, se confían especialmente a la educación de la Virgen, para vivir el Evangelio como regla de vida: ella es siempre, a todos los efectos, la Madre de cada Foyer.

Por la oración y el trabajo, la vida espiritual de la comunidad halla en la Eucaristía su centro continuo. De este modo, toda la familia del Foyer vive intensamente el sacerdocio redentor de Jesucristo, uniendo siempre el sacerdocio ministerial del Padre y el sacerdocio común de la comunidad.

«Somos simples bautizados, trabajadores... Y todo lo que hacemos cobra un sentido inmenso gracias a la Eucaristía. Por ella, todo lo que es ordinario y cotidiano, siendo ofrecido, se hace sagrado... consagrado y comunión: gracias al sacerdocio del sacerdote que hace eficaz el nuestro... Y así lo ordinario se hace poderoso para la salvación de todos» (Lenoir 90).

Marta Robin fue una ayuda espiritual muy importante, a veces decisiva, para no pocas personas y obras católicas nacientes: Hna. Magdalena (Petites Soeurs de Jésus), Graziella De Luca (Focolares), Jean Vanier (el Arca), padre Talvas (le Nid), Marie-Hélène Mathieu (Foi et Lumière), Thérèse Cornille (foyers Claire Amitié), etc. (Lenoir 186-196). El hermano Ephraïm, por ejemplo, pastor protestante, el fundador de la Comunidad de las Bienaventuranzas, cuando estaba iniciando su comunidad con su familia y con otro matrimonio también protestante, fue a visitar a Marta:

«Lo que ella me dijo iba a cambiar el curso de mi vida. Saliendo de su habitación, tenía ganas de bailar y de correr bajo el sol. ¡Qué sensación de libertad! Gracias a esta entrevista, mi vida, hasta entonces en mis manos, se vio de pronto aspirada por Dios, atrapada hasta el vértigo... Oh Marta, con el hambre de Dios que tengo y que tú me has comunicado, me has dado también el modo de responder a ella, la comunidad».

«El encuentro y la amistad de Marta han sido, ciertamente, determinantes para revelar a la comunidad [de las Bienaventuranzas] su propia vocación en el corazón de la Iglesia. Por ella hemos tocado nosotros las llagas redentoras del Salvador; por ella, cuyo único alimento durante cincuenta años fue la Eucaristía, hemos conocido nosotros [antes protestantes] que «Su cuerpo es verdadera comida»; por ella también, que se había ofrecido por los sacerdotes, vamos nosotros profundizando siempre en nuestra identidad sacerdotal. Hemos de hacer nuestro aquello que decía ella: toda la vida cristiana es una misa y toda alma en este mundo una hostia... [Marta es] uno de los seres más extraordinarios de la historia cristiana, el más asombroso que ha inventado el amor de Dios. Su misión excepcional hace de ella una de las santas más grandes de todos los tiempos» (Antier 193-194).

La Comunidad de las Bienaventuranzas

Antes llamada del León de Judá y del Cordero Inmolado, la Comunidad de las Bienaventuranzas reúne en comunidad convivencial a los diversos estados de vida cristiana: sacerdotes, diáconos, célibes consagrados con votos y familias. Todos renuncian a la propiedad privada y al ahorro, lo tienen todo en común, son especialmente orantes, y viven de sus trabajos y de los donativos que quiera suscitar la Providencia. Hay más de 1.200 miembros en setenta comunidades repartidas desde Moscú a Nueva Caledonia, en Oceanía, especialmente en Europa occidental y oriental, más Israel y Líbano, seis países africanos, Perú, México y Canadá. Canónicamente es una Asociación privada de fieles, que incluye una Fraternidad sacerdotal.

El fundador de esta obra, el hermano Ephraïm, fue breve tiempo pastor protestante. Después de haber conocido diversas comunas modernas, y también el Arca, de Lanza del Vasto, inicia con su esposa Jo y otro matrimonio una vida de comunidad, a la que pronto se agregan otros matrimonios y célibes. Dos años después, el descubrimiento de la Iglesia, de la Eucaristía y de la Virgen María les lleva a hacerse católicos. En 1975 la comunidad se instala, sin tener apenas planes preconcebidos, en el convento Notre-Dame de Cordes, en Francia.

