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JOSE MARIA IRABURU Evangelio y utopía: 3. Encarcelados en el mundo

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Laicos encarcelados en el mundo

 

Los hombres estamos como encarcelados en el mundo en que vivimos, pues él obliga con rigurosa eficacia nuestros pensamientos, sentimientos y conductas. Cuando cambiamos totalmente de ambiente -por un viaje, una peregrinación, un retiro prolongado, un campo de trabajo-, comprendemos en qué medida tan grande estamos dependiendo del medio vital que nos apresa. Pero habitualmente no captamos la presión del mundo-cárcel, como tampoco notamos, por ser constante, la presión atmosférica.

Carne y mundo, por otra parte, van de la mano. El hombre carnal vive en el mundo como el pez en el agua. Hay entre carne y mundo una complicidad profunda, un entendimiento total. Por eso, cuando el Apóstol trata de la redención del hombre, unas veces dice que la gracia nos libra de la carne, pero otras veces expresa la redención en terminos de liberación de este mundo.

En efecto, «nosotros, cuando éramos menores de edad, vivíamos como esclavos bajo los elementos del mundo. Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley» (Gál 4,3-5).

El pájaro que está enjaulado sólamente se da cuenta de la privación de su libertad si intenta salir de su jaula. Si no lo intenta, si está conforme en su jaula, es porque no conoce la dura realidad de su encarcelamiento, ni se ha enterado de que por su naturaleza está destinado a volar por el cielo.

Inmensa necesidad de afiliación social

El hombre es un ser social: está creado, ciertamente, para vivir en sociedad con otros. Ya desde que abandona al nacer el claustro materno, y cada vez más en la medida en que va creciendo, experimenta en su naturaleza una inmensa necesidad de afiliación social. Ésa es una de las explicaciones principales para entender que el hombre pueda aceptar con un conformismo tan humillante y suicida el mundo bruto y embrutecedor en que vive.

En efecto, el mundo -y más aún una asociación homogénea e intensamente cohesionada- da al individuo un cuadro completo de referencias, en el que puede modelar sus criterios y costumbres con sólo dejarse llevar, sin que el entendimiento tenga que discurrir y sin que la voluntad se vea en el trance penoso de elegir personalmente entre varias opciones posibles. Es así como la persona vive -malvive- no desde sí misma, sino más bien desde el mundo en que vive.

El hombre solitario vive una situación excesivamente conflictiva, sin soluciones preestablecidas, carente de los medios y de las ayudas que hallaría en una normal afiliación social. El mundo-medio, en cambio, socializa a la persona, la acoge, la orienta, la configura, y hace todo esto reforzando de modo multiforme ciertas actitudes y reprobando otras igualmente con gran eficacia.

Todo esto es natural, entra en el plan de Dios. Más exactamente: el influjo del mundo sobre la persona es buenoen cuanto el mundo es bueno, y gracias a él aprende el individuo a leer, a escribir, a trabajar, a alimentarse, etc. Pero es malo en cuanto el mundo es malo, y produce en la persona olvido de Dios, egoísmo, desprecio del prójimo, injusticia, etc. No desarrollo el tema, que ya expuse ampliamente en De Cristo o del mundo. El Salvador, que no es de este mundo, ha vencido al mundo, escapando absolutamente a sus mallas condicionantes. Y él da su gracia a los cristianos, que no son tampoco de este mundo, para que vivan en el mundo sin ser del mundo, libres de las cadenas invisibles con las que esclaviza a los hombres adámicos.

Claves del influjo del medio sobre el individuo

Cuando alguien quiere escapar de la cárcel, tendrá que estudiar antes con todo cuidado las férreas rejas que en puertas y ventanas impiden su salida. Recordemos, pues, aquí brevemente cómo se establece y en qué consiste el encarcelamiento de la persona en el mundo, partiendo de su inmensa necesidad de afiliación social (Sínt. EspCat 338-346).

La necesidad de afiliación social, de la que he hablado hace un momento, está en la raíz de todo. El deseo de agradar, de coincidir, de recibir aprobación social, el miedo a disentir de los otros, el temor a sufrir reprobación y a quedarse solo, condiciona enormemente el pensamiento y la conducta de la persona, prohibiéndole internamente no ya actuar en formas heterodoxas respecto de su mundo, sino incluso pensar en contra de la ortodoxia vigente en su familia y entorno.

Enfrentado el hombre a estímulos ambiguos y poco conocidos -el aprendiz que va al taller por primera vez, el estudiante que ingresa en la Universidad, el recién casado que inicia su nuevo hogar-, tiende a buscar orientación en el grupo, mira de reojo a los lados, y se atiene a lo que es usual y ve establecido. Estos influjos, como es obvio, serán unas veces positivos -«hay que obedecer a los jefes; hay que trabajar, con ganas o sin ellas»-, y otras veces inculcarán criterios falsos -«no más de uno o dos hijos; lo más importante es la salud y el dinero»-.

