Santidad Cristocéntrica del Sacerdote
Mons. Juan Esquerda Bidet,
Malta 20 octubre 2004
Sumario
Presentación: Línea cristocéntrica de la santidad del sacerdote, exigencia,
posibilidad y ministerio
1. Llamados a ser transparencia de la vida y de las vivencias de Cristo Buen
Pastor
2. Llamados a ser maestros y forjadores de santos, enamorados de Cristo,
3. Algunas connotaciones sobre la santidad sacerdotal en el inicio del
tercer milenio
Líneas conclusivas
Presentación: Línea cristocéntrica de la santidad del sacerdote,
exigencia, posibilidad y ministerio
El título de nuestra reflexión ("santidad cristológica del sacerdote") nos
sitúan en una actitud relacional con Cristo Resucitado, siempre presente en
nuestro caminar histórico y eclesial. Si decimos "santidad", nos referimos
al deseo profundo de Cristo de ver en nosotros su expresión, su signo
personal, su transparencia: "He sido glorificado en ellos... Santifícalos en
la verdad: tu Palabra es verdad... Yo por ellos me santifico a mí mismo,
para que ellos también sean santificados en la verdad" (Jn 17, 10.17.19). La
dimensión cristocéntrica o cristológica es connatural a la santidad
cristiana y sacerdotal.
Ser sacerdote y, al mismo tiempo, no ser o no desear ser santo, sería una
contradicción teológica, puesto que el ser y el obrar sacerdotal, como
participación y prolongación del ser y del obrar de Cristo, comportan la
vivencia de lo que somos y de lo que hacemos. Esta santidad sacerdotal es
posible.[1]
La "santidad" hace referencia a la realidad divina, porque sólo Dios es el
"tres veces Santo" (Is 6,3), el Trascendente, Dios Amor. Jesús es la
expresión personal del Padre (cfr. Jn 14,9). Los cristianos estamos llamados
a ser "expresión" de Cristo, "hijos en el Hijo" (Ef 1,5; cfr. GS 22).
Nosotros, sacerdotes, ministros ordenados, somos la expresión o signo
personal y sacramental de Jesús Sacerdote y Buen Pastor. La santidad tiene
sentido "relacional", de pertenecer afectiva y efectivamente a aquél que por
excelencia es el Santo. Somos "servidores de Cristo y administradores de los
misterios de Dios" (1Cor 4,1). El sacerdote ministro es "hombre de Dios"
(1Tim 6,11).
La "santidad" del sacerdote tiene, pues, dimensión cristocéntrica o
cristológica. Precisamente por ello tiene también dimensión trinitaria,
pneumatológica, eclesiológica y antropológica. La dimensión cristológica de
la santidad sacerdotal es, consecuentemente, mariana, contemplativa y
misionera. Se trata, pues, un cristocentrismo inclusivo, no excluyente,
puesto que queda abierto a todas las dimensiones teológicas, pastorales y
espirituales. Por el "carácter" o gracia permanente del Espíritu Santo,
recibida en el sacramento del Orden, participamos de la unción sacerdotal de
Cristo (enviado por el Padre y el Espíritu), prolongamos su misma misión en
la Iglesia y en el mundo, y, consecuentemente, estamos llamados a vivir en
sintonía con las mismas vivencias de Cristo.
Con esta perspectiva cristológica, hablar de santidad no es, pues, hablar de
un peso, sino de una declaración de amor, experimentada y aceptada afectiva
y responsablemente. Debemos y podemos ser santos y ayudar a otros a ser
santos, por lo que somos y por lo que hacemos, es decir, por la
participación en la consagración de Cristo y por la prolongación de su misma
misión. Cristo nos ha elegido por su propia iniciativa amorosa (cfr. Jn
15,16) y, consecuentemente, nos ha capacitado para poder responder con
coherencia a este mismo amor. Nuestra vida está llamada a la santidad y es,
al mismo tiempo, ministerio de santidad. Somos forjadores de santos.[2]
Decidirse a ser "santos" no significa más que comprometerse a ser coherentes
con la exigencia de relación personal con Cristo, que incluye el compartir
su misma vida, imitarle, transformarse en él, hacerle conocer y amar. Ello
equivale a "mantener la mirada fija en Cristo" (Carta del Jueves Santo 2004,
n.5), para poder pensar, sentir, amar, obrar como él. "La referencia a
Cristo es, pues, la clave absolutamente necesaria para la comprensión de las
realidades sacerdotales" (PDV 12). Esta santidad es posible.[3]
1. Llamados a ser transparencia de la vida y de las vivencias de Cristo Buen
Pastor
La dimensión cristocéntrica de la santidad sacerdotal nos sitúa en una
profunda relación de amistad con Cristo. Hemos sido llamados por iniciativa
suya (cfr. Jn 15,16). Nos ha llamado uno a uno, por el propio "nombre", para
poder participar en su mismo ser de Sacerdote-Víctima, Pastor, Esposo,
Cabeza y Siervo.[4]
Esta dimensión cristocéntrica ayuda a entrar en la dinámica interna de la
propia identidad: estamos llamados para un encuentro que se convierte en
relación profunda, se concreta en seguimiento para compartir su mismo estilo
de vida, se vive en fraternidad (comunión) con los otros llamados y orienta
toda la existencia a la misión. Así, pues, en esta santidad van incluidos
todos los aspectos de la vocación: encuentro, seguimiento, fraternidad y
misión evangelizadora.
La dinámica relacional se basa en una realidad ontológica: participamos en
su ser (consagración), prolongamos su obrar (misión) y vivimos en sintonía
con sus mismos sentimientos y actitudes, según la expresión paulina: "Tened
los mismos sentimientos de Cristo Jesús" (Fil 2,5).
Sin el deseo de corresponder vivencialmente a esta relación con Cristo, no
se podría captar la dinámica apostólica y sacerdotal que incluye el
"encuentro" y la "misión". Nos ha llamado para "estar con él" y para
enviarnos a "predicar" (Mc 3,14-15).
Si se quiere hablar de la "identidad" o de la propia razón de ser, ello
equivale a encontrar el sentido de la propia existencia vocacional. Es
relativamente fácil hacer elucubraciones sobre la identidad. Pero a la luz
del evangelio, aparece claramente que se trata de la vivencia de lo que
somos y hacemos: "Vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el
principio" (Jn 15,27). Cuando a Juan Bautista le preguntaron sobre su
"identidad", no cayó en la trampa de responder con elucubraciones y teorías,
sino que indicó una persona que daba sentido a su existencia y a su obrar:
"Yo soy la voz... En medio de vosotros está uno a quien vosotros no
conocéis" (Jn 1,23.26).[5]
Muchas cuestiones cristianas, que parecen problemáticas, dejan de serlo
cuando se afrontan desde un "conocimiento de Cristo vivido personalmente"
(VS 88). Hablar de santidad sacerdotal, sin partir de la propia experiencia
de encuentro y seguimiento de Cristo, es abocarse al fracaso o a discusiones
estériles. La santidad sacerdotal sólo se capta desde la persona de Cristo
profundamente amada y vivida: "Si alguno me ama... yo le amaré y me
manifestaré a él" (Jn 14,21).