Durante los ocho primeros años, la Comunidad es casi exclusivamente orante y contemplativa, toma a Santa Teresa de Jesús como «maestra de oración» y desarrolla una profunda vida litúrgica: Eucaristía, liturgia de las Horas, adoración del Santísimo, etc. «La semana está organizada como una ascensión hacia el domingo, el día de la Resurrección» (Lenoir 154). Posteriormente, al crecer en número y en madurez espiritual, la Comunidad, desde los años ochenta, se ha ido abriendo a una gran variedad de actividades apostólicas -retiros, peregrinaciones, campamentos de jóvenes, cassettes, videos, teatro, radio, publicaciones-, así como a varios servicios de acogida y asistencia -mujeres tentadas a abortar, terapias médico-espirituales, pobres, solitarios, enfermos terminales, etc.-.

En todo caso, declara el Hno. Ephraïm, «el polo contemplativo sigue siendo el fundamento, el corazón de nuestra vocación y de su encarnación, y lo vivimos intensamente con la Virgen María, pequeña, pobre y escondida, y sin embargo presente en todas las etapas de nuestra redención» (La Comunidad 3-4). «Es Marta Robin la que más nos ha sostenido, confimado, amado y marcado» (Lenoir 169). Y «sin duda, la espiritualidad que desde el comienzo nos ha enganchado es la espiritualidad del Carmelo» (171). El lema de la Comunidad es el de santa Teresa del Niño Jesús: «ser el amor en el corazón de la Iglesia».

Una jornada normal viene a ser ésta: 7: laudes y adoración del Santísimo, que será continua todo el día. 7,45: desayuno y rosario. 9: trabajo. 12: misa y comida. 14,30: trabajo. 18: vísperas, formación o canto. 19: hora familiar y cena. 21,30: completas. Como dice el Hno. Ephraïm, la vida en la Comunidad «es semejante en su organización a la vida en un monasterio» (154).

«Las etapas de crecimiento de la Comunidad enseñan claramente que es preciso apartarse del mundo en cierta medida, para ir constituyendo una presencia eficaz en medio de este mundo al que no pertenecemos» (La Comunidad 3). El hermano Ephraïm explica las relaciones entre su Comunidad, sin duda utópica, y el mundo tópico en el que se encarna y realiza. Para lo que venimos estudiando en esta obra, nos interesa el tema de un modo especial.

«Yo no andaba buscando un modelo de vida comunitaria. Lo que yo buscaba era gente que viviera de una manera auténtica [...] En principio, no somos nosotros los que hayamos elegido. Al comenzar la Comunidad, éramos dos matrimonios, y después se agregaron a ella otras parejas y célibes, de modo que recibimos esta vocación cuando teníamos ya esposa e hijos. Podría parecer esto cosa de locos, pero para nosotros se mostraba como una simple evidencia [...] Comprobamos que la vida conyugal y la vida familiar se plenificaba en un ambiente de oración, de adoración, incluso de cierto silencio, y que los niños se beneficiaban de todo eso. Encontramos así un equilibrio humano que es superior al que se encuentra en el mundo. Muchos de los elementos de esta vida consagrada son sumamente equilibrantes; se vive actualmente en un mundo de barbarie, donde el laico cristiano se ve permanentemente agredido en los valores fundamentales de su fe.

«Hoy se habla mucho de la familia cristiana, y está muy bien, pues es preciso regenerar el tejido vivo de la Iglesia comenzando por las células básicas que son las familias. Sin embargo, es también muy necesario darse cuenta del combate espiritual que se está librando y que lo que está en juego es la familia. Parece como si la sociedad actual hiciese todo lo preciso para destruirla, y eso de una manera sutil, por medio de la gran liturgia de los medios de comunicación, que destila el veneno del adulterio, el infanticidio, el libertinaje entendido como norma de comportamiento social. Pues bien, las familias necesitan encontrar lugares de Iglesia en los que rehacerse y en donde encontrar una lógica vital distinta, otra normalidad, que es justamente la del Reino.

«Se nos critica diciendo que la comunidad es como un refugio para algunos. Y yo digo que sí: bien loco tendría que estar aquel que no buscara un refugio en las horas de peligro. Nuestra generación recuerda a aquella de Noé, y se ríe de quienes en la tierra firme se construyen un arca. Pero es evidente que un cierto número de matrimonios de la Comunidad no hubieran podido mantenerse firmes en el mundo. Para otros, en cambio, la Comunidad no es un refugio, sino más bien una prueba buscada, que les permite crecer y darse más.

