San Basilio
Vea también: Fragmentos de la Regla y otros textos
CARTA APOSTÓLICA
PATRES ECCLESIAE
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
CON OCASIÓN DEL XVI CENTENARIO
DE LA MUERTE DE SAN BASILIO
Venerables hermanos y queridos hijos,
saludos y bendición apostólica
I. Introducción
Padres de la Iglesia se llaman con toda razón aquellos santos que, con la
fuerza de la fe, con la profundidad y riqueza de sus enseñanzas, la
engendraron y formaron en el transcurso de los primeros siglos [1].
Son de verdad "Padres" de la Iglesia, porque la Iglesia, a través del
Evangelio, recibió de ellos la vida [2]. Y son también sus constructores, ya
que por ellos —sobre el único fundamento puesto por los Apóstoles, es decir,
sobre Cristo— [3] fue edificada la Iglesia de Dios en sus estructuras
primordiales.
La Iglesia vive todavía hoy con la vida recibida de esos Padres; y hoy sigue
edificándose todavía sobre las estructuras formadas por esos constructores,
entre los goces y penas de su caminar y de su trabajo cotidiano.
Fueron, por tanto, sus Padres y lo siguen siendo siempre; porque ellos
constituyen, en efecto, una estructura estable de la Iglesia y cumplen una
función perenne en pro de la Iglesia, a lo largo de todos los siglos. De ahí
que todo anuncio del Evangelio y magisterio sucesivo debe adecuarse a su
anuncio y magisterio si quiere ser auténtico; todo carisma y todo ministerio
debe fluir de la fuente vital de su paternidad; y, por último, toda piedra
nueva, añadida al edificio santo que aumenta y se amplifica cada día [4],
debe colocarse en las estructuras que ellos construyeron y enlazarse y
soldarse con esas estructuras.
Guiada por esa certidumbre, la Iglesia nunca deja de volver sobre los
escritos de esos Padres —llenos de sabiduría y perenne juventud— y de
renovar continuamente su recuerdo. De ahí que, a lo largo del año litúrgico,
encontremos siempre, con gran gozo, a nuestros Padres y siempre nos sintamos
confirmados en la fe y animados en la esperanza.
Nuestro gozo es todavía mayor cuando determinadas circunstancias nos inducen
a conocerlos con más detenimiento y profundidad. Eso es lo que sucede ahora
al conmemorar este año el XVI centenario de la muerte de nuestro Padre San
Basilio, obispo de Cesarea.
II. Vida y ministerio de San Basilio
Llamado "el Grande" entre los Padres griegos, los textos litúrgicos
bizantinos invocan a San Basilio como "faro de piedad" y "luminaria" de la
Iglesia. En efecto, iluminó a la Iglesia y la sigue iluminando, no menos por
la "pureza de su vida" que por la excelencia de su doctrina. Porque la
primera y mayor enseñanza de los santos es siempre su propia vida.
Nacido en una familia de santos, Basilio tuvo también el privilegio de una
educación selecta, impartida por los más famosos maestros de Constantinopla
y de Atenas.
Pero a él le parecía que su vida había comenzado realmente sólo cuando, de
una forma completa y determinante, pudo conocer a Cristo como su Señor; es
decir, cuando arrastrado irresistiblemente hacia Él, se apartó radicalmente
de todas las cosas —actitud que inculcaría en sus enseñanzas— [5] y se hizo
su discípulo.
Emprendió entonces el seguimiento de Cristo, conformando sólo a Él su
conducta, mirando y escuchando únicamente a Él [6], considerándole, en todo
y por todo, su único «soberano, rey, médico y maestro de verdad" [7].
De ahí que, sin dudarlo un momento, abandonó los estudios que con tanta
dedicación había realizado y con los que había atesorado tanta ciencia [8];
porque habiendo decidido servir solamente a Dios, no quiso conocer otra cosa
que a Cristo [9] y consideró vanidad cualquier sabiduría que no fuera la de
la cruz. Al final de su vida, él mismo evocaba el acontecimiento de su
conversión con estas palabras: "Habiendo desaprovechado un tiempo en
vanidades, perdiendo casi toda mi juventud en un trabajo inútil al que me
aplicaba para aprender las enseñanzas de una sabiduría que aparecía vana a
los ojos de Dios [10], por fin un día, como si despertase de un sueño
profundo, volví mis ojos a la admirable luz de la verdad del Evangelio y me
di cuenta de lo inútil que resulta la sabiduría de los príncipes de este
mundo, que son perecederos [11]. Y desde entonces, lamentando grandemente mi
miserable vida, decidí disciplinar mis sentidos" [12].
Y lloró sobre su vida anterior, aunque —según testimonio de San Gregorio
Nacianceno, que fue condiscípulo suyo—, había sido humanamente ejemplar [13]
; pero no por ello la dejó de considerar "miserable", al no estar dedicada
total, íntegra y exclusivamente a Dios, que es el único Señor.
Con irrefrenable impaciencia, interrumpió aquellos estudios y, abandonando a
los maestros de la ciencia helénica, "atravesó muchas tierras y mares" [14],
en busca de otros maestros que, considerados "necios" y pobres, ejercían en
lugares desiertos una sabiduría bien distinta.
Comenzó así a aprender cosas que jamás habían llegado al corazón del hombre
[15]15; verdades que ni oradores ni filósofos habrían podido jamás enseñarle
[16]. Y en esta sabiduría nueva creció de día en día, en un maravilloso
itinerario de gracia, mediante la oración la mortificación, el ejercicio de
la caridad y la constante meditación de las Sagradas Escrituras y de la
doctrina de los Santos Padres [17].
Y muy pronto fue llamado al ministerio.
Pero también en el servicio de las almas supo, con sabio equilibrio, hacer
compatible la infatigable predicación con largos momentos de soledad
dedicados a la oración. Juzgaba, en efecto, que esto era absolutamente
necesario para la "purificación del alma" [18] y, consiguientemente, para
que el anuncio de la Palabra de Dios pudiese siempre ser confirmado con un
"evidente ejemplo" de vida [19].
Así se convirtió en Pastor y al mismo tiempo fue monje, en el auténtico
sentido de la palabra; más aún, está considerado como uno de los más grandes
monjes-pastores de la Iglesia. Una figura singularmente perfecta de obispo y
un ejemplar promotor y legislador de la vida monástica.
