Santidad Pneumático-Paulina del Sacerdote
P. Raniero Cantalamessa
"Para la pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo - Juan Pablo
II lo ha escrito en la Novo millennio ineunte - que se distinga ante todo en
el arte de la oración... Nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a
ser auténticas «escuelas de oración», donde el encuentro con Cristo no se
exprese solamente en un pedido de ayuda, sino también en acción de gracias,
alabanza, adoración, contemplación, escucha y vivacidad de afecto hasta el
«arrebato del corazón»... A la oración son llamados, sobre todo, los fieles
que han recibido el don de la vocación para una vida de especial
consagración, llamados de manera particular a la oración: por su naturaleza,
la consagración les hace más preparados para la experiencia contemplativa, y
es importante que ellos la cultiven con generosa dedicación... Hace falta,
pues, que la «educación en la oración» se convierta, de alguna manera, en un
punto determinante en toda programación pastoral"[1].
La oración es el medio universal e indispensable para avanzar en todos los
frentes en el camino de la santidad. "Si quieres empezar a poseer la luz de
Dios, dice la Beata Angela de Foligno, reza; si ya estás comprometido en el
sendero de la perfección y deseas que esta luz aumente en ti, reza; si
quieres la fe, reza; si quieres la esperanza, reza; si quieres la caridad,
reza; si quieres la pobreza, reza; si quieres la obediencia, la castidad, la
humildad, la docilidad, la fuerza; reza. Cualquier virtud tu anheles, reza..
Cuanto más seas tentado, tanto más persevera en la oración... La oración en
efecto te da luces, te libera de las tentaciones, te hace puro, te une a
Dios"[2]. San Agustín dice: "Ama e haz lo que quieras"[3]; e igualmente
podemos decir con verdad: "Ora y haz lo que quieras".
Ateniéndome al tema que me ha sido encargado: "Santidad neumático-paolina
del sacerdote" quisiera, en esta meditación, exponer las enseñanzas del
Apóstol sobre la oración, haciendo, al final, alguna aplicación más
específica en la vida del sacerdote.
1. El Espíritu Santo viene para ayudarnos cuando somos débiles
En el capítulo octavo de la Carta a los Romanos, el Apóstol pone en claro
las operaciones más importantes del Espíritu Santo en la vida del cristiano
y, entre éstas, en primer plano, la figura de la oración. El Espíritu Santo,
principio di vida nueva y, por consiguiente, del mismo modo principio de
oración nueva. Partiremos de dos versículos atinentes a nuestro argumento:
"Somos débiles, pero el Espíritu viene en nuestra ayuda. No sabemos cómo
pedir ni qué pedir, pero el Espíritu lo pide por nosotros, no con palabras
sino con gemidos. Y aquel que penetra los secretos más íntimos entiende esas
aspiraciones del Espíritu, pues el Espíritu quiere conseguir para los santos
lo que es de Dios " (Rom 8, 26-27).
San Pablo afirma que el Espíritu intercede por medio de "gemidos
indescriptible". Si pudiéramos descubrir por qué motivo y como ora el
Espíritu en el corazón del creyente, habríamos descubierto el secreto mismo
de la oración. Ahora bien, me parece que esto sea posible. En efecto, el
Espíritu que secretamente ora en nosotros y sin estrépito de palabras es el
mismo e idéntico Espíritu que ha rezado con claridad en los Evangelios. Él,
que ha "inspirado" las páginas de las Escrituras, también inspiró las
oraciones que leemos en éstas.
Si es verdad que el Espíritu Santo sigue hablando hoy en la Iglesia y en las
almas, diciendo, de manera nueva, las mismas cosas que ha dicho "a través de
los profetas" en las Sagradas Escrituras, es verdad que asimismo ora ahora
en las Iglesia y en las almas, come ha enseñado a rezar en las Escrituras.
El Espíritu Santo no tiene dos oraciones diferentes. Nosotros debemos, por
lo tanto, ir a la escuela de la oración de la Biblia, para aprender a
"ponernos de acuerdo" con el Espíritu y orar como reza Él.
¿Cuáles son los sentimientos del orador bíblico? Tratemos de descubrirlo a
través de la oración de los grandes amigos de Dios: Abraham, Moisés,
Jeremías y los salmistas. El primer hecho que nos llama la atención en estos
oradores "inspirados" es la gran fe y el ardor increíble con el que dialogan
con Dios. Nada de ese servilismo que los hombres utilizan para asociar a la
palabra "oración".