«La vida comunitaria es un aprendizaje en las relaciones. El espíritu cartesiano no es el Espíritu Santo: pensamos mucho y ponemos en práctica muy poco. Por el contrario, la Comunidad es una estimulación incesante a poner en práctica el amor: entre esposos, entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas, entre cada uno y Dios, entre los grupos que formamos y Dios. Uno al principio es aprendiz, y cuando mira es preciso que mire bien, para darse cuenta, antes de seguir menospreciando, que todos esos que están ahí, que han dejado todos sus bienes para seguir a Jesús, no son santos, y que va a ser preciso amarles tal como son. En el mundo, fuera de las relaciones familiares, nadie está obligado a vivir con extraños [...] En comunidad, estamos obligados a ver a este hermano, y a verle de cerca, hasta que veamos a Dios en él.

«Es normal que [en la Comunidad] hallemos una gran variedad de los estados de vida que la Iglesia reconoce: familias con niños pequeños, matrimonios mayores, célibes de los dos sexos que eligen o no hacer los tres votos de pobreza, castidad y obediencia en manos del obispo, eligiendo esta relación inmediata con Dios y haciéndose testigos para todos de la radicalidad evangélica. Otros son llamados al diaconado o al sacerdocio. Hay viudas que se consagran, según la antigua tradición de la Iglesia, para permanecer en su estado y entregarse más a Dios y a los otros. En cuanto a los divorciados vueltos a casar, que desean reconciliarse con la Iglesia y para ello vivir en castidad, el apoyo de una vida comunitaria, donde se están viviendo relaciones afectivas en castidad, es precioso. Y además de estas situaciones diferentes, que van del aprendizaje primero al compromiso definitivo, la comunidad acoge también en su seno a personas con ciertas deficiencias o enfermedades, que en la sociedad no hallarían acogida sino en medios hospitalarios».

Pero los cristianos, en lugar de retirarse del mundo ¿no deben dar testimonio de Jesús dentro del mundo mismo? A esta pregunta responde el Hno. Ephraïm:

«Jesús no nos retira del mundo, pero quiere que seamos preservados del mundo [...] Hay en esto dos aspectos: por un lado, la vida oculta en Dios, en la oración, la koinonía, es decir, la comunión que fortifica a los cristianos en la vida sacramental, y por otro lado la vida al exterior. Pero lo uno no puede aguantarse firme sin lo otro». Esta relación con la vida exterior tuvo una modalidad en los ocho primeros años, en que la Comunidad era predominantemente contemplativa:

«¡Basta retirarse un poco para que el mundo entero se nos venga encima!... Muy pronto hemos visto afluir el mundo a nosotros -también por el correo abrumador que actualmente recibo-, con todos sus problemas. Nos vemos precisados a estar al corriente de cuanto pasa en el mundo, aunque no sea más que porque el mundo viene a nosotros. Es decir, incluso viviendo una vida contemplativa bastante estricta, nunca se está separado del mundo, pues de otro modo esa vida contemplativa sería falsa. Siempre los hombres han recorrido kilómetros para ir a ver a un staretz, un hombre en el desierto, en una gruta...

«Pero además, en un segundo momento, nos hemos sentido llamados a la tarea de evangelizar en todas sus formas»: cassettes, teléfonos de atención a mujeres tentadas al aborto, etc. «Y hemos conseguido victorias por el ayuno y la oración. Todos estos apostolados son obras de misericordia, obras que desbordan de Dios, que habita en nuestros corazones». Y también algunas Comunidades especiales acogen a personas psicológicamente heridas, o marginadas, o aisladas por el sida, etc., para ayudarles en una terapia médico-espiritual (Lenoir 157, 162-165).

Las objeciones que se hacen a veces contra las comunidades convivenciales, acusándoles de retirarse demasiado del mundo, lo que en el caso de los laicos no sería conforme con su vocación secular, pueden tener a veces fundamento, según los casos. De todos modos recuerdan bastante a las objeciones que en un primer momento, en el siglo IV, se hicieron contra los monjes que se iban al desierto. A esas acusaciones, como ya expuse en otras páginas (De Cristo o del mundo 50-52), un San Juan Crisóstomo, por ejemplo, respondía entonces que a quien había que pedir cuentas era a quienes habían convertido la ciudad en una selva llena de fieras sueltas o en una casa incendiada; no a quienes salvaban su vida en el desierto (52).

Por otra parte, conviene tener muy en cuenta que, aunque estas comunidades se retiran enérgicamente de las costumbres del mundo, sus miembros, por la oración y por las actividades apostólicas y asistenciales, están con frecuencia mucho más próximos a los hombres del mundo que otros laicos cristianos, más celosos de su propia secularidad y mucho más distantes de la gente. Esto es importante.