Los individuos asimilan normalmente criterios y pautas conductuales asumiendo sin más ciertos roles sociales -de maestro, padre, novia, sacerdote, etc.-, que el mundo les da ya configurados. Y es natural que así sea, pues no puede el individuo partir de cero en el enfrentamiento de todas las cuestiones de su vida, sino que se ve en la necesidad, en parte positiva, de atenerse a una tradición. Ahora bien, fácilmente se advierte hasta qué punto puede esto afectar a la libertad y a la honestidad moral de la persona, y cómo la aceptación acrítica de un rol social suele conducir a la mediocridad o a la maldad.

La psicología social expresa un mecanismo semejante cuando habla de las normas mentales y conductuales que en forma de expectativas el mundo imprime en sus súbditos, inculcándoselas desde la infancia hasta la muerte: aquello que espera de ellos. En cierta cultura, por ejemplo, se espera que la muerte de un familiar sea soportada con sereno estoicismo; en tal otra se espera que las mujeres se desmayen, y tengan que ser sostenidas, y que todos lloren y den gritos prolongados y desgarradores. Ya se comprende que no es fácil escapar sin graves reprobaciones sociales a esas y a tantas otras expectativas. Son normas mundanas que el individuo no sólo cumple en la práctica con toda fidelidad -por la cuenta que le trae-, sino que ni siquiera se atreve normalmente a dudar de su validez en la teoría.

En modo semejante, un mundo concreto imprime en el individuo un amplio y complejo cuadro de necesidades, muy diversas de una cultura a otra, de una clase social a otra, de una a otra época: ciertas necesidades en la cantidad y calidad del vestido, de la alimentación, del coche, necesidades de emigrar o de permanecer arraigado, de conservar lo viejo o de adquirir lo nuevo, de no meterse en nada o de participar en todo lo más posible, de ascender en la escala económica social, de tener un título universitario, de conocer idiomas, etc. Un piso de cien metros cuadrados que, en su maravillosa amplitud, es en tal país la felicidad de un matrimonio, resulta en otra nación, en su intolerable estrechez, la desgracia permanente de otra familia semejante. Y es que han asumido necesidades físicas y sobre todo psíquicas muy diversas.

Y está también la moda, siempre cambiante, que ejerce sobre los hijos del siglo su tiránica dictadura, sujetando en todo mentalidades y costumbres, haciendo pasar en pocos años del autoritarismo al permisivismo liberal, del racionalismo al irracionalismo, del menosprecio brutal de las culturas primitivas a la admiración necia, del legalismo al antijuridicismo, de la falda larga a la corta, de la pedagogía de premios y castigos a la educación meramente persuasiva. Todo queda sujeto al imperio de la moda, siempre cambiante, y los hombres mundanos, al paso de los decenios, han de estar siempre prontos a ofrecer su incienso ora a estos ídolos, ora a aquellos otros, cuando los anteriores sean derribados por la misma moda que los constituyó.

Así las cosas, el hombre que no está iluminado por la luz de la fe confunde historia y naturaleza. Es decir, estima fácilmente como naturales realidades humanas -como la esclavitud, el divorcio, el aborto, etc.- que únicamente son desgraciadas realidades históricas; y por eso las admite sin lucha y sin conciencia de culpa.

En este sentido, para los hombres carnales es natural, según lugares, épocas y culturas, que el hombre pegue a la mujer, o que sea ésta la que cargue los fardos más pesados. Es natural que las personas dediquen al menos un par de horas al día a enterarse de lo que llaman ellos pomposamente «la actualidad». Es natural que cada semana descansen dos o dos días y medio, y un mes cada año...

Cuando se confunde historia y naturaleza, lo que es, lo que está de hecho vigente, aparece como necesario, y todo aquello que se presenta como lo que debería ser adquiere una tonalidad vanamente idealista y alucinatoria. Por eso quien toma la historia como naturaleza queda encarcelado en su lamentable realidad histórica concreta, y se cierra a la formidable fuerza renovadora del Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo.

¿Queda en el hombre algo de libertad personal?

Cuando se estudian los experimentos y teorías de la psicología social, de tal modo queda patente la sujeción de los individuos al mundo en que viven, que fácilmente podría ponerse en duda la existencia real de una libertad personal verdadera. La Iglesia aquí, ella sola normalmente, es la que en el mundo moderno afirma la realidad fuerte de la libertad personal. Las escuelas modernas de filosofía o de psicología niegan la libertad real del hombre o al menos la ponen en duda.

Pablo VI: «cuando se hace la relación de los motivos [condicionantes que influyen en la voluntad] se ve que son tan irrefutables y numerosos, que constituyen una especie de jaula, que no permite a la voluntad humana moverse como quiere, sino que la obligan, casi sin saberlo ella, a decidir mecánicamente de una forma concreta, y no de otra. Admitamos la existencia y la importancia de los motivos que solicitan la voluntad a orientarse en un sentido determinante, y que su efecto puede asemejarse a un resultado mecánico. Existe [sin embargo] en el hombre un margen, un amplio margen, su verdadero Yo, de indeterminación, que él solo resuelve en una decisión autónoma propia. Por restringida, por asediada e ilusa que sea, existe la libertad psicológica y moral del hombre» (16-VIII-1972).

