El Purgatorio según la enseñanza de Benedicto XVI
"ESTO ES EL PURGATORIO, UN FUEGO INTERIOR"
por Benedicto XVI
De la audiencia general del 12 de enero del 2011
Lea también: "ÉL
QUEDARÁ A SALVO, PERO COMO QUIEN PASA A TRAVÉS DEL FUEGO..."
[...] El pensamiento de Catalina sobre el
purgatorio, por el que es particularmente conocida, está condensado en las
últimas dos partes del libro citado al inicio: el "Tratado sobre el
purgatorio" y el "Diálogo entre el alma y el cuerpo".
Es importante observar que Catalina, en su experiencia mística, nunca tuvo
revelaciones específicas sobre el purgatorio o sobre las almas que se están
purificando en él. Con todo, en los escritos inspirados por nuestra Santa es
un elemento central, y la manera de describirlo tiene características
originales respecto a su época.
El primer rasgo original se refiere al “lugar” de la purificación de las
almas. En su tiempo se representaba principalmente con el recurso a imágenes
ligadas al espacio: se pensaba en un cierto espacio, donde se encontraría el
purgatorio. En Catalina, en cambio, el purgatorio no está presentado como un
elemento del paisaje de las entrañas de la tierra: es un fuego no exterior,
sino interior.
Esto es el purgatorio, un fuego interior. La Santa habla del camino de
purificación del alma hacia la comunión plena con Dios, partiendo de su
propia experiencia de profundo dolor por los pecados cometidos, en contraste
con el infinito amor de Dios. Hemos escuchado sobre el momento de la
conversión, donde Catalina siente de repente la bondad de Dios, la distancia
infinita de su propia vida de esta bondad y un fuego abrasador dentro de
ella. Y este es el fuego que purifica, es el fuego interior del purgatorio.
También aquí hay un rasgo original respecto al pensamiento de la época. No
se parte, de hecho, del más allá para narrar los tormentos del purgatorio –
como era habitual en ese tiempo y quizás también hoy – y después indicar el
camino para la purificación o la conversión, sino que nuestra Santa parte de
la experiencia propia interior de su vida en camino hacia la eternidad.
El alma – dice Catalina – se presenta a Dios aún ligada a los deseos y a la
pena que derivan del pecado, y esto le hace imposible gozar de la visión
beatífica de Dios. Catalina afirma que Dios es tan puro y santo que el alma
con las manchas del pecado no puede encontrarse en presencia de la divina
majestad. Y también nosotros nos damos cuenta de cuán alejados estamos, cómo
estamos llenos de tantas cosas, de manera que no podemos ver a Dios. El alma
es consciente del inmenso amor y de la perfecta justicia de Dios y, en
consecuencia, sufre por no haber respondido de modo correcto y perfecto a
ese amor, y por ello el amor mismo a Dios se convierte en llama, el amor
mismo la purifica de sus escorias de pecado.
En Catalina se percibe la presencia de fuentes teológicas y místicas a las
que era normal recurrir en su época. En particular se encuentra una imagen
de Dionisio el Areopagita, la del hilo de oro que une el corazón humano con
Dios mismo. Cuando Dios ha purificado al hombre, lo ata con un hilo finísimo
de oro, que es su amor, y lo atrae hacia sí con un afecto tan fuerte, que el
hombre se queda como “superado y vencido y todo fuera de sí”. Así el corazón
humano es invadido por el amor de Dios, que se convierte en la única guía,
el único motor de su existencia.
Esta situación de elevación hacia Dios y de abandono a su voluntad,
expresada en la imagen del hilo, es utilizada por Catalina para expresar la
acción de la luz divina sobre las almas del purgatorio, luz que las purifica
y las eleva hacia los esplendores de los rayos resplandecientes de Dios.
Queridos amigos, los santos, en su experiencia de unión con Dios, alcanzan
un “saber” tan profundo de los misterios divinos, en el que amor y
conocimiento se compenetran, que son de ayuda a los mismos teólogos en su
tarea de estudio, de intelligentia fidei, de intelligentia de los misterios
de la fe, de profundización real de los misterios, por ejemplo de qué es el
purgatorio. [...]
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"ÉL QUEDARÁ A SALVO,
PERO COMO
QUIEN PASA A TRAVÉS DEL FUEGO..."
por Benedicto XVI
De la encíclica "Spe Salvi" d
el 30 de noviembre del 2007
[...] Estoy convencido de que la cuestión de la
justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte
en favor de la fe en la vida eterna. La necesidad meramente individual de
una satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del
amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que el
hombre esté hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el
reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede ser la última
palabra en absoluto, llega a ser plenamente convincente la necesidad del
retorno de Cristo y de la vida nueva.
44. La protesta contra Dios en nombre de la justicia no vale. Un mundo sin
Dios es un mundo sin esperanza (cf. Ef 2,12). Sólo Dios puede crear
justicia. Y la fe nos da esta certeza: Él lo hace. La imagen del Juicio
final no es en primer lugar una imagen terrorífica, sino una imagen de
esperanza; quizás la imagen decisiva para nosotros de la esperanza. ¿Pero no
es quizás también una imagen que da pavor? Yo diría: es una imagen que exige
la responsabilidad. Una imagen, por lo tanto, de ese pavor al que se refiere
san Hilario cuando dice que todo nuestro miedo está relacionado con el amor.