Desde esta perspectiva vivencial, que no excluye, sino que necesita el apoyo
de la reflexión teológica sistemática, la palabra "santidad" pasa a ser una
realidad de gracia que forma parte del proceso de configuración con Cristo.
Cuando uno se sabe amado por Cristo, lo quiere amar y hacerlo amar. Es
decir, quiere entregarse con totalidad al camino de santidad y de misión.[6]
La decisión de ser "santos" es la respuesta a la declaración de amor por
parte de Cristo: "Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros;
permaneced en mi amor" (Jn 15,9). Para discernir si uno avanza decididamente
por este camino de santidad, podrían tomarse tres líneas de fuerza: No
sentirse nunca solos (cfr. Mt 28,20), no dudar de su amor (cfr. Jn 15,9), no
anteponer nada a Cristo.[7]
Los matices de nuestra santidad, en su dimensión cristocéntrica o
cristológica, dicen relación con cada uno de los títulos bíblicos de Cristo
(que hemos recordado antes) y, consiguientemente, urgen al sacerdote a la
vivencia de sus ministerios, como expresión de su "caridad pastoral", es
decir, como vivencia de la misma caridad del Buen Pastor. En este sentido,
el concilio Vaticano II resume la santidad sacerdotal con esta perspectiva:
"Los presbíteros conseguirán propiamente la santidad ejerciendo su triple
función sincera e infatigablemente en el Espíritu de Cristo" (PO 13).
Se trata de transparentar a Cristo en el momento de anunciarle, celebrarle,
prolongarle... Toda la acción pastoral es eminentemente cristológica y es
también una urgencia y una posibilidad de ser santos. Anunciamos a Cristo,
lo hacemos presente y lo comunicamos a los demás, viviendo lo que somos y lo
que hacemos. La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal es, pues,
de línea profética (anunciar a Cristo), litúrgica (hacer presente a Cristo),
diaconal (servir a Cristo en los hermanos).
El modelo apostólico de los Doce, es el punto de referencia obligado de la
santidad sacerdotal, como algo específico. Es la "Vida Apostólica", es
decir, el seguimiento radical de Cristo Buen Pastor, a ejemplo de los
Apóstoles. Quienes somos sucesores de los Apóstoles (aunque en grado
distinto), estamos llamados a vivir esta referencia evangélica.[8]
La "Vida Apostólica" o "Apostolica vivendi forma", que resume el estilo de
vida de los Apóstoles, se concreta en el seguimiento evangélico (cfr. Mt
19,27), la fraternidad o vida comunitaria (cfr. Lc 10,2) y la misión (cfr.
Jn 20,21; Mt 28,19-20).[9]
El camino de la santidad sacerdotal se recorre dejándose conquistar por el
amor de Cristo, a ejemplo de S. Pablo: "No vivo yo, sino que es Cristo quien
vive en mí... vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí
mismo por mí" (Gal 2,20). Y es este mismo amor el que urge a la misión: "El
amor de Cristo me apremia" ( 2 Cor 5,14).
El cristocentrismo de San Pablo arranca de la fe como encuentro con Cristo,
"el Hijo de Dios" (Hech 9,20), "el Salvador" (Tit 1,3), quien "fue entregado
por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación" (Rom 4,25).
Cristo "vive" (Hech 25,19) y habita en el creyente (cfr. Fil 1,21),
comunicándole la fuerza del Espíritu que le hace hijo de Dios (cfr. Gal
4,4-7; Rom 8,14-17). Por el bautismo, el cristiano queda configurado con
Cristo (cfr. Rom 6,1-5). Pablo vive de esta fe. Desde su encuentro inicial
con el Señor, Pablo aprendió que Cristo vive en todo ser humano y, de modo
especial, en su comunidad eclesial, a la que él describe como "cuerpo" o
expresión de Cristo (cfr. 1Cor 12,26-27), "esposa" o consorte (cfr. Ef
5,25-27; 2Cor 11,2) y "madre" fecunda de Cristo (cfr. Gal 4,19.26).
Las renuncias sacerdotales quedan resumidas en la expresión de San Pedro:
"Lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mt 19,27). La renuncia total no
sería posible ni tendría sentido, sin el "seguimiento" como encuentro y
amistad. La "soledad llena de Dios" (de que hablaba Pablo VI en la encíclica
Sacerdotalis Coelibatus), es, para el sacerdote ministro, el
redescubrimiento de una presencia y de un amor más hermoso y profundo: "No
tengas miedo... porque yo estoy contigo" (Hech 18,9-10).[10]
Cristo nos lleva en su corazón, desde el primer momento de su ser en cuanto
hombre. Si el misterio del hombre sólo se descifra en el misterio Cristo,
cada ser humano tiene en su propia vida huellas de ese amor: "En realidad,
el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado... El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo,
con todo hombre" (GS 22). En esta perspectiva antropológico-cristiana, a la
luz de la Encarnación, el sacerdote ministro se siente interpelado por unas
vivencias de Cristo, que amó a "los suyos" (Jn 13,1) y los presentó
cariñosamente ante el Padre: "los que tú me has dado" (Jn 17,2ss), "los has
amado como a mí" (Jn 17,23).
La llamada apostólica ("venid", "sígueme") trae consigo relación, imitación
y configuración con Cristo. Si uno quiere ser consecuente con esta actitud
relacional comprometida, que llamamos "santidad" (como trasunto de la
caridad del Buen Pastor y, así mismo, reflejo de Dios Amor), en todas las
circunstancias de su vida encontrará huellas de una presencia que sobrepasa
el sentimiento de ausencia: "Estaré con vosotros" (Mt 28,20). El decreto
Presbyterorum Ordinis recuerda esta presencia, que es fuente de santidad y
de gozo pascual: "Los presbíteros nunca están solos en su trabajo" (PO
22).[11]
La dimensión cristológica de la santidad es, por ello mismo, dimensión
eucarística. "Hemos nacido de la Eucaristía... El sacerdocio ministerial
tiene su origen, vive, actúa y da frutos «de Eucharistia»... No hay
Eucaristía sin sacerdocio, como no existe sacerdocio sin Eucaristía" (Carta
del Jueves Santo, 2004, n.2).[12]
Para garantizar la dimensión cristológica de la santidad sacerdotal, es
necesario relacionarla con la dimensión mariana. Cristo Sacerdote y Buen
Pastor no es una abstracción, sino que ha nacido de María Virgen y la ha
asociado a su obra redentora. María, Madre de Cristo Sacerdote y Madre
nuestra, ve en cada uno de nosotros un "Jesús viviente" (según la expresión
de S. Juan Eudes), es decir, con palabras del concilio, "instrumentos vivos
de Cristo Sacerdote" PO 12), que quieren vivir "en comunión de vida" con
ella como el discípulo amado (cfr. RMa 45, nota 130). Necesitamos vivir
nuestra dimensión sacerdotal cristológica "en la escuela de María Santísima"
(Carta del Jueves Santo, 2004, n.7).[13]
La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal incluye el amor leal,
sincero e incondicional a la Iglesia. Es, pues, dimensión eclesiológica. El
apóstol Pablo, al invitarnos a configurarnos con Cristo, nos insta a vivir
de sus mismos sentimientos (cfr. Fil 2,5) y de sus mismos amores: "Cristo
amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef 5,25). "Para todo
misionero y toda comunidad la fidelidad a Cristo no puede separarse de la
fidelidad a la Iglesia" (RMi 89).