La realidad misteriosa de la libertad humana puede ser conocida por la razón, partiendo de la experiencia universal humana y del testimonio de la propia conciencia. Pero la Iglesia ha aprendido esa verdad sobre todo de la Revelación divina, que continuamente afirma la libertad del hombre, en cuanto imagen de Dios.

Los influjos sociales se reciben inconscientemente

«Casi sin saberlo»... Los hombres no suelen sentirse cautivos del mundo en que viven, aunque realmente lo están. Creen normalmente que sus convicciones y conductas parten de opciones personales, conscientes y libres. Pero están engañados, pues son profundamente «hijos de este siglo» (Lc 16,8). Los invisibles lazos del mundo son fortísimos, pero muy suaves, y tan sutiles y constantes, que no suelen sentirse como ataduras. Sólo cuando el encarcelado pugna con fuerza por salir de la ortodoxia y ortopraxis del mundo, sólo entonces conoce que lo que estimaba preciosas pulseras, son en realidad férreas argollas, que le mantienen «esclavizado por los elementos del mundo», y de las cuales sólamente Cristo le puede redimir.

Y es importante notar en esto que así como el influjo benéfico de Cristo sólo puede ser recibido con un intenso esfuerzo personal de pensamiento consciente y de acción libre, por el contrario, el influjo maléfico del mundo se recibe tanto más cuanto la persona es menos consciente y libre, cuanto más abandonada está a las costumbres vigentes mayoritarias y a los imperativos de la moda del momento. Para ser un fiel súbdito del mundo secular basta con dejarse llevar por él. En cambio, todo el empeño ascético y utópico es insuficiente, sin la gracia de Cristo Salvador, para cumplir con la cristiana norma apostólica: «no os conforméis a este siglo, sino más bien transformáos por la renovación de la mente, procurando conocer cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta» (Rm 12,2).

Conformismo, rebeldía e independencia

Los hijos del siglo no tienen más cuadro de referencia que este mundo, o que el grupo concreto de su particular estima. No tienen la fe, que, transcendiendo todos los condicionamientos del mundo visible, les abriría al conocimiento de los bienes celestiales: «así en la tierra como en el cielo». Es cierto que lecturas, viajes, conocimientos históricos, pueden ampliar en ellos su marco de visión, pero dentro de unos estrechos límites, que sólo por la fe podrían ser traspasados. Los hijos de este siglo no pueden menos de tener puestos sus ojos en las cosas temporales y visibles (2Cor 4,18; Flp 3,19).

Pues bien, en medio de este mundo que cambia y pasa (1Cor 7,31), el hombre carnal oscila entre el conformismo y la rebeldía; pero sin el auxilio de Cristo -el único que «ha vencido al mundo» (Jn 16,33)-, no puede alcanzar una real independencia, es decir, no puede menos de estar esclavizado bajo los elementos del mundo, sea del modo conformista o rebelde. Después de todo, conformismo y rebeldía se asemejan mucho más de lo que podría aparecer a primera vista: ambos son modos automáticos y acríticos de situarse en relación al mundo, sea por aceptación o por rechazo. Y prueba de su oculta semejanza es que, con la edad, suele pasarse de una a otra actitud con gran facilidad. La razón es clara: en ninguno de los dos modos se transciende la realidad mundana por actos conscientes y plenamente libres. Sencillamente, el hombre carnal, al carecer de la fe, al no tener puestos los ojos del alma en los bienes invisibles y eternos (2Cor 4,18), no tiene acceso a esa maravillosa «libertad propia de los hijos de Dios» (Rm 8,22); ni está en condiciones de decir con éstos: «ésta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe» (1Jn 5,4). Se ve, pues, condenado al conformismo o a la rebeldía.

Interioridad y exterioridad: carne y mundo

El hombre no sólamente está cautivo del mundo social en que vive, sino que también permanece sujeto al mundo personal que él mismo se ha forjado con el tiempo. Es muy importante comprender bien que el hombre es a un tiempo intimidad y expresión, oculto y manifiesto, libertad creadora y costumbre admitida, o si se quiere decirlo en un par de términos clave, interioridad y exterioridad. La interioridad de una persona -su fe, su jerarquía de valores, su ideal, su intento más continuo- irradia unos ciertos modos exteriores -de vestir, de comer, de adquirir, de distribuir el tiempo, el dinero, la atención, las relaciones sociales-, y estos modos exteriores se estabilizan más y más por la costumbre, formando el mundo particular de la persona. No hablo, pues, en este momento del mundo de la sociedad condicionante, sino más bien del mundo propio cristalizado como irradiación de la interioridad personal.

Pues bien, si la exterioridad propia de cada uno es efecto que procede de su personal interioridad, llega un momento en que, a su vez, viene a ser causa fuertemente condicionante de esa interioridad determinada. Y así se produce una situación en que la verdadera conversión del hombre se hace prácticamente imposible, mientras éste deje intactas sus personales estructuras de vida.