Otra objeción, a la que responde Jo Croissant: «Siempre nos preguntan: «¿Y los hijos?»... Y nos hacen sonreir, cuando sabemos lo que tienen que vivir los niños del mundo, mientras que vemos a los nuestros, en su mayoría, felices y equilibrados. ¿Qué mejor herencia podemos transmitirles que la de una fe profunda y vivida, y los tesoros de paz y amor acumulados en la oración y la vida fraterna, y familias unidas en el mismo deseo de servir a Dios y a nuestros hermanos los hombres?...

«El hecho de que todos los estados de vida estén representados en la Comunidad es una gran fuente de equilibrio humano y afectivo, que permite a cada uno dar lo mejor de sí mismo. Monjes y monjas evidencian la llamada a la radicalidad, y el ejemplo de las familias, del don de su vida por los hijos, es muy estimulante para aquéllos que tienen la tendencia de medir excesivamente sus esfuerzos» (La Comunidad 12).

Soledad y peregrinación

La gracia no prescinde de la naturaleza, sino que acomoda normalmente su acción a las condiciones de ésta. Pues bien, si más arriba recordaba, en clave natural, la virtualidad espiritual del aislamiento y de los viajes, ahora señalo, en el orden religioso, cómo todas las culturas han conocido el valor de la soledad y de las peregrinaciones para ocasionar cambios profundos en los creyentes. No se confunden, por supuesto, soledad y peregrinación, ya que ésta muchas veces se hace en grupo; pero ambas coinciden en alejarse del mundo tópico, para mejor adentrarse en la utopía. Por eso trato de ellas juntamente.

Siddhartha Buda, en el siglo VI antes de Cristo, a los 29 años, abandona su familia, esposa e hijo, y emprende una larga marcha como monje mendicante, a la búsqueda de la verdad. Cambia su porte externo, se corta la cabellera, viste una túnica color azafrán y alcanza la iluminación que pretendía. Y es también en el apartamiento de la sociedad común, en el monte Hira, donde el profeta Mahoma recibe revelación y misión. La historia de las religiones nos muestra claramente que ascetas y místicos han conocido siempre que el aislamiento es, hasta cierto punto, condición imprescindible para la conversión profunda de la persona. Así lo ha entendido siempre el monasterio cristiano, el centro budista, el ashram de la India o la lamasería tibetana. Pero recordemos sobre todo lo que más nos interesa, la tradición de Israel y de la Iglesia.

En el comienzo de la historia de la salvación, Yavé ordena a Abraham romper con toda la malla de costumbres, condicionamientos e instituciones del mundo tópico que le envuelve: le manda -es decir, le concede, como gracia primera de muchas otras- «salir de su tierra y de su parentela» y marchar a una Tierra desconocida y utópica (Gén 12,1-2). Siglos más tarde el Señor, para formarse con la descendencia de Abraham un pueblo verdaderamente nuevo, estima conveniente hacerle salir de Egipto, y aislarlo durante cuarenta años de peregrinación por el desierto, antes de darle entrada en la Tierra prometida. Y durante ese éxodo, para recibir el don grandioso de la Ley divina, Moisés ha de permanecer a solas cuarenta días, alejado de todos los hombres de su pueblo, en la majestuosa altura del monte Sinaí.

En los umbrales de los tiempos nuevos, Juan Bautista espera al Salvador en el desierto. Cristo se aisla totalmente durante cuarenta días antes de la epifanía de su bautismo. Los Apóstoles «dejan todo lo que tienen», salen de su casa, de su familia, de su pueblo, de su trabajo, y comienzan una vida nueva siguiendo a Cristo (Lc 18,28). San Benito en la cueva de Subiaco, San Ignacio en la gruta de Manresa, buscan y hallan a Dios en el apartamiento del mundo. Entra, pues, muchas veces en el plan de Dios que sus más preciosas llamadas e iluminaciones lleguen al hombre en un des-condicionamiento radical del mundo tópico ordinario. «Yo la seduciré, la llevaré al desierto y le hablaré al corazón» (Os 2,16).

El libro del Éxodo, en la historia de la espiritualidad cristiana, se ha considerado siempre con atención privilegiada, viendo en ese formidable movimiento de Israel por el desierto una gran parábola de la Iglesia, que ha de salir espiritualmente del mundo para peregrinar en la esperanza hacia la tierra prometida celestial (2Cor 6,17; 1Pe 1,17; 2,11).