Conocemos bien la oración de Abraham en favor de Sodoma y Gomorra (cf Gén
18, 22 ss). Abraham empieza diciendo: "¿En verdad exterminarás lo justo con
lo impío?", come si dijera: ¡no puedo creer que tu querrás hacer una cosa
del género! A cada sucesivo pedido de perdón, Abraham repite: "¡Ves como me
apasiona hablar de mi Señor!". Su súplica es "apasionada" y el mismo se da
cuenta. Ya que Abraham es el "amigo de Dios" (Is 41, 8) y entre amigos se
sabe hasta donde se puede llegar.
Moisés todavía va más allá en su apasionamiento. Después de que el pueblo se
ha construido el ternero de oro, Dios dice a Moisés esta en la montaña
rezando: "Baja rápidamente de allí porque el pueblo al que tu has hecho huir
de Egipto se ha descarriado". Moisés le responde con estas palabras: "Por el
contrario ellos son tu pueblo, la herencia que tú has hecho fugar de Egipto"
(Dt 9, 12.29; cf Ex 32, 7.11). La tradición rabínica ha entendido bien lo
que se sobrentiende en las palabras de Moisés:
"Cuando este pueblo te es fiel, entonces éste es el pueblo que "tu" hiciste
huir de Egipto; mientras que cuando este pueblo te es infiel, entonces se
vuelve "mi" pueblo al que "yo" hice huir de Egipto?". En ese momento Dios
recurre al arma de la seducción y llega a su siervo la idea que, una vez
destruido el pueblo rebelde, hará Él de éste «una gran nación». (Ex 32, 10).
Moisés responde haciendo recurso a un pequeño chantaje; dice a Dios:
¡Cuidado porque si destruye este pueblo, se dirá entre la gente que lo ha
hecho porque no eras capaz de hacerlo llegar hasta la tierra que les había
prometido! "Y Dios abandonó la idea de perjudicar a su pueblo " (cf Ex 32,
12; Dt 9, 28).
Jeremías llega a la protesta explícita e grita al Dios: "Me has seducido" y
también "¡No pensaré más en su nombre!" (Jer 20, 7.9). Si luego vemos los
Salmos, podría decirse que Dios pone en los labios del hombre las palabras
más eficaces para quejarse frente a Él. Es un hecho que el Salterio es una
mezcla única entre las alabanzas más sublimes y la queja más acongojada.
Dios está llamado en causa con frecuencia y abiertamente: "Despierta,
¿porqué duermes Señor?", "¿Dónde están las promesas de un tiempo?", "¿Porqué
estás lejos y te escondes en el tiempo de la desventura?", "¡Tú nos tratas
como ovejas que serán degolladas!", "No seas sordo Señor!", "¿Hasta cuándo
serás sólo un espectador?".
¿Cómo se puede explicar todo esto? ¿Quizá Dios empuja al hombre a la
irreverencia hacia Él, desde el momento que, en última instancia, es Él
quien inspira e aprueba esta forma de oración? La respuesta es: todo esto es
posible porque el hombre bíblico está seguro de la relación como criatura
con Dios. El que ora en la Biblia está tan absorto del sentido de la
majestad de Dios, de manera totalmente sometida a Él, ya que Dios es "Dios"
para él, que en base a este simple dato, todo es seguro. Su oración
preferida, durante el período de la prueba, siempre es la misma: "Tu eres
justo en todo lo que has hecho, tus obra son verdaderas, rectas tus vías y
tus juicios [...] ya que nosotros hemos pecado " (Dn 3, 28 ss; cf Dt 32, 4
ss). "Tu eres justo, ¡Señor!": y después de estas tres o cuatro palabra -
dice Dios - ¡el hombre puede decirme lo que quiera porque estoy desarmado!
En resumen, la explicación está en el corazón con el cual los hombres rezan.
En medio de sus oraciones tempestuosas, Jeremías revela el secreto que
vuelve a poner todo en su lugar "En cambio, a mí me conoces Yavé; ¡me has
visto y has comprobado que mi corazón está contigo!" (Jer 12, 3). También en
los Salmos se introducen, junto a las lamentaciones, expresiones similares
de fidelidad absoluta: "Pero la roca de mi corazón es Dios para siempre"
(Sal 73, 26).