Dios es justicia y crea justicia. Éste es nuestro consuelo y nuestra
esperanza. Pero en su justicia está también la gracia. Esto lo descubrimos
dirigiendo la mirada hacia el Cristo crucificado y resucitado. Ambas
–justicia y gracia– han de ser vistas en su justa relación interior. La
gracia no excluye la justicia. No convierte la injusticia en derecho. No es
un cepillo que borra todo, de modo que cuanto se ha hecho en la tierra acabe
por tener siempre igual valor. Contra este tipo de cielo y de gracia ha
protestado con razón, por ejemplo, Dostoëvskij en su novela "Los hermanos
Karamazov".
Al final los malvados, en el banquete eterno, no se sentarán indistintamente
a la mesa junto a las víctimas, como si no hubiera pasado nada. [...] En la
parábola del rico epulón y el pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31), Jesús ha
presentado como advertencia la imagen de un alma similar, arruinada por la
arrogancia y la opulencia, que ha cavado ella misma un foso infranqueable
entre sí y el pobre: el foso de su cerrazón en los placeres materiales, el
foso del olvido del otro y de la incapacidad de amar, que se transforma
ahora en una sed ardiente y ya irremediable. Hemos de notar aquí que, en
esta parábola, Jesús no habla del destino definitivo después del Juicio
universal, sino que se refiere a una de las concepciones del judaísmo
antiguo, es decir, la de una condición intermedia entre muerte y
resurrección, un estado en el que falta aún la sentencia última.
45. Esta visión del antiguo judaísmo de la condición intermedia incluye la
idea de que las almas no se encuentran simplemente en una especie de recinto
provisional, sino que padecen ya un castigo, como demuestra la parábola del
rico epulón, o que por el contrario gozan ya de formas provisionales de
bienaventuranza. Y, en fin, tampoco falta la idea de que en este estado se
puedan dar también purificaciones y curaciones, con las que el alma madura
para la comunión con Dios.
La Iglesia primitiva ha asumido estas concepciones, de las que después se ha
desarrollado paulatinamente en la Iglesia occidental la doctrina del
purgatorio. No necesitamos examinar aquí el complicado proceso histórico de
este desarrollo; nos preguntamos solamente de qué se trata realmente.
La opción de vida del hombre se hace definitiva con la muerte; esta vida
suya está ante el Juez. Su opción, que se ha fraguado en el transcurso de
toda la vida, puede tener distintas formas. Puede haber personas que han
destruido totalmente en sí mismas el deseo de la verdad y la disponibilidad
para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentira; personas
que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellas mismas el amor.
Ésta es una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia
historia podemos distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes
individuos no habría ya nada remediable y la destrucción del bien sería
irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra infierno. Por otro
lado, puede haber personas purísimas, que se han dejado impregnar
completamente de Dios y, por consiguiente, están totalmente abiertas al
prójimo; personas cuya comunión con Dios orienta ya desde ahora todo su ser
y cuyo caminar hacia Dios les lleva sólo a culminar lo que ya son.
46. No obstante, según nuestra experiencia, ni lo uno ni lo otro son el caso
normal de la existencia humana. En gran parte de los hombres –eso podemos
suponer– queda en lo más profundo de su ser una última apertura interior a
la verdad, al amor, a Dios. Pero en las opciones concretas de la vida, esta
apertura se ha empañado con nuevos compromisos con el mal; hay mucha
suciedad que recubre la pureza, de la que, sin embargo, queda la sed y que,
a pesar de todo, rebrota una vez más desde el fondo de la inmundicia y está
presente en el alma.
¿Qué sucede con estas personas cuando comparecen ante el Juez? Toda la
suciedad que ha acumulado en su vida, ¿se hará de repente irrelevante? O,
¿qué otra cosa podría ocurrir? San Pablo, en la Primera Carta a los
Corintios, nos da una idea del efecto diverso del juicio de Dios sobre el
hombre, según sus condiciones. Lo hace con imágenes que quieren expresar de
algún modo lo invisible, sin que podamos traducir estas imágenes en
conceptos, simplemente porque no podemos asomarnos a lo que hay más allá de
la muerte ni tenemos experiencia alguna de ello.
Pablo dice sobre la existencia cristiana, ante todo, que ésta está
construida sobre un fundamento común: Jesucristo. Éste es un fundamento que
resiste. Si hemos permanecido firmes sobre este fundamento y hemos
construido sobre él nuestra vida, sabemos que este fundamento no se nos
puede quitar ni siquiera en la muerte. Y continúa: "Encima de este cimiento
edifican con oro, plata y piedras preciosas, o con madera, heno o paja. Lo
que ha hecho cada uno saldrá a la luz; el día del juicio lo manifestará,
porque ese día despuntará con fuego y el fuego pondrá a prueba la calidad de
cada construcción. Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento, resista,
recibirá la recompensa, mientras que aquel cuya obra quede abrasada sufrirá
el daño. No obstante, él quedará a salvo, pero como quien pasa a través del
fuego" (3,12-15).