2. Llamados a ser maestros y forjadores de santos, enamorados de
Cristo
Nuestra llamada a la santidad incluye el compromiso ministerial de ayudar a
los fieles a emprender el mismo itinerario de santificación. Se trata del
"ministerio y función de enseñar, de santificar y de apacentar la grey de
Dios" (PO 7), como colaboradores de los obispos. Por esto, "la perspectiva
en la que debe situarse el camino pastoral es el de la santidad" (NMi 30).
La dimensión cristocéntrica de la santidad se concreta necesariamente en
dimensión eclesiológica.
En realidad, de la santidad de los sacerdotes depende, en gran parte la
santidad, renovación y misionariedad de toda la comunidad eclesial. Así lo
afirma el concilio Vaticano II: "Este Sagrado Concilio, para conseguir sus
propósitos pastorales de renovación interna de la Iglesia, de difusión del
Evangelio por todo el mundo y de diálogo con el mundo actual, exhorte
vehementemente a todos los sacerdotes a que, usando los medios oportunos
recomendados por la Iglesia, se esfuercen siempre hacia una mayor santidad,
con la que de día en día se conviertan en ministros más aptos para el
servicio de todo el Pueblo de Dios" (PO 12).
Toda la acción pastoral tiende a construir la comunidad eclesial como
reflejo de la Trinidad, por un proceso de unificación del corazón según el
amor, que hace posible llegar a ser "un solo corazón y una sola alma" (Hech
4,32). Entonces, se construye la Iglesia como "misterio", es decir, como
pueblo "congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo"
(LG 4). Es misterio de comunión misionera. "La santidad se ha manifestado
más que nunca como la dimensión que expresa mejor el misterio de la Iglesia.
Mensaje elocuente que no necesita palabras, la santidad representa al vivo
el rostro de Cristo" (NMi 7)
La acción ministerial profética, litúrgica y diaconal, además de ser el
medio y el lugar privilegiado de la propia santificación, es la palestra
para orientar a toda la comunidad eclesial por el camino de la santidad. Los
ministerios son servicios que construyen una escuela de santidad y de
comunión eclesial. Somos llamados a ser moldeadores de santos.
Nuestra vida sacerdotal se puede resumir en la acción ministerial
eucarística: "Esto es mi cuerpo... ésta es mi sangre" (Mt 26,26.28). En este
momento obramos en nombre de Cristo y nos transformamos en él. Pero esta
acción ministerial eucarística incluye el anuncio (profetismo) y la comunión
(diaconía). Es más, la eficacia de las palabras del Señor no sólo llega
hasta lo más hondo de nuestro ser, transformándolo, sino que también va
pasando a toda la Iglesia y a toda la humanidad.
A la luz de este servicio ministerial (en relación con el cuerpo eucarístico
y con el cuerpo místico de Cristo), todo se puede reducir la urgencia de ser
santos y hacer santos, como consecuencia del mandato eucarístico: "Haced
esto en memoria mía" (Lc 22,19; 1Cor 11,24). Es la tarea de anunciar,
celebrar y comunicar a Cristo. La transformación eucarística del pan y del
vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, penetra el ser y el obrar
sacerdotal, para pasar a la Iglesia y a la humanidad entera. El encargo de
Cristo a los sacerdotes pone "el cuño eucarístico en su misión" (Carta del
Jueves Santo, 2004, n.3). Por la Eucaristía, somos forjadores de santos.[14]
La entrega apostólica de Pablo tiene esta característica de "completar" a
Cristo por amor a su Iglesia (cfr. Col 1,24), y de preocuparse "por todas
las Iglesias" (2Cor 11,28). En la doctrina paulina, la vocación cristiana es
elección en Cristo (cfr. Ef 1,3), para ser "gloria" o expresión suya por una
vida santa (Ef 1,4-9), comprometida en la misión de "recapitular todas las
cosas en Cristo" (Ef 1,10) y marcada con "el sello del Espíritu" (Ef 1,13).
Es vida unida a la oblación de Cristo (cfr. Fil 2,5-11), por participar en
el sacrificio eucarístico que hace presente la oblación del Señor, "hasta
que vuelva" (cfr. 1Cor 11,23-26). Pablo es forjador de santos (cfr. Gal
4,19).[15]
El sentido esponsal del ministerio tiende a construir la Iglesia santa, como
esposa de Cristo, santificada por su amor esponsal: "Cristo amó a la Iglesia
y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante
el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a
sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea
santa e inmaculada" (Ef 5,25-27).
Hacer santa a la comunidad eclesial, equivale a hacerla misionera y "madre",
es decir, instrumento de vida en Cristo para los demás. Entonces la Iglesia
"ejerce por la caridad, por la oración, por el ejemplo y por las obras de
penitencia una verdadera maternidad respecto a las almas que debe llevar a
Cristo" (PO 6).
Si se anuncia la Palabra, es para llamar a una actitud de escucha, de
conversión y de respuesta generosa por parte de los creyentes. La
predicación de la Palabra congrega al pueblo de Dios para construirlo en la
caridad. Por esta predicación, se tiende a "invitar a todos instantemente a
la conversión y a la santidad" (PO 4).
La celebración de la Eucaristía y de los sacramentos en general, en el
ámbito del año litúrgico, es una llamada a todos los fieles para hacer de su
vida una oblación en unión con Cristo: "De esta forma son invitados y
estimulados a ofrecerse a sí mismo, sus trabajos y todas las cosas creadas
juntamente con El" (PO 5).
La acción ministerial de orientar, animar y regir a la comunidad, siempre
con espíritu de servicio, tiene el objetivo de "que cada uno de los fieles
sea conducido en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación según el
Evangelio, a la caridad sincera y diligente y a la libertad con que Cristo
nos liberó" (PO 6).
En los tres ministerios se tiende a formar a Cristo en los creyentes, por un
proceso de santificación que es transformación de criterios, escala de
valores y actitudes, en vistas a relacionarse con Cristo, imitarle y
transformarse en él. Así resume San Pablo su actuación santificadora:
"¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a
Cristo formado en vosotros" (Gal 4,19); "celoso estoy de vosotros con el
celo de Dios, pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros
cual casta virgen a Cristo" (2Cor 11,2).
