SAN BERNARDO DE CLARAVAL
Vea también: San Bernardo te aconseja
Doctor de la Iglesia, principal propulsor de la reforma cisterciense,
promotor de la santidad en todos los estados, y paladín intrépido de la
integridad de la fe católica. N. en el castillo de Fontaines-les-Dijon en
1090, y m. en Claraval, el 20 ag. 1153. Canonizado en 1173, su fiesta se
celebra el 20 de agosto.
1. Vida. Hijo de Tiscelin, caballero de la intimidad del duque de Borgoña,
se educó en la escuela clerical de Chatillon, donde adquirió la sólida
formación humanística y teológica que revelan sus obras. Superada una grave
crisis después de la muerte de su madre, Alicia, a los 21 años entraba en el
Císter con otros 30 postulantes, entre los que figuraban cuatro hermanos y
un tío suyo, a quienes seguirían más tarde su padre y su hermano menor. B.
vivió intensamente el ideal benedictino en 18 reforma cisterciense, y es la
figura más destacada de la Orden, siendo venerado como fundador. Es famosa
su Apología (ca. 1121) en la que, dejando a salvo la libertad personal para
seguir cada uno su vocación, defendía con caridad y vehemencia las razones
de la reforma ocasionada por la pretendida relajación de Cluny. Gracias a
B., el Císter comenzó a ser el centro de espiritualidad más influyente. La
abadía tuvo en seguida monjes para nuevas fundaciones, y en 1115 el mismo B.
salía para fundar Claraval, la abadía desde donde iba a ser la figura que
llenaría su siglo. B. vivió tan rigurosamente la estrecha regla
cisterciense, que su salud se resintió muy pronto, y ello dejó una huella
definitiva en este hombre, siempre enfermizo pero con un vigor interno que
lo sostuvo en la prodigiosa actividad de irresistible «cazador de almas».
Así Claraval ejerció una atracción que sólo la santidad de su abad puede
explicar; a la muerte del santo eran 68 las abadías filiales de Claraval, y
343 los monasterios cistercienses en toda Europa.
B. es la encarnación del ideal cisterciense: silencio, contemplación, Oficio
Divino, trabajo manual para todos, pobreza absoluta llevada hasta un
desposeimiento total, que se traduce incluso en la arquitectura de los
templos, donde la funcionalidad litúrgica será el módulo severo de la
desnudez elegante que la caracteriza. Pensaba B. que mitigar la austeridad
de la Regla hubiera sido una crueldad para los monjes, porque les aminoraría
el premio, seguro de que, con el alma libre del peso de la carne por la
mortificación y defendidos por los ángeles de los ataques del Maligno,
encontrarían recompensa ya en el paraíso del claustro, como anticipo de la
contemplación de la gloria de la Humanidad de Jesús, el Hijo de la Virgen
Madre. Su extraordinaria santidad, que pronto adquirió noticia de milagrosa,
rebasó la clausura. Famoso por solucionar felizmente las fricciones entre el
poder eclesiástico y el civil (de Thibaut II y el obispo de Langres, Luis VI
y el obispo de París), B. comenzó a ser el «árbitro de Europa» por su
decisiva intervención en el cisma de 1130-38. En el conc. de Étampes,
convocado por Luis VI, la postura de B. decidió la causa de Inocencio II, y
gracias a sus gestiones personales con Enrique de Inglaterra, el emperador
Lotarío, Guillermo de Aquitania, los reyes de Aragón, de Castilla y las
repúblicas de Génova y Pisa, Anacleto fue excomulgado, y ello fue
prácticamente el final de aquella dolorosa escisión de la Iglesia.