La norma de Cristo es clara: «no se pone el vino nuevo en odres viejos, porque los odres revientan, el vino se derrama y los odres se pierden. No. El vino nuevo se pone en odres nuevos, y así ambos se conservan» (Mt 9,17-18).

Es un espectáculo patético ver cómo cristianos de espíritu ferviente quieren adelantar hacia la perfección evangélica, pero sin decidirse a romper apenas con los modos exteriores de vida procedentes del viejo espíritu del mundo o del propio mundo personal. Están intentando la cuadratura del círculo. Y lo más penoso es que sus reiterados fracasos -es decir, su estabilización en una mediocridad que se ha hecho ya crónica- no les lleva a sospechar que Dios quiere concederles no sólamente un espíritu nuevo, sino también una vida exteriorcompletamente nueva.

Cambiar de actitudes

Hace ya más de medio siglo que G. W. Alport dio el perfil psicológico de las actitudes. Éstas sintetizan en la persona un componente intelectual de conocimientos y creencias, otro afectivo, más o menos consciente, y un tercero, práctico operativo. La actitud, por ejemplo, que un cierto estudiante tiene hacia el idioma griego puede ser: no vale para nada, me revienta estudiar esa lengua y haré cuanto pueda para zafarme de su aprendizaje.

Una constelación de actitudes vienen a dar la fisonomía personal de cada hombre. Esas actitudes se han generado en él por medio de un proceso muy complejo, en buena parte inconsciente, y están obrando en él continuamente, de modos también muchas veces inconscientes. Se trata de síntesis vitales sumamente persistentes. «Genio y figura hasta la sepultura».

Por otra parte, actitudes personales, conducta práctica y medio ambiente forman un triángulo intercausal de condicionamientos mutuos. La actitud determina la conducta, y ésta influye en el medio. A su vez el medio marca actitudes y favorece ciertas conductas de forma difícilmente resistible.

Por eso, cuando no se le procura a la conducta el apoyo de un medio favorable, es probable que aquélla no pueda perseverar. Esta carencia del medio favorable explica «muchos casos de cambio de actitud que no se acompaña de un cambio de conducta. Cuando se cambian actitudes u opiniones por medio del impacto momentáneo de una comunicación persuasiva [un retiro, unos ejercicios espirituales] o de una nueva experiencia, el cambio es en sí mismo intrínsecamente inestable. Mientras que no haya factores del medio que refuercen y mantengan el cambio de actitud, no hay probabilidad de que este cambio induzca otro paralelo en la conducta» (Mann 142).

Por eso, cuando el cristiano se convierte, es decir, cuando inicia la búsqueda sincera de la perfección evangélica, comienza a sufrir un conflicto muy fuerte entre interioridad y exterioridad, y procura conseguir con todas sus fuerzas, por obra del Espíritu Santo, una armonía estable entre actitudes, conducta y medio ambiente vital.

Pues bien, conviene que en este intento el cristiano sea bien consciente de que una persona no cambia de actitud con sólo cambiar sus pensamientos, si no modifica también sus sentimientos y su conducta. No basta tampoco con que cambien sus sentimientos, si no cambia suficientemente su convicción mental y su práctica operativa. El Evangelio se recibe en la cabeza, en el corazón y en las manos. Y si sólamente se recibe en la mente, o sólo en el afecto, o sólo en las obras, al final se pierde, se rechaza, si no hay modificación suficiente del mundo personal y social.

En otras palabras: el hombre se abre al Espíritu Santo en la medida en que cambia de mente (metanoia), cambia su conducta y cambia su medio ambiente personal, es decir, su costumbre, su régimen de vida. Por ejemplo, el que cree en la presencia de Cristo en la Eucaristía, y afirma su fe acercándose cada día un rato al sagrario, introduce un cambio muy importante en su vida. Pero, por el contrario, si nunca busca honrar en el templo esa Presencia sagrada con la adecuada adoración, acaba perdiendo casi su fe en ella. Las conviccionesde la mente sólo pueden expresarse, profundizarse y conservarse en las prácticas conductuales coherentes. Sin éstas, aquéllas se debilitan o incluso se pierden. «O se vive según se piensa o se acaba pensando según se vive». Por eso, es necesario «guardar el misterio de la fe en una conciencia pura» (1Tim 3,9). En efecto, «por no haber tenido buena conciencia, algunos fracasaron en la fe» (1,19).

No puede cambiarse la parte, si no se cambia el todo

Cuando se exhorta a un cristiano a introducir algún cambio concreto en su vida, con frecuencia responde con una declaración de imposibilidad: «ya quisiera yo hacer tal cosa -o evitar tal otra-, pero eso no es posible porque tal factor circunstancial y tal otro lo hace posible -o lo hace inevitable-». Y lo más grave del caso es que esto, así planteada la cuestión, en no pocas cuestiones es verdad.

Pero no, en el fondo es mentira. La afirmación verdadera sería ésta otra: no puede introducirse en la vida de la persona un cierto cambio parcial, si no se produce en ella un cambio total. Trataré de hacerlo gráfico con el ejemplo de las dovelas que integran el arco de piedra del dintel de una puerta. Todos los elementos de la vida de un hombre de tal modo están trabados entre sí unos con otros, que es imposible cambiar uno si no se cambian todos los demás. Es imposible, efectivamente, cambiar la forma de la dovela 4, si no cambia la forma de las dovelas 3 y 5, pero éstas, a su vez, no pueden cambiar de forma, si las dovelas 2, 4, y 6 conservan inmodificado su perfil, etc.

Es posible cambiar toda nuestra vida, darle una forma nueva, distinta, aplicarle un planteamiento nuevo. Pero no es posible cambiar algunos trocitos de nuestra vida, dejando igual su conjunto. ¿Cómo no comprenden esto -aunque sólo sea por experiencia- tantos cristianos sinceros que, sin cambiar el planteamiento general de su vida -que sigue siendo mundano- pretenden con todo empeño cambios parciales, una y otra vez condenados al fracaso?

Este hombre nos asegura que necesita después del trabajo relajarse con dos o tres horas de prensa y televisión. Y es verdad; es una triste realidad. Por tanto, no intenta modificar una parte de su vida que, aun viéndola miserable, se le manifiesta necesaria. Y aquí viene lo más grave: el mismo planteamiento se repite en formas equivalentes respecto de cada una de las muchas partes que componen su vida, con un resultado desconsolador: este hombre no puede cambiar de vida. La fuerza renovadora de la gracia se estrella en él, y ¡eso que él tiene «buena voluntad» para recibirla! Parece increíble, pero así es. ¿Cómo es posible que teniendo el hombre buena voluntad y contando con la fuerza de la gracia no sean más viables los cambios conductuales convenientes?...

No; todo ese planteamiento está falseado. La realidad es que si ese hombre rezara más, estaría más relajado en su trabajo; más relajado, tendría menos necesidad de relajarse largamente en prensa y televisión; con menos prensa y televisión, tendría más diálogo amistoso con su esposa; con más diálogo, mejoraría mucho la relación conyugal; mejorada la relación conyugal, estaría menos nervioso y podría rezar, cosa que ahora no puede; rezando más, estaría más alegre; más alegre, podría abnegarse más; con más abnegación, atendería mejor a sus niños; estando los niños mejor atendidos, darían menos guerra en la casa... Etc. Pero no; a este hombre no se le ocurre pensar que tendría que reordenar completamente toda su vida, en su conjunto, empezando, claro está, por algún lado concreto.

No estamos obligados a vivir como vivimos. Dios nos ofrece por su gracia la posibilidad real de vivir en formas personales y comunitarias mucho más nobles, armoniosas y santificantes. Pero para conseguirlo es preciso estar dispuesto a «dejarlo todo», a «venderlo todo». Sólo así puede adquirirse «el tesoro escondido en el campo» de nuestra vida (Mt 13,44; Lc 14,33; 18,22). La gracia de Cristo quiere darnos una vida interior y exterior completamente nueva. Con la fuerza del Espíritu Santo podemos cambiar toda nuestra vida, su planteamiento completo. Lo que no nos es posible es cambiar una parte u otra sin cambiar el todo.

Hay personas, por ejemplo, que llevan, como diría Santa Teresa, una «farsa de esta vida tan mal concertada» (Vida 21,6), y que cuando intentan con sincero esfuerzo una oración asidua, no la consiguen, lógicamente. Y viendo en sí mismos el gran empeño volitivo en que perseveran para conseguir orar, no deja de causarles ese fracaso reiterado una cierta perplejidad y escándalo. Por último, al no conseguir la oración, acaban renunciando a ella sin mala conciencia, pues, considerando la sinceridad de sus propios esfuerzos, llegan a pensar simplemente que Dios no se la quiere dar.

Éste es un gran engaño, que sufren con la oración y que padecen también con tantas otras cosas preciosas de la vida cristiana. No han entendido todavía que ningún cambio parcial importante es posible en la vida de una persona si no se decide aplicar a la misma un cambio total. No han llegado a comprender la clara advertencia de Cristo: «si alguno de vosotros no renuncia a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,33).

¿Salir de una jaula para entrar en otra?

Podrá objetarse: si una persona sale del mundo tópico y entra en una comunidad cristiana intensa, de gran cohesión interior, ¿no sale de una jaula para entrar en otra? ¿No sigue su libertad en esta segunda situación tan constreñida como en la primera? Algo puede haber de esto, como en seguida analizaré. Pero la diferencia básica entre una y otra situación es que la primera es pasivamente sufrida y la segunda activamente buscada y procurada: libremente decidida. El hombre puede y debe elegir el medio ambiente en el que quiere libremente ser condicionado. Esto no limita la libertad del cristiano, sino que en el designio de Dios la potencia: es algo positivo, que corresponde al orden de la naturaleza y de la gracia.

