Quinientos años de san Francisco Javier
Biografía del patrono mundial de las misiones distribuida por la arquidiócesis de Pamplona.
PAMPLONA, domingo, 4 diciembre 2005
El Papa Pío X lo nombró patrono oficial de las misiones extranjeras y de todas las obras relacionadas con la propagación de la fe. Sir Walter Scott comentó: «El protestante más rígido y el filósofo más indiferente no pueden negar que supo reunir el valor y la paciencia de un mártir con el buen sentido, la decisión, la agilidad mental y la habilidad del mejor negociador que haya ido nunca en embajada alguna».
De Javier a París
Francisco nació en 1506, en el castillo
de Javier en Navarra, cerca de Pamplona, España. Era el benjamín de la
familia. A los dieciocho años fue a estudiar a la Universidad de París, en
el colegio de Santa Bárbara, donde en 1528, obtuvo el grado de licenciado.
Dios estaba preparando grandes cosas, por lo que dispuso que Francisco
Javier tuviese como compañero de la pensión a Pedro Fabro, que sería como él
jesuita y luego beato, también providencialmente conoció a un extraño
estudiante llamado Ignacio de Loyola, ya bastante mayor que sus compañeros.
Al principio Francisco rehusó la influencia de Ignacio el cual le repetía la
frase de Jesucristo: «¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si
se pierde a sí mismo?». Este pensamiento al principio le parecía fastidioso
y contrario a sus aspiraciones, pero poco a poco fue calando y retando su
orgullo y vanidad. Por fin san Ignacio logró que Francisco se apartara un
tiempo para hacer un retiro especial que el mismo Ignacio había desarrollado
basado en su propia lucha por la santidad. Se trata de los «Ejercicios
Espirituales». Francisco fue guiado por Ignacio en aquellos días de profundo
combate espiritual y quedó profundamente transformado por la gracia de Dios.
Comprendió las palabras que Ignacio: «Un corazón tan grande y un alma tan
noble no pueden contentarse con los efímeros honores terrenos. Tu ambición
debe ser la gloria que dura eternamente».
Llegó a ser uno de los siete primeros seguidores de San Ignacio, fundador de los jesuitas, consagrándose al servicio de Dios en Montmatre, en 1534. Hicieron voto de absoluta pobreza, y resolvieron ir a Tierra Santa para comenzar desde allí su obra misionera, poniéndose en todo caso a la total dependencia del Papa. Junto con ellos recibió la ordenación sacerdotal en Venecia, tres años más tarde, y con ellos compartió las vicisitudes de la naciente Compañía. Abandonado el proyecto de Tierra Santa, emprendieron camino hacia Roma, en donde Francisco colaboró con Ignacio en la redacción de las Constituciones de la Compañía de Jesús.
A las misiones
En 1540, San Ignacio envió a Francisco de
Javier y a Simón Rodríguez a la India en la primera expedición misional de
la Compañía de Jesús. Para embarcarse, Javier llegó a Lisboa hacia fines de
junio. Inmediatamente, fue a reunirse con el padre Rodríguez, quien se
ocupaba de asistir a los enfermos en el hospital donde vivía. Javier se
hospedó también ahí y ambos solían salir a catequizar en la ciudad. Pasaban
los domingos oyendo confesiones en la corte, pues el rey Juan III los tenía
en gran estima. Esa fue la razón por la que el P. Rodríguez tuvo que
quedarse en Lisboa. También San Francisco Javier se vio obligado a
permanecer ahí ocho meses y, fue por entonces cuando escribió a San Ignacio:
«El rey no está todavía decidido a enviarnos a la India, porque piensa que
aquí podremos servir al Señor tan eficazmente como allí». Pero Dios tenía
otros planes y Francisco Javier partió hacia las misiones el 7 de abril de
1541, cuando tenía 35 años, el rey le entregó un breve por el que el Papa le
nombraba nuncio apostólico en el oriente. El monarca no pudo conseguir que
aceptase más que un poco de ropa y algunos libros. Tampoco quiso Javier
llevar consigo a ningún criado, alegando que «la mejor manera de alcanzar la
verdadera dignidad es lavar los propios vestidos sin que nadie lo sepa». Con
él partieron a la India el P. Pablo de Camerino, que era italiano, y
Francisco Mansilhas, un portugués que aún no había recibido las órdenes
sagradas. En una afectuosa carta de despedida que el santo escribió a San
Ignacio, le decía a propósito de este último, que poseía «un bagaje de celo,
virtud y sencillez, más que de ciencia extraordinaria».