Basado en su personal experiencia, Basilio contribuyó grandemente a la
formación de comunidades de cristianos totalmente consagrados al "divino
servicio" [20] y se impuso la obligación y tarea de sostenerlas y visitarlas
frecuentemente [21]. Para su propia edificación y la de esas comunidades,
establecía con ellas admirables coloquios, muchos de los cuales, gracias a
Dios, han llegado hasta nosotros en sus escritos [22]. De esos escritos se
valieron después no pocos legisladores de la vida monástica, entre ellos,
muy especialmente, el propio San Benito, que considera a Basilio como su
maestro [23]. Y en esos escritos —conocidos directa o indirectamente— se
inspiraron también la mayor parte de cuantos, tanto en Oriente como en
Occidente, abrazaron la vida monástica.
Tal es la razón por la que muchos opinan que esa institución tan importante
en toda la Iglesia como es la vida monástica quedó establecida, para todos
los siglos, principalmente por San Basilio o que, al menos, la naturaleza de
la misma no habría quedado tan propiamente definida sin su decisiva
aportación.
Basilio tuvo que sufrir mucho a causa de los males que atormentaban, en
aquellas horas difíciles, al Pueblo de Dios [24]. Los denunció con franqueza
y, con gran lucidez y amor, señalaba sus causas, aprestándose valientemente
a emprender una amplia obra reformadora. Una obra —perseguible, por otra
parte en todo tiempo y renovable en toda generación— que tendía a llevar
nuevamente la Iglesia del Señor, "por la que Cristo murió y sobre la cual
derramó abundantemente los dones de su Espíritu" [25], a su forma primitiva;
es decir, a aquella normativa imagen, hermosa y pura, que nos transmitieron
la Palabra de Cristo y los Hechos de los Apóstoles. ¡Cuántas veces recordaba
Basilio, con ardorosa y eficaz intención aquellos tiempos en que "la
muchedumbre de creyentes formaba un solo corazón y una sola alma"! [26].
Su actividad de reformador abarcaba a la vez, con armonía y gran acierto,
todos los aspectos y ámbitos de la vida cristiana.
El obispo, por la naturaleza misma de su ministerio, es ante todo pontífice
de su pueblo; y el Pueblo de Dios es, ante todo, un pueblo sacerdotal.
Por tanto, un obispo verdaderamente solícito del bien de la Iglesia no puede
olvidar en modo alguno la liturgia, su sagrada fuerza y riqueza, su
hermosura, su "verdad".
Más aún; en la actividad pastoral, la preocupación por la liturgia ocupa
lógicamente el primer lugar y debe estar realmente por encima de todo;
porque, como recuerda el Concilio Vaticano II, "la liturgia es como la
cumbre a la que tiende toda la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la
fuente de donde emana toda su virtud" [27], de forma que "ninguna otra
acción de la Iglesia, con el mismo título y en el mismo grado, iguala su
eficacia" [28].
Todas estas admirables cosas las entendió perfectamente San Basilio, y así,
el "legislador de monjes" [29], supo ser al mismo tiempo excelente
"recopilador de preces" [30].
Entre todas las obras que compuso en este campo, nos queda, como herencia
valiosísima para la Iglesia de todos los tiempos la anáfora que
legítimamente lleva su nombre: la gran oración eucarística que, refundida y
enriquecida por él, sigue siendo la más hermosa entre las mejores preces
litúrgicas.
Y no sólo eso; sino que la misma ordenación fundamental de la oración
salmódica tuvo en él uno de sus mayores inspiradores y artífices [31]. Y
así, gracias sobre todo al impulso que le dio Basilio, la salmodia
—"incienso espiritual", respiro y consuelo para el Pueblo de Dios— [32] fue
amorosamente acogida por los fieles de su Iglesia y la practicaban los
jóvenes y los adultos, los doctos y los indoctos [33]. Como refiere el
propio San Basilio: "Entre nosotros el pueblo se levanta de noche para
dirigirse a la casa de oración... y transcurre la noche alternando los
salmos con otras preces" [34]. Los salmos, que en las Iglesias retumbaban
como truenos [35], se oían también resonar en las casas y en las calles
[36].
Basilio amó con gran celo a la Iglesia [37]; y, sabiendo que su virginidad
era su propia fe, custodiaba con gran vigilancia la integridad de esa fe.
Por eso, tuvo que combatir y supo hacerlo valientemente, no contra los
hombres, sino contra toda adulteración de la Palabra de Dios [38], contra
toda falsificación de la verdad, toda tergiversación del depósito santo
[39], transmitido por los Padres. Pero su ímpetu no llevaba violencia, sino
fuerza amorosa; sus advertencias no eran arrogantes, sino llenas de manso
amor.
Y así, desde el principio hasta el final de su ministerio se esforzó en
procurar que se conservara intacto el sentido de la fórmula de Nicea
referente a la divinidad de Cristo "de la misma naturaleza" que el Padre
[40]; e igualmente luchó para que no se disminuyera la gloria del Espíritu
que, "formando parte de la Trinidad y siendo de su misma divina y beata
naturaleza" [41], debe ser nombrado y conglorificado con el Padre y el Hijo
[42].
Con firmeza y exponiéndose personalmente a gravísimos peligros, vigiló y
combatió también por la libertad de la Iglesia. Como verdadero obispo, no
dudaba en enfrentarse a los poderes públicos para defender su propio derecho
y el del Pueblo de Dios a profesar la verdad y obedecer al Evangelio [43].
San Gregorio Nacianceno, que narra un episodio importante de esta lucha,
hace notar atinadamente que el secreto de la fuerza de Basilio residía
únicamente en la misma sencillez de su predicación en la claridad de su
testimonio, en la inerme majestad de su dignidad sacerdotal [44].
No menor severidad que contra las herejías y los tiranos, demostró Basilio
contra los equívocos y abusos dentro de la propia Iglesia; especialmente
contra la mundanización y el apego a los bienes de la tierra.
A ello le movía, como en todo, el mismo amor a la verdad y al Evangelio; en
fin de cuentas, y aunque en modo diverso, era siempre el Evangelio lo que se
negaba y rechazaba, tanto con el error de los heresiarcas, como con el
egoísmo de los ricos.