Ahora bien, si es indudable que la asociación comunitaria intensa fortalece la libertad del individuo, potenciándola con su solidaridad orientadora y cooperativa, también es verdad, sin embargo, que puede dar lugar a ciertos inconvenientes, sobre todo cuando la personalidad del individuo es débil, o cuando el grupo es excesivamente absorbente e impositivo. En efecto, la personalidad débil es extremadamente vulnerable a los condicionamientos comunitarios: remite por completo todas sus opciones personales al cuadro de referencia comunitario, busca ante todo la aprobación social de su grupo, pretende identificarse plenamente con él, rodea a su grupo de una luminosidad sin sombras, no admite críticas sobre él por bienintencionadas que sean, y atribuye al desconocimiento o a la mala voluntad toda posible objeción. A tanto llega su adicción a su comunidad, que si pierde la estima de ésta, pierde su propia estimación.

Todo esto es lamentable y abrumador. La afiliación a una sociedad intensamente cohesionada puede despersonalizar al hombre débil, que ya no vive desde sí mismo, sino desde el grupo. Y esa cohesión social profunda, que para otros es asfixiante, para él resulta un grato refugio.

Por otra parte -y ésta es una cuestión muy grave-, en principio, normalmente, todas las asociaciones humanas suelen dar un nivel mediocre, aunque sea alto o incluso muy alto en comparación con la sociedad global. Por eso, cuando se juntan una personalidad débil y un grupo excesivamente absorbente, queda el individuo apresado en un nivel medio, más o menos decente, del cual ni siquiera mentalmente osa salir hacia niveles de más alta perfección.

En resumen, y en clave cristiana: la persona debe salir del mundo tópico, debe entrar en la utopía de una buena comunidad cristiana y, abriéndose para recibir de ella toda ayuda positiva, sin embargo, ha de guardar siempre su libertad plenamente disponible al Espíritu Santo, que muchas veces no limita su impulso a la altura media de la comunidad, sino que quiere hacerle volar más alto.

Sujeción al Príncipe de este mundo

En las consideraciones anteriores, me he ayudado de varias categorías de la psicología y de la sociología para expresar en formas complementarias el encarcelamiento de las personas en el mundo que se les ha impuesto y en el mundo que ellas mismas se han creado por irradiación de su interioridad. Y he tratado de afirmar que esposible y que es necesario que el hombre, por gracia del Salvador, salga de esa cárcel.

Pues bien, la expresión de ese drama de encarcelamiento en los términos de las ciencias naturales del hombre no debe hacernos olvidar que, al mismo tiempo, la sujeción del hombre al mundo es, en uno u otro grado, una sujeción al demonio, que en él impera. Por eso, cuando afirmo la necesidad que los cristianos tienen de guardarse completamente libres del mundo, de sus pensamientos y costumbres, lo que en realidad estoy diciendo es que es urgente que se liberen de todo influjo del «dios de este mundo» (2Cor 4,4), «del Príncipe de este mundo» (Jn 12,31; 14,30; 16,11), pues, efectivamente, «el mundo entero está bajo el poder del Maligno» (1Jn 5,19; +Ap 13,1-8).

Duro es contemplar al hombre sujeto a los condicionamientos mundanos que le apresan como una jaula. Pero sólamente se conoce la terrible gravedad de esa sujeción cuando llega a descubrirse que implica en mayor o menor grado una sujeción al demonio. Liberar al hombre de su dependencia del mundo es redimirle de su esclavización al Príncipe de ese mundo. Dicho lo mismo en términos positivos: la libertad del mundo que aquí hemos propugnado para el cristiano nos importa ante todo como condición para una docilidad total al Espíritu Santo, y como efecto de esta docilidad. En efecto, «no es nuestra lucha contra enemigos de carne y sangre, sino contra los espíritus del mal» (+Ef 6,12).

Ya sabemos que el demonio hostiliza normalmente a los cristianos a través de la carne y del mundo, y que sólamente ataca directamente a aquéllos que han superado completamente las tentaciones de carne y mundo (Sínt. EspCat 299-302). Pero hemos de ser muy conscientes de que esta sujeción al mundo de la que estoy hablando, esa falta de libertad frente al medio que envuelve continuamente y condiciona eficacísimamente a la persona, es en algún grado sujeción al demonio, Príncipe de este mundo.

Salir de un mundo para entrar en otro

La naturaleza aborrece el vacío. Normalmente el hombre no puede salir del mundo secular en el que está encarcelado, si no entra en un mundo cristiano, sea el de la parroquia o -si ésta es deficiente, y en modo alguno ofrece el soporte social conveniente- en una determinada asociación cristiana. Y es que, aunque ya sabemos que una persona todo lo puede con la sola ayuda de la gracia: «te basta mi gracia» (2Cor 12,9), también sabemos que Dios, en la obra de su gracia, quiere tener en cuenta normalmente la naturaleza que dio al hombre. Y el hombre es naturalmente asociativo: necesita del soporte comunitario; y para el crecimiento en la vida espiritual, necesita la Iglesia, una familia, una comunidad o asociación cristiana.

Lo dijo Dios en el principio: «no es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gén 2,18). Ya el matrimonio, pues, y la familia son una primera célula comunitaria para albergar la vida de las personas. Pero para muchos aspectos de la vida humana es una comunidad insuficiente. El hombre necesita andar por caminos, es decir, orientar su conducta moral por costumbres. Como dice Santo Tomás, «el hombre no puede, dentro de la sociedad, vivir solitario, sin tener parte en las costumbres de los demás» (STh I-II, 95,3 in c.). Necesita el hombre, es verdad, el soporte de la sociedad, o al menos de la sociedad reducida de una comunidad. Y en este sentido puede decirse que «no hay vida cristiana sin comunidad» (Michonneau). Esa comunidad cristiana intensa es tanto más necesaria a la persona cuanto más corrompida está la sociedad secular y más dispersa y diluída la sociedad de la Iglesia -ochenta por ciento de no practicantes, etc.-. No están los tiempos para buscar a solas la santidad.

Santa Teresa escribía: «andan ya las cosas del servicio de Dios tan flacas que es menester hacerse espaldas unos a otros los que le sirven, para ir adelante... Si uno comienza a darse a Dios, hay tantos que murmuran, que es menester buscar compañía para defenderse, hasta que ya estén fuertes en no pesarles de padecer, y si no, se verán en mucho aprieto... Para caer yo tenía muchos amigos que me ayudasen, para levantarme hallábame tan sola que ahora me espanto cómo no me estaba siempre caída, y alabo la misericordia de Dios, que era sólo Él quien me daba la mano» (Vida 7,22).

Muchos sinceros cristianos lamentan vivamente la corrupción del mundo y la degradación del pueblo cristiano; pero no se deciden a unirse con otros para vivir el necesario éxodo comunitario que les permita salir de la vida tópica del mundo, y participando mucho más de lo que ellos piensan de esa corrupción y degradación, se consideran buenos al verse menos malos que la inmensa mayoría. Y así perduran en su crónica mediocridad, que por esa vía resulta muy difícilmente superable.

Urgencia de la utopía cuando más se corrompe el mundo tópico

Pablo VI hacía sobre estos temas las siguientes consideraciones:

«¿Cómo puede y debe vivir el cristiano fiel, el hijo sincero de la Iglesia, en la actualidad, en el último cuarto del siglo XX? En otras palabras: ¿cómo se puede hoy ser verdadero cristiano viviendo en la sociedad que nos condiciona y nos absorbe con irresistible fascinación o con prepotente dominio? ¿Puede el estilo religioso que nos ha enseñado la Iglesia sobrevivir en la vida moderna?»...

Se ha «insinuado en muchos la cómoda persuasión de que hoy, aun el que es cristiano, debe asimilarse a la masa humana como es, sin tomarse el cuidado de marcar por su propia cuenta alguna distinción, y sin pretender, nosotros cristianos, tener algo propio y original, que pueda, frente a los otros, aportar alguna benéfica ventaja.

«Hemos andado fuera del camino en el conformismo con la mentalidad y con las costumbres del mundo profano. Volvamos a escuchar la apelación del Apóstol Pablo a los primeros cristianos: "no queráis conformaros al siglo presente, sino transformáos con la renovación de vuestro espíritu" (Rm 12,2); y la exhortación del Apóstol Pedro: "como hijos de obediencia, no os conforméis a los deseos de cuando errábais en la ignorancia" (1Pe 1,14). Se nos exige una diferencia entre la vida cristiana y la profana y pagana que nos asedia; una originalidad, un estilo propio. Digámoslo claramente: una libertad propia para vivir según las exigencias del Evangelio». Hoy se hace precisa una ascesis fuerte, «tanto más oportuna hoy cuanto mayor es el asedio, el asalto del siglo amorfo o corrompido que nos circunda. Defenderse, preservarse, como quien vive en un ambiente de epidemia» (21-XI-1973).

«Ambiente de epidemia en un siglo corrompido»... Que el mundo, concretamente el mundo de la apostasía occidental, está más corrompido que nunca ya lo he afirmado en el prólogo de esta obra y más largamente en otro libro (Cto.-M VI parte). Pues bien, el impulso utópico, que lleva a salir del mundo tópico -sólo espiritualmente, o a veces también físicamente-, actúa en los cristianos con mayor fuerza cuando éstos más alcanzan a entender, como Santa Teresa, la «farsa de esta vida tan mal concertada» (Vida 21,6). Es entonces cuando los cristianos, al ver «tanta perdición en el mundo» (27,21), reúnen el ánimo necesario para procurar salir de Egipto, atreviéndose a intentar una vida comunitaria ampliamente mejor y distinta de la del mundo.

Mirando la historia del cristianismo, ya hemos recordado en otro lugar cómo es precisamente al cesar las persecuciones del mundo y al hacerse éste mucho más peligroso para los discípulos de Cristo, cuando, al menos en algunas regiones de la Iglesia, una gran parte del pueblo cristiano elige la forma de vida monástica, de abierta ruptura con el mundo (Cto.-M 50). Es lógico que así fuere. También hoy parece apreciarse en algunos países especialmente descristianizados, como en Francia, que un número creciente de entre los cristianos más fieles van siendo llevados por el Espíritu hacia formas de vida comunitaria netamente utópicas, formando Arcas espirituales, en las que evitar el naufragio del Diluvio universal. Recordemos, por mirar sólo un ejemplo, el planteamiento de las Comunidades de las Bienaventuranzas.

Entre los laicos católicos más fervientes se da hoy, sin duda, una ruptura con el mundo tanto más enérgica cuanto más corrompido se les muestra. Pero todavía en muchos, permítaseme esta opinión, es esa ruptura muy insuficiente, incluso entre los mejores: perdura en buena medida una cierta complicidad con el mundo secular que quizá en otras épocas fuera prudente y viable. Todavía hoy el Éxodo es insuficiente. Todo hace pensar, sin embargo -así lo estima el Cardenal Ratzinger-, que será ése en los próximos años un movimiento espiritual creciente:

«A la Iglesia nunca le faltará creatividad, eso es seguro. Si ahora pensamos en la antigüedad, San Benito, por ejemplo, no llamó la atención de nadie en su tiempo. Era un hombre de la nobleza romana que se había retirado de la sociedad y no parecía hacer nada singular. Sin embargo, más tarde se reconoció su singularidad, señalándole nada menos que como «el Arca de supervivencia para Occidente». Yo pienso que hoy en día también hay muchos cristianos que se retiran, en ese sentido, huyen de ese extraño consenso de la existencia moderna y buscan nuevos modelos de vida. Ahora tampoco llaman la atención de nadie, pero con el tiempo, en el futuro se reconocerá lo que en realidad están haciendo» (La sal 136).

«El ambiente cristiano no llega al amplio campo de la sociedad en general, ya no existe ese ambiente en ella. Por eso, los cristianos tienen que apoyarse mutuamente. Y esto explica también la existencia de tantas formas nuevas, la aparición de tantos movimientos de distinta especie, que ofrecen precisamente eso que se está buscando: un camino común... dicho en otras palabras, si en la totalidad de la sociedad no se encuentra un entorno cristiano -como tampoco lo hubo en los cuatro o cinco primeros siglos de la historia [cristiana]- la Iglesia entonces deberá crear sus propias células donde los cristianos puedan ampararse, ayudarse y acompañarse, es decir: el gran espacio de la Iglesia en la vida se tendrá que convertir en espacios más pequeños».

A la pregunta de si en Alemania podrían existir una especie de kibbutzim cristianos, responde Ratzinger: «¿por qué no? Pero eso ya se verá... A pesar de los grandes cambios esperados, en mi opinión, la célula principal para la vida comunitaria seguirá siendo la parroquia... El intercambio de experiencias entre la parroquia y cada uno de esos movimientos será muy necesario... Actualmente, en las órdenes religiosas se han creado otras formas de vida en medio del mundo. Cualquiera que lo desee puede comprobar, y se asombrará de ello, la diversidad de formas de vida cristiana totalmente nuevas ya existentes, y seguramente en medio de todas ellas podría entreverse la Iglesia de mañana» (288-289).

Estas intuiciones, hoy bastante generalizadas, vienen siendo formuladas ya desde hace bastantes decenios. ¿Es posible hoy que los cristianos mantengan su vida cristiana y crezcan en ella hasta la santidad dentro de una cierta conciliación con las formas de vida del mundo secular, es decir, sin acudir a formas rupturistas de carácter noblemente utópico? Así se lo preguntaba Pablo VI: «Es un problema capital: un cristiano que quiere ser coherente y fiel con la propia adhesión a la religión católica ¿puede sumergirse en el potente y tempestuoso mar de la vida moderna? ¿Hay un contraste, un conflicto, un choque entre la concepción en torno al modo de vivir de un bautizado, de un auténtico hijo de la Iglesia, y la concepción, la costumbre de un hijo no menos auténtico de nuestro siglo?» (15-X-1975).

Y años antes, en 1939, decía el converso Thomas S. Eliot (+1965), angloamericano, en unas conferencias de Cambridge:

«Se nos plantea constantemente el problema de llevar una vida cristiana en una sociedad no cristiana. No es meramente el problema de una minoría en una sociedad de individuos que mantienen una creencia extraña. Es el problema constituído por nuestra complicación en una urdimbre de instituciones de la que no podemos disociarnos: instituciones cuyas operaciones ya no parecen neutrales, sino anticristianas. Y en cuanto al cristiano que no tiene conciencia de este dilema -la mayoría- se está descristianizandomás y más debido a toda clase de presiones inconscientes, pues el paganismo conserva la mayor parte del valioso espacio de la propaganda. Cuando un cristiano es tratado como enemigo del Estado [como en los tiempos de Roma, o de la antigua Unión Soviética comunista], su desenvolvimiento es más duro, pero más simple. Yo me refiero a los peligros que amenazan a la minoría tolerada; y en el mundo moderno puede resultar que la cosa más intolerable para los cristianos sea la de ser tolerados... El verse obligado a vivir de una manera que no favorece al comportamiento cristiano constituye un factor muy poderoso contra el Cristianismo, porque el comportamiento afecta tanto a la creencia como ésta al comportamiento» (33-34.45).

 


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