El aislamiento permanente de la vida del mundo, ya desde antiguo, se ha realizado en monasterios, conventos y eremitorios. Y también la peregrinación permanente ha sido, sobre todo en el Oriente cristiano, forma habitual de vida para algunos monjes, que en extrema pobreza mendicante, oraban y andaban sin cesar: «no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro» (Heb 13,14).

También ha sido altamente valorada en la tradición espiritual cristiana la expatriación voluntaria por motivos ascéticos (xeniteia). «Era doctrina común entre los espirituales de la antigüedad que no bastaba la renuncia y la separación del mundo para ponerse en el buen camino del monacato; era preciso, además, desarraigarse, salirse del propio medio vital y emigrar al extranjero» (Colombás II,129).

Arsenio, Evagrio, Paladio, Martín de Tours, Paulino de Nola, Casiano y tantos otros, son en la antigüedad muchos los santos y maestros espirituales que, buscando la perfección evangélica, para seguir a Cristo más libremente, se expatrían, «dejándolo todo». Pretenden así situarse en tierra extraña, en pueblo ajeno, en lengua diversa, para vivir más fácilmente en este mundo como «forasteros y extranjeros» (1Pe 2,11). Y en otro sentido, también importante, la xeniteia viene a ser una forma extrema de pobreza.

San Jerónimo, dálmata autoexiliado en Roma y más tarde en Belén, quiere acompañar a Cristo, desterrado en este mundo. Y así lo aconseja a sus amigos y discípulos: «si deseas la perfección, salte con Abraham de tu patria y de tu parentela» (Epist. 125,20). Abraham, en efecto, abandonó su tierra, «pues no creyó hacedero poseer al mismo tiempo la patria y al Señor» (71,2). Jerónimo, en su personal estilo, a veces un tanto desmedido, llega a decir: «el monje no puede ser perfecto en su patria. Y no querer ser perfecto es un delito» (14,7).

Es cierto que soledad y peregrinación se diferencian en que la peregrinación muchas veces se hace en grupos, viniendo a ser, precisamente, una experiencia estimulante de santa vida fraternal; pero también es cierto que no pocas veces se une deliberadamente soledad y peregrinación. Es el caso, por ejemplo, de San Ignacio de Loyola, cuando se fue solo a Tierra Santa:

«Aunque se le ofrecían algunas compañías, no quiso ir sino solo; que toda su cosa era tener a solo Dios por refugio... Llevando un compañero, cuando tuviese hambre esperaría ayuda de él; y cuando cayese, que le ayudaría a levantar; y así también se confiara de él y le tendría afición por estos respectos; y que esta confianza y afición y esperanza la quería tener en solo Dios. Y esto que decía de esta manera, lo sentía así en su corazón. Y con estos pensamientos él tenía deseos de embarcarse no sólamente solo, mas sin ninguna provisión» (Autobiografía 35). Sólo Dios basta.

La virtualidad transformante de la separación temporal del mundo ha sido también conocida siempre en los noviciados y seminarios de la Iglesia. Estos centros de formación crean con relativa celeridad hombres mental y conductualmente nuevos en la medida en que, por gracia de Dios, tienen fuerza suficiente: 1º, para des-condicionar a los candidatos del mundo viejo del que proceden, y 2º, para re-acondicionarlos al mundo nuevo de los pensamientos y caminos de Dios, que no son, precisamente, los pensamientos y caminos de los hombres (Is 55,8).

En este sentido, la ineficacia sorprendente de ciertos noviciados y seminarios, que en tres, cinco o siete años, se muestran incapaces de producir en las personas cambios profundos y duraderos, se explica en buena parte por la notoria insuficiencia del aislamiento. Fracasan en su intento cuando no tienen fuerza para des-socializar del mundo tópico, ni tampoco para re-socializar en el mundo utópico de la Buena Nueva. Si los formandos van a sus casas continuamente, estudian en centros civiles, y asumen grandes dosis de vida secular en estudios, deportes, viajes, prensa y televisión, etc., pueden pasar por varios años de formación y salir de ellos más o menos como entraron.

La espiritualidad del retiro y de la peregrinación ha tenido también siempre notable importancia en la vida de los laicos, aunque en éstos se produzcan en formas temporales. El Señor ordena que los israelitas peregrinen al Templo de Jerusalén periódicamente (Ex 23,14-17; salmos de peregrinación), y así lo hace la Sagrada Familia (Lc 2,41). Siempre los creyentes, saliendo de su vida ordinaria, han buscado a Dios en tiempos de retiro o peregrinando a lugares especialmente sagrados. Siempre han buscado así con esperanza la nueva gracia necesaria, ese cambio de vida decisivo y deseado.

