Tratado de la Paciencia Capítulo 3: Paciencia de Cristo
Estas manifestaciones de la sabiduría divina podrían parecer como cosa tal
vez demasiado alta y muy de arriba. Pero, ¿qué decir de aquella paciencia
que tan claramente se manifestó entre los hombres, en la tierra, como para
ser tocada con la mano? Pues siendo Dios sufrió el encarnarse en el seno de
una mujer y allí esperó; nacido, no se apuró en crecer; y adulto, no buscó
ser conocido; más bien vivió en condición despreciable. Por su siervo fue
bautizado, y rechaza los ataques del tentador con sólo palabras4. De rey se
hace maestro para enseñar a los hombres cómo se alcanza la salvación, buen
conocedor de la paciencia, enseña por ella el perdón de las culpas. "No
discute ni reclama; nadie lo oyó gritar en las plazas, no rompió la caña
cascada ni apagó la mecha que humeaba." (Is. XLII, 2-3.)5 No había mentido
el profeta, antes bien testimoniaba que Dios coloca su Espíritu en el Hijo
con la plenitud de la paciencia. Porque recibió a todos cuantos lo buscaron;
de ninguno rechazó ni la mesa ni la casa.
Él mismo sirvió el agua para lavar los pies de sus discípulos. No despreció
a los pecadores ni a los publicanos. Ni siquiera se disgustó contra aquel
pueblo que no quiso recibirlo, aun cuando los discípulos quisieron hacer
sentir a tan afrentosa gente el fuego del cielo (Luc IX, 52-56). Sanó a los
ingratos y toleró a los insidiosos. Y si todo esto pudiera parecer poco,
todavía aguantó consigo el traidor sin jamás delatarlo Y cuando fue
entregado, lo condujeron como oveja al sacrificio sin quejarse, como cordero
abandonado a la voluntad del esquilador. Y El que si hubiese querido, con
una sola palabra hubiera podido hacer venir legiones de ángeles, ni siquiera
toleró la espada vengadora de uno solo de sus discípulos. (Mat., XXVI,
51-53.)
Allí precisamente no fue herido Malco, sino la paciencia del Señor. Por cuyo
motivo maldijo para siempre el uso de la espada, y diole satisfacción a
quien Él no había injuriado, restituyéndole la salud por medio de la
paciencia, madre de la misericordia. No insistiré en que fue crucificado
porque para eso había venido; pero acaso, ¿era necesario que su muerte fuese
afrentada con tantos ultrajes? No; pero se le escupió, se le frageló, se le
escarneció, le cubrieron de sucias vestiduras y fue coronado de las más
horrorosas espinas.
¡Oh maravillosa y fiel equidistancia! Él, que había propuesto ocultar su
divinidad bajo la condición humana, absolutamente nada quiso de la
impaciencia humana. ¡Esto es sin duda lo más grande! Por esto sólo, ¡oh
fariseos! deberíais haber reconocido al Señor, porque nadie jamás practicó
una paciencia semejante. La magnitud de tal y tanta paciencia es una excusa
para que la gente rehuse la fe; pero para nosotros es precisamente su
fundamento, y su razón; y tan suficientemente clara que no sólo creemos
movidos por las enseñanzas del Señor sino también por los padecimientos que
soportó. Para los que gozamos del don de la fe, estos padecimientos prueban
que la paciencia es algo natural de Dios, efecto y excelencia de alguna
cualidad divinas.