El Vía Crucis del Cardenal Ratzinger 2005
El camino de Dios que es amor
En la Semana Santa de 2005, cuando el Papa
Juan Pablo II se encontraba ya en el último tramo de su vida, el entonces
cardenal Joseph Ratzinger fue el autor de las meditaciones del Vía Crucis
que ofrecemos:
El tema central de este Vía Crucis se indica ya al comienzo, en la
oración inicial, y después de nuevo en la XIV estación. Es lo que dijo Jesús
el Domingo de Ramos, inmediatamente después de su ingreso en Jerusalén,
respondiendo a la solicitud de algunos griegos que deseaban verle: «Si el
grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere,
dará mucho fruto» (Jn 12, 24). De este modo, el Señor interpreta todo su
itinerario terrenal como el proceso del grano de trigo, que solamente
mediante la muerte llega a producir fruto. Interpreta su vida terrenal, su
muerte y resurrección en la perspectiva de la Santísima Eucaristía, en la
cual se sintetiza todo su misterio. Puesto que ha consumado su muerte como
ofrecimiento de sí, como acto de amor, su cuerpo ha sido transformado en la
nueva vida de la resurrección. Por eso Él, el Verbo hecho carne, es ahora el
alimento de la auténtica vida, de la vida eterna. El Verbo eterno –la fuerza
creadora de la vida– ha bajado del cielo, convirtiéndose así en el verdadero
maná, en el Pan que se ofrece al hombre en la fe y en el Sacramento. De este
modo, el Vía Crucis es un camino que se adentra en el misterio eucarístico:
la devoción popular y la piedad sacramental de la Iglesia se enlazan y
compenetran mutuamente. La oración del Vía Crucis puede entenderse como un
camino que conduce a la comunión profunda, espiritual, con Jesús, sin la
cual la comunión sacramental quedaría vacía. El Vía Crucis se muestra, pues,
como recorrido mistagógico.
A esta visión del Vía Crucis se contrapone una concepción meramente
sentimental, de cuyos riesgos el Señor, en la VIII estación, advierte a las
mujeres de Jerusalén que lloran por Él. No basta el simple sentimiento; el
Vía Crucis debería ser una escuela de fe, de esa fe que, por su propia
naturaleza, actúa por la caridad. Lo cual no quiere decir que se deba
excluir el sentimiento. Para los Padres de la Iglesia, una carencia básica
de los paganos era precisamente su insensibilidad; por eso les recuerdan la
visión de Ezequiel, el cual anuncia al pueblo de Israel la promesa de Dios,
que quitaría de su carne el corazón de piedra y les daría un corazón de
carne. El Vía Crucis nos muestra un Dios que padece Él mismo los
sufrimientos de los hombres, y cuyo amor no permanece impasible y alejado,
sino que viene a estar con nosotros, hasta su muerte en la cruz. El Dios que
comparte nuestras amarguras, el Dios que se ha hecho hombre para llevar
nuestra cruz, quiere transformar nuestro corazón de piedra y llamarnos a
compartir también el sufrimiento de los demás; quiere darnos un corazón de
carne que no sea insensible ante la desgracia ajena, sino que sienta
compasión y nos lleve al amor que cura y socorre. Esto nos hace pensar de
nuevo en la imagen de Jesús acerca del grano, que Él mismo trasforma en la
fórmula básica de la existencia cristiana: «El que se ama a sí mismo se
pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la
vida eterna» (Jn 12, 25; cf. Mt 16, 25; Mc 8, 35; Lc 9, 24; 17, 33: «El que
pretenda guardarse su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará»).
Así se explica también el significado de la frase que, en los evangelios
sinópticos, precede a estas palabras centrales de su mensaje: «El que quiera
venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga»
(Mt 16, 24). Con todas estas expresiones, Jesús mismo ofrece la
interpretación del Vía Crucis, nos enseña cómo hemos de rezarlo y seguirlo:
es el camino del perderse a sí mismo, es decir, el camino del amor
verdadero. Él ha ido por delante en este camino, el que nos quiere enseñar
la oración del Vía Crucis. Volvemos así al grano de trigo, a la santísima
Eucaristía, en la cual se hace continuamente presente entre nosotros el
fruto de la muerte y resurrección de Jesús. En ella Jesús camina con
nosotros, en cada momento de nuestra vida de hoy, como aquella vez con los
discípulos de Emaús.