La calidad de la oración bíblica emerge asimismo del contraste con la de los
hipócritas. Estos, dicen los profetas, tienen sus bocas para alabar a Dios,
pero sus corazones lejos de Él; por el contrario, los amigos verdaderos
tienen el corazón para Dios y la boca - a trechos - contra Dios, en el
sentido que no esconden el desconcierto frente al misterio de su acción (cf.
Jer 12,2; Is 29,13).
2. La oración de Jesús
Si bien es cierto es importante conocer como el Espíritu ha orado en
Abraham, Moisés, Jeremías y a través de los Salmos, es infinitamente más
importante conocer cómo ha rezado Jesús porque es el Espíritu de Jesús que
reza en nosotros con gemidos indescriptibles. En Cristo se conduce a la
perfección esa ulterior fidelidad del corazón de todo ser hacia Dios y que
constituye, como hemos visto, el secreto bíblico de la oración. El Padre lo
acogía siempre porque él hacía las cosas que le agradaban (cf Jn 4, 34; 11,
42); lo protegía "por su piedad", es decir, por su obediencia y filial
humildad (cf Heb 5,7).
De esta manera, la palabra de Dios, culminante en la vida de Jesús, nos
enseña que lo más importante de la oración no es lo que se dice, sino lo que
se es; no lo que se tiene entre los labios sino lo que se tiene en el
corazón. No es tanto en el objeto sino en el sujeto.
También para san Agustín, el problema fundamental no es el saber "lo que
dices en la oración", quid ores, sino "cómo eres en el orar", qualis ores.
La oración, come la acción, "sigue el ser". La novedad ofrecida por el
Espíritu Santo en la vida de oración, consiste en el hecho que Él justamente
reforma el "ser" de quien reza; promueve el hombre nuevo, el hombre amigo de
Dios; remueve en él el corazón lleno de miedo y esclavizado, y le dona el
corazón de hijo.
En lo tocante a nosotros, el Espíritu no si limita a enseñarnos cómo debemos
rezar sino que reza con nosotros como - a propósito de la ley - Él no se
limita a decirnos qué debemos hacer sino que lo hace con nosotros. El
Espíritu no da una ley de la oración, sino una gracia de oración. Entonces,
la oración bíblica no viene hacia nosotros, primariamente, mediante el
entendimiento exterior y analítico, en cuanto buscamos imitar las actitudes
que hemos encontrado en Abraham, Moisés, Josué y en el mismo Jesús (aunque
si todo esto sea también necesario y solicitado en un segundo momento), sino
que viene a nosotros por medio de la "infusión" como don.
¡Ésta es la increíble "buena noticia" a propósito de la oración cristiana!
Llega a nosotros el mismo principio de dicha oración nueva y tal principio
consiste en el hecho que "Dios ha enviado en nuestros corazones el Espíritu
de su Hijo que exclama: Abbá, Padre!" (Gál 4, 6). Esto significa rezar "en
el Espíritu", o "mediante el Espíritu " (cf Ef 6, 18; Gd 20).
También en la oración, así como en todo el resto, el Espíritu "no habla se
sí", no dice cosas nuevas ni diferentes; simplemente, Él resucita y
actualiza, en el corazón de los creyentes, la oración de Jesús. "Él tomará
de lo mío para revelárselo a ustedes, y yo seré glorificado por Él", dice
Jesús del Paráclito (Jn 16, 14): tomará mi oración y se las dará a ustedes.
Por ello, nosotros podemos exclamar con toda verdad: "¡No soy yo quien reza
sino Cristo que ora en mi!". "El Señor nuestro Jesucristo, Hijo de Dios,
escribe Agustín, es aquél que reza con nosotros, que reza en nosotros y que
es invocado por nosotros. Reza por nosotros como nuestro sacerdote, ora en
nosotros como nuestro jefe, es invocado por nosotros como nuestro Dios. Por
lo tanto, Reconocemos en Él nuestra voz, y en nosotros su voz"[4].
La exclamación misma Abbái, demuestra que quien reza en nosotros, a través
del Espíritu, es Jesús, el Hijo único de Dios. Por sí mismo, efectivamente,
el Espíritu Santo no podría dirigirse a Dios llamándolo Padre porque Él no
ha sido "generado", sino solamente "procede" del Padre. Cuando nos enseña a
exclamar Abbái el Espíritu Santo - decía un autor antiguo - "se comporta
como una madre que enseña al propio niño a decir "papá" y repite dicho
nombre con él, hasta que lo lleva al hábito de llamar el padre aunque cuando
sueña"[5]. La madre no podría dirigirse a su esposo llamándolo "papá" porque
es su esposa y no su hija; si lo hace es porque habla a nombre de su hijo y
se identifica con él.
