Tratado de la Paciencia Capítulo 5: Origen y males de la impaciencia
Proseguiremos pues, en nuestra disertación ya que no es simple ocio, sino
más bien de utilidad el que se traten argumentos fundamentales para la fe.
La locuacidad, aun cuando sea vituperable casi siempre, no lo es si se
entretiene con temas edificantes. Ahora bien, cuando se investiga sobre
alguna cosa buena, el método exige que se estudie también lo que le es
opuesto, porque de esta manera se verá más claro lo que deba seguirse y, por
consiguiente, más preciso lo que deba evitarse. Tratemos ahora pues, de la
impaciencia.
Así como la paciencia se halla en Dios, así la impaciencia, su enemiga, es
concebida y nace de nuestro enemigo. Con semejante origen queda patente cuán
directamente la impaciencia es contraria a la fe. Porque lo concebido por el
enemigo de Dios, en nada puede ser favorable a las cosas de Dios; y este
mismo antagonismo sirve no sólo entre las obras sino también entre sus
autores.
Y siendo Dios óptimo y el diablo por el contrario, pésimo; se deduce que por
esta oposición esencial no pueden ser entre sí indiferentes; porque es
imposible imaginarnos que algún bien nazca del mal. como tampoco que algún
mal se origine del bien. Por consiguiente, yo descubro los principios de la
impaciencia en el mismo diablo al no soportar con paciencia que Dios
sometiese la creación entera al que era su imagen, es decir al hombre (Gn
lll). Porque, en efecto, no se hubiera dolido si lo hubiese soportado, ni
hubiera envidiado al hombre si no se hubiese dolido. Por esto engañó, porque
envidiaba; y envidiaba porque le dolía; y le dolía por impaciente
8. No me
preocupa averiguar si este ángel de perdición haya sido primero malo o
impaciente, siendo evidente que la impaciencia nace con la maldad y la
maldad viene de la impaciencia; y luego, coligadas entre sí e indisolubles,
crecen en el regazo mismo de su padre. Y como éste ya desde el principio
conocía por dónde entraba el pecado, e instruido por propia experiencia
sobre lo que más ayuda a delinquir, llamó a la impaciencia en su ayuda para
poder arrojar el hombre al crimen.
No puede tachárseme de temerario si afirmo que cuando la mujer se le acercó,
en ese mismo instante se le inoculó la impaciencia por el aire mismo de la
conversación con el diablo; de tal manera que nunca jamás pecara si con
paciencia hubiese respetado la divina prohibición. Después, no soportando
ella sola su caída, impaciente por hablar, acércase a a Adán -que no siendo
todavía su marido no tenía obligación de atenderla
9- y así lo convierte en
transmisor de una culpa que ella había sacado del mal. De este modo perece
Adán por la impaciencia de Eva. Luego perece él mismo por culpa de su propia
impaciencia, pues, en cuanto al mandato divino, no lo guardó; y en cuanto a
la tentación diabólica, no la rechazó. Así, donde nació el delito, surgió la
primera sentencia; y cuando comenzó el pecado del hombre, entonces aparece
la justicia de Dios. Además, con la primera indignación de Dios, revélase
también su primera paciencia, pues suavizó la violencia del castigo
maldiciendo tan sólo al diablo.
Y fuera de este delito de impaciencia, ¿qué otro crimen había cometido el
primer hombre? Era inocente, íntimo de Dios, moraba en el Paraíso; pero no
bien cedió a la impaciencia, pierde la sabiduría divina y la capacidad de
gozar de los bienes celestiales. Desde entonces es condenado a trabajar la
tierra; y desterrado de la presencia de Dios comenzó a ser dominado
fácilmente por la impaciencia, y así por todo lo demás, con que luego
seguiría ofendiendo a Dios; porque no bien fue concebido este germen
diabólico y fecundado por la maldad, procreó una hija, la ira, que ya nació
amaestrada en toda clase de maldades. De este modo la impaciencia que había
sumergido a Adán y a Eva en la muerte, también enseñó a su hijo Caín cómo
ser homicida (Gn. IV 1-14).
En vano atribuiría yo todo esto a la impaciencia, si Caín -el primer
homicida y primer fratricida- hubiese soportado pacientemente el justo
rechazo de sus ofrendas, si no hubiese encolerizado contra su hermano, si
finalmente a nadie hubiese matado. Porque ciertamente sin ira no habría
matado, ni sin impaciencia se hubiese airado: lo cual prueba que la ira
realizó lo que la impaciencia había planeado. Éstos son en verdad los
principios de la impaciencia, todavía niña, aún en la cuna. Después, ¡cuánto
horror con su rápido crecimiento! Porque si la impaciencia fue la primera en
delinquir, se sigue que ella no sólo fue la primera sino también la única
madre de todos los delitos. Como de su fuente, arrancan de ella los
distintos canales de toda clase de crímenes.
Ya hablé del homicidio. El primero de los cuales lo ejecutó la ira, sin
embargo tanto éste como los demás pecados que siguieron después, tienen por
causa y origen a la impaciencia. A quien comete homicidio -hágalo por
enemistad o por robo- antes que el odio o la avaricia, lo impulsó la
impaciencia. Ninguna violencia existe que no sea fruto maduro de la
impaciencia. Quién se hubiera insinuado hasta el adulterio si no hubiese
sido impacientado por la lujuria? ¿Qué empuja a las mujeres a la venta de su
honestidad, sino la impaciencia de conseguir el precio de la propia
explotación? Y como éstos, todos los demás crímenes que son gravísimos ante
Dios. Tanto es cierto, que en síntesis puede afirmarse: todo pecado ha de
atribuirse a la impaciencia porque todo mal es impaciencia contra el bien.
En efecto, el impúdico se impacienta contra la honestidad; el perverso,
contra la bondad; el impío, contra la piedad, y el revoltoso, contra la
tranquilidad. A tal punto, que para hacerse malo basta no soportar el bien.
¿Cómo, pues, no va Dios, reprobador de malos, a ofenderse contra tal
monstruo de pecados? ¿Acaso no es cosa clara que el mismo Israel pecó
siempre contra Dios por impaciencia? ¿No fue por esto que, olvidándose del
divino poder que lo sacara de Egipto, exige de Aarón dioses conductores
ofreciendo, para la fabricación de un ídolo, la contribución de su oro?
(Éxod., XXXII, 1-6). ¿Y acaso no tomó como impaciencia las tan necesarias
demoras de Moisés, que hablaba con Dios? ¿No es este mismo pueblo que,
después de la nutridora lluvia del maná, después de la seguidora agua de la
piedra, todavía desespera del Señor y no puede tolerar la sed de tres días?
Esta impaciencia le fue reprochada por Dios. No es necesario discurrir sobre
cada uno de los demás casos, pues siempre pecaron por impaciencia. ¿Por qué
maltrataron a los profetas, sino por la impaciencia de tener que oírlos?
(Hech.. VII, 51-52, y Sb., II, 12-14). Aún al mismo Señor, ¿no fue por la
impaciencia de tenerlo que ver? 10 ¡Se hubieran salvado de haber sido
pacientes!