Otros cuatro navíos completaban la flota. En el barco viajaba el gobernador de la India, Don Martín Alfonso Sousa y, además de la tripulación, había pasajeros, soldados, esclavos y convictos. Entre la tripulación y entre los pasajeros había gente de toda clase y Javier tuvo que mediar en reyertas, combatir la blasfemia, el juego y otros desórdenes. Los domingos predicaba al pie del palo mayor. Convirtió su camarote en enfermería y se dedicó a cuidar a todos los enfermos, a pesar de que, al principio del viaje, los mareos le hicieron sufrir mucho a él también. Pronto se desató a bordo una epidemia de escorbuto y sólo los misioneros se encargaban del cuidado de los enfermos. La expedición navegó meses para alcanzar el Cabo de Buena Esperanza en el extremo sur del continente africano y llegar a Mozambique, donde se detuvo durante el invierno; después siguió por la costa este de África oriental y se detuvo en Malindi y en Socotra. Por fin, la expedición llegó a Goa, el 6 de mayo de 1542.
La pérdida de la fe entre los cristianos de las colonias
Goa era colonia portuguesa desde 1510.
Había ahí un número considerable de cristianos, con obispo, clero y varias
iglesias. Pero muchos portugueses se habían dejado arrastrar por la ambición
y los vicios, y muchos abandonaban la fe. Los sacramentos habían caído en
desuso; se usaba el rosario para contar el número de azotes que mandaban dar
a sus esclavos. La escandalosa conducta de los cristianos alejaba de la fe a
los indígenas. Esto fue un reto para San Francisco Javier. El misionero
comenzó por instruir a los portugueses en los principios de la religión y a
formar a los jóvenes en la práctica de la virtud. Después de pasar la mañana
en asistir y consolar a los enfermos y a los presos, en hospitales y
prisiones miserables, recorría las calles tocando una campanita para llamar
a los niños y a los esclavos al catecismo. Estos acudían en gran cantidad y
el santo les enseñaba el Credo, las oraciones y la practica de la vida
cristiana. Todos los domingos celebraba la misa a los leprosos, predicaba a
los cristianos y a los hindúes y visitaba las casas. Su amabilidad y su
caridad con el prójimo le ganaron muchas almas. Uno de los pecados más
comunes era el concubinato de los portugueses con las mujeres del país.
Javier predicó la moralidad cristiana, demostrando que no contradecía ni al
sentido común, ni a los instintos verdaderamente humanos. Para instruir a
los pequeños y a los ignorantes, el santo solía adaptar las verdades del
cristianismo a la música popular, un método que tuvo tal éxito que, poco
después, toda Goa cantaban las canciones que él había compuesto.
Misionero con los paravas
Cinco meses más tarde, se enteró Javier
de que en las costas de la Pesquería, que se extienden frente a Ceilán desde
el Cabo de Comorín hasta la isla de Manar, habitaba la tribu de los paravas.
Estos habían aceptado el bautismo para obtener la protección de los
portugueses contra los árabes y otros enemigos; pero, por falta de
instrucción, conservaban aún las supersticiones del paganismo. Javier partió
en auxilio de esa tribu que «sólo sabía que era cristiana y nada más». El
santo hizo trece veces aquel viaje peligroso, bajo el calor del sur de Asia.