Alguien se ha preguntado porqué en el "Padre nuestro" no se nomina el
Espíritu Santo; en la antigüedad hubo incluso alguien que buscó colmar esta
laguna agregando, después de la invocación del pan cotidiano, las palabras
que podemos leer en algunos textos: "el Espíritu Santo venga a nosotros y
nos purifique". Sin embargo es más simple pensar que el Espíritu Santo no
está entre lo que pedimos porque es Aquél que las pide. "Dios ha enviado en
nuestros corazones al Espíritu de su Hijo que exclama: ¡Abbá, Padre!" (Gál
4, 6). Es el Espíritu Santo quien entona cada vez en nosotros el "Padre
nuestro"; sin Él se exclamaría en el vacío "¡Abbá! " quienquiera lo
invocara.
3. El respiro trinitario de la oración cristiana
Es el Espíritu Santo che infunde, entonces, en el corazón el sentimiento de
las criaturas divinas, que nos hace sentir (¡no sólo saber!) hijos di Dios:
"El Espíritu mismo atestigua en nuestro espíritu que somos hijos de Dios"
(Rm 8, 16). A veces, esta operación fundamental del Espíritu se realiza en
la vida de una persona en modo repentino e intenso y, entonces, se puede
contemplar todo su esplendor. El alma se inunda de una luz nueva en la cual
Dios se le revela, en una manera nueva, come Padre. Se hace presente de lo
que quiere decir verdaderamente la paternidad de Dios; el corazón se
enternece y la persona tiene la sensación de renacer de esta experiencia. Al
interior de ésta aparece una gran confianza y un sentido jamás experimentado
de la condescendencia de Dios que, a veces, se alterna con el sentimiento
también vivo de su infinita grandeza, trascendencia y santidad. Dios parece
verdaderamente "el misterio tremendo y fascinante" que inspira, en el mismo
tiempo, máxima confianza e reverente temor. La oración del cristiano si
resuelve toda, en esos momentos, en "conmovida gratitud".
Cuando san Pablo habla del momento en el que el Espíritu irrumpe en el
corazón del creyente y le hace exclamar: "¡Abbá Padre!", alude en este modo
de hacerlo, a esta repercusión de todo el ser en el grado más elevado. Así
sucedía con Jesús quien, "con el ímpetu de la exultación en el Espíritu
Santo", exclamaba : "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra"
(Lc 10, 21).
No nos podemos eludir. Este modo experimentado de conocer el Padre con
frecuencia no dura demasiado; retorna pronto el tiempo en el que el creyente
dice "Abbái", sin "sentir" nada, y continua a repetirlo sólo en la palabra
de Jesús. Entonces es el momento de recordar que al menos esa exclamación
hace feliz a quien la pronuncia, y tanto más hace feliz al Padre que lo
escucha porque está hecho de pura fe y de abandono.
Nosotros somos, entonces, como Beethoven. Vuelto sordo, él continuaba a
componer las espléndidas sinfonías, sin poder saborear el sonido de nota
alguna. Cuando fue ejecutada por la primera vez la Novena sinfonía,
terminado el himno final a la gloria, el público produjo un huracán de
aplausos y alguien tuvo que jalarle la chaqueta al maestro para que se
volteara a agradecer. Él no pudo saborear absolutamente su propia música
pero el público llegó al delirio. La sordez, antes que apagar su música, la
hizo más pura y, de esta manera, sucede con la aridez de nuestra oración.
Y justamente en estos tiempos de "ausencia" de Dios y de aridez espiritual
que se descubre toda la importancia del Espíritu Santo por medio de nuestra
oración. Él, que ni lo vemos ni lo sentimos, llena nuestras palabras y
nuestros gemidos del deseo de Dios, de humildad y de amor, "y aquél que
explora los corazones sabe cuales son los deseos del Espíritu". ¡Nosotros no
lo sabemos pero Él sí! El Espíritu se vuelve, entonces, la fuerza de nuestra
oración "débil", la luz de nuestra oración apagada; en una palabra, el alma
de nuestra oración. Verdaderamente, Él "irriga lo que es árido", come
decíamos antes, en su honor.