En todo caso, en este texto se muestra con nitidez que la salvación de los
hombres puede tener diversas formas; que algunas de las cosas construidas
pueden consumirse totalmente; que para salvarse es necesario atravesar el
"fuego" en primera persona para llegar a ser definitivamente capaces de Dios
y poder tomar parte en la mesa del banquete nupcial eterno.
47. Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez
salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto
decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el
encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para
llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que se
ha construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua
fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de este encuentro, en el cual
lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está
la salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una
transformación, ciertamente dolorosa, "como a través del fuego". Pero es un
dolor bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra como
una llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con
ello, totalmente de Dios.
Así se entiende también con toda claridad la compenetración entre justicia y
gracia: nuestro modo de vivir no es irrelevante, pero nuestra inmundicia no
nos ensucia eternamente, al menos si permanecemos orientados hacia Cristo,
hacia la verdad y el amor. A fin de cuentas, esta suciedad ha sido ya
quemada en la Pasión de Cristo. En el momento del Juicio experimentamos y
acogemos este predominio de su amor sobre todo el mal en el mundo y en
nosotros. El dolor del amor se convierte en nuestra salvación y nuestra
alegría.
Está claro que no podemos calcular con las medidas cronométricas de este
mundo la "duración" de este arder que transforma. El "momento" transformador
de este encuentro está fuera del alcance del cronometraje terrenal. Es
tiempo del corazón, tiempo del "paso" a la comunión con Dios en el Cuerpo de
Cristo.
El Juicio de Dios es esperanza, tanto porque es justicia, como porque es
gracia. Si fuera solamente gracia que convierte en irrelevante todo lo que
es terrenal, Dios seguiría debiéndonos aún la respuesta a la pregunta sobre
la justicia, una pregunta decisiva para nosotros ante la historia y ante
Dios mismo. Si fuera pura justicia, podría ser al final sólo un motivo de
temor para todos nosotros.
La encarnación de Dios en Cristo ha unido uno con otra –juicio y gracia– de
tal modo que la justicia se establece con firmeza: todos nosotros esperamos
nuestra salvación "con temor y temblor" (Fil 2,12). No obstante, la gracia
nos permite a todos esperar y encaminarnos llenos de confianza al encuentro
con el Juez, que conocemos como nuestro abogado, "parakletos" (cf. 1 Jn
2,1).
48. Sobre este punto hay que mencionar aún un aspecto, porque es importante
para la praxis de la esperanza cristiana. El judaísmo antiguo piensa también
que se puede ayudar a los difuntos en su condición intermedia por medio de
la oración (cf. por ejemplo 2 Mc 12,38-45: siglo I a. C.). La respectiva
praxis ha sido adoptada por los cristianos con mucha naturalidad y es común
tanto en la Iglesia oriental como en la occidental.
El Oriente no conoce un sufrimiento purificador y expiatorio de las almas en
el "más allá", pero conoce ciertamente diversos grados de bienaventuranza,
como también de padecimiento en la condición intermedia. Sin embargo, se
puede dar a las almas de los difuntos "consuelo y alivio" por medio de la
Eucaristía, la oración y la limosna. Que el amor pueda llegar hasta el más
allá, que sea posible un recíproco dar y recibir, en el que estamos unidos
unos con otros con vínculos de afecto más allá del confín de la muerte, ha
sido una convicción fundamental del cristianismo de todos los siglos y sigue
siendo también hoy una experiencia consoladora. ¿Quién no siente la
necesidad de hacer llegar a los propios seres queridos que ya se fueron un
signo de bondad, de gratitud o también de petición de perdón?
Ahora nos podríamos hacer una pregunta más: si el "purgatorio" es
simplemente el ser purificado mediante el fuego en el encuentro con el
Señor, Juez y Salvador, ¿cómo puede intervenir una tercera persona, por más
que sea cercana a la otra? Cuando planteamos una cuestión similar,
deberíamos darnos cuenta que ningún ser humano es una mónada cerrada en sí
misma. Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí,
entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive
solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente
la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi
vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal. Así, mi
intercesión en modo alguno es algo ajeno para el otro, algo externo, ni
siquiera después de la muerte. En el entramado del ser, mi gratitud para con
él, mi oración por él, puede significar una pequeña etapa de su
purificación. Y con esto no es necesario convertir el tiempo terrenal en el
tiempo de Dios: en la comunión de las almas queda superado el simple tiempo
terrenal. Nunca es demasiado tarde para tocar el corazón del otro y nunca es
inútil.
Así se aclara aún más un elemento importante del concepto cristiano de
esperanza. Nuestra esperanza es siempre y esencialmente también esperanza
para los otros; sólo así es realmente esperanza también para mí. Como
cristianos, nunca deberíamos preguntarnos solamente: ¿Cómo puedo salvarme yo
mismo? Deberíamos preguntarnos también: ¿Qué puedo hacer para que otros se
salven y para que surja también para ellos la estrella de la esperanza?
Entonces habré hecho el máximo también por mi salvación personal. [...]
(cortesía www.chiesa.espresso)