A pesar de la dificultad, aprendió el idioma nativo y se dedicó a instruir y
confirmar a los ya bautizados. Los paravas, que hasta entonces no conocían
siquiera el nombre de Cristo, recibieron el bautismo en grandes multitudes.
A este propósito, Javier informaba a sus hermanos de Europa que a veces
tenía los brazos tan fatigados por administrar el bautismo, que apenas podía
moverlos. Los generosos paravas, que eran de casta baja, dieron a Javier una
acogida muy calurosa, en tanto que los brahamanes, de clase alta, recibieron
al santo con gran frialdad, y su éxito con ellos fue tan reducido que, tras
un año, sólo había logrado convertir a un brahamán.
Por su parte, Javier se adaptó plenamente al pueblo con el que vivía. Con los pobres comía arroz y dormía en el suelo de una choza. Javier regresó a Goa en busca de otros misioneros y volvió a la tierra de los paravas con dos sacerdotes y un catequista indígena y con Francisco Mansilhas a quienes dejó en diferentes puntos del país. El santo escribió a Mansilhas una serie de cartas que constituyen uno de los documentos más importantes para comprender el espíritu de Javier y conocer las dificultades con que se enfrentó.
El escándalo de los malos
cristianos: espina en el corazón
Nada podía desanimar a Francisco. «Si no encuentro una barca- dijo en una
ocasión- iré nadando». Al ver la apatía de los cristianos ante la necesidad
de evangelizar comentó: «Si en esas islas hubiera minas de oro, los
cristianos se precipitarían allá. Pero no hay sino almas para salvar».
Deseaba contagiar a todos con su celo evangelizador. El sufrimiento de los
nativos a manos de los paganos y los portugueses se convirtió en lo que él
describía como «una espina que llevo constantemente en el corazón». En
cierta ocasión, fue raptado un esclavo indio y el santo escribió: «¿Les
gustaría a los portugueses que uno de los indios se llevase por la fuerza a
un portugués al interior del país? Los indios tienen idénticos sentimientos
que los portugueses». Poco tiempo después, San Francisco Javier extendió sus
actividades a Travancore. Algunos autores han exagerado el éxito que tuvo
ahí, pero es cierto que fue acogido con gran regocijo en todas las
poblaciones y que bautizó a muchos habitantes. En seguida, escribió al P.
Mansilhas que fuese a organizar la Iglesia entre los nuevos convertidos. En
su tarea solía valerse el santo de los niños, a quienes divertía mucho
repetir a otros lo que acababan de aprender de labios del misionero. Los
badagas del norte cayeron sobre los cristianos de Comoín y Tuticorín,
destrozaron las poblaciones, asesinaron a varios y se llevaron a otros
muchos como esclavos. Ello entorpeció la obra misional del santo. Según se
cuenta, en cierta ocasión, salió solo Javier al encuentro del enemigo, con
el crucifijo en la mano, y le obligó a detenerse. Por otra parte, también
los portugueses entorpecían la evangelización; así, el comandante de la
región estaba en tratos secretos con los badagas. A pesar de ello, cuando el
propio comandante tuvo que salir huyendo, perseguido por los badagas, San
Francisco Javier escribió inmediatamente al P. Mansilhas: «Os suplico, por
el amor de Dios, que vayáis a prestarle auxilio sin demora». De no haber
sido por los esfuerzos infatigables del santo, los badagas hubieran
exterminado a los paravas. Hay que decir, en honor de esa tribu, que su
firmeza en la fe resistió a todos los embates.
El reyezuelo de Jaffna (Ceilán del norte), al enterarse de los progresos que había hecho el cristianismo en Manar, mandó asesinar ahí a 600 cristianos. El gobernador, Martín de Sousa, organizó una expedición punitiva que debía partir de Negatapam. San Francisco Javier se dirigió a ese sitio; pero la expedición no llegó a partir, de suerte que el santo decidió emprender una peregrinación, a pie, al santuario del Apóstol Santo Tomás en Milapur, donde había una reducida colonia portuguesa a la que podía prestar sus servicios. Se cuentan muchas maravillas de los viajes de San Francisco Javier. Además de la conversión de numerosos pecadores públicos europeos, a los que se ganaba con su exquisita cortesía, se le atribuyen también otros milagros.