Nuestro ministerio consiste en ser "instrumentos vivos de Cristo Sacerdote"
(PO 12). Por ello mismo, somos servidores de una Iglesia llamada a la
santidad. El capítulo quinto de la Lumen Gentium es una pauta para el
itinerario de santificación: existe una llamada universal de la Iglesia a la
santidad (LG 39-42), que consiste en la "perfección de la caridad", y que se
realiza en la vida cotidiana según el propio estado de vida, usando los
medios adecuados para conseguir este objetivo (LG cap. VI, nn.39-42). Así,
pues, "todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a
la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad" (LG 40).
El bautismo es, por su misma naturaleza, una llamada y una posibilidad de
santidad: pensar, sentir, amar y obrar como Cristo. "El bautismo es una
verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo
y la inhabitación de su Espíritu" (NMi 31). El compromiso fundamental de
quien se bautiza consiste en la decisión de hacerse santo por "el camino del
Sermón de la Montaña: « Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre
celestial » (Mt 5,48)" (NMi 31).
La experiencia del propio encuentro personal con Cristo y del seguimiento
evangélico, según la pauta de las bienaventuranzas, es la mejor preparación
para poder acompañar a otros por el mismo camino de santificación, que, como
hemos indicado, es camino de relación con Cristo, imitación y transformación
en él. El sacerdote es maestro de contemplación, de perfección, de comunión
y de misión.
El tema de la santidad sacerdotal en su dimensión cristocéntrica, aparece en
todas las figuras sacerdotales de la historia. Estos santos sacerdotes
fueron maestros y modelos de santidad sacerdotal y cristiana. Algunos santos
sacerdotes han dejado escritos sobre la vida y ministerio del sacerdote. En
su primera carta del Jueves Santo (1979), Juan Pablo II invita a inspirarse
en las figuras sacerdotales de la historia: "Esforzaos en ser los maestros
de la pastoral. Ha habido ya muchos en la historia de la Iglesia. ¿Es
necesario citarlos? Nos siguen hablando a cada uno de nosotros, por ejemplo,
San Vicente de Paúl, San Juan de Ávila, el Santo Cura de Ars, San Juan
Bosco, Beato (ahora ya santo) San Maximiliano Kolbe y tantos otros. Cada uno
de ellos era distinto de los otros, era él mismo, era hijo de su época y
estaba al día con respecto a su tiempo. Pero «el estar al día» era una
respuesta original al Evangelio, una respuesta necesaria para aquellos
tiempos, era la respuesta de la santidad y del celo".[16]
3. Algunas connotaciones sobre la santidad sacerdotal en el inicio
del tercer milenio
La santidad constituye el "fundamento de la programación pastoral que nos
atañe al inicio del nuevo milenio" (NMi 31). Esta afirmación de Juan Pablo
II es un reto para la vida y ministerio sacerdotal. Estamos llamados a ser
santos y a construir comunidades como escuela de santidad y comunión.
En una sociedad "icónica", que pide signos, se necesita construir una
Iglesia que transparente las bienaventuranzas como "autorretrato de Cristo"
(VS 16). Efectivamente, "el hombre contemporáneo cree más en los testigos
que en los maestros... el testimonio de vida cristiana es la primera e
insustituible forma de misión" (RMi 42). Quienes hoy se sienten llamados a
la fe cristiana, manifiestan "el deseo de encontrar en la Iglesia el
Evangelio vivido" (RMi 47).
Urge, pues, presentar la figura del sacerdote como expresión de la vida del
Buen Pastor. San Pablo se consideraba "olor de Cristo" (2 Cor, 2,15). El
Señor nos describe como su "expresión" o su "gloria": "He sido glorificado
en ellos" (Jn 17,10). Nuestra identidad sacerdotal consiste en ser
"prolongación visible y signo sacramental de Cristo" Sacerdote y Buen Pastor
(PDV 16).[17]
No se trata de un signo meramente externo, sino de una realidad ontológica
(transformación en Cristo), que necesariamente tiene que manifestarse en el
testimonio. Al mismo tiempo, esta realidad se hace vivencia personal y
comunitaria, para poder decir como San Pedro el día de Pentecostés y
repetidamente en sus discursos: "Nosotros somos testigos" (Hech 2,32; 3,15;
5,32; 10,39). Es, pues, relación, imitación, transformación en Cristo, que
se convierte en su transparencia.
El mundo de hoy pide testigos de la experiencia de Dios (cfr. EN 76; RMi
91). Todo apóstol y de modo especial el sacerdote, debe poder decir como San
Juan: "Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos" (1Jn 1,3). El Espíritu
Santo, recibido especialmente el día de ordenación, capacita para transmitir
a los demás la propia experiencia de Jesús.[18]
El inicio del tercer milenio es una invitación acuciante a ser signos
transparentes y eficaces del Buen Pastor. La Palabra, la Eucaristía, los
sacramentos y la acción pastoral, nos moldean como expresión de Cristo y
como signos santificadores.
Según mi experiencia de encuentros sacerdotales en diversas latitudes y
culturas, he llegado a la convicción de que en estos años del inicio del
tercer milenio, puede tener lugar un resurgir sacerdotal si se redescubren
los enormes tesoros doctrinales de los documentos conciliares y
postconciliares (que, a su vez, recogen una historia milenaria de gracia).
El día en que todo neo-sacerdote haya leído y se haya formado en estos
documentos, ciertamente habrá una gran renovación de vida y de vocaciones
sacerdotales, por el hecho de haber redescubierto "un tesoro escondido",
como es la "mística" de la propia espiritualidad sacerdotal específica.[19]
Juan Pablo II pide elaborar un proyecto de vida sacerdotal en el
Presbiterio, que abarque todas estas facetas (cfr. PDV 79). Sólo siendo
fieles al proceso de santidad, llegaremos a ser sacerdotes para una nueva
evangelización (cfr. PDV 2, 9-10, 17, 47, 51, 82. Directorio 98).[20]
Cuando el Papa nos recuerda a los sacerdotes las líneas de nuestra santidad,
nos indica la relación entre la consagración y la misión como binomio
inseparable: "La consagración es para la misión" (PDV 24).
Se podría hablar del "carisma" apostólico y sacerdotal de Juan Pablo II,
concretado en la dinámica evangélica: del encuentro, a la misión. Me parece
que esta es la clave para entender sus documentos, a partir del primer
momento de su pontificado, cuando dijo: "Abrid las puertas a Cristo". Sus
encíclicas, exhortaciones apostólicas, cartas del Jueves Santo y mensajes,
ofrecen la armonía entre la consagración (como entrega totalizante a los
planes de Dios) y la misión (como cercanía al hombre y a la realidad
concreta). Pero esta dinámica es relacional: del encuentro con Cristo, se
pasa al seguimiento de Cristo y al anuncio de Cristo.[21]
Las cartas del Jueves Santo (desde 1979 hasta 2004) son una herencia
apostólica, a modo de testamento sacerdotal de Juan Pablo II, que podrían
resumirse en la letanía dirigida a Cristo Sacerdote, en que se pide
"Pastores según su Corazón" (Letanía, citada en Carta del Jueves Santo 2004,
n.7).