A instancias de Guillermo de Saint-Thierry, B. acometió la refutación de los
errores que detectara en la enseñanza de Abelardo, a quien rebatió en el
conc. de Sens, y luego en una carta a Inocencio II (Contra errores Petri
Abaelardi) con una violencia quizá excesiva, pero que se explica por la
peligrosidad de un racionalismo que resultaba demoledor a quien pensaba que
la fe sólo puede ser aceptada, nunca puesta en crisis, ni siquiera como
hipótesis de trabajo. Pero, cuando luego Abelardo se sintió acosado y solo,
fue el mismo B. a ofrecerle la reconciliación. Con la misma violencia
desenmascaró a Arnaldo de Brescia y logró fuera desterrado de Francia.
También combatió el catarismo, propagado sobre todo por Pedro de Bruys y
Enrique de Lausana; personalmente no tuvo éxito, pero las abadías
cistercienses que fundó en las provincias contaminadas fueron un dique
contra los cátaros. La segunda cruzada fue uno de sus grandes dolores.
Instado por Luis VII, y conseguida bula de Eugenio III, B. predicó la
cruzada por toda Europa. La expedición fracasó, y B. asumía humildemente la
responsabilidad del desastre: «Gustoso recibiré las maldicientes lenguas de
los murmuradores y las saetas venenosas de los blasfemos para que así no
lleguen a Él (Dios). No rehuso quedar sin gloria alguna ni alabanza para que
no se injurie la gloría de Dios» (De consideratione, 1,4). Más tarde
intervendría también en el caso de Gilberto Porreta, quien aceptaría la
recomendación de corregir sus errores. Intervino asimismo en un conflicto
entre Thibaut de Campaña y Luis VII; arbitró las rivalidades de Génova y
Pisa, y, haciendo un alto en la predicación de la cruzada, logró con sus
palabras poner fin al progrom iniciado en la región renana.
Pero en medio de una tan vasta actividad no perdía su contemplación
habitual, que continuamente le hacía suspirar por su abadía. Y así, tan
pronto como concluía la intervención que requería su presencia, volvía al
monasterio, donde se entregaba de lleno a la atención de sus monjes a
quienes ni desde lejos desatendía, y a quienes, cuando hablaba, gustaba
darles la «miel» de sus consuelos y la «suavísima leche» que, como a madre,
le henchía su cariño. Pero «nada de lo que se roza con Dios le dejaba
indiferente; lo consideraba como asunto propio» (Carta 20).Y ello explica la
preocupación sobre todo por la reforma de los que habían de ser modelo:
reyes, nobles, sacerdotes, obispos, el mismo Papa; siendo promotor B. del
ideal de perfección en todos los estados, como lo demuestra su abundante
epistolario, sus tratados ascéticos, y su Alabanza de la nueva milicia,
donde expone la mística de la actitud caballeresca de la Cristiandad, que
encontraba la santificación en la «guerra contra la infidelidad» como
servicio a la Iglesia.
Enfermo de muerte, hizo su última gestión pacificadora en Lorena, y de
vuelta al monasterio, al límite de sus fuerzas, esperó el fin de sus días
con el ansia del alma que va al encuentro del Esposo. Fue enterrado bajo el
altar de Nuestra Señora en la iglesia abacial.
«Hombre de Estado», según la placa de su plaza en Dijon, lo fue en fuerza de
su vida mística. Toda su acción política se explica sólo por su santidad
reconocida. Naturaleza maravillosamente dotada, desde un fondo hipersensible
de tímida reserva, poseía el secreto de decisiones inflexibles. Comprensivo
y a la vez intransigente, su pasión en la palabra arrastraba irresistible.
Amaba hasta la ternura y sabía imponerse hasta parecer dominante. Intuitivo
al par que inteligente, poseía la dialéctica hasta la sutileza, pero no hay
escrito donde no desahogue su temperamento efusivamente lírico. y todos
estos contrastes de su recia personalidad, que transparentaba su mismo
aspecto físico, se integraban en una intensa vida interior: total y abierta
disponibilidad al Espíritu Santo. Fiel a la estricta observancia de la
Regla, en lucha contra su «carnalidad» que «hacía languidecer su alma» (
Apol. 4,7), la contemplación asidua de la humanidad que tomó de María ese
Jesús que lo era todo para él, le hizo llegar hasta la perfecta unión con
Dios, por medio de la devoción a María (que ha querido simbolizar el milagro
de la lactación, que inmortalizó Murillo, entre otros).