Son memorables, a tal respecto, y continúan siendo ejemplares, los textos de
algunos de sus sermones: "Vende lo que tienes y dalo a los pobres [45]...
porque, aunque no hayas matado a nadie, ni cometido adulterio, ni robado, ni
levantado falsos testimonios, de nada te sirve eso si no cumples también lo
demás: sólo así podrás entrar en el reino de Dios" [46]. Porque todo el que
quiere, según el mandamiento de Dios, amar al prójimo como a sí mismo [47],
"no debe poseer más cosas que las que posee su prójimo" [48].
Y todavía con mayor vehemencia exhortaba, en tiempo de carestía, a "no
mostrarse más crueles que las bestias... apropiándose de las cosas comunes y
teniendo para uno solo lo que es de todos" [49].
Esta actitud radical suya, desconcertante y hermosísima a la vez, es también
una exhortación a la Iglesia de todos los tiempos, para que abrace
seriamente el Evangelio.
De ese Evangelio, que manda amar y servir a los pobres, dio siempre
testimonio Basilio, no sólo con su palabra, sino con grandes obras de
caridad; como fue la construcción, en los alrededores de Cesarea, de un
gigantesco asilo para necesitados [50]; una auténtica ciudad de la
misericordia que de él tomó el nombre de Basiliada [51], verdadero
testimonio también del único mensaje evangélico.
Ese mismo amor a Cristo y a su Evangelio hizo que San Basilio sufriera
grandemente por las divisiones de la Iglesia y que, con insistente
perseverancia, esperando contra toda esperanza, se preocupara por lograr una
comunión más eficaz y manifiesta con todas las Iglesias [52].
Porque realmente la discordia de los cristianos es lo que oscurece la propia
verdad del Evangelio y lacera el Corazón de Cristo [53]. La división de los
creyentes contradice la potencia del único bautismo [54], que nos hace una
sola cosa en Cristo e incluso una sola mística persona [55]; contradice la
soberanía de Cristo, Rey único al que todos deben estar sujetos por igual;
contradice, en fin, la autoridad y la fuerza unificadora de la Palabra de
Dios, que sigue siendo la única ley a la que todos los creyentes deben
concordemente obedecer [56].
La división de las Iglesias es, por tanto, un hecho tan clara y directamente
anticristológico y antibíblico que, según San Basilio, el único camino para
recomponer la unidad es la conversión de todos a Cristo y a su Palabra [57].
Así, pues, en el múltiple ejercicio de su ministerio, Basilio se hizo lo que
él mismo aconsejaba a todos los predicadores de la Palabra de Dios: "apóstol
y ministro de Cristo, dispensador de los misterios de Dios, heraldo del
Reino, modelo y norma de piedad, ojo del Cuerpo de la Iglesia, Pastor de las
ovejas de Cristo, médico compasivo, padre nutricio, cooperador de Dios,
agricultor de Dios, edificador del templo de Dios" [58].
En esa actividad y en esa lucha —áspera, dolorosa, ininterrumpida— Basilio
ofreció su vida [59] y se consumó en holocausto.
Murió a la edad de cincuenta años, consumido por las fatigas y la vida
ascética.
III. El magisterio de San Basilio
Después de haber resumido brevemente los aspectos más salientes de la vida
de Basilio y de su obra como cristiano y como obispo, parece oportuno
extraer ahora, de la riquísima herencia de sus escritos, al menos algunas
importantes indicaciones. La consideración de sus enseñanzas podrá servir de
luz para mejor afrontar los problemas y las dificultades de este nuestro
tiempo y de ayuda para el presente y el futuro.
Y no parece inoportuno empezar por lo que nos enseñó respecto a la Santísima
Trinidad; más aún, es realmente el mejor comienzo, si se quiere aferrar
mejor su pensamiento.
Por otra parte, ¿qué puede convencernos más y ser más provechoso para
nuestra vida que el misterio de la vida de Dios? ¿Puede haber un punto de
referencia más significativo y vital para el hombre?
Hablamos del hombre nuevo, conformado a este misterio por su íntima esencia
y existencia; y hablamos de todo hombre, sea o no consciente de ello, porque
no hay hombre alguno que no esté llamado por Cristo, el Verbo eterno, por el
Espíritu y en el Espíritu para glorificar al Padre.
La Santísima Trinidad es el misterio primordial, porque no es otra cosa que
el propio misterio de Dios, del único Dios, vivo y verdadero.
San Basilio proclama firmemente la realidad de este misterio, afirmando que
los tres nombres divinos indican ciertamente tres hipóstasis distintos [60].
Pero con la misma firmeza confiesa la absoluta inaccesibilidad a ellas.
¡Cuán claramente consciente era él, sumo teólogo, de la debilidad e
insuficiencia de cualquier disquisición teológica!
Nadie, decía, es capaz de hacer esto con la dignidad debida, y la magnitud
del misterio supera cualquier explicación, de forma que ni siquiera la
lengua de los ángeles puede lograrla [61].
Dios vivo es, por tanto, una realidad inmensa, como abismo inescrutable.
Pero no por ello San Basilio elude la "obligación" de hablar de esa
realidad, antes y más ampliamente que de cualquier otra cosa. Y como cree en
ella, habla [62] y lo hace guiado por la fuerza de un irrefrenable amor, por
obediencia al mandato de Dios y para edificación de la Iglesia, que no "se
cansa de oír estas cosas" [63].
Pero quizá sea más exacto decir que Basilio, como auténtico "teólogo", más
que hablar de este misterio, lo canta.
Canta al Padre, que es "el principio de todo, la causa de cuanto existe, la
raíz de los vivientes" [64] y, sobre todo "Padre de Nuestro Señor
Jesucristo" [65]. Y como el Padre está en relación principalmente con el
Hijo, así el Hijo —el Verbo que en el seno de la Virgen María se hizo carne—
está principalmente en relación con el Padre.
Y así es como Basilio contempla y canta al Hijo: como "luz incesante,
potencia inefable, grandeza infinita, gloria resplandeciente del misterio de
la Santísima Trinidad", Dios junto a Dios [66], "imagen de la bondad del
Padre y sello de igual figura" [67].