Primera estación:
Jesús es condenado a muerte
El Juez del mundo, que un día volverá a juzgarnos, está allí, humillado,
deshonrado e indefenso delante del juez terreno. Pilato no es un monstruo de
maldad. Sabe que este condenado es inocente; busca el modo de liberarlo.
Pero su corazón está dividido. Y al final prefiere su posición personal, su
propio interés, al Derecho. También los hombres que gritan y piden la muerte
de Jesús no son monstruos de maldad. Muchos de ellos, el día de Pentecostés,
sentirán el corazón compungido, cuando Pedro les dirá: «Jesús Nazareno, que
Dios acreditó ante vosotros [...], lo matasteis en una cruz...» (Hch 2,
22ss.) Pero en aquel momento están sometidos a la influencia de la
muchedumbre. Gritan porque gritan los demás y como gritan los demás. Y así,
la justicia es pisoteada por la bellaquería, por la pusilanimidad, por miedo
a la prepotencia de la mentalidad dominante. La sutil voz de la conciencia
es sofocada por el grito de la muchedumbre. La indecisión, el respeto humano
dan fuerza al mal.
Segunda estación:
Jesús con la cruz a cuestas
Jesús, condenado por declararse rey, es escarnecido, pero precisamente en la
burla emerge cruelmente la verdad. ¡Cuántas veces los signos de poder
ostentados por los potentes de este mundo son un insulto a la verdad, a la
justicia y a la dignidad del hombre! Cuántas veces sus ceremonias y sus
palabras grandilocuentes, en realidad, no son más que mentiras pomposas, una
caricatura de la tarea a la que se deben por su oficio, el de ponerse al
servicio del bien. Jesús, precisamente por ser escarnecido y llevar la
corona del sufrimiento, es el verdadero rey. Su cetro es la justicia. El
precio de la justicia es el sufrimiento en este mundo: Él, el verdadero rey,
no reina por medio de la violencia, sino a través del amor que sufre por
nosotros y con nosotros. Lleva sobre sí la cruz, nuestra cruz, el peso de
ser hombres, el peso del mundo. Así es como nos precede y nos muestra cómo
encontrar el camino para la vida eterna.
Tercera estación:
Jesús cae por primera vez
El hombre ha caído y cae siempre de nuevo: cuántas veces se convierte en una
caricatura de s�� mismo y, en vez de ser imagen de Dios, ridiculiza al
Creador. ¿No es acaso la imagen por excelencia del hombre la de aquel que,
bajando de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de los salteadores que lo
despojaron dejándolo medio muerto, sangrando al borde del camino? Jesús que
cae bajo la cruz no es sólo un hombre extenuado por la flagelación. El
episodio resalta algo más profundo, como dice Pablo en la carta a los
Filipenses: «Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su
categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición
de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre
cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de
cruz» (2, 6-8). En su caída bajo el peso de la cruz aparece todo el
itinerario de Jesús: su humillación voluntaria para liberarnos de nuestro
orgullo. Subraya a la vez la naturaleza de nuestro orgullo: la soberbia que
nos induce a querer emanciparnos de Dios, a ser sólo nosotros mismos, sin
necesidad del amor eterno y aspirando a ser los únicos artífices de nuestra
vida. En esta rebelión contra la verdad, en este intento de hacernos dioses,
nuestros propios creadores y jueces, nos hundimos y terminamos por
autodestruirnos. La humillación de Jesús es la superación de nuestra
soberbia: con su humillación nos ensalza. Dejemos que nos ensalce.
Despojémonos de nuestra autosuficiencia, de nuestro engañoso afán de
autonomía y aprendamos de Él, del que se ha humillado, a encontrar nuestra
verdadera grandeza, humillándonos y dirigiéndonos hacia Dios y los hermanos
oprimidos.
Cuarta estación:
Jesús se encuentra con su Madre
En el Vía Crucis de Jesús está también María, su Madre. Durante su vida
pública debía retirarse para dejar que naciera la nueva familia de Jesús, la
familia de sus discípulos. También hubo de oír estas palabras: «¿Quién es mi
madre y quiénes son mis hermanos?... El que cumple la voluntad de mi Padre
del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre» (Mt 12, 48-50). Y
esto muestra que ella es la Madre de Jesús no solamente en el cuerpo, sino
también en el corazón. Porque incluso antes de haberlo concebido en el
vientre, con su obediencia lo había concebido en el corazón. Se le había
dicho: «Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo... Será grande..., el
Señor Dios le dará el trono de David, su padre» (Lc 1, 31 ss.) Pero poco más
tarde el viejo Simeón le diría también: «Y a ti, una espada te traspasará el
alma» (Lc 2, 35). Esto le haría recordar palabras de los profetas como
éstas: «Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca; como un
cordero llevado al matadero» (Is 53, 7). Ahora se hace realidad. En su
corazón habrá guardado siempre la palabra que el ángel le había dicho cuando
todo comenzó: «No temas, María» (Lc 1, 30). Los discípulos han huido, ella
no. Está allí, con el valor de la madre, con la fidelidad de la madre, con
la bondad de la madre, y con su fe, que resiste en la oscuridad: «Bendita tú
que has creído» (Lc 1, 45). «Pero cuando venga el Hijo del hombre,
¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18, 8). Sí, ahora ya lo sabe:
encontrará fe. Éste es su gran consuelo en aquellos momentos.
Quinta estación:
El Cireneo ayuda a Jesús a llevar la cruz
Simón de Cirene, de camino hacia casa volviendo del trabajo, se encuentra
casualmente con aquella triste comitiva de condenados, un espectáculo quizás
habitual para él. Los soldados usan su derecho de coacción y cargan al
robusto campesino con la cruz. ¡Qué enojo debe haber sentido al verse
improvisamente implicado en el destino de aquellos condenados! Hace lo que
debe hacer, ciertamente con mucha repugnancia. El evangelista Marcos
menciona también a sus hijos, seguramente conocidos como cristianos, como
miembros de aquella comunidad (Mc 15, 21). Del encuentro involuntario ha
brotado la fe. Acompañando a Jesús y compartiendo el peso de la cruz, el
Cireneo comprendió que era una gracia poder caminar junto a este Crucificado
y socorrerlo. El misterio de Jesús sufriente y mudo le ha llegado al
corazón. Jesús, cuyo amor divino es lo único que podía y puede redimir a
toda la Humanidad, quiere que compartamos su cruz para completar lo que aún
falta a sus padecimientos. Cada vez que nos acercamos con bondad a quien
sufre, a quien es perseguido o está indefenso, compartiendo su sufrimiento,
ayudamos a llevar la misma cruz de Jesús. Y así alcanzamos la salvación y
podemos contribuir a la salvación del mundo.
Sexta estación:
La Verónica enjuga el rostro de Jesús
«Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro » (Sal 26, 8-9).
Verónica –Berenice, según la tradición griega– encarna este anhelo que
acomuna a todos los hombres píos del Antiguo Testamento, el anhelo de todos
los creyentes de ver el rostro de Dios. Ella, en principio, en el Vía Crucis
de Jesús no hace más que prestar un servicio de bondad femenina: ofrece un
paño a Jesús. No se deja contagiar ni por la brutalidad de los soldados, ni
inmovilizar por el miedo de los discípulos. Es la imagen de la mujer buena
que, en la turbación y en la oscuridad del corazón, mantiene el brío de la
bondad, sin permitir que su corazón se oscurezca. «Bienaventurados los
limpios de corazón –había dicho el Señor en el Sermón de la Montaña–, porque
verán a Dios» (Mt 5, 8). Inicialmente, Verónica ve solamente un rostro
maltratado y marcado por el dolor. Pero el acto de amor imprime en su
corazón la verdadera imagen de Jesús: en el rostro humano, lleno de sangre y
heridas, ella ve el rostro de Dios y de su bondad, que nos acompaña también
en el dolor más profundo. Únicamente podemos ver a Jesús con el corazón.
Solamente el amor nos deja ver y nos hace puros. Sólo el amor nos permite
reconocer a Dios, que es el amor mismo.