Todo esto sucede por la fe. Basta que yo diga o piense: "Padre, tu me has
donado el Espíritu de Jesús; formando por esto un sólo Espíritu con Jesús,
narro este salmo, celebro esta santa Misa, o estoy simplemente en silencio
en tu presencia. Quiero darte aquella gloria y alegría que te daría a Jesús,
si fuera Él mismo a rezarte en persona desde la tierra".
De todo esto brota la característica única de la oración cristiana que la
distingue de todas las otras forma de oración. La Beata Angela de Foligno
dice que rezar significa "recogerse en unidad y hundir la propia alma en lo
infinito que es Dios". En la oración se realizan de esta manera, los dos
movimientos propios del espíritu humano que son entrar in sí mismo y salir
de sí.
Al centro di cada ser humano hay un punto de unidad y verdad que llamamos
corazón, consciencia, yo profundo, centro de la personalidad y otros nombres
más. Es más fácil conocer y entrar en contacto con el mundo entero fuera de
nosotros que llegar a este centro en nosotros mismos, así como es más fácil
para los científicos enviar sondas en Marte y explorar los espacios
interplanetarios que saber que hay a pocos kilómetros de aquí, al centro de
la tierra, donde nadie, en efecto, ha llegado jamás. La oración, cuando es
auténtica permite también a los más simples, alcanzar esa meta: nos recoge
en unidad y nos pone en contacto con nuestro yo más profundo. La persona no
es más la misma cuando reza.
No obstante, apenas el ser humano re recoge en sí, si da cuenta que no basta
a sí mismo, experimenta el límite y la necesidad de superarlo, de evadir
hacia espacios menos reducidos. A veces, tomar conciencia de aquello que se
es puede provocar hasta miedo... La oración es la única que ofrece a la
criatura humana la posibilidad de superar su límite. Esta le permite "hundir
su propia alma en lo infinito que es Dios". La persona que tiene también un
solo un instante de verdadera oración siente poder hacer suyas las palabras
de Leopardi en el Infinito: "El naufragar me es agradable en este mar".
En esto se revela la diferencia de la oración cristiana con respecto a otras
formas de oración y de meditación de otro origen: yoga, meditación
trascendental o "enneagramma"... Estas técnicas de concentración pueden ser
de ayuda para realizar el primero de los dos movimientos de la oración -
aquel hacia el centro de sí - sin embargo, no son capaces de realizar el
segundo movimiento, el del yo hacia Dios. Por este contacto con un Dios
personal, "totalmente Otro" del mondo, nosotros los cristianos creemos que
no hay otra vía que la del Espíritu de Aquél que ha dicho: "Nadie va al
Padre sino por medio mío".
4. "Dame lo que me encargaste"
Hay en nosotros, a causa de todo esto, come una vena secreta de oración.
Hablando se ésta, el mártir San Ignacio de Antioquía, escribió: "Siento en
mí un agua viva que murmura y dice: Ven al Padre!"[6]. En algunos países que
sufren por la sequía, qué es lo que no se hace cuando, a partir de ciertos
indicios, se descubre que en terreno de abajo, una vena de agua: no se deja
de excavar hasta que el manantial no se alcance y sea llevado hasta la
superficie.
Me sucedió a mí mismo cuando una vez me encontraba en Africa, en una aldea
donde el agua era preciosa que las mujeres iban a buscar lejos y la traían a
la casa con recipientes humildes apoyados en sus cabezas. Un misionero que
tenía el don de "sentir" la presencia del agua había dicho que se debía
haber una fuente de agua que pasaba bajo la aldea y, por tanto, se comenzó a
excavar un pozo. Por la tarde del día de mi llegada se estaba removiendo el
último estrato de tierra, después de lo cual se habría sabido si había o no
agua. ¡La había! A los pobladores de la comunidad les pareció un milagro e
hicieron una fiesta en la que danzaron toda la noche al son de los tambores.
¡El agua corría bajo sus propias casas y ellos no lo sabían! Para mi fue una
imagen de lo que nos sucede a propósito de la oración. Existen cristianos
que se van hasta el Extremo oriente para aprender a orar; todavía no han
descubierto esta capacidad en sí mismos, por el bautismo, la fuente misma de
la oración.