2. Obras. Infatigable a pesar de su débil salud, aprovechó sus temporadas en
Claraval para la elaboración de sus obras, todas con su sello inconfundible.
Su pasión y fina sensibilidad, su fuego y su ternura dan a su riqueza
conceptual un delicioso lirismo, si su evidente retoricismo no le arrastra a
expresarse «más profusa que hondamente», como él mismo reconoce. Pero
siempre con esa «unción» íntimamente armoniosa que empapa sus escritos y que
le hacen ser un escritor cimero, con el título merecido de «doctor
melifluo». Sus Cartas, de las que 460 son auténticas, revelan la intimidad
compleja del hombre, conciencia viva de una Iglesia exigente de santidad,
amigo, doctor, consejero, director espiritual de Europa entera. Y sus
Sermones, unos 332, recogen la doctrina que exponía a sus monjes. Entre los
más famosos están las homilías de la Virgen, Super missus est, y los
comentarios al salmo 90, Qui habitat. A más de los que hemos citado,
escribió opúsculos ocasionales: De las costumbres y oficios de los obispos
(ca. 1127), interesante para conocer la situación del alto clero y la
libertad del Reformador.
Sobre la conversión, sermón pronunciado a los estudiantes de París en 1140,
21 de los cuales se hicieron cistercienses. Del precepto y la dispensa (ca.
1142), sobre la Regla. De la gracia y el libre albedrío (ca. 1127), resumen
de s. Agustín. Sobre algunas cuestiones propuestas por Hugo de San Víctor
(ca. 1126). A los cuales hay que añadir la Vida de San Malaquías, panegírico
a la muerte del monje irlandés, amigo de B. y que m. en 1148. Sobre la
consideración es un tratado de moral política con un apéndice de teología,
que dedicó a su discípulo Eugenio III y escribió entre 1149 y 1152 ó 1153.
En él expone la naturaleza de la consideración, y exhorta al Papa a que, en
medio de sus ocupaciones que pueden si no resultarle «malditas», considere
su naturaleza que no ha cambiado con tal cargo, reflexione y viva en
consecuencia, que su dignidad suma es un servicio universal, y que se
preocupe sólo de lo que su cargo le exige personalmente: afirmar, defender y
propagar la Fe, reformando para ello la Curia pontificia, sin descuidar
nunca la «piedad» para considerar lo que está por encima de él, Dios y sus
misterios.
Finalmente son de citar los tres tratados que se estudian conjuntamente,
pues en los tres expone su doctrina espiritual. De los grados de la humildad
y la soberbia (ca. 1126): conocimiento de sí mismo, misericordia y
contemplación; a los que siguen los grados de la soberbia (curiosidad,
ligereza, jolgorio, jactancia, singularización, arrogancia, presunción,
autoafirmación, seudohumildad, rebeldía, libertinaje, empecatamiento). Del
amor de Dios (ca. 1126), libro fundamental en la literatura del amor, expone
el amor en sus cuatro grados. El libro, sobre el que se ha escrito tanto,
ejerció una influencia que rebasa el ámbito monacal, y seguramente
explicaría mucho, en su medida, de la extensión del amor cortés. Y esta
doctrina sobre el amor se completa en los Sermones sobre el Cantar de los
Cantares, 86 en total, que comenzó a predicar a sus monjes en 1135 y que
sólo interrumpió a su muerte.
En estos sermones, aparte de exposiciones ocasionales de puntos dogmáticos o
polémicos, desarrolla ampliamente su doctrina mística, sobre el libro que
«canta los loores de Cristo y su Iglesia, celebra las dulzuras del amor
sagrado y los misterios de su eterno matrimonio, traduciendo además
admirablemente los ardorosos anhelos de un alma santa» (1,8). El esquema es
transparente: la unión de Cristo con la Iglesia, y en ella -a más de María,
en quien ni una partícula estuvo vacía de amor (29,8)-, con toda alma que
busca la santidad consumada, el «beso de Dios», beso que dio primero en la
Encarnación del Verbo. Todo el libro es una cumbre en la literatura mística
y hay páginas difícilmente superabIes. De aquí la gran influencia que ha
tenido; algunas de sus páginas, como las homilías de la Virgen, fueron
incorporadas al Breviario e influyeron en himnos litúrgicos.
Las obras de B. están publicadas en Patrologia Latina, 182-183, y la edición
crítica, de la cual han aparecido 3 vol., Roma 1957-63, preparada bajo la
dirección de J. Leclercq. En castellano, Obras completas, trad. de J. Pons,
Barcelona 1925-29, y la edición preparada por G. Díez Ramos, BAC, 110 y 130,
utilizada aquí. Las cartas no están completas; la traducción es del P.
Huerta, 1791-1803.
3. Doctrina. B. no es un teólogo que tenga sistema. Pero en toda su
exposición subyace una sapientia teologal que nace ciertamente de las
fuentes, pero más todavía de un finísimo sensus fidei fruto de los dones del
Espíritu que lo guiaba. La fuente principal de su doctrina es la Escritura
que, en la línea «espiritual», B. cita continuamente, y expone con
sutilezas, a nuestro gusto chocantes, que revelan la agudeza de su ingenio,
pero también el hondo sentido que descubría en la meditación asidua de la
Palabra de Dios, «delicias de la mesa del Padre». B. conoce el dogma y,
ocasionalmente, expone teología trinitaria, angelología, eclesiología, no
muy diferente de los maestros de su tiempo, pero con la «unción» que lo hace
inconfundible. Utiliza el Dogma en función de la mística, donde es maestro
indiscutible.
a) La «antropología», base de su espiritualidad, resulta aparentemente
pesimista, y es realmente original el camino que sigue hasta la afectuosa
devoción a la humanidad de Cristo, clave de su doctrina. La «carne», que
sabe viciada por el pecado, cuyas raíces muestra la concupiscencia, es
«asquerosísima», «muladar»; y el cuerpo «cárcel hórrida» donde gime el alma
en lucha, en la tensión que simboliza el hijo pródigo hacia la perdida casa
del Padre. Así el hombre es miserable por la «propagación de la mancha y el
destino a la muerte» (Consid., 2,IX,18).
Pero en este hombre, si el cuerpo es un «asno», la humildad puede hacerlo un
«piadoso jumento», cerca de Cristo, para que se siente en él como en Domingo
de Ramos, pues al fin y al cabo nunca se borra la original imagen y
semejanza divina, «creatura sublime, capaz de Dios». Así la paradoja
bernardina se integra perfectamente en el misterio de Cristo. Su carne,
resplandor del Verbo tamizado por la «sombra» del Espíritu en María, es el
medio de llegar al amor de Dios. La santa humanidad acaba por ganarnos el
amor, «dulce, sabia, fuertemente tierno». Jesús, «miel para los labios,
melodía para los oídos, júbilo para el corazón», es la revelación del amor
del Padre, y en su humanidad se apoya la nuestra para amar a Dios con todo
el corazón. Tal es, en definitiva, el motivo principal de la Encarnación que
hace saludables nuestros afectos carnales. Pues nuestro amor es
necesariamente «carnal». Pero por la acción de Cristo, gloriosa ya en el
cielo, el amor llega a ser totalmente «espiritual», etapa final de una
conversión que comienza en la «humildad».
Esta virtud, conocimiento verdadero de la constitutiva vileza humana,
despierta un sentido de misericordia hacia los demás, y con ello limpia la
mirada para reconocer en sí la imagen divina, lo que logra la
«contemplación». Tanta es la importancia de la humildad: camino de la
exaltación del Verbo, camino de la Virgen Madre, camino del alma hacia la
unión con Dios. Por eso el tercer grado de humildad coincide con el cuarto
del Amor, sueño de la Esposa desmayada, cuyo corazón ve y oye cosas «que
sobrepasan el conocimiento que una noche puede dar a otra noche».
b) Son cuatro los grados de este amor sublime. «Amor carnal», que, naciendo
la cupiditas nativa, busca saciarse, y al no encontrar como el pródigo sino
hambre, sintiendo su propia miseria y la de los demás, amará su propia carne
y la de los demás, y ello le llevará hasta Cristo, «Verbo hecho carne». Lo
cual nos conduce al segundo grado: amamos a Dios pues ÉI sólo sacia nuestra
apetencia de amar. Aún es amor interesado, pero está ya cerca del «amor
filial», tercer grado, en que comenzamos a gustar la suavidad del amor por
el amor. Que se perfecciona en el cuarto grado donde el hombre ni a sí mismo
se ama sino por Dios, amor puramente espiritual, donde «la única medida es
amar sin medida»: participación del mismo amor de Dios, que llegará a su
colmo después de la resurrección, en una auténtica deificación, que describe
con los símiles del agua en el vino, el hierro candente y polvo atravesado
de sol.
Pero ya antes, en esta vida, se puede consumar el «matrimonio místico» en
paz y reposo total de las malas apetencias, cuando el alma, conformada
totalmente con el Verbo, «ama porque ama, ama por amar», ama y no sabe hacer
otra cosa. Pero este matrimonio sólo consiste en encuentros fugaces, y dejan
al alma con delicias inenarrables, que aumentan el deseo de la presencia,
mientras el alma, consolada con la memoria, arde en deseos devoradores por
la justicia del Reino de Dios. Tales encuentros constituyen el «éxtasis»,
sueño de amor con delicias nupciales, sueño iluminador y enfervorizador del
corazón, llegando el alma a hacerse un espíritu con Dios: en intimidad tan
sobrecogedora, que el alma llama al Verbo, no ya Señor, sino amado.
Éste es uno de los aspectos más interesantes de su doctrina. Sobre todo
cuando, leyendo su obra, sigue uno la «molesta y peligrosa lucha» que B.
llevó hasta el final, en medio de desgarraduras que él mismo revela: «¿No
nos hallamos ante dos mesas contemplando ayunos a los que aquí abajo y allá
arriba banquetean deliciosamente? Ambas me están prohibidas, la de aquí por
mi profesión monástica, la de arriba por las ataduras del cuerpo» (Serm.
39,1).
c) Mariología. María, bendición de la humanidad, llena de Dios en su corazón
antes que en su seno, es la antítesis de Eva y reparadora de la dignidad
femenina: instrumento consciente del desquite de Dios. «Si el hombre cayó
por una mujer, ya no se levanta sino por una mujer». Amada por Dios más que
todas las creaturas, en el seno de su madre (8. no admitía la Inmaculada
Concepción de la Virgen), fue santificada con una plenitud de gracia como
convenía a la que tendría el privilegio único de tener con el Padre un hijo
en común. A esta suma dignidad predestinada especialmente, María se hizo
digna con el ejercicio perfecto de todas las virtudes: sobre todo con una
inigualada humildad y con el voto de virginidad, que Dios estimó tanto que
por ello la haría divinamente fecunda: sólo una virgen podía ser la Madre
del Verbo. Ella, centro del mundo, es la «mujer fuerte» que aplastó la
cabeza de la serpiente, por su gracia a la vez personal y universal. María,
que con su fe regeneraba a la humanidad, en la Encarnación lograba la paz de
Dios con los hombres. Su consentimiento, pedido y esperado por Dios y por
toda la creación, reparaba con su fiat la vida perdida por Eva, la
madrastra.