Sólo así, confesando sin ambigüedad a Cristo como "uno de la Santísima
Trinidad" [68], puede verlo después Basilio, con pleno realismo, en el
anonadamiento de su humanidad. Y sabe, como pocos, hacernos medir y
considerar el infinito espacio que Cristo recorrió en nuestra busca: y,
también como pocos, nos lleva a escrutar en la profundidad de la humillación
"de quien, siendo Dios, se aniquiló a sí mismo tomando forma de siervo"
[69].
En la doctrina de San Basilio, la cristología de la gloria en nada debilita
a la cristología de la humillación; sino más bien se proclama con mayor
fuerza todavía el contenido central del Evangelio que es la palabra de la
cruz [70], el escándalo de la cruz [71].
Tal es en realidad el esquema habitual de su doctrina cristológica: la luz
de la gloria resalta más el sentido de la humillación.
La obediencia de Cristo es auténtico "Evangelio"; es decir, realización
singular del amor redentor de Dios, precisamente —y sólo por eso— porque
quien obedece es "el Hijo Unigénito de Dios, Señor y Dios nuestro... por
quien fueron hechas todas las cosas" [72]; de ahí que su obediencia pueda
doblegar nuestra desobediencia. Los sufrimientos de Cristo, cordero
inmaculado que no abrió la boca contra quienes lo perseguían [73], tienen un
alcance y un valor eternos y universales, precisamente porque el que los
padeció es el "Creador y Señor del cielo y de la tierra, adorable por encima
de toda criatura espiritual o sensible y que todo lo sostiene por la palabra
de su potencia" [74]. Y así, la Pasión de Cristo amortigua nuestra violencia
y aplaca nuestra ira.
La cruz, en fin, es realmente nuestra "única esperanza" [75] —no es una
derrota, sino un acontecimiento salvífico, "exaltación" [76] y admirable
triunfo—, sólo porque Aquel que fue enclavado y murió en ella es "el Señor
nuestro y de todas las cosas" [77], "por quien todas las cosas, tanto
visibles como invisibles, fueron hechas; que posee la vida como la posee el
Padre que se la ha dado y que recibe del Padre toda potestad" [78], lo que
hace que la muerte de Cristo nos libere del "temor de la muerte", a la que
todos estamos sometidos [79].
De Cristo "procede el Espíritu Santo, Espíritu de verdad, don de la adopción
filial, prenda de herencia futura, primicia de bienes eternos, potencia
vivificadora, fuente de santificación; por el cual toda criatura dotada de
razón y entendimiento, recibe fuerza suficiente para adorar al Padre y
tributarle glorificación eterna" [80].
Este himno de la anáfora de San Basilio expresa acertadamente, en síntesis,
el papel del Espíritu Santo en la economía de la salvación.
Es el Espíritu, dado a todo el que se bautiza, quien infunde en cada uno los
carismas y les recuerda los preceptos del Señor [81]; es el Espíritu quien
anima a toda la Iglesia y la ordena y vivifica con sus dones, haciendo de
toda ella un cuerpo "espiritual" y carismático [82].
De aquí, se eleva San Basilio a la serena contemplación de la "gloria" del
Espíritu, misteriosa e inaccesible, confesándolo, por encima de toda
creatura [83], Rey y Señor, porque por Él hemos sido divinizados [84], y
Santo, porque por Él somos santificados [85].
Así, pues, San Basilio, habiendo contribuido a la formulación de la fe
trinitaria de la Iglesia, le habla todavía hoy a su corazón y la consuela,
especialmente con la luminosa confesión de su Consolador.
La luz resplandeciente del misterio trinitario no ensombrece ciertamente la
gloria del hombre, sino que, por el contrario, la exalta y la pone de
relieve.
El hombre, en efecto, no es rival de Dios, opuesto insensatamente a Él: pero
tampoco está huérfano de Dios ni abandonado a la desesperación de su propia
soledad, sino que es la imagen reflejada de Dios.
De ahí que cuanto más resplandezca Dios, tanto mayor es su reflejo en el
hombre; y cuanto más es exaltado Dios, tanto más se eleva la dignidad del
hombre.
Y es así realmente como San Basilio resaltaba la dignidad del hombre:
considerándola totalmente relacionada con Dios. Es decir, derivada de Dios y
tendente hacia Él.
Porque el hombre recibió la inteligencia principalmente para conocer a Dios,
y fue dotado de libertad para vivir conforme a la ley divina. Solamente como
imagen de Dios, el hombre trasciende todo el orden de la naturaleza y
aparece "más glorioso que el cielo, más que el sol, más que el conjunto de
los astros (porque, en efecto, ¿qué hay en el firmamento que haya sido
llamado imagen del Dios Altísimo?)" [86].
Precisamente por eso, la gloria del hombre está radicalmente condicionada a
su relación con Dios; por eso el hombre consigue totalmente su dignidad
"regia" solamente realizándose como tal imagen de Dios; de ahí que sólo se
encontrará realmente a sí mismo conociendo y amando a Aquel de quien recibió
la razón y la libertad.
Ya antes de San Basilio, se expresaba así admirablemente San Ireneo: "La
gloria de Dios es el hombre viviente y la vida del hombre es la visión de
Dios" [87]. Como si dijera que el hombre viviente es en sí mismo la
glorificación de Dios, en cuanto que es rayo de su belleza; pero no tiene
vida alguna si no la extrae de Dios, en su relación personal con Él. Si
falla en esta tarea, el hombre traiciona su vocación primordial y con su
actitud niega y envilece su propia dignidad [88].
¿Qué otra cosa es el pecado sino esto? ¿Es que acaso Cristo no vino para
restaurar y restituir su gloria a esta imagen de Dios, es decir, al hombre
el cual con el pecado, la había oscurecido [89], corrompido [90], roto?
[91].
Precisamente por esto —afirma San Basilio con palabras de la Sagrada
Escritura— "el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros [92] y se humilló
a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz" [93]. Por
lo cual, "oh hombre, debes considerar tu dignidad teniendo en cuenta el
precio pagado por ti; mira el precio con que has sido rescatado y comprende
bien tu dignidad" [94].
La dignidad del hombre, por tanto, reside a la vez en el misterio de Dios y
en el de la cruz: tal es la doctrina de San Basilio, sobre los hombres, es
decir, su "humanismo", que podríamos llamar sencillamente "humanismo"
cristiano.