Esta vena interior de oración, constituida por la presencia del Espíritu de
Cristo en nosotros, no vivifica sólo la oración de súplica, sino que hace
viva y verdadera todas las otras formas de oración: de alabanza, espontánea
y litúrgica. Y, diría, sobre todo, la litúrgica. Efectivamente, cuando
nosotros rezamos espontáneamente, con palabras nuestra, es el Espíritu que
la hace suya nuestra oración, pero cuando oramos con las palabras de la
Biblia o de la liturgia, somos nosotros quienes hacemos nuestra la oración
del Espíritu, y es la más segura. También la oración silenciosa de
contemplación e de adoración encuentra un incalculable beneficio por ser
hecha "en el Espíritu". Esto es lo que Jesús llamaba "adorar al Padre en
Espíritu y verdad" (Jn 4, 23).
La capacidad de orar "en el Espíritu" es un gran recurso nuestro. Muchos
cristianos, incluso los que verdaderamente están comprometidos, experimentan
su impotencia frente a las tentaciones y la imposibilidad de adaptarse a las
exigencias altísimas de la moral evangélica y concluyen, a veces, que es
imposible vivir integralmente la vida cristiana. En un cierto sentido,
tienen razón. En efecto, es imposible por sí mismos evitar el pecado; se
necesita la gracia; pero la gracia - nos viene enseñada - es gratuita y no
se la obtiene por mérito. ¿Qué hacer entonces: desesperarse o rendirse?
Responde el Concilio de Trento: "Dios, dándote la gracia, te manda hacer lo
que puedes y pedir lo que no puedes"[7]. Cuando uno ha hecho todo cuanto es
posible y no consigue, le queda siempre posibilidad: rezar y, si ya ha
rezado, ¡rezar todavía!
La diferencia entre la antigua y la nueva alianza consiste justamente en
esto: en la ley, Dios ordena, diciendo al hombre: "¡Haz lo que te ordeno!";
en la gracia el hombre solicita diciendo a Dios: "¡Dame lo que me ordenes!".
Una vez que se descubre este secreto, San Agustín que hasta ese momento
había combatido inútilmente para ser casto, cambió método y, antes que
luchar con su cuerpo, comenzó a luchar con Dios y dijo: "¡Oh Dios, tú me
ordenas ser casto, pues bien, dame lo que me ordenes y luego ordéname lo que
quieras!"[8]. ¡Y así obtuvo la castidad!
5. El sacerdote maestro di oración
En la Novo millennio ineunte el Papa dice que la santidad es un "don" que se
traduce en "deber"[9]. Lo mismo se debe decir de la oración: esa es un don
de gracia que crea, pero en quien lo recibe se da el deber de corresponder,
de cultivarlo. De esto quisiera ocuparme en la segunda parte de esta
meditación: la oración come deber primario del sacerdote.
Si las comunidades cristianas deben ser "escuelas de oración ", los
sacerdotes que las guían deberían - por consiguiente - ser "maestros de
oración". No puedo, en este sentido, retener una queja. Un día los apóstoles
dijeron a Jesús: "Enséñanos a orar". Hoy en día muchos cristianos hacen
silenciosamente al sacerdote y a la Iglesia el mismo pedido: "Enséñanos a
orar". Desgraciadamente en muchas parroquias se hace de todo; hay
actividades de todo tipo para los jóvenes, ancianos, grupos de deportes,
excursiones, el tiempo libre..., pero nada que anime y ayude a la gente a
rezar.
Con frecuencia quien advierte esta necesidad de espiritualidad se orienta a
buscarla fuera de Cristo, en formas de espiritualidad esotéricas y
"orientales" a las cuales me he referido y he puesto en relieve el límite
intrínseco para un cristiano. "¿No es acaso un « signo de los tiempos » el
que hoy, a pesar de los vastos procesos de secularización, se detecte una
difusa exigencia de espiritualidad, que en gran parte se manifiesta
precisamente en una renovada necesidad de orar? También las otras
religiones, ya presentes extensamente en los territorios de antigua
cristianización, ofrecen sus propias respuestas a esta necesidad, y lo hacen
a veces de manera atractiva. Nosotros, que tenemos la gracia de creer en
Cristo, revelador del Padre y Salvador del mundo, debemos enseñar a qué
grado de interiorización nos puede llevar la relación con él"[10].
Nadie puede enseñar a los demás a rezar si no es él mismo un hombre de
oración y es aquí que se toca un punto neurálgico. Recordemos lo que dice
Pedro en ocasión de la primera repartición de los ministerios hecha en el
seno de la comunidad cristiana: "No es justa que nosotros descuidemos la
palabra de Dios por el servicio de los comedores... Nosotros nos dedicaremos
a la oración y al ministerio de la palabra" (He 6, 2-4). Se puede deducir
que el pastor puede delegar a los demás todo o casi todo en la conducción de
la comunidad excepto la oración.