Uniendo a la oración el ayuno de la vida normal, de este modo, no exento de misterio, por el camino largo, en la hospedería monástica, en unos días de retiro singularmente distantes de las rutinas ordinarias, descubren quizá por vez primera el sentido de una vida orante, pobre y ascética. Y en la peregrinación o en el retiro silencioso, el Señor les ha dado a conocer que habitualmente viven engañados, que muchas de las cosas que estiman necesarias son supérfluas e incluso nocivas, que es perfectamente posible una vida distinta, más sencilla y feliz, más libre, más heroica, más fraternal, y sobre todo, más centrada en Dios, más tensa hacia esa Jerusalén celeste, que está tan próxima.

Los Ejercicios espirituales, por ejemplo, son desde hace siglos un lugar privilegiado para la conversión, el encuentro con Dios, el discernimiento vocacional, el cambio de vida. Pero recuérdese que San Ignacio de Loyola estima necesario salir completamente de todo el orden tópico de la vida ordinaria: el fiel cristiano, en efecto, «tanto más se aprovechará, cuanto más se apartare de todos amigos y conocidos, y de toda solicitud terrena; así como mudándose de la casa donde moraba, y tomando otra casa o cámara para habitar en ella, cuanto más secretamente pudiere» (20).

Los retiros periódicos y las peregrinaciones, hoy frecuentes entre los laicos que buscan la santidad, proceden de una muy larga y continua tradición. Siempre las hospederías monásticas han acogido por un tiempo a los seculares, ofreciéndoles un ámbito orante, pobre y bello, litúrgico y silencioso. Siempre ha habido órdenes religiosas -Cluny se distinguió en esto, y por supuesto las Órdenes Hospitalarias-, que han suscitado y apoyado las peregrinaciones, viendo en ellas un tiempo utópico, distinto del normal, especialmente abierto a gracias nuevas.

Las peregrinaciones antiguas -a Jerusalén, por ejemplo, o a Santiago de Compostela- solían durar varios meses, cuando no años, y con cierta frecuencia eran el cumplimiento de un voto. El peregrino arreglaba sus asuntos laborales, confiaba su familia a una tutoría segura, hacía quizá testamento, asistía a una conmovedora celebración litúrgica, se despedía de su familia -quién sabe si para siempre-, y abandonándose a la Providencia divina y al cuidado de Santa María, de los ángeles y de algún santo de su especial devoción, iniciaba su largo caminar bajo el sol o bajo las estrellas.

Implicaban, pues, las peregrinaciones una ruptura durable con la vida tópica precedente y una larga inmersión en una experiencia utópica nueva e intensa, que solía estar configurada por una variada tradición de costumbres devocionales y de prácticas caritativas: oraciones, rezos y cantos, visitas por el camino a santuarios señalados, ejercicio de la caridad con pobres y enfermos, etc. No es raro, pues, que Dios obrara con frecuencia maravillas de gracia en los peregrinos.

Santa Ángela de Foligno (+1309), madre de ocho hijos, es iniciada en altísimas iluminaciones con ocasión de una peregrinación a Asís. Santa Brígida de Suecia (+1373), madre también de ocho hijos, peregrina a Compostela con su marido Ulf; y a la vuelta, él ingresa en un monasterio cisterciense, y ella, al poco tiempo, comienza a recibir de Dios notables revelaciones místicas. Muchos otros ejemplos semejantes podrían aducirse.

Siendo esto así, no debemos ignorar, sin embargo, que los antiguos Padres manifestan a veces ciertas reticencias sobre la utilidad espiritual de las peregrinaciones, precisamente cuando éstas eran a veces excesivamente apreciadas. San Jerónimo, aludiendo a Juan 4,20-23, hace notar que «los verdaderos adoradores no adoran al Padre precisamente en Jerusalén o en el monte Garitzim, pues Dios es espíritu, y sus adoradores deben adorarle en espíritu y en verdad. Y el Espíritu sopla donde quiere» (Epist. 58,2-3).

Y si es verdad que siempre ha existido la tentación de falsificar las peregrinaciones, dejándolas en turismo o en simple viajes de estudio, hay que reconocer que este peligro es hoy, sin duda, mucho mayor que en la antigüedad, ya que entonces la peregrinación se realizaba normalmente en unas condiciones muy duras, que favorecían la autenticidad de su ascetismo religioso.