Por tanto, la restauración de la imagen sólo puede realizarse en virtud de
la cruz de Cristo, ya que "su obediencia hasta la muerte... se convirtió
para nosotros en remisión de los pecados, liberación de la muerte que trajo
el pecado a este mundo, reconciliación con Dios y facultad de serle gratos,
don de justicia, comunión de los santos en la vida eterna, herencia del
reino de los cielos [95].
Esto, para San Basilio, equivale a decir que todo ello se consigue en virtud
del bautismo.
¿Qué otra cosa es el bautismo sino el acontecimiento salvífico de la muerte
de Cristo en el que nos insertamos mediante la celebración del misterio?
Porque el misterio sacramental, que es "imitación" de su muerte, nos sumerge
en ella, como dice San Pablo: "¿Acaso ignoráis que cuantos nos bautizamos en
Cristo, nos bautizamos en su muerte?" [96].
Basándose, pues, en la misteriosa identidad del bautismo con el
acontecimiento pascual de Cristo, Basilio, siguiendo las huellas de San
Pablo, nos enseña que bautizarse no es en realidad otra cosa que
crucificarse; es decir, enclavarse en la única cruz de Cristo, padecer
realmente su muerte, sepultarse en su sepulcro y, consiguientemente,
resucitar en su resurrección [97].
Justamente, por tanto, puede atribuir al bautismo los mismos títulos de
gloria con que canta a la cruz. También el bautismo es "precio del rescate
de la cautividad, perdón de las deudas, muerte del pecado, regeneración del
alma, vestidura de luz, sello que en modo alguno se puede romper, vehículo
para el cielo, conseguidor del reino, don de filiación" [98] . Mediante el
bautismo, en efecto el hombre se configura con Cristo, por quien se inserta
en el interior de la vida trinitaria: y se hace espíritu porque nace del
Espíritu [99], y se hace hijo porque se reviste del Hijo, uniéndose en
relación altísima con el Padre del Unigénito, que también realmente se hace
padre suyo [100].
A la luz de una consideración tan vigorosa del misterio bautismal, se
esclarece en Basilio el sentido mismo de la vida cristiana. Por otra parte,
¿cómo comprenderemos mejor este misterio del hombre nuevo si no es fijando
la mirada en el punto luminoso de ese nuevo nacimiento y en la potencia
divina que le engendra mediante el bautismo?
"¿Qué es lo propio del cristiano?", se pregunta Basilio, para responder:
"Ser engendrado nuevamente por medio del agua y por el Espíritu Santo en el
bautismo" [101].
Solamente, por tanto, en aquello en que nos regeneramos se puede percibir
claramente lo que somos y por qué lo somos.
Como nueva criatura, el cristiano, aun sin darse cuenta de ello, vive una
nueva vida; y en lo más profundo de su ser, aunque lo niegue con sus obras,
se traslada a una nueva patria como si se hiciera celestial ya en la tierra
[102], porque la obra de Dios es grande e infaliblemente eficaz,
permaneciendo siempre, en cierto modo, por encima de lo que el hombre pueda
negar o contradecir.
Indudablemente, el deber del hombre —tal es, por la relación esencial con el
bautismo, el sentido de la vida cristiana— no es otro que convertirse en lo
que realmente es, adecuándose a la nueva dimensión "espiritual" y
escatológica de su misterio personal. Como el propio San Basilio, con su
habitual claridad, afirma: "el significado y la potencia del bautismo reside
en que el bautizado se transforma en sus pensamientos palabras y obras y se
convierte, por la potencia que se le ha infundido, en lo que es Aquel por
quien ha sido regenerado" [103].
La Eucaristía, por la que se perfecciona la iniciación cristiana, es
considerada siempre por San Basilio en estrechísima relación con el
bautismo.
Único alimento adecuado al nuevo ser bautizado y capaz de sostener su vida
nueva y sus nuevas energías [104]. Culto de espíritu y verdad, ejercicio del
nuevo sacerdocio y perfecto sacrificio del nuevo Israel [105], solamente la
Eucaristía realiza y perfecciona la nueva creación efectuada por el
Bautismo.
De ahí, que sea un misterio de inmenso gozo —sólo cantando se puede
participar en él [106]—, así como de infinita y tremenda santidad. ¿Cómo se
puede tratar el Cuerpo de Cristo estando en pecado? [107]. Es necesario que
la Iglesia, administradora de la sagrada comunión, no tenga "mancha ni
arruga y sea santa e inmaculada" [108], consciente siempre de que, al
celebrar el misterio, se examina a sí misma [109] para purificarse cada vez
más "de toda contaminación e impureza" [110].
Por otra parte, no es posible abstenerse de comulgar, ya que el mismo
bautismo está en relación con la Eucaristía, que es necesaria para la vida
eterna [111] y, por tanto, el Pueblo de los bautizados debe ser puro, para
poder participar en la Eucaristía [112].
Además, sólo la Eucaristía, verdadero memorial del misterio pascual de
Cristo, es capaz de mantener vivo en nosotros el recuerdo de su amor. De ahí
que la Iglesia vigile su celebración, ya que si la divina eficacia de esta
vigilancia continua y dulcísima, no la fomentara, si no sintiera la fuerza
penetrante de la mirada del Esposo fija sobre Ella, fácilmente la misma
Iglesia se haría olvidadiza, insensible, infiel. El mismo Señor instituyó la
Eucaristía recomendándola con estas palabras: "Haced esto en conmemoración
mía" [113]; recomendación que no hay que olvidar al celebrarla.
San Basilio no se cansa de repetirlo: "en conmemoración" [114]; más aún en
perpetua conmemoración, "en indeleble memoria" [115], para expresar más
"eficazmente el recuerdo de quien murió y resucitó por nosotros" [116].
Así, pues, sólo la Eucaristía, por designio y don de Dios, puede realmente
custodiar en los corazones "el sello" [117] de ese recuerdo de Cristo que,
presionándonos y frenándonos, nos impide pecar; por eso San Basilio
recuerda, refiriéndolas a la Eucaristía, las palabras de San Pablo: "La
caridad de Cristo nos constriñe, persuadidos como estamos que si uno murió
por todos, luego todos son muertos; y murió por todos para que los que viven
no vivan ya para sí, sino para Aquel que por ellos murió y resucitó" [118].
Y, ¿qué significa este vivir para Cristo —o vivir "integralmente para
Dios"—, sino la esencia misma del pacto bautismal? [119].