Carta de protesta al rey
En 1545, el santo escribió una carta
desde Cochín al rey de Portugal. En ella habla del peligro en que estaban
los neófitos de volver al paganismo, «escandalizados y desalentados por las
injusticias y vejaciones que les imponen los propios oficiales de Vuestra
Majestad . . . Cuando nuestro Señor llame a Vuestra Majestad a juicio, oirá
tal vez Vuestra Majestad las palabras airadas del Señor: '¿Por qué no
castigaste a aquellos de tus súbitos sobre los que tenías autoridad y que me
hicieron la guerra en la India?'». El santo habla muy elogiosamente del
vicario general en las Indias, Don Miguel Vaz, y ruega al rey que le envíe
nuevamente con plenos poderes, una vez que éste haya rendido su informe en
Lisboa. «Como espero morir en estas partes de la tierra y no volveré a ver a
Vuestra Majestad en este mundo, ruégole que me ayude con sus oraciones para
que nos encontremos en el otro, ciertamente estaremos más descansados que en
éste». San Francisco Javier repite sus alabanzas sobre el vicario general en
una carta al P. Simón Rodríguez, en donde habla todavía con mayor franqueza
acerca de los europeos: «No titubean en hacer el mal, porque piensan que no
puede ser malo lo que se hace sin dificultad y para su beneficio. Estoy
aterrado ante el número de inflexiones nuevas que se dan aquí a la
conjugación del verbo 'robar'».
Malaca
En la primavera de 1545, San Francisco
Javier partió para Malaca, donde pasó cuatro meses. Malaca era entonces una
ciudad grande y próspera. Albuquerque la había conquistado para la corona
portuguesa en 1511 y desde entonces se había convertido en un centro de
costumbres licenciosas. El santo fue acogido en la ciudad con gran
reverencia y cordialidad, y tuvo cierto éxito en sus esfuerzos de reforma.
En los dieciocho meses siguientes, es difícil seguirle los pasos. Fue una
época muy activa y particularmente interesante, pues la pasó en un mundo en
gran parte desconocido, visitando ciertas islas a las que él da el nombre
genérico de Molucas y que es difícil identificar con exactitud. Sabemos que
predicó y ejerció el ministerio sacerdotal en Amboina, Ternate, Gilolo y
otros sitios, en algunos de los cuales había colonia de mercaderes
portugueses. Aunque sufrió mucho en aquella misión, escribió a San Ignacio:
«Los peligros a los que me encuentro expuesto y los trabajos que emprendo
por Dios, son primavera de gozo espiritual. Estas islas son el sitio del
mundo en que el hombre puede más fácilmente perder la vista de tanto llorar;
pero se trata de lágrimas de alegría. No recuerdo haber gustado jamás tantas
delicias interiores y los consuelos no me dejan sentir el efecto de las
duras condiciones materiales y de los obstáculos que me oponen los enemigos
declarados y los amigos aparentes». De vuelta a Malaca, el santo pasó ahí
otros cuatro meses predicando, y entonces oyó hablar del Japón a unos
mercaderes portugueses y conoció a Anjiro, un fugitivo de Japón. Javier
desembarcó nuevamente en la India, en 1548. Pasó los siguientes quince meses
viajando sin descanso entre Goa, Ceilán y Cabo de Comorín, para consolidar
su obra (sobre todo el «Colegio Internacional de San Pablo» en Goa) y
preparar su partida al Japón, en el que hasta entonces no había penetrado
ningún europeo.