Séptima estación:
Jesús cae por segunda vez
La tradición de las tres caídas de Jesús y del peso de la cruz hace pensar
en la caída de Adán –en nuestra condición de seres caídos– y en el misterio
de la participación de Jesús en nuestra caída. Ésta adquiere en la historia
formas siempre nuevas. En su primera Carta, san Juan habla de tres
obstáculos para el hombre: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia
de los ojos y la soberbia de la vida. Interpreta de este modo, desde la
perspectiva de los vicios de su tiempo, con todos sus excesos y
perversiones, la caída del hombre y de la Humanidad. Pero podemos pensar
también en cómo la cristiandad, en la historia reciente, como cansándose de
tener fe, ha abandonado al Señor: las grandes ideologías y la
superficialidad del hombre que ya no cree en nada y se deja llevar
simplemente por la corriente, han creado un nuevo paganismo, un paganismo
peor, que, queriendo olvidar definitivamente a Dios, ha terminado por
desentenderse del hombre. El hombre, pues, está sumido en la tierra. El
Señor lleva este peso y cae y cae, para poder venir a nuestro encuentro; Él
nos mira para que despierte nuestro corazón; cae para levantarnos.
Octava estación:
Jesús encuentra a las mujeres
de Jerusalén
Oír a Jesús cuando exhorta a las mujeres de Jerusalén que lo siguen y lloran
por Él, nos hace reflexionar. ¿Cómo entenderlo? ¿Se tratará quizás de una
advertencia ante una piedad puramente sentimental, que no llega a ser
conversión y fe vivida? De nada sirve compadecer con palabras y sentimientos
los sufrimientos de este mundo, si nuestra vida continúa como siempre. Por
esto el Señor nos advierte del riesgo que corremos nosotros mismos. Nos
muestra la gravedad del pecado y la seriedad del juicio. No obstante todas
nuestras palabras de preocupación por el mal y los sufrimientos de los
inocentes, ¿no estamos tal vez demasiado inclinados a dar escasa importancia
al misterio del mal? En la imagen de Dios y de Jesús al final de los
tiempos, ¿no vemos quizás únicamente el aspecto dulce y amoroso, mientras
descuidamos tranquilamente el aspecto del juicio? ¿Cómo podrá Dios
–pensamos– hacer de nuestra debilidad un drama? ¡Somos solamente hombres!
Pero ante los sufrimientos del Hijo vemos toda la gravedad del pecado y cómo
debe ser expiado del todo para poder superarlo. No se puede seguir quitando
importancia al mal contemplando la imagen del Señor que sufre. También Él
nos dice: «No lloréis por mí; llorad más bien por vosotros..., porque si así
tratan al leño verde, ¿qué pasará con el seco?» (Lc 23, 28ss.)
Novena estación:
Jesús cae por tercera vez
¿Qué puede decirnos la tercera caída de Jesús bajo el peso de la cruz?
Quizás nos hace pensar en la caída de los hombres, en que muchos se alejan
de Cristo, en la tendencia a un secularismo sin Dios. Pero, ¿no deberíamos
pensar también en lo que debe sufrir Cristo en su propia Iglesia? En cuántas
veces se abusa del sacramento de su Presencia, y en el vacío y maldad de
corazón donde entra a menudo. ¡Cuántas veces celebramos sólo nosotros sin
darnos cuenta de Él! ¡Cuántas veces se deforma y se abusa de su Palabra!
¡Qué poca fe hay en muchas teorías, cuántas palabras vacías! ¡Cuánta
suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar
completamente entregados a Él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia!
¡Qué poco respetamos el sacramento de la Reconciliación, en el cual Él nos
espera para levantarnos de nuestras caídas! También esto está presente en su
pasión. La traición de los discípulos, la recepción indigna de su Cuerpo y
de su Sangre, es ciertamente el mayor dolor del Redentor, el que le traspasa
el corazón. No nos queda más que gritarle desde lo profundo del alma: Kyrie,
eleison –Señor, sálvanos–.
