CÓMO SALPICAR EL DÍA CON LA ORACIÓN Y LA SALMODIA
Vea también: Cómo rezar con los salmos
Palabras de Juan Pablo II durante la audiencia general de este miércoles 4 abril 2001
La recitación de los salmos en diferentes momentos del día constituye una
práctica privilegiada para que el cristiano bucee «en el océano de vida y
paz en el que ha sido sumergido con el Bautismo, es decir, en el misterio
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».
Se trata de una costumbre, como explicó Juan Pablo II en la audiencia
general de este miércoles, que descubrieron ya los primeros cristianos,
ayudados por las oraciones propuestas por la ley de Moisés.
«Al cantar los salmos, el cristiano experimenta una especie de sintonía
entre el Espíritu, presente en las Escrituras, y el Espíritu que habita en
él por la gracia bautismal. Más que rezar con sus propias palabras, se hace
eco de esos «gemidos inefables» de que habla san Pablo, con los que el
Espíritu del Señor lleva a los creyentes a unirse a la invocación
característica de Jesús: «¡Abbá, Padre»», explicó.
Ofrecemos a continuación, el texto íntegro del discurso que pronunció el
Papa en la plaza de San Pedro del Vaticano durante el encuentro con los
peregrinos.
-------------------------------------------------------------------------
1. Antes de emprender el comentario de los diferentes salmos y cánticos de
alabanza, hoy vamos a terminar la reflexión introductiva comenzada con la
catequesis pasada. Y lo hacemos tomando pie de un aspecto muy apreciado por
la tradición espiritual: al cantar los salmos, el cristiano experimenta una
especie de sintonía entre el Espíritu, presente en las Escrituras, y el
Espíritu que habita en él por la gracia bautismal. Más que rezar con sus
propias palabras, se hace eco de esos «gemidos inefables» de que habla san
Pablo (cf. Romanos 8, 26), con los que el Espíritu del Señor lleva a los
creyentes a unirse a la invocación característica de Jesús: «¡Abbá, Padre!»
(Romanos 8, 15; Gálatas 4, 6).
Los antiguos monjes estaban tan seguros de esta verdad, que no se
preocupaban por cantar los salmos en su propio idioma materno, pues les era
suficiente la conciencia de ser, en cierto sentido, «órganos» del Espíritu
Santo. Estaban convencidos de que su fe permitía liberar de los versos de
los salmos una particular «energía» del Espíritu Santo. La misma convicción
se manifiesta en la característica utilización de los salmos, llamada
«oración jaculatoria» --que procede de la palabra latina «iaculum», es decir
«dardo»-- para indicar brevísimas expresiones de los salmos que podían ser
«lanzadas» como puntas encendidas, por ejemplo, contra las tentaciones. Juan
Casiano, un escritor que vivió entre los siglos IV y V, recuerda que algunos
monjes descubrieron la extraordinaria eficacia del brevísimo «incipit» del
salmo 69: «Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme»,
que desde entonces se convirtió en el portal de entrada de la «Liturgia de
las Horas» (cf. «Conlationes», 10,10: CPL 512,298 s. s.).
2. Junto a la presencia del Espíritu Santo, otra dimensión importante es la
de la acción sacerdotal que Cristo desempeña en esta oración, asociando
consigo a la Iglesia, su esposa. En este sentido, refiriéndose precisamente
a la «Liturgia de las Horas», el Concilio Vaticano II enseña: «El Sumo
Sacerdote de la nueva y eterna Alianza, Cristo Jesús, […] une a sí la
comunidad entera de los hombres y la asocia al canto de este divino himno de
alabanza. Porque esta función sacerdotal se prolonga a través de su Iglesia,
que, sin cesar, alaba al Señor e intercede por la salvación de todo el mundo
no sólo celebrando la Eucaristía, sino también de otras maneras,
principalmente recitando el Oficio divino» («Sacrosanctum Concilium», 83).