Las cinco Exhortaciones Apostólicas Postsinodales continentales son una
llamada a la santidad, que se concreta en un proceso de pastoral
"inculturalizada", en las circunstancias históricas y geográficas. A esta
tarea de santificación estamos llamados especialmente los sacerdotes. Es la
primera vez en la historia, que se recoge la aportación de todas las
Iglesias de esta manera tan concreta, como es la celebración de unos Sínodos
Episcopales (continentales) con sus respectivas Exhortaciones
Postsinodales.[22]
Especialmente es acuciante, en estas Exhortaciones continentales, la llamada
a la santidad respecto a los sacerdotes y personas consagradas: "Por el
sacramento del Orden, que los configura a Cristo Cabeza y Pastor, los
Obispos y sacerdotes tienen que conformar toda su vida y su acción con
Jesús" (Ecclesia in Europa 34)[23]. "Europa necesita siempre la santidad, la
profecía, la actividad evangelizadora y de servicio de las personas
consagradas" (ibidem, 37).[24]
La propia identidad sacerdotal podrá ser comprendida y asimilada, si se vive
como signo personal y sacramental del Buen Pastor, reconociendo que se tiene
una espiritualidad sacerdotal específica entusiasmante. Es el gozo de ser y
sentirse signo de Cristo, aquí y ahora, con el propio Obispo, en la propia
Iglesia particular, en el propio Presbiterio, al servicio de la Iglesia
local y universal, inspirándose en las figuras sacerdotales de la historia y
también, cuando uno se siente llamado, haciendo referencia a carismas
particulares más concretos de vida religiosa o asociativa.
La diocesaneidad incluye toda esta historia de gracia, que es una herencia
apostólica. Sin la relación personal y comunitaria con Cristo Sacerdote y
Buen Pastor, la espiritualidad sacerdotal diocesana no encontraría su propia
pista de aterrizaje. Se es sacerdote, signo del Buen Pastor, en el aquí y
ahora de la propia Iglesia particular, presidida siempre por un sucesor de
los Apóstoles (en comunión con el Sumo Pontífice y la Colegialidad
Episcopal), quien concreta para sus sacerdotes las líneas evangélicas del
seguimiento de Cristo.[25]
Una línea característica de la espiritualidad cristiana y sacerdotal en el
inicio del tercer milenio, es la esperanza, que presupone la fe y se tiene
que concretar en la caridad. Hoy es posible ser santos y apóstoles. Es
posible evangelizar en las situaciones nuevas, porque tenemos gracias
nuevas. Pero se necesitan apóstoles renovados.[26]
En la espiritualidad y santidad sacerdotal, este tono de esperanza se
traduce en "gozo pascual" (PO 11). La vida del apóstol refleja el gozo
pascual, también en los momentos de dificultad, dando testimonio de la
esperanza cristiana: "El misionero es el hombre de las Bienaventuranzas...
Viviendo las Bienaventuranzas el misionero experimenta y demuestra
concretamente que el Reino de Dios ya ha venido y que él lo ha acogido" (RMi
91). Es el gozo de hacer "pasar" o de transformar el sufrimiento en amor de
donación, como herencia que nos ha dejado Jesús en la última cena (cfr. Jn
15, 11; 17, 13).
Líneas conclusivas
La santidad sacerdotal es esencialmente de dimensión cristológica, que, por
ello mismo, se abre a la dimensión trinitaria, pneumatológica, eclesiológica
y antropológica. Precisamente la caridad pastoral, como trasunto de la vida
del Buen Pastor, tiene esta orientación hacia los planes del Padre (cfr. Jn
10,18) y sigue las pautas de la acción del Espíritu Santo (cfr. Lc
10,1.14.18): "A Jesús de Nazaret, Dios le ungió con el Espíritu Santo y con
poder, y pasó haciendo el bien" (Hech 10,38).
La consagración sacerdotal del ministro ordenado, por ser participación en
la consagración sacerdotal de Cristo para prolongar su misma misión, enraiza
en el ámbito del misterio de la Encarnación del Verbo: "En realidad, el
misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado...
El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo
hombre" (GS 22).
Por ser signo personal y comunitario de Cristo Sacerdote y Buen Pastor, los
sacerdotes somos expresión de su amor para con todos y cada uno de los
redimidos. El contacto del sacerdote con cualquier ser humano, debe ser un
anuncio y testimonio de ese amor, para que todos se sientan amados por
Cristo y capacitados para amarle a él y, con él, a todos los demás hermanos.
La vida sacerdotal es una invitación misionera y vivencial, como expresión
testimonial de este anuncio: Dios te ama, Cristo ha venido por ti.
La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal hace recordar la
realidad del "martirio", como parte integrante del "kerigma" o primer
anuncio. Hemos sido elegidos para ser "testigos" ("mártires") del
crucificado y resucitado: "Nosotros somos testigos" (Hech 2,32), "y también
el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen" (Hech 5,32). El
recuerdo de la figura sacerdotal del mártir San Maximiliano Kolbe, indica
esta línea de caridad pastoral oblativa.[27]
El "gozo pascual" (PO 11) puede resumir todos los contenidos de la dimensión
cristocéntrica de la santidad sacerdotal. En realidad, es el gozo de las
"bienaventuranzas" y del "Magníficat", por el hecho de saberse amado por
Cristo y potenciado para amarle y hacerle amar. Es participación en el mismo
gozo de Cristo (cfr. Lc 10,21). Es el gozo que nos dejó el Señor como
herencia (Jn 15,11; 16,22.24; 17,13). Es el gozo que nace del encuentro
permanente con él. Cuando, en el Cenáculo, los Apóstoles eligieron a Matías,
resumieron la pauta de una vida sacerdotal y apostólica: uno que hubiera
estado con el Señor, para ser testigo gozoso de su resurrección (cfr. Hech
1,22). Es el gozo de Pablo: "Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo
en todas mis tribulaciones" (2Cor 7,4).
La dimensión cristocéntrica o cristológica de la santidad sacerdotal se
traduce en:
- Declaración mutua de amor, como elección y llamada:
"Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor" (Jn
15,9); "Yo os he elegido a vosotros" (Jn 15,16); "vivo en la fe del Hijo de
Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20).
- Relación de encuentro, amistad, intimidad, contemplación:
"Estuvieron con él" (Jn 1,39); "instituyó Doce, para que estuvieran con él,
y para enviarlos a predicar" (Mc 3,14-15); "vosotros sois mis amigos" (Jn
15,14); "estaré con vosotros" (Mt 28,20); "mi vida es Cristo" (Fil 1,21).