Pero esto sólo significa que ahora habrá que cuidar con especial atención la calidad espiritual de las peregrinaciones, para que se realicen con pureza de intención y medios santos. Hoy son muchas, felizmente, y cada vez más, las peregrinaciones a Tierra Santa, a Roma, a Santiago, a santuarios marianos, a concentraciones con el Papa, etc. Y en ellas se prueba de hecho con frecuencia -en conversiones duraderas, en suscitación de vocaciones- que Dios sigue comunicando su gracia interna en unión a la gracia externa de la peregrinación piadosa.

Experiencias nuevas temporales

Cada cristiano se ve frecuentemente encerrado en su circunstancia de vida como en una jaula, que en parte él mismo se ha construído al paso de los años, y que en parte le ha venido impuesta por su entorno personal. Unas veces esa jaula le resulta confortable, y otras, opresiva. Pero en los dos casos se halla como apresado en una malla férrea de condicionamientos diversos, que se exigen mutuamente y que se producen entre sí.

Por otra parte, el apremio laboral del mundo moderno es bastante estricto, y ausencias prolongadas, como aquellas de las peregrinaciones a que antes aludía, no son hoy posibles para muchos. El tiempo de la jubilación, sin embargo, puede abrir la vida a posibilidades nuevas muy valiosas, siempre que el jubilado no sea como un pájaro que, demasiado acostumbrado a su jaula, no sale a volar, aunque le abran la puerta. Y también las vacaciones ofrecen a los adultos y especialmente a los jóvenes, opciones muy importantes. Es un tiempo de libre disposición, que o se malbarata miserablemente en trivialidades y aburrimientos, o es ocasión para preciosas exploraciones y enriquecimientos personales.

Jubilación y vacaciones son, pues, tiempos muy importantes, que deben ser pensados, elegidos y preparados con mucha oración y con todo cuidado. En el tiempo laborioso cada uno tiene la forma de su vida en buena parte sujeta a la necesidad; pero en el tiempo vacacional cada uno recibe una buena dosis de libertad, para dar a su vida la forma que prefiera. Dime cómo pasas las vacaciones y te diré quién eres.

Pues bien, es indudable que muchas veces el salir por un tiempo del planteamiento tópico de la vida ordinaria, para entrar, aunque sea por poco tiempo, en un ámbito utópico mejor, puede ser para el cristiano una ocasión -una gracia externa- de gran importancia en orden a su conversión -que sólo podrá lograr con la gracia interna de Dios-. Pensemos, por ejemplo, en estancias más o menos largas en un Cottolengo, en una Hospedería monástica, en un Centro asistencial, en una Misión, en un Campo de verano, etc. Traeré algunos testimonios.

Una Comunidad de laicos belga, en coordinación con Ayuda a la Iglesia Necesitada, organiza un viaje a Rusia para visitar unos cuantos núcleos de creyentes y llevarles imágenes y libros religiosos.

«Lo que más me conmovió -cuenta uno de los expedicionarios, traductor del ruso- fue el encuentro con una mujer de unos cincuenta años en la parroquia de Nishny Novgorod, en Gorky. Procedía de antiguos círculos disidentes, y tomaba parte en un encuentro de fin de semana que organizaba allí nuestra comunidad de laicos. Cuando estábamos sentados juntos, comenzó a llorar de repente. Lloraba y lloraba. Finalmente, nos dijo que por medio de nosotros había recibido respuesta a todas las cuestiones que durante tantos años no le habían dejado dormir por las noches... ¡Sí, el alma del hombre no encuentra descanso hasta que descansa en Cristo!». Este joven belga ha ido después a vivir a Rusia y se dedica al apostolado de los libros religiosos, allí tan necesario.

Un joven profesional que pasa sus vacaciones en un Centro asistencial de las Misioneras de la Caridad, fundadas por la Madre Teresa de Calcuta:

«Uno de estos infelices acogidos en la Casa me decía el otro día: "en mi vida sólo me han sucedido cosas malas, una detrás de otra. Aquí es la primera vez que conozco gente buena, personas que están dedicadas sólamente a ser buenas y a hacer el bien. Nunca había imaginado siquiera que hubiera gente así. Ha sido para mí una revelación tan grande, que me ha llevado a la fe cristiana"... Para mí también es esta Casa una revelación. Todo está pensado en ella para que pasemos el día orando y haciendo el bien. Nunca había experimentado yo una alegría tan pura y tan estable. Los descansos los empleamos en pensar y hablar del bien hecho o del bien que hemos de hacer mañana, o de vez en cuando salimos a caminar, a remar, a visitar algún pueblo. Pero a nadie se le ocurre aquí buscar otros modos de divertirse: bastante diversión hay en la misma Casa.