Décima estación:
Jesús es despojado de sus vestiduras
Jesús es despojado de sus vestiduras. El vestido confiere al hombre una
posición social; indica su lugar en la sociedad, le hace ser alguien. Ser
desnudado en público significa que Jesús no es nadie, no es más que un
marginado, despreciado por todos. El momento de despojarlo nos recuerda
también la expulsión del Paraíso: ha desaparecido en el hombre el esplendor
de Dios y ahora se encuentra en el mundo desnudo y al descubierto, y se
avergüenza. Jesús asume una vez más la situación del hombre caído. Jesús
despojado nos recuerda que todos nosotros hemos perdido la primera vestidura
y, por tanto, el esplendor de Dios. Al pie de la cruz los soldados echan a
suerte sus míseras pertenencias, sus vestidos. Los evangelistas lo relatan
con palabras tomadas del Salmo 21, 19, y nos indican así lo que Jesús dirá a
los discípulos de Emaús: todo se cumplió según las Escrituras. Nada es pura
coincidencia, todo lo que sucede está dicho en la Palabra de Dios,
confirmado por su designio divino. El Señor experimenta todas las fases y
grados de la perdición de los hombres, y cada uno de ellos, no obstante su
amargura, son un paso de la Redención: así devuelve Él a casa la oveja
perdida. Recordemos también que Juan precisa el objeto del sorteo: la túnica
de Jesús, «tejida de una pieza de arriba abajo» (Jn 19, 23). Podemos
considerarlo una referencia a la vestidura del Sumo Sacerdote, que era «de
una sola pieza», sin costuras (Flavio Josefo, Ant. jud., III, 161). Éste, el
Crucificado, es de hecho el verdadero Sumo Sacerdote.
Undécima estación:
Jesús clavado en la cruz
Jesús es clavado en la cruz. La Sábana Santa de Turín nos permite hacernos
una idea de la increíble crueldad de este procedimiento. Jesús no bebió el
calmante que le ofrecieron: asume conscientemente todo el dolor de la
crucifixión. Su cuerpo está martirizado; se han cumplido las palabras del
Salmo: «Yo soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del
pueblo» (Sal 21, 27). «Como uno ante quien se oculta el rostro, era
despreciado... Y con todo eran nuestros sufrimientos los que Él llevaba y
nuestros dolores los que soportaba» (Is 53, 3 ss.) Detengámonos ante esta
imagen de dolor, ante el Hijo de Dios sufriente. Mirémosle en los momentos
de satisfacción y gozo, para aprender a respetar sus límites y a ver la
superficialidad de todos los bienes puramente materiales. Mirémosle en los
momentos de adversidad y angustia, para reconocer que precisamente así
estamos cerca de Dios. Tratemos de descubrir su rostro en aquellos que
tendemos a despreciar. Ante el Señor condenado, que no quiere usar su poder
para descender de la cruz, sino que más bien soportó el sufrimiento de la
cruz hasta el final, podemos hacer aún otra reflexión. Ignacio de Antioquia,
encadenado por su fe en el Señor, elogió a los cristianos de Esmirna por su
fe inamovible: dice que estaban, por así decir, clavados con la carne y la
sangre a la cruz del Señor Jesucristo (1,1). Dejémonos clavar a Él, no
cediendo a ninguna tentación de apartarnos, ni a las burlas que nos inducen
a darle la espalda.
Duodécima estación:
Jesús muere en la cruz
Sobre la cruz –en las dos lenguas del mundo de entonces, el griego y el
latín, y en la lengua del pueblo elegido, el hebreo– está escrito quién es
Jesús: el Rey de los judíos, el Hijo prometido de David. Pilato, el juez
injusto, ha sido profeta a su pesar. Ante la opinión pública mundial se
proclama la realeza de Jesús. Él mismo había declinado el título de Mesías
porque habría dado a entender una idea errónea, humana, de poder y
salvación. Pero ahora el título puede aparecer escrito públicamente encima
del Crucificado. Efectivamente, Él es verdaderamente el rey del mundo. Ahora
ha sido realmente ensalzado. En
su descendimiento, ascendió. Ahora ha cumplido radicalmente el mandamiento
del amor, ha cumplido el ofrecimiento de sí mismo y, de este modo,
manifiesta al verdadero Dios, al Dios que es amor. Ahora sabemos que es
Dios. Sabemos cómo es la verdadera realeza. Jesús recita el Salmo 21, que
comienza con estas palabras: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?» Asume en sí a todo el Israel sufriente, a toda la Humanidad que
padece, el drama de la oscuridad de Dios, manifestando de este modo a Dios,
justamente donde parece estar definitivamente vencido y ausente. La cruz de
Jesús es un acontecimiento cósmico. El mundo se oscurece cuando el Hijo de
Dios padece la muerte. La tierra tiembla. Y junto a la cruz nace la Iglesia
en el ámbito de los paganos. El centurión romano reconoce y entiende que
Jesús es el Hijo de Dios. Desde la cruz, Él triunfa siempre de nuevo.
