Tratado de la Paciencia Capítulo 7: La paciencia y los bienes temporales
Hemos ya tratado sobre las causas de la impaciencia, ahora veremos otras
obligaciones según se vayan presentando. Si el ánimo se halla perturbado a
causa de la pérdida de los bienes familiares, casi no hay enseñanza del
Señor que no inculque el desprecio de las cosas mundanas. Nada inspira tanto
menosprecio del dinero como pensar que al Señor no se le encuentra jamás
entre ninguna clase de riquezas. Siempre ensalza a los pobres; y a los ricos
los amenaza con la condenación.
Si ordena el desprecio de la opulencia, la adelanta en la paciencia la
resignación, para que no se haga cuenta de unas riquezas que se tienen que
perder. En consecuencia, lejos de nosotros apetecer algo que el Señor
tampoco quiso, sino que hemos de soportar sin pena su disminución y aun su
pérdida. El Espíritu del Señor, por medio del Apóstol, declaró: "La codicia
es la raíz de todos los males" (II Tm. Vl, 10). Y esto lo interpretamos
diciendo que no está la codicia tan sólo en el afán de lo ajeno, sino
también en lo que parece ser nuestro; pues esto mismo es ajeno. Nada en
verdad es nuestro, ni siquiera nosotros, por cuanto todo es de Dios. De
consiguiente, ni resentidos por el daño sufrido, lo llevamos con impaciencia
doliéndonos de la pérdida de algo que no era nuestro, entonces estamos cerca
de ser víctimas de la codicia. Codiciamos lo ajeno cuando con amargura
sufrimos la pérdida de lo que no era nuestro.
El que se impacienta por las pérdidas, antepone lo terreno a lo celestial y
muy de cerca peca contra Dios, pues ultraja al Espíritu que de El hemos
recibido, posponiéndolo a las cosas terrenales. Perdamos, por tanto, con
gusto lo que es terreno y defendamos lo celestial. Es preferible perder todo
lo de este mundo, si con ello nos enriquecemos de paciencia. El que no se
halla dispuesto a soportar el menoscabo proveniente del robo o de la
violencia, o quizás del propio descuido, ignoro con qué facilidad y buena
gana pueda extender su mano para dar limosna. Porque, ¿acaso se herirá a sí
mismo, quien de ninguna manera tolera ser herido por otro? El perder con
paciencia enseña a dar con liberalidad. No lamenta ser generoso quien no
teme la privación; porque de otra manera, "¿cómo el que tiene dos túnicas
dará una al que no tiene? ¿cómo al que roba la túnica ofrecemos la capa?"
(Mt. V, 40). Y "¿cómo nos fabricaremos amigos con las riquezas" (Luc., XVI,
9) si tanto las amamos que no soportamos perderlas?
Nos perderemos con lo perdido. Porque, ¿encontraremos algo en este mundo que
no debamos perder? 12 Es propio de los paganos mostrar impaciencia por
cualquier pérdida, porque ellos estiman al dinero más que a sus almas. Esto
se deduce por cuanto se los ve que, dominados por la avaricia de las
ganancias, soportan los grandes peligros del mar; o cuando por avidez de
dinero defienden en los tribunales causas que ni siquiera dudan que están
perdidas; o se contratan para los juegos y se enganchan en el ejército como
mercenarios; y cuando, finalmente, asaltan en los caminos como si fueran
bestias 13. Empero, a nosotros, que tanto nos diferenciamos de ellos 14, nos
conviene dejar no el alma por el dinero, sino el dinero por el alma; o sea,
ser generosos en dar y pacientes en perder.