Por otro lado, se explica esta plenitud de gracia en María, pues Dios puso
en ella el precio de nuestro rescate, su plenitud redundaría sobre la
creación entera que por ella y en ella se rehacía. Ella, «medianera
nuestra», es el camino que hemos de subir hasta Dios, quien por ella bajó
hasta nosotros. Abogada nuestra, que con su hermosura alegra la Ciudad de
Dios, tiene para sus «siervecillos» un seno inagotable de, piedad. «Cese de
ensalzar tu misericordia, oh bienaventurada Virgen María, quienquiera que
habiéndote invocado en sus necesidades, se acuerde que no le hayas
socorrido» (Asunc., 4,8). Así nuestra devoción a María se funda en una
expresa voluntad de Dios, que ha querido que todo lo tengamos por María
(Nativ., 7). Reina nuestra, Señora del mundo y de los ángeles, es la Madre
de misericordia: medianera entre la Iglesia y Cristo, escala de pecadores,
razón de nuestra esperanza, Toda y pura humanidad, «precioso regalo al cielo
de nuestra tierra» (Asunc., 1,2), ella intercede por nosotros, y no puede
dejar de ser escuchada de su hijo, juez justo pero hermano nuestro que ella
nos dio humanado. Así nuestra devoción encuentra en su misericordia la
seguridad de la salvación, y ello despierta el afecto de nuestro corazón
enamorado y vivos deseos de imitarla, ya que Dios puso en ella todo bien, y
sobre nosotros redunda la gracia y la esperanza de quien subió al cielo
rebosando de delicias. Por eso, la invocación de su dulce nombre es garantía
de salvación, Estrella sobre el mar del mundo, sin cuyo resplandor todo es
sombra de muerte y densa oscuridad (Nativ., 6). 8. es, pues, con toda razón,
el Doctor de la Mediación, y su devoción a la Virgen, Madre del Amor
Hermoso, le hace el prototipo del servicio amoroso a la misma, ejemplo que
sería la tónica de la devoción en los siglos inmediatamente siguientes.
BIBL. : La Bibliographia bernardina de L.
JANAUSCHEK, Viena 1891, se completa para España con la de C. GARCÍA,
«Cistercium» V, 30 (1953) 340-350; P. ZERBI y M. C. CELLETTI, Bernardo di
Chiaravalle, en Bibl. Sanct., 3, 1-41 (con bibl. completa); A. LE BAIL, en
DSAM, I, 1454-1499; Vitae, en PL 185; A. DE YEPES, Crónica general de la
Orden de S. Benito, VII, Valladolid 1617; I. LECLERQ, St. Bernard mystique,
Brujas 1948; COMMISSION D'HISTOIRE DE L'ORDRE DE CITEAUX, Bernard de
Clairvaux, París 1953; T. MERTON, San Bernardo, el último de los Padres,
Madrid 1956; A. J. LUDDY, San Bernardo, el siglo XII de la Europa cristiana,
Madrid 1963; G. MARTÍNEZ, Bernardo de Claraval, Madrid 1964; I.
VALLERY-RODOT, Bernard de Fontaines, abbé de Clairvaux, Tournai 1963; ID, Le
prophete de l'Occident, París 1969; Pío XII, Doctor mellifluus, A AS 35
(1953) 369-384; P. ROUSSELOT, Pour l'histoire du probleme de l'amour au
Moyen Age, Münster 1908; I. C. DIDIER, La dévotion de l'Humanité du Christ
dans la spiritualité de St. Bernard, París 1934; C. HAL- FLANTS, Le Cantique
des cantiques de St. Bernard, «CollectaneaD XV, 4 (1953) 250-294; R.
IAVELET, lmage et ressemblance au Xll' siecle, ed. Letouzay y Ané, 1967; L.
M. HERRÁN, El sentido caballeresco y la devoción medieval a Nuestra Señora,
«Estudios Marianos» 33 (1969) 153-242; G. ROSCHINI, II Dottore mariano, Roma
1953; SOCIEDAD MARIOLÓGICA ESPAÑOLA, La mariología de San Bernardo,
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LAURENTINO M. HERRÁN.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991