«Éste es realmente un mundo distinto. Es un milagro diario: existe realmente, existe hace años, y todo hace pensar que seguirá existiendo, por la gracia de Dios. Cuando vuelva a casa... Me da miedo pensar en el regreso a la vida de siempre. Le escribo a mi novia casi todos los días y ella también me escribe, pero veo que no acaba de enterarse de la novedad que estoy viviendo... Cuando nos casemos y comencemos a vivir en nuestro hogar ¿cómo será posible prolongar allí de alguna manera el ambiente espiritual que en esta Casa se vive?... Algo he oído acerca de que hay una asociación que permite a las familias participar del espíritu de esta Obra, y participar habitualmente en ella... Me tengo que enterar, pero no sé qué podrá dar de sí... Sería para mí criminal volver a la vida de siempre. ¿Pero cómo evitarlo? Ya ve usted que, como suele decirse, "estoy en crisis", aunque confío en que sea para bien. Pida mucho al Señor por mí. Estoy necesitado de un milagro».

Una joven que ha ido a colaborar una temporada en las actividades misioneras y asistenciales que los Siervos de los Pobrestienen en la cordillera andina:

«Padre, siempre le quedaré muy agradecida por haberme sugerido venir aquí. Hace dos días regresamos de la misión. Tuvimos un par de días muy malos, y bajó mucho la temperatura en aquellas alturas. Pasamos un frío terrible, y volví un poco enferma. Ahora le escribo desde la cama, perdone la letra. Visitábamos las casas, el Padre las bendecía con agua, rezábamos un poco con la familia, y les citábamos para la misa y el acto misional. Yo me encargué de dar catequesis a los niños. El último día una de las niñas me agarraba fuerte de una mano, y me preguntaba: "¿cuándo volveréis?". Es la pregunta que nos hacían todos... Aún no se me ha soltado el nudo de la garganta. Yo creo que es esto lo que me tiene enferma, más que el frío o lo que tuvimos que comer. En los veinticinco días que llevo aquí el Señor me ha evangelizado más que en los veinticinco años de mi vida.

«Oigo que llega al patio la furgoneta de la misión, me incorporo y miro por la ventana. Van saliendo las hermanas con sus bolsos y mochilas, quemadas por el sol de altura, sucias de polvo y barro, y todas sonriendo. Éstas no se ponen cremas bronceadoras, y no tienen vestidos bonitos, ni piscinas, ni refrescos, ni viajes, ni videos y revistas, ni perfumes, ni nada de nada, y las veo siempre sonrientes. Pienso en mis amigas de allí, que tienen de todo eso y más, y que cada dos por tres están de mal humor: sólo pensar en ellas me da pena. Qué vacías y perdidas andan, usted lo sabe, y eso que son muy buenas.

«El contraste es impresionantemente grande. Esto es verdad, y aquello es mentira. Esto es vivir para la caridad, y aquello vivir para el egoísmo. Aquí hay alegría, y allá una tristeza que tratamos de superar inútilmente con esto y con lo otro. Aquí todo está ordenado para pasar la vida haciendo el bien; y allá arreglamos la vida para pasarlo bien. En buen lío me ha metido usted, Padre. Ahora tendrá que ayudarme a salir de él. Cuando vuelva a casa, ¿cómo seguirá siendo mi vida? ¿como siempre?»...

Estas experiencias temporales intensas producen grandes conmociones en la cabeza y en el corazón de las personas. A veces, sin embargo, los efectos son muy efímeros y superficiales, y cesan al volver a la rutina de la vida diaria, sin que apenas dejen huellas, como no sea en un orden puramente ideológico y verbal. Pero cuando esos mismos Centros espirituales, misioneros o asistenciales tienen vigor espiritual suficiente para transmitir a los visitantes fuertes claves espirituales de fe y de amor a Jesucristo, o cuando estas claves se afirman al regreso en formas personales o comunitarias, entonces aquellas intensas experiencias pueden dar lugar realmente a una vida nueva, muy distinta y mejor que la vieja. En la vida de la persona hay así un antes y un después de aquella intensa experiencia inolvidable.

«Aquí pasan la vida haciendo el bien, y allí vivimos para pasarlo bien»... La fórmula es exacta. Habrá que volver sobre el tema.

 


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