Decimotercera estación:
Jesús es bajado de la cruz
y entregado a su Madre
Jesús está muerto, de su corazón traspasado por la lanza del soldado romano
mana sangre y agua: misteriosa imagen del caudal de los Sacramentos, del
Bautismo y de la Eucaristía, de los cuales, por la fuerza del corazón
traspasado del Señor, renace siempre la Iglesia. A Él no le quiebran las
piernas como a los otros dos crucificados; así se manifiesta como el
verdadero cordero pascual, al cual no se le debe quebrantar ningún hueso
(cf. Ex 12, 46). Y ahora que ha soportado todo, se ve que, a pesar de toda
la turbación del corazón, a pesar del poder del odio y de la ruindad, Él no
está solo. Están los fieles. Al pie de la cruz estaba María, su Madre, la
hermana de su Madre, María, María Magdalena y el discípulo que Él amaba.
Llega también un hombre rico, José de Arimatea: el rico logra pasar por el
ojo de la aguja, porque Dios le da la gracia. Entierra a Jesús en su tumba
aún sin estrenar, en un jardín: donde Jesús es enterrado, el cementerio se
transforma en un vergel, el jardín del que había sido expulsado Adán cuando
se alejó de la plenitud de la vida, de su Creador. El sepulcro en el jardín
manifiesta que el dominio de la muerte está a punto de terminar. Y llega
también un miembro del Sanedrín, Nicodemo, al que Jesús había anunciado el
misterio del renacer por el agua y el Espíritu. También en el Sanedrín, que
había decidido su muerte, hay alguien que cree, que conoce y reconoce a
Jesús después de su muerte. En la hora del gran luto, de la gran oscuridad y
de la desesperación, surge misteriosamente la luz de la esperanza. El Dios
escondido permanece siempre como Dios vivo y cercano. También en la noche de
la muerte, el Señor muerto sigue siendo nuestro Señor y Salvador. La Iglesia
de Jesucristo, su nueva familia, comienza a formarse.
Decimocuarta estación:
Jesús es puesto en el sepulcro
Jesús, deshonrado y ultrajado, es puesto en un sepulcro nuevo con todos los
honores. Nicodemo lleva una mezcla de mirra y áloe de cien libras para
difundir un fragante perfume. Ahora, en la entrega del Hijo, como ocurriera
en la unción de Betania, se manifiesta una desmesura que nos recuerda el
amor generoso de Dios, la sobreabundancia de su amor. Dios se ofrece
generosamente a sí mismo. Si la medida de Dios es la sobreabundancia,
también para nosotros nada debe ser demasiado para Dios. Es lo que Jesús nos
ha enseñado en el Sermón de la Montaña (Mt 5, 20). Pero es necesario
recordar también lo que san Pablo dice de Dios, el cual «por nuestro medio
difunde en todas partes el olor de su conocimiento. Pues nosotros somos
[...] el buen olor de Cristo» (2 Co 2, 14-15). En la descomposición de las
ideologías, nuestra fe debería ser, una vez más, el perfume que conduce a
las sendas de la vida. En el momento de su sepultura, comienza a realizarse
la palabra de Jesús: « Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda
infecundo; pero si muere, dará mucho fruto». Jesús es el grano de trigo que
muere. Del grano de trigo enterrado comienza la gran multiplicación del pan
que dura hasta el fin de los tiempos: Él es el Pan de vida capaz de saciar
sobreabundantemente a toda la Humanidad y de darle el sustento vital: el
Verbo de Dios, que es carne y también pan para nosotros, a través de la cruz
y la resurrección. Sobre el sepulcro de Jesús resplandece el misterio de la
Eucaristía.
+ Joseph Ratzinger