De modo que la «Liturgia de las Horas» tiene también el carácter de oración
pública, en la que la Iglesia está particularmente involucrada. Es
iluminador entonces redescubrir cómo la Iglesia ha definido progresivamente
este compromiso específico de oración salpicada a través de las diferentes
fases del día. Es necesario para ello remontarse a los primeros tiempos de
la comunidad apostólica, cuando todavía estaba en vigor una relación cercana
entre la oración cristiana y las así llamadas «oraciones legales» --es
decir, prescritas por la Ley de Moisés--, que tenían lugar a determinadas
horas del día en el Templo de Jerusalén. Por el libro de los Hechos de los
Apóstoles sabemos que los apóstoles «acudían al Templo todos los días con
perseverancia y con un mismo espíritu» (2, 46), y que «subían al Templo para
la oración de la hora nona» (3,1). Por otra parte, sabemos también que las
«oraciones legales» por excelencia eran precisamente las de la mañana y la
noche.
3. Con el pasar del tiempo, los discípulos de Jesús encontraron algunos
salmos particularmente apropiados para determinados momentos de la jornada,
de la semana o del año, percibiendo en ellos un sentido profundo relacionado
con el misterio cristiano. Un autorizado testigo de este proceso es san
Cipriano, quien a la mitad del siglo III escribe: «Es necesario rezar al
inicio del día para celebrar en la oración de la mañana la resurrección del
Señor. Esto corresponde con lo que indicaba el Espíritu Santo en los salmos
con las palabras: "Atiende a la voz de mi clamor, oh mi Rey y mi Dios.
Porque a ti te suplico. Señor, ya de mañana oyes mi voz; de mañana te
presento mi súplica, y me quedo a la espera" (Salmo 5, 3-4). […] Después,
cuando el sol se pone al acabar del día, es necesario ponerse de nuevo a
rezar. De hecho, dado que Cristo es el verdadero sol y el verdadero día, al
pedir con la oración que volvamos a ser iluminados en el momento en el que
terminan el sol y el día del mundo, invocamos a Cristo para que regrese a
traernos la gracia de la luz eterna» («De oratione dominica», 35: PL
39,655).
4. La tradición cristiana no se limitó a perpetuar la judía, sino que trajo
algunas innovaciones que caracterizaron la experiencia de oración vivida por
los discípulos de Jesús. Además de recitar en la mañana y en la tarde el
Padrenuestro, los cristianos escogieron con libertad los salmos para
celebrar su oración cotidiana. A través de la historia, este proceso sugirió
utilizar determinados salmos para algunos momentos de fe particularmente
significativos. Entre ellos, en primer lugar se encontraba la «oración de la
vigilia», que preparaba para el Día del Señor, el domingo, en el que se
celebraba la Pascua de Resurrección.
Algo típicamente cristiano fue después el añadir al final de todo salmo e
himno la doxología trinitaria, «Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu
Santo». De este modo, todo salmo e himno fue iluminado por la plenitud de
Dios.
5. La oración cristiana nace, se nutre y desarrolla en torno al
acontecimiento por excelencia de la fe, el Misterio pascual de Cristo. Así,
por la mañana y en la noche, al amanecer y al atardecer, se recordaba la
Pascua, el paso del Señor de la muerte a la vida. El símbolo de Cristo «luz
del mundo» es representado por la lámpara durante la oración de las
Vísperas, llamada también por este motivo «lucernario». Las «horas del día»
recuerdan, a su vez, la narración de la pasión del Señor, y la «hora tercia»
la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. La «oración de la noche», por
último, tiene un carácter escatológico, pues evoca la recomendación hecha
por Jesús en espera de su regreso (cf. Marcos 13, 35-37).
Al ritmar de este modo su oración, los cristianos respondieron al mandato
del Señor de «rezar sin cesar» (cf. Lucas 18,1; 21,36; 1 Tesalonicenses 5,
17; Efesios 6, 18), sin olvidar que toda la vida tiene que convertirse en
cierto sentido en oración. En este sentido, Orígenes escribe: «Reza sin
pausa quien une la oración con las obras y las obras con la oración» («Sobre
la oración», XII,2: PG 11,452C).
Este horizonte, en su conjunto, constituye el hábitat natural de la
recitación de los Salmos. Si son sentidos y vividos de este modo, la
«doxología trinitaria» que corona todo salmo se convierte, para cada
creyente en Cristo, en un volver a bucear, siguiendo la ola del espíritu y
en comunión con todo el pueblo de Dios, en el océano de vida y paz en el que
ha sido sumergido con el Bautismo, es decir, en el misterio del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo.
ZS01040409