También en este sentido, por tanto, la Eucaristía se manifiesta como
plenitud del bautismo, ya que sólo ella permite vivirlo con fidelidad y
continuamente lo actualiza como potencia de gracia.
Por eso San Basilio no duda en recomendar la comunión frecuente e incluso
diaria: "Comulgar todos los días recibiendo el santo Cuerpo y Sangre de
Cristo, es cosa buena y útil, según Él mismo dijo claramente: "Quien come mi
carne y bebe mi sangre, tendrá vida eterna" [120]. ¿Quién puede, pues, dudar
de que participar continuamente de esa vida no es sino vivirla en plenitud?
[121].
Verdadero "alimento de vida eterna, capaz de mantener la vida del bautizado,
es, como la Eucaristía, también "toda palabra que procede de la boca de Dios
[122].
El mismo Basilio pone de relieve el nexo fundamental que existe entre el
alimento de la Palabra de Dios y el Cuerpo de Cristo [123], ya que la
Escritura, aunque de modo diverso, es como la Eucaristía, divina, santa y
necesaria.
Es verdaderamente divina —afirma San Basilio con excepcional vigor—, porque
es "de Dios" en el verdadero y auténtico sentido. Dios mismo la inspiró
[124], Dios la confirmó [125]125, Dios la pronunció por medio de los
hagiógrafos [126] —Moisés, los profetas, los evangelistas, los apóstoles
[127]— y sobre todo a través de su Hijo [128], único Señor, tanto en el
Antiguo, como en el Nuevo Testamento [129]; ciertamente, con diversa
intensidad y diversa plenitud de revelación [130], pero sin sombra de
contradicción alguna [131].
Realmente la Escritura, siendo sustancialmente divina aunque expresada con
palabras humanas, tiene una suprema autoridad; fuente de la fe, según
palabras de San Pablo [132], es el fundamento de una certeza plena,
indudable, firme [133]. Siendo toda de Dios, es toda ella, aun en sus
mínimos detalles, de extraordinario peso y merecedora de suma atención
[134].
Por eso, a la Escritura se la denomina acertadamente Santa: y así como sería
horrible sacrilegio profanar la Eucaristía, lo sería igualmente atentar
contra la integridad y la pureza de la Palabra de Dios.
No se la puede, por tanto, considerar según las categorías del entendimiento
humano, sino a la luz de su propia doctrina, "como pidiendo al mismo Señor
la interpretación de las cosas dichas por Él" [135]. Y no se puede quitar ni
añadir nada a esos textos divinos transmitidos a la Iglesia para todos los
tiempos; es decir, a esas palabras santas pronunciadas por Dios de una vez
para siempre [136].
Es, efecto, vitalmente necesario, que la disposición hacia la Palabra de
Dios, sea siempre de adoración, fidelidad y amor. De ella debe servirse
esencialmente la Iglesia para expresar su mensaje [137], guiándose por las
propias palabras del Señor [138], para no "reducir la religión a palabras
humanas" [139].
Y a la Escritura debe dirigirse "siempre y en todas partes" el cristiano,
para todas sus decisiones [140], "haciéndose como niño" [141], extrayendo de
ella remedio eficaz para todas sus debilidades [142] y no atreviéndose a dar
paso alguno sin sentirse iluminado por la luz de esas palabras [143].
Como hemos visto, todo el magisterio de San Basilio, es auténticamente
"Evangelio" cristiano, mensaje gozoso de salvación.
¿No es acaso plenamente gozosa y fuente de gozo la confesión de la gloria de
Dios que resplandece en el hombre, imagen de Él?
¿No es estupendo el anuncio de la Victoria de la cruz en la cual, "por la
grandeza de la piedad y la multitud de las misericordias de Dios" [144],
fueron perdonados nuestros pecados antes de ser cometidos? [145]. ¿Qué
anuncio más consolador que el del bautismo que nos regenera, o el de la
Eucaristía que nos alimenta, o el de la Palabra que nos ilumina?
Pero precisamente por eso, por no haber callado ni disminuido la potencia
salvífica y transformadora de la obra de Dios y de las "energías del tiempo
venidero" [146], San Basilio puede pedirnos a todos, con gran firmeza, amor
absoluto hacia Dios, plena dedicación sin reservas, perfección de vida
ajustada a la doctrina del Evangelio [147].
Porque si el bautismo es gracia —y ¡qué gracia más singular!— todos cuantos
lo han conseguido han recibido realmente "el poder y la fuerza de agradar a
Dios" [148] y están, por tanto, "obligados, todos por igual, a secundar esa
gracia bautismal"; es decir, "a vivir según el Evangelio" [149].
"Todos por igual", dice; no hay, pues, cristianos de segunda categoría,
simplemente porque no hay diversos bautismos y porque el mismo sentido de la
vida cristiana está todo él contenido en el mismo pacto bautismal [150].
"Vivir conforme al Evangelio", dice también; y ¿qué significa esto, según
San Basilio?
Significa tender con ansia irrefrenable [151] y con todas las fuerzas
disponibles, a "conseguir el complacimiento de Dios" [152].
Significa, por ejemplo, "no ser rico, sino pobre, según el mandato del
Señor" [153], realizando así la condición fundamental para seguirle [154]
sin ataduras [155] manifestando, contra la norma imperante del vivir
mundano, la novedad del Evangelio [156].
Significa someterse totalmente a la Palabra de Dios, renunciando a "las
propias voluntades" [157] y haciéndose obediente, a imitación de Cristo,
"hasta la muerte" [158].
Realmente San Basilio no se avergonzaba del Evangelio, sino que, persuadido
de que en él se halla la potencia de Dios para la salvación de todo creyente
[159], lo anunciaba con aquella integridad [160] que le hace ser plenamente
Palabra de Dios y fuente de vida.
Por último, nos agrada recordar que San Basilio, aunque más moderadamente
que su hermano San Gregorio Niseno y su amigo San Gregorio Nacianceno,
celebra la virginidad de María [161], a la que llama "profetisa"[162]y con
feliz expresión, resalta sus esponsorios con San José que "se efectuaron
—dice— para que fuera honrada la virginidad y no quedase despreciado el
matrimonio" [163].
En la anáfora de San Basilio, más arriba recordaba, figuran excelentes
alabanzas dedicadas "a la Santísima, Inmaculada, bendita sobre todas,
gloriosa Señora, Madre de Dios siempre Virgen María", "Mujer llena de
gracia, alegría de todo el universo...".