- Relación de pertenencia:
"Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1); "Padre...
los que tú me has dado"... (Jn 17,9ss); "no vivo yo, sino que es Cristo
quien vive en mí" (Gal 2,20).
- Relación de transparencia y misión:
"Vosotros daréis testimonio, porque habéis estado conmigo desde el
principio" (Jn 15,27); "el Espíritu... me glorificará, porque recibirá de lo
mío y os lo anunciará a vosotros" (Jn 16,14); "Padre... he sido glorificado
en ellos (son mi expresión)" (Jn 17,10); "Como el me envió, también yo os
envío" (Jn 20,21)...; "el amor de Cristo me apremia" ( 2Cor 5,14).
A la luz de la presencia de Cristo Resucitado, que sigue acompañando a "los
suyos" (Jn 13,1), se llega a unas actitudes que podríamos llamar de
sabiduría y de sentido común cristiano y sacerdotal, y que constituyen la
señal para saber si uno camina seriamente por el camino de la santidad en
dimensión cristológica. La vivencia de nuestra realidad de participar en el
ser de Cristo y de prolongar su misión, se podría concretar así:
- No dudar del amor de Cristo:
Mons. Francisco Xavier Nguyen van Thuan, arzobispo de Saigón, estuvo 13 años
en la cárcel Saigón. En los primeros días del duro cautiverio, sintiéndose
desánimo por su aparente inutilidad, supo discernir la voz del Señor en su
corazón: "Te quiero a ti, no tus cosas".[28]
- No sentirse nunca solos:
Mons. Tang, obispo de Cantón estuvo 22 años en la cárcel. Cuando llegó a
Roma y resumió los sufrimientos pasados en aquella soledad. Al preguntarle
por los razones que le ayudaron a perseverar, respondió: "Cristo no
abandona".[29]
- No poder prescindir de él:
Pablo, en la cárcel de Roma: "En mi primera defensa nadie me asistió, antes
bien todos me desampararon... Pero el Señor me asistió y me dio fuerzas"
(2Tim, 4,16-17).
- No anteponer nada a él
"En los enamorados la herida de uno es de entrambos, y un mismo sentimiento
tienen los dos" (S. Juan de la Cruz, Cántico B, canc. 30, n.9)
Nuestro modo de orar se puede realizar con sólo "mantener la mirada fija en
Cristo" (Carta del Jueves Santo 2004, n.5). Este encuentro vivencial y
diario con Cristo, en la Eucaristía, en la Escritura y en los hermanos, da
sentido a la vida sacerdotal; pero tiene que ser encuentro de amor
apasionado que se convierta en anuncio apasionado. Nuestra identidad se
demuestra en vivir y hacer vivir la presencia de Cristo resucitado en la
Iglesia y en el mundo. Es un "asombro eucarístico" que suscita vocaciones
sacerdotales (cfr. Carta del Jueves Santo 1004, n.5), porque entonces los
jóvenes en nosotros "intuyen la llamada de un amor más grande" (ibídem,
n.6).
La relación personal con Cristo, que es fuente de misión, se moldea "en
comunión de vida" con María (cfr. RMa 45, nota 130). Es "comunión vital con
Jesús a través del Corazón de su Madre" (Rosarium Virginis Mariae 2). En el
Corazón de María, Madre de Cristo Sacerdote y Madre nuestra, se puede
auscultar el eco de todo el evangelio (cfr. Lc 2,19.51).[30]
María nos acompaña en todas nuestras celebraciones eucarísticas y en todo
nuestro ministerio. Ella sigue siendo el don de Cristo a todos sus fieles y,
de modo particular, a sus ministros. "Vivir en la Eucaristía el memorial de
la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don.
Significa tomar con nosotros –a ejemplo de Juan– a quien una vez nos fue
entregada como Madre" (Ecclesia de Eucharistia, n.57). Podemos unirnos a
"los sentimientos de María", cuando ella escucha de nuestros labios las
palabras de la consagración ("mi cuerpo... mi sangre") (cfr. ibidem,
n.56).[31]
[1] "Imitamini quod tractatis" (imitad lo que
hacéis), es la expresión que ahora se encuentra en el texto de la alocución
durante la ordenación presbiteral, cuando el obispo explica "la función de
santificar en nombre de Cristo". Según Santo Tomás de Aquino, "la Ordenación
sagrada presupone la santidad" (cfr. II-II, q.189, a.1, ad 3), para poder
servir dignamente al cuerpo eucarístico y al cuerpo místico de Cristo (cfr.
Supl. q.36, a.2, ad 1) y para guiar a otros por el camino de la santidad.
[2] El "carácter" sacerdotal del sacramento del
Orden exige santidad, por el hecho de poder obrar en nombre de Cristo; la
gracia sacramental comunica la posibilidad de ser santos, es decir, de ser
coherentes con lo que somos y hacemos.
[3] Indicamos algunos estudios sobre santidad y
espiritualidad sacerdotal: AA.VV., Espiritualidad sacerdotal, Congreso
(Madrid, EDICE, 1989); C. BRUMEAU, Les éléments spécifiques de la vie
spirituelle des prêtres d'après Vatican II: Le prêtre, hier, aujourd'hui,
démain (Paris, Cerf, 1970) 196-205; J. CAPMANY, Apóstol y testigos,
reflexiones sobre la espiritualidad y la misión sacerdotales (Barcelona,
Santandreu, 1992); M. CAPRIOLI, Il sacerdozio. Teologia e spiritualità
(Roma, Teresianum, 1992); J. ESQUERDA BIFET, Teología de la espiritualidad
sacerdotal (Madrid, BAC, 1991); Idem, Signos del Buen Pastor, Espiritualidad
y misión sacerdotal (Bogotá, CELAM, 2002); A. FAVALE, El ministerio
presbiteral, aspectos doctrinales, pastorales y espirituales (Madrid, Soc.
Educ. Atenas, 1989); G. GRESHAKE, Ser sacerdote. Teología y espiritualidad
del ministerio sacerdotal (Salamanca, Sígueme, 1995); J.L. ILLANES,
Espiritualidad y sacerdocio (Madrid, Rialp, 1999); D. TETTAMANZI, La vita
spirituale del prete (Casale Monferrato, PIEMME, 2002); R. SPIAZZI,
Sacerdozio e santità. Fondamenti teologici della spiritualità sacerdotale
(Roma 1963); K. WOJTYLA, La sainteté sacerdotale comme carte d'identité:
Seminarium (1978) 167-181; P. XARDEL, La flamme qui dévore le berger (Paris,
Cerf, 1969).
[4] Son los títulos bíblicos que usa y explica PO
nn.1-3 y PDV cap.II (ver nn.20-22).
[5] AA.VV., Identità e missione del sacerdote
(Roma, Città Nuova, 1994); F. ARIZMENDI, Vale la pena ser hoy sacerdote?
(México, Lib. Parroquial, 1988); M. THURIAN, L'identità del sacerdote
(Casale Monferrato, PIEMME, 1993). Ver otros estudios en la nota 4.