Puede ser de gran ayuda a un pastor, en este campo, tener alrededor de sí lo
que santa Catalina de Siena llamaba "un muro de oración", formado por almas
deseosas de la Iglesia[11]. Tenemos un ejemplo en los Hechos de los
apóstoles. Pedro y Juan fueron liberados del Sinedrio con la imposición de
no hablar más en el nombre de Cristo. Si ignoraban la orden hubieran
expuesto a toda la comunidad a represalias, y se hubieran obedecido habrían
traicionado el mandato de Cristo. No sabían qué hacer. Fue la oración de la
comunidad la que les permitió superar la grave crisis.
Esta se puso en oración; uno leía un salmo, otro tenía el don de aplicarlo a
la situación presente y así se determinó un clima de intensa fe; se realizó
come una repetición de la Pentecostés y los apóstoles, llenos del Espíritu
Santo, retomaron el anuncio "con parresia" del mensaje de salvación (cf He
4, 23-31).
Generalmente nosotros conocemos las dos formas fundamentales de oración: la
oración litúrgica y la oración particular o personal. La oración litúrgica
es comunitaria pero no espontánea, en el sentido que en aquella se debe
atener a las palabras y fórmulas establecidas e iguales para todos. La
oración personal es espontanea pero no comunitaria. Existe un tercer tipo di
oración que es la espontánea y comunitaria conjuntamente: es la oración de
grupo o el grupo de oración. Estos "grupos de oración" de diferente
inspiración son un signo de los tiempos que debe acogerse con gratitud, a
pesar de que se vigile para que actúen de manera sana y humildemente al
interior de la comunidad
Este es el tipo de oración al que se refiere Pablo cuando escribe a los
Corintios: "Cuando se reúnan cada uno puede tener un salmo, una enseñanza,
una revelación, un discurso en lenguas, el don de interpretarle. Pero todo
debe hacerse para la edificación" (1 Co 14, 26); es también lo mismo que
también supone el pasaje de la Carta a los Efesios: "Sean colmados por el
Espíritu, entreteniéndose los unos a los otros con salmo, himnos, cánticos
espirituales, cantando y aclamando al Señor con todo vuestro corazón, dando
continuamente gracias por cada cosa a Dio Padre, en el nombre del Señor
nuestro Jesucristo " (Ef 5, 19-20).
6. Oración y acción pastoral
Hay una cuestión necesaria que, sobre todo, debe renovarse en la vida del
sacerdote: es la relación entre la oración y la acción. Se debe pasar de una
relación de yuxtaposición a una relación de subordinación. Yuxtaposición es
cuando primero se reza y luego se pasa a la actividad pastoral;
subordinación es cuando primero se reza y luego se hace lo que el Señor ha
demostrado en la oración. Los apóstoles y los santos no rezaban simplemente
antes de hacer algo; rezaban para conocer lo que se debía hacer.
Para Jesús rezar y actuar no eran dos cosas separadas o yuxtapuestas; de
noche Él rezaba y luego, de día, llevaba adelante lo que había entendido era
la voluntad del Padre: "En aquellos días Jesús se marchó a la montaña a
rezar y pasó la noche orando. Cuando llego la mañana, llamó delante de sí a
todos sus discípulos y escogió los doce, a los cuales dio el nombre de
apóstoles" (Lc 6, 12-13).
Si creemos verdaderamente que Dios gobierna la Iglesia con su Espíritu y
responde a las oraciones, deberíamos tomas muy en serio la oración que
precede un encuentro pastoral, una decisión importante; no contentarnos con
declamar, muy rápidamente, un Ave María y hacer la señal de la cruz para
después pasar al orden del día come si esto fuera una cosa seria.
A veces puede parecer que todo siga como antes y ninguna respuesta haya
nacido de la oración, pero no es así. Rezando se ha "presentado la consulta
a Dios" (cf Ex 18, 19); nos hemos despojado de todo interés personal y de la
pretensión de decidir solos, se ha dado a Dios la posibilidad de intervenir,
de hacer entender cual es su voluntad. Cualquiera sea la decisión que se
tomará en seguida será la opción justa delante de Dios. Frecuentemente
tenemos la experiencia que más es el tiempo que dedicamos a la oración sobre
un problema, tanto menos es el tiempo que se necesita luego para resolverlo.