Conclusión
Todos en la Iglesia nos gloriamos de ser discípulos e hijos de este gran
santo y maestro. Y debemos, por tanto considerar su ejemplo y escuchar
reverentemente su doctrina, dispuestos a recibir sus enseñanzas, consuelos y
exhortaciones.
Confiamos este mensaje especialmente a las numerosas Órdenes religiosas
—masculinas y femeninas— que se honran con el nombre y patronazgo de San
Basilio y siguen su Regla, animándoles, en esta feliz conmemoración, a que
fomenten con renovado fervor la vida ascética y contemplativa de las cosas
divinas, que fructifique en obras santas para gloria de Dios y edificación
de toda la Iglesia.
Por el feliz logro de estos objetivos, imploramos también la materna
intercesión de la Virgen María, mientras, con el deseo de bienes celestiales
y en prenda de nuestra benevolencia, os impartimos la bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro —en recuerdo de los Santos Basilio el Grande
y Gregorio Nacianceno, obispos y doctores de la Iglesia— el 2 de enero del
año 1980, II de nuestro pontificado.
JOANNES PAULUS PP. II
Notas
[1] Cf. Gal 4, 19; Vincentius Lirinensis,
Commonitorium I, 3, PL 50, 641.
[2] Cf. 1 Cor 4, 15.
[3] Cf. 1 Cor 3, 11.
[4] Cf. Ef 2, 21.
[5] Cf. Regulae fusius tractatae 8; PG 31,
933c-941a.
[6] Cf. Moralia LXXX, 1; PG 31, 860bc.
[7] De baptismo I, 1; PG 31, 1516b.
[8] Cf. Gregorio Nacianceno, In laudem Basilii;
PG 36, 525c-528c.
[9] Cf. 1 Cor 2, 2.
[10] Cf. 1 Cor 1, 20.
[11] Cf. 1 Cor 2, 6.
[12] Epistula 223; PG 32, 824a.
[13] In laudem Basilii; PG 36, 521cd.
[14] Epistula 204; PG 32, 753 a. [15] Cf. 1 Cor
2, 9.
[16] Cf. Epistula 223; PG 32, 824bd.
[17] Cf. Especialmente Epistula 2 y 22.
[18] Epistula 2; PG 32, 228a. Cf. Ep. 210, 769a.
[19] Regulae fusius tractatae 43, PG 31,
1028a-1029b. Cf. Moralia LXX, 10; PG 31, 824d-825b.
[20] Regula Benedicti, Prologus.
[21] Cf. Gregorio Nacianceno, In laudem Basilii;
PG 36, 536b.
[22] Cf. Regulae brevius tractatae, proemium; PG
31, 1080ab.
[23] Cf. Regula Benedicti, LXXIII, 5.
[24] Cf. De indicio; PG 31, 653b.
[25] Cf. De indicio; PG 31, 653b.
[26] Act 4, 32: cf. De iudicio 660c. Regulae
fusius tractatae 7, 933c. Homilia tempore famis, 325ab.
[27] Sacrosanctum concilium, 10.
[28] Sacrosanctum concilium, 7.
[29] Gregorio Nacianceno, In laudem Basilii; PG
36, 541c.
[30] Gregorio Nacianceno, In laudem Basilii; PG
36, 541c.
[31] Cf. Epistula 2 y Regulae fusius tractatae
37; PG 31, 1013b-1016c.
[32] Cf. In Psalmum, 1; PG 29, 212a-213c.
[33] Cf. In Psalmum, 1; PG 29, 212a-213c.
[34] Epistula 207; PG 32, 764ab.
[35] Cf. Gregorio Nacianceno, In laudem Basilii;
PG 36, 561cd.
[36] Cf. In Psalmum, 1; PG 29, 212c.
[37] Cf. 2 Cor 11, 2.
[38] Cf. 2 Cor 2, 17.
[39] Cf. 1 Tim 6, 20. 2 Tim 1, 14.
[40] Cf. Epistula 9; PG 32, 272a; Epistula 52,
392b-396a; Adv. Eunomium I; PG 29, 556c.
[41] Epistula 243; PG 32, 909a.
[42] Cf. De Spiritu Sancto; PG 32, 117c.
[43] Cf. Gregorio Nacianceno, In laudem Basilii;
PG 36, 557c-561c.
[44] Cf. Gregorio Nacianceno, In laudem Basilii;
PG 36, 561c-564b.
[45] Mt 19, 22.
[46] Homilia in divites; PG 31, 280b-281a.
[47] Cf. Lev 19, 18; Mt 19, 19.
[48] Homilia in divites; PG 31, 281b.
[49] Homilia tempore famis; PG 31, 325a.
[50] Cf. Epistula 94, 488bc.
[51] Cf. Sozomenus, Historia Eccl. VI, 34; PG 67,
1397a.
[52] Cf. Epistulas 70 y 243.
[53] Cf. 1 Cor 1, 13.
[54] Cf. Ef 4, 4.
[55] Cf. Gál 3, 28.
[56] Cf. De indicio; PG 31, 653a-656c.
[57]7 Cf. De indicio; PG 31, 660b-661a.
[58] Cf. Moralia LXXX, 12-21; PG 31, 864b-868b.
[59] Cf. Moralia LXXX, 18; PG 31, 865c.
[60] Cf. Adv. Eunomium I, PG 29, 529a.
[61] Cf. Homilia de fide: PG 31, 464b-465a.
[62] Cf. 2 Cor 4, 13.
[63] Homilia de fide, 464cd.
[64] Homilia de fide, 465c.
[65] Anaphora S. Basilii.
[66] Homilia de fide, 465cd.
[67] Cf. Anaphora S. Basilii.
[68] Liturgia S. Ioannis Chrysostomi.
[69] Fil 2, 6s.
[70] Cf. 1 Cor 1, 18.
[71] Cf. Gál 5, 11.
[72] De iudicio; PG 31, 660b.
[73] Cf. Is 53, 7.
[74] Cf. Heb 1, 3: Homilia de ira: PG 31, 369b.
[75] Liturgia de las Horas, Semana Santa, Himno
de Vísperas.
[76] Cf. Jn 8, 32 s., y en otros lugares.