[6] Un brahmán convertido (que después fue
sacerdote y misionero), me describía su conversión recordando su experiencia
de encuentro con Cristo. Visitando la capilla del hospital, donde él era
director, se encontró ante la imagen del crucifijo y oyó en su corazón: "Me
amó". Enseguida sacó esta consecuencia: "Si él me ama, yo le quiero amar y
hacerle amar"...
[7] Cfr. S. Benito, Regla, 4,31; 72, 11.
[8] Pastores dabo vobis indica la "Vida
Apostólica" como punto de referencia de la santidad sacerdotal, siempre como
imitación de la vida del Buen Pastor y según el estilo de los Apóstoles
(cfr. PDV 15-16, 42, 60, etc.). Explico estos contenidos y ofrezco
bibliografía, en: Signos del Buen Pastor, espiritualidad y misión sacerdotal
(Bogotá, CELAM, 2002) cap. V (ser signo transparente del Buen Pastor). Trad.
en italiano (Spiritualità sacerdotale...) e inglés (Priestly
Spirituality...): Pontificia Universidad Urbaniana, Roma. Resumen en
francés: Signe du Bon Pasteur. Spiritualité sacerdotale missionnaire (Rome,
Pont. Univ. Urbaniana, 1994).
[9] Las líneas de esta Vida Apostólica,
eminentemente evangélica, se podrían resumir en las siguientes: 1ª:
Elección, vocación, por iniciativa de Cristo (cfr. Mt 10,1ss; Lc 6, 12ss; Mc
3,13ss; Jn 13,18; 15,14ss). 2ª: "Sequela Christi" o seguimiento evangélico
(cfr. Mt 4,19ss; 19, 21-27; Mc 10,35ss); 3ª: Caridad del Buen Pastor (cfr.
Jn 10; Hech 20,17ss; 1Pe 5,1ss), 4ª: Misión de totalidad y de universalismo
(cfr. Mt 28,18ss; Mc 16,15ss; Hech 1,8; Jn 20,21; PO 10). 5ª: Comunión
fraterna (cfr. Lc 10,1; Jn 13,34.35; 17,21-23). 6ª: Eucaristía, centro e
fuente de la evangelización (cfr. Lc 22,19-20; 1Cor 11,23ss; Jn 6,35ss). 7ª:
Sintonía con la oración sacerdotal de Cristo (cfr. Jn 17; Mt 11,25ss; Lc
10,21ss). 8ª: Al servicio de la Iglesia esposa (cfr. 2Cor 11,2; Ef 5,25-27;
Jn 17,23; 1Tim 4,14: "gracia" permanente). 9ª: Con María, "la Madre de
Jesús" (cfr. Jn 19,25-27; Hech 1,14; Gal 4,4-19).
[10] Cabría reflexionar sobre la realidad
virginidad de María y de José, que les permitió descubrir en Cristo una
predilección singular hacia ellos, abierta siempre a toda la humanidad y a
cada ser humano en particular, de modo irrepetible. La vida sacerdotal
centrada en Cristo, se resume en la imitación de su mirada hacia los
hermanos, descubriendo en ellos una historia de amor esponsal y eterno.
Todos ocupamos un lugar privilegiado en el Corazón de Cristo.
[11] Puede aplicarse a todo apóstol y
especialmente a todo sacerdote, esta afirmación de la encíclica misionera de
Juan Pablo II: "Precisamente porque es « enviado », el misionero experimenta
la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de su
vida... Cristo lo espera en el corazón de cada hombre" (RMi 88).
[12] La dimensión eucarística de la santidad
sacerdotal es objeto de otra conferencia en este Encuentro Internacional de
Sacerdotes.
[13] La dimensión mariana es también objeto de
otra conferencia en el presente Encuentro Internacional. Sobre la
espiritualidad sacerdotal mariana, he resumido contenidos y bibliografía en:
María en la espiritualidad sacedotal: Nuevo Diccionario de Mariología,
Madrid, Paulinas 1988, 1799-1804. (Sacerdoti) Maria nella spiritualità
sacerdotale: Nuovo Dizionario di Mariologia, Paoline 1985, 1237-1242. Ver
también: G. CALVO, La espiritualidad mariana del sacerdote en Juan Pablo II:
Compostellanum 33 (1988) 205-224.
[14] "In persona Christi quiere decir más que «en
nombre», o también, «en vez» de Cristo. In persona: es decir, en la
identificación específica, sacramental con el sumo y eterno Sacerdote" (enc.
Ecclesia de Eucharistia n.29).
[15] Cfr. F. PASTOR RAMOS, Pablo, un seducido por
Cristo (Estella, Verbo Divino, 1993). El tema paulino queda tratado por otra
conferencia en ese encuentro sacerdotal.
[16] Juan Pablo II, Carta del Jueves Santo de
1979, n. 6. Sería necesario empaparse de los escritos sacerdotales de toda
la historia, especialmente de época patrística: San Ignacio de Antioquía
("Cartas), San Juan Crisótomo ("Libro sobre el sacerdocio"), San Ambrosio
("De Officiis ministrorum"), San Gregorio Magno ("Regula Pastoralis"), San
Isidoro de Sevilla ("De ecclesiasticis officiis"); en época de Trento: San
Juan de Avila ("Pláticas a sacerdotes", "Tratado sobre el sacerdocio"), San
Carlos Borromeo, San Juan de Ribera, etc. Ver figuras y escritos de cada
época histórica, en: Teología de la Espiritualidad Sacerdotal, o.c., cap.IX
(síntesis histórica); Signos del Buen Pastor, o.c., cap.X (síntesis y
evolución histórica) (trad. italiano, inglés).
[17] La expresión "signo" se repite con
frecuencia en PDV (cfr. nn.12, 15-16, 22, 42-43, 49). Tiene la connotación
de "sacramentalidad", en el contexto de Iglesia "sacramento": signo
transparente y portador. Indica la transparencia que refleja el propio ser y
vivencia, y que se convierte en instrumento eficaz de santificación y de
evangelización.
[18] "La misión de la Iglesia, al igual que la de
Jesús, es obra de Dios o, como dice a menudo Lucas, obra del Espíritu.
Después de la resurrección y ascensión de Jesús, los Apóstoles viven una
profunda experiencia que los transforma: Pentecostés. La venida del Espíritu
Santo los convierte en testigos o profetas (cfr. Hech 1, 8; 2, 17-18),
infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás
su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima " (RMi 24).
[19] Son todavía pocos los que se ordenan
sacerdotes habiendo estudiado (o leído) estos documentos. Es necesario hacer
una relectura de Presbyterorum Ordinis, en relación con Pastores dabo vobis
y otros documentos (las Cartas del Jueves Santo, el Directorio, etc.).