Muchos sacerdotes pueden dar testimonio que sus vidas y su ministerio han
cambiado a partir del momento en el que han tomado la decisión de hacer una
hora di oración personal al día en sus horarios, poniendo una suerte de
alambrada, este tiempo en su agenda para defenderla de todos y de todo.
En la vida del sacerdote, debe ocupar un lugar particular la oración de
intercesión. Jesús nos da el ejemplo con su "oración sacerdotal". "Rezo por
ellos, por aquellos que me has dado [...] Custódiales en tu nombre. No pido
que tú les quites del mundo, sino que les custodies del mal. Conságrales en
la verdad [...] No rezo sólo por estos sino también por aquellos que por su
palabra creerán en mí..." (cf Jn 17, 9 ss). Jesús dedica relativamente poco
tiempo a rezar para sí ("¡Padre, glorifica a tu hijo!") y mucho más a rezar
por los demás, es decir, para interceder.
Dios es como un padre piadoso que tiene el deber de castigar, pero que trata
todas las posibilidades atenuantes para no deberlo hacer y está feliz en su
corazón, cuando los hermanos del culpable lo retienen. Si faltan los brazos
fraternos levantados hacia Él, lo lamenta en las Escrituras: "Él ha visto
que no había nadie y se sorprendió de que nadie interviniera " (Is 59, 16).
Ezequiel nos transmite el siguiente lamento de Dios: "He buscado entre ellos
a un hombre que construyera una muralla y se enfrentara conmigo sobre la
almena para impedirme que destruya al país, pero no lo he hallado Ez 22,
30).
Cuando en la oración, nosotros como sacerdotes sentimos que Dios está en
pelea con el pueblo que se nos ha confiado, no debemos ponernos del lado de
Dios sino ¡con el pueblo! Así lo hizo Moisés, hasta llegar al límite de
haber querido ser expulsado él mismo con ellos, del libro de la vida (cf Es
32, 32), y la Biblia deja entender que esto era lo que Dios justamente
deseaba porque él "abandonó el propósito de perjudicar a su mismo pueblo".
Cuando estaremos delante del pueblo, entonces debemos defender con todas
nuestras fuerzas los derechos de Dios. Sólo quien ha defendido el pueblo
delante de Dios y ha llevado el peso de su pecado, tiene el derecho - y
tendrá el coraje -, después, de exclamar contra éste en defensa de Dios.
Cuando, bajando de la montaña, Moisés se encontró frente al pueblo que había
defendido en el monte, aumentó su ira: rompió en pedazos el ternero fundido,
tirando su partículas en el agua, la hizo beber a la gente, gritando: "Así
pagas al Señor, pueblo tonto y estúpido?" (cf. Ex 32, 19 ss.; Dt 32, 6).
He recordado algunos "deberes" del sacerdote en relación a la oración, pero
no quisiera que la idea de deber quedara como nota dominante al final de
esta reflexión, haciéndonos olvidar que ésta es, antes que nada, un don. Si
nos sentimos tan por debajo de este modelo del sacerdote "hombre de
oración", no olvidemos jamás lo que S. Pablo nos ha asegurado al principio:
"El Espíritu Santo viene para rectificar nuestras debilidades". Con el valor
que nos pueden dar estas palabras, nosotros podemos comenzar cada mañana
nuestras oraciones diciendo: "Espíritu Santo ven a ayudarme a enfrentar mis
debilidades. Hazme rezar. Ora tu a través de mi, con gemidos
indescriptibles. Yo digo Amén, y sí a lo que tu pides para mi al Padre en el
nombre de Jesús".
[1] Juan Pablo II, Novo millennio ineunte (NMI),
32-34.
[2] E/ libro de la B.. Angela da Foligno,
Quaracchi, Grottaferrata, 1985, p. 454 s.
[3] S. Agostino, Commento alla prìma lettera di
Giovanni, 7, 8 (PL 35. 2023).
[4] Agostino, Enarratìones in Psalmos 85, 1 : CCL
39, p. 1176.
[5] Diadoco de Fotica, Capítulos sobre la
perfección 61 (SCh 5 bis, p. 121).
[6] S. Ignazio d'Antiochia, Ai Romani 7, 2.
[7] Denzinger - Schonmetzer, Enchiridion
Symbolorum, n. 1536.
[8] agostino, Confessioni, X, 29.
[9] NMI, 30.
[10] NMI, 33.
[11] S. Catalina de Siena, Preghiere, 7.