[77] Cf. Act 10, 36: De baptismo II, 12; PG 31,
1624b.
[78] De baptismo II, 13, 1625c.
[79] Cf. Heb 2, 15.
[80] Cf. Anaphora S. Basilii.
[81] Cf. De baptismo I, 2; PG 31, 1561a.
[82] Cf. De Spiritu Sancto; PG 32, 181ab; De
indicio; PG 31, 657c-660a.
[83] Cf. De Spiritu Sancto, cap. 22.
[84] Cf. De Spiritu Sancto, cap. 20s.
[85] Cf. De Spiritu Sancto, cap. 9 y 18.
[86] In Psalmum 48: PG 29, 449c.
[87] Adversus haereses IV, 20, 7.
[88] Cf. In Psalmum 48, 449d-452a.
[89] Homilia de malo, PG 31, 333a.
[90] In Psalmum 32, PG 29, 344b.
[91] De baptismo I, 2; PG 31, 1537a.
[92] Jn 1, 14.
[93] Cf. Fil 2, 8; In Psalmum 48; PG 29, 452ab.
[94] In Psalmum 48; PG 29, 452b.
[95] De baptismo I, 2, PG 31, 1556b.
[96] Rom 6, 3.
[97] Cf. De baptismo I, 2.
[98] In sanctum baptisma; PG 31, 433ab.
[99] Cf. Moralia XX, 2; PG 31, 736d; Cf. Moralia
LXXX, 22, PG 31, 869a.
[100] Cf. De baptismo I, 2, 1564c-1565b.
[101] Moralia LXXX, 22; PG 31, 868d.
[102] Cf. De Spiritu Sancto, PG 32, 157c; In
sanctum baptisma; PG 31, 429b.
[103] Moralia, XX 2, PG 31, 736d.
[104] Cf. De baptismo I, 3; PG 31, 1573b.
[105] Cf. De baptismo II, 2s y 8, 1601c, Epistula
93; PG 32, 485a.
[106] Cf. Moralia XXI, 4; PG 31, 741a.
[107] Cf. De baptismo II, 3, PG 31 1585ab.
[108] Ef 5, 27; Moralia LXXX, 22, 869b.
[109] Cf. 1 Cor 11, 28; Moralia XXI 2, 740ab.
[110] De baptismo II, 3; PG 31, 1585ab.
[111] Cf. Moralia XXI, 1; PG 31, 737c.
[112] Cf. Moralia LXXX, 22, 869b.
[113] 1 Cor 11, 24s y par.
[114] Moralia XXI, 3, 740b.
[115] Moralia XXI, 3, 1576d.
[116] Moralia LXXX, 22, 869b.
[117] Cf. Regulae fusius tractatae 5; PG 31,
921b.
[118] 2 Cor 5, 14s.
[119] Cf. De baptismo II, 1, PG 31, 1581a.
[120] Jn 6, 54.
[121] Epistula 93; PG 32, 484b.
[122] Mt 4, 4; cf. Dt 8, 3: De baptismo I, 3, PG
31, 1573bc.
[123] Cf. Dei Verbum 21.
[124] Cf. De iudicio; PG 31, 664 d, De fide, ib.,
677a, etc.
[125] Cf. De fide; PG 31, 680b.
[126] Cf. Regulae Brevius tractatae 13; PG 31,
1092a; Adv. Eunomium II; PG 29, 597c, etc.
[127] Cf. De baptismo I, 1; PG 31, 1524d.
[128] Cf. De baptismo I, 2, 1561c.
[129] Cf. Regulae brevius tractatae 47; PG 31,
1113a.
[130] Cf. Regulae brevius tractatae 276; PG 31,
1276cd; De baptismo I, 12, PG 31, 1545b.
[131] Cf. De fide; PG 31, 692b.
[132] Cf. Rom 10, 17; Moralia LXXX, 22; PG 31,
868c.
[133] Cf. Rom 10, 17; Moralia LXXX, 22; PG 31,
868c.
[134] Cf. In Hexaem. VI; PG 29, 144c; ib, VIII,
184c.
[135] De baptismo II, 4; PG 31, 1589b.
[136] Cf. De fide; PG 31, 680ab; Moralia LXXX,
22; PG 31, 868c.
[137] Cf. In Psalmum 115; PG 30, 105c-108a.
[138] Cf. De baptismo I, 2; PG 31, 1533c.
[139] Epistula 140; PG 32, 588b.
[140] Cf. Regulae brevius tractatae, 269; PG 31,
1268c.
[141] Cf. Mc 10, 15: Regulae brevius tractatae
217; PG 31, 1225bc; De baptismo I, 2; PG 31, 1560ab.
[142] Cf. In Psalmum 1; PG 29, 209a.
[143] Cf. Regulae brevius tractatae 1; PG 31,
1081a.
[144] Regulae brevius tractatae 10; PG 31, 1088c.
[145] Cf. Regulae brevius tractatae 12; PG 31,
1089b.
[146] Cf. Heb 6, 5.
[147] Cf. Moralia, LXXX 22; PG 31, 869c.
[148] Regulae brevius tractatae 10; PG 31, 1088c.
[149] De baptismo II, 1; PG 31, 1580ac.
[150] De baptismo II, 1; PG 31, 1580ac.
[151] Cf. Regulae brevius tractatae 157; PG 31,
1185a.
[152] Cf. Moralia I, 5; PG 31, 704a y passim.
[153] Moralia XLVIII, 3; PG 31, 769a.
[154] Cf. Regulae fusius tractatae 10; PG 31, 944
d-945a.
[155] Cf. Regulae fusius tractatae 8; PG 31,
940bc; Regulae brevius tractatae 237, 1241b.
[156] Cf. De baptismo I, 2; PG 31, 1544d.
[157] Cf. Regulae fusius tractatae 6; PG 31,
925c; 41, 1021a.
[158] Cf. Fil 2, 8; Regulae fusius tractatae 28,
98 b; Regulae brevius tractatae 119, 1161d, y passim.
[159] Cf. Rom 1, 16.
[160] Cf. Moralia LXXX, 12; PG 31, 864b.
[161] Cf. In sanctam Christi generationem 5; PG
31, 1468b.
[162] Cf. In Isaiam 208; PG 30, 477b.
[163] Cf. In sanctam Christi generationem 3; PG
31, 1464a.