Entonces se descubre el propio ser como participación en el ser o
consagración de Cristo (PO 1-3; PDV cap.II; Directorio cap.I), para
prolongar su misma misión (PO 4-6; PDV cap.II, Directorio cap.II), en
comunión de Iglesia (concretada también en el propio Presbiterio: PO 7-9;
PDV 31, 74; Directorio 25-28), que exige y hace posible la santidad
sacerdotal como "caridad pastoral" (PO 12-14; PDV cap.III; Directorio
43-56), concretada en las virtudes del Buen Pastor (PO 15-17; PDV 27-30;
Directorio 57-67), sin olvidar los medios concretos y la formación
permanente (PO 18-21; PDV cap.VI; Directorio cap.III). Hay que añadir la
exhortación apostólica Pastores Gregis (2003), así como el Directorio para
el ministerio pastoral de los Obispos (2004).
[20] Presento las motivaciones y posibilidades de
este proyecto en: Ideario, objetivos y medios para un proyecto de vida
sacerdotal en el Presbiterio: Sacrum Ministerium 1(1995) 175-186. Ver
también: J.T. SANCHEZ, Los sacerdotes protagonistas de la Evangelización,
en: (Pontificia Comisión para América Latina), Evangelizadores, Obispos,
sacerdotes y diáconos, religiosos y religiosas, laicos (Lib. Edit. Vaticana
1996) 101-110. Una buena base para un proyecto de vida en el Presbiterio:
Proposta di vita spirituale per i presbiteri diocesani (Bologna, EDB, 2003).
[21] Estudié y resumí los documentos del Papa,
bajo esta perspectiva, en: El carisma misionero de Juan Pablo II: De la
experiencia de encuentro con Cristo a la misión: Osservatore Romano (esp.),
17.7.2001, pp.8-11. También en: Juan Pablo II, el carisma del encuentro con
Cristo para la Misión: Omnis Terra n.321 (2002) 234-248; Jean Paul II: le
charisme de la rencontre avec le Christ pour la mission: Omnis Terra (fr.)
n.383 (2002)234-248; John Paul II, the Charisma of the encounter with Christ
for Mission: Omnis Terra (Ing.) n.328 (2002) 233-247.
[22] "Hoy son decisivos los signos de la
santidad: ésta es un requisito previo esencial para una auténtica
evangelización capaz de dar de nuevo esperanza. Hacen falta testimonios
fuertes, personales y comunitarios, de vida nueva en Cristo. En efecto, no
basta ofrecer la verdad y la gracia a través de la proclamación de la
Palabra y la celebración de los Sacramentos; es necesario que sean acogidas
y vividas en cada circunstancia concreta, en el modo de ser de los
cristianos y de las comunidades eclesiales. Éste es uno de los retos más
grandes que tiene la Iglesia en Europa al principio del nuevo milenio"
(Ecclesia in Europa 49). "Fruto de la conversión realizada por el Evangelio
es la santidad de tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo. No sólo de los
que así han sido proclamados oficialmente por la Iglesia, sino también de
los que, con sencillez y en la existencia cotidiana, han dado testimonio de
su fidelidad a Cristo" (ibídem, 14). Ver llamados semejantes en: Ecclesia in
America 30-31 (vocación universal a la santidad, Jesús el único camino para
la santidad); Ecclesia in Africa 136; Ecclesia in Oceania 30.
[23] Ver también: Ecclesia in America 39;
Ecclesia in Africa 97-98; Ecclesia in Asia 43; Ecclesia in Oceania 49.
[24] Ver también: Ecclesia in America 43;
Ecclesia in Africa 94; Ecclesia in Asia 44; Ecclesia in Oceania 51-52.
[25] En la exhortación apostólica postsinodal
Pastores Gregis", se subraya la necesidad de que el Obispo asuma la propia
responsabilidad en el fomento de la espiritualidad de sus sacerdotes; ver
especialmente nn.47-48. El Directorio para el ministerio pastoral de los
obispos indica la mismas líneas: nn.75-83.
[26] Los últimos documentos de Juan Pablo II
trazan marcadamente esta línea de esperanza. A los apóstoles "les anima la
esperanza" (RMi 24). Basta leer las Exhortaciones Apostólicas Postsinodales,
donde se alienta a afrontar las nuevas situaciones siguiendo los signos
positivos de la acción providencial de Dios. También en Novo Millennio
Ineunte, donde se insta a profundizar el misterio de la Encarnación como
"signo de genuina esperanza" (NMi 4). La historia de cada creyente es "una
historia de encuentro con Cristo... en el diálogo con él reemprende su
camino de esperanza" (NMi 8). "Nos anima la esperanza de estar guiados por
la presencia de Cristo resucitado y por la fuerza inagotable de su Espíritu,
capaz de sorpresas siempre nuevas" (NMi 12). "¡Duc in altum! ¡Caminemos con
esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso
en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo" (NMi 58).
[27] Un sacerdote mártir de mi diócesis (Lleida),
durante la persecución del año 1936 en España, al ser fusilado todavía
estaba con vida y recitaba el "Credo"; al acercarse el verdugo para
rematarle con el tiro de gracia, pidió que le dejaran terminar la profesión
de fe...
[28] Ver algunas de sus testimonios de su tiempo
de prisión, en: Testigos de esperanza. Ejercicios espirituales dados en el
Vaticano en presencia de S.S. Juan Pablo II (Madrid, San Pablo, 2000). Es la
vivencia paulina: "¿Quién nos separará del amor de Cristo?" (Rom 8,35).
[29] Santa Teresa invita a "traerle siempre
consigo", porque "con tan buen amigo presente, todo se puede sufrir" (Vida,
22,6).
[30] La oración sacerdotal de Jesús, pronunciada
en la última cena, puede relacionarse fácilmente con el Corazón o
interioridad de María, especialmente desde que recibió el encargo de ser
nuestra Madre (cfr. Jn 19,25-27: "he aquí a tu hijo"): "Ellos son mi
expresión... tú les amas como a mí... yo estoy en ellos" (Jn 17,10.23.26).
[31] Con el correr de los años de nuestro
sacerdocio, podemos tener la sensación, en algún momento, de sentirnos con
las "manos vacías"; pero el ejemplo de Sta. Teresa de Lisieux es
entusiasmante, cuando dice al Señor: "Pon tus manos en las mías y ya no
están vacías". Por mi parte, he de decir que en mis cincuenta años de
sacerdocio (1954-2004), no me he arrepentido nunca del primer encuentro con
Cristo cuando empecé a sentir la vocación sacerdotal. La vida sacerdotal es
siempre una historia de gracia y de misericordia. Es vida que intenta
gastarse con gozo, para amar y hacer amar a Cristo. A veces, he tenido la
impresión de ser "un estropajo" inútil. Pero el encuentro personal con
Cristo, renovado diariamente en la Eucaristía y en su Evangelio, me ha hecho
sentir en el corazón sus palabras alentadoras: "Este estropajo es mío",
lavado con mi sangre redentora (cfr. Ap 7,14)...