Japón
En abril de 1549, partió de la India,
acompañado por otro sacerdote de la Compañía de Jesús y un hermano
coadjutor, por Anjiro (que tomó el nombre de Pablo) y por dos japoneses que
se habían convertido al cristianismo. El día de la fiesta de la Asunción
desembarcaron en Kagoshima, Japón. San Francisco Javier se dedicó a aprender
el japonés y logró traducir una exposición muy sencilla de la doctrina
cristiana que repetía a cuantos se mostraban dispuestos a escucharle. Al
cabo de un año de trabajo, había logrado unas cien conversiones. Ello
provocó las sospechas de las autoridades, las cuales le prohibieron que
siguiese predicando. Entonces, el santo decidió trasladarse a otro sitio con
sus compañeros, dejando a Pablo al cuidado de los neófitos. Antes de partir
de Kagashima, fue a visitar la fortaleza de Ichku; ahí convirtió a la esposa
del jefe de la fortaleza, al criado de ésta, a algunas personas más. Diez
años más tarde, Luis de Almeida, médico y hermano coadjutor de la Compañía
de Jesús, encontró en pleno fervor a esa cristiandad aislada.
San Francisco Javier se trasladó a Hirado, al norte de Nagasaki. El gobernador de la ciudad acogió bien a los misioneros, y en unas cuantas semanas pudieron hacer más de lo que había hecho en Kagoshima en un año. El santo dejó esa cristiandad a cargo del P. Torres y partió con el hermano Fernández y un japonés a Yamaguchi, en Honshu. Ahí predicó en las calles y delante del gobernador; pero no tuvo ningún éxito y las gentes de la región se burlaron de él.
Javier quería ir a Miyako (Kioto), que era entonces la principal ciudad de Japón. Después de un mes en Yamaguchi, donde apenas cosechó algo más que afrentas, prosiguió el viaje con sus dos compañeros. Era diciembre y las lluvias, la nieve y los abruptos caminos hicieron el viaje muy penoso. En febrero llegaron a Miyako. Ahí se enteró el santo de que para tener una entrevista con el gobernador necesitaba pagar una suma mucho mayor a la que poseía. Por otra parte, como una guerra civil hacía estragos en la ciudad, Javier comprendió que, por el momento, no podía hacer ningún bien ahí, y volvió a Yamaguchi quince días después. Viendo que la pobreza de su persona se convertía en un obstáculo para llegar al gobernador, se vistió con gran pompa y fue al gobernador escoltado por sus compañeros, con toda la regalía de su título de embajador de Portugal. Le entregó las cartas que le habían dado para el caso las autoridades de la India y le regaló una caja de música, un reloj y unos anteojos, entre otras cosas. El gobernador quedó encantado con esos regalos, dio al santo permiso de predicar y le cedió un antiguo templo budista para que se alojase mientras estuviese ahí. Habiendo obtenido así la protección oficial, San Francisco Javier predicó con gran éxito y bautizó a muchas personas.
Habiéndose enterado de que un navío portugués había atracado en Funai, el santo partió para allá y resolvió partir en ese barco a visitar sus comunidades cristianas en la India antes de hacer el deseado viaje a China. Los cristianos del Japón, que eran ya unos 2.000 quedaron al cuidado del P. Cosme de Torres y del hermano Fernández. A pesar de las dificultades que sufrió, Javier opinaba que «no hay entre los infieles ningún pueblo más bien dotado que el japonés».
Regreso a la India y expedición a la China
La cristiandad había prosperado en la
India durante la ausencia de Javier; pero también se habían multiplicado las
dificultades y los abusos, tanto entre los misioneros como entre las
autoridades portuguesas, y todo ello necesitaba urgentemente la atención del
santo. Javier emprendió la tarea con tanta caridad como firmeza. El 25 de
abril de 1552 se embarcó nuevamente, llevando por compañeros a un sacerdote
y un estudiante jesuitas, un criado indio y un joven chino. En Malaca, el
santo fue recibido por Diego Pereira, a quien el virrey de la India había
nombrado embajador ante la corte de China. San Francisco tuvo que hablar en
Malaca sobre dicha embajada con Don Alvaro de Ataide, hijo de Vasco de Gama,
que era el jefe en la marina de la región. Como Alvaro de Ataide era enemigo
personal de Diego Pereira, se negó a dejar partir a Pereira y a Javier,
tanto en calidad de embajador como de comerciante. Ataide no se dejó
convencer por los argumentos de Javier, ni siquiera cuando éste le mostró el
breve por el que había sido nombrado nuncio apostólico. Por el hecho de
oponer obstáculos a un nuncio pontificio, Ataide incurría en excomunión y
finalmente Ataide permitió que Javier partiese a China. El santo envió al
Japón al sacerdote jesuita y sólo conservó a su lado al joven chino, que se
llamaba Antonio. Con su ayuda, esperaba poder introducirse furtivamente en
China, que hasta entonces había sido inaccesible a los extranjeros. A fines
de agosto de 1552, la expedición llegó a la isla desierta de Sancián
(Shang-Chawan) que dista unos 20 kilómetros de la costa y está situada 100
kilómetros al sur de Hong Kong.
Muerte a las puertas de China
Francisco Javier escribió desde ahí
varias cartas. Una de ellas iba dirigida a Pereira, a quien el santo decía:
«Si hay alguien que merezca que Dios le premie en esta empresa, sois vos. Y
a vos se deberá su éxito». En seguida, describía las medidas que había
tomado: con mucha dificultad y pagando generosamente, había conseguido que
un mercader chino se comprometiese a desembarcarle de noche en Cantón. En
tanto que llegaba la ocasión, Javier cayó enfermo. Como sólo quedaba uno de
los navíos portugueses, el santo se encontró en la miseria. En su última
carta escribió: «Hace mucho tiempo que no tenía tan pocas ganas de vivir
como ahora». El mercader chino no volvió a presentarse. El 21 de noviembre,
el santo se vio atacado por una fiebre y se refugió en el navío. Pero el
movimiento del mar le hizo daño, de suerte que al día siguiente pidió que le
trasportasen de nuevo a tierra. En el navío predominaban los hombres de Don
Alvaro de Ataide, los cuales, temiendo ofender a éste, dejaron a Javier en
la playa, expuesto al terrible viento del norte. Un compasivo comerciante
portugués le condujo a su cabaña, tan maltrecha, que el viento se colaba por
las rendijas. Ahí estuvo Francisco Javier, consumido por la fiebre. Sus
amigos le hicieron algunas sangrías, sin éxito alguno. Entre los espasmos
del delirio, el santo oraba constantemente. Poco a poco, se fue debilitando.
El sábado 3 de diciembre, según escribió Antonio, «viendo que estaba
moribundo, le puse en la mano un cirio encendido. Poco después, entregó el
alma a su creador y Señor con gran paz y reposo, pronunciando el nombre de
Jesús». San Francisco Javier tenía entonces cuarenta y seis años y había
pasado once en el oriente. Fue sepultado el domingo por la tarde. Al
entierro asistieron Antonio, un portugués y dos esclavos.
El cuerpo se conserva incorrupto. Uno de los tripulantes del navío había aconsejado que se llenase de barro el féretro para poder trasladar más tarde los restos. Diez semanas después, se procedió a abrir la tumba. Al quitar el barro del rostro, los presentes descubrieron que se conservaba perfectamente fresco y que no había perdido el color; también el resto del cuerpo estaba incorrupto y sólo olía a barro. El cuerpo fue trasladado a Malaca, donde todos salieron a recibirlo con gran gozo, excepto Don Alvaro de Ataide. Al fin del año, fue trasladado a Goa, donde los médicos comprobaron que se hallaba incorrupto. Ahí reposa todavía, en la iglesia del Buen Jesús.
Francisco Javier fue canonizado en 1622, al mismo tiempo que Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila, Felipe Neri e Isidro el Labrador.
(Lea: "Vamos a sembrar guerra y discordia entre los demonios y entre los que los adoran")