CANTO GREGORIANO: Las posibilidades y condiciones para su restauración
Palabras de monseñor Valentino Miserachs Grau, presidente del Instituto
Pontificio de Música Sacra, pronunciadas ante la Congregación Vaticana
para el Culto el 5 de diciembre de 2005, jornada dedicada a la música
sacra
Que la asamblea de los fieles, durante la celebración de los Ritos sagrados,
y especialmente durante la santa Misa, pueda participar cantando las partes
de Canto Gregoriano que le pertenecen, no solo es posible: es lo ideal.
Esta no es mi sola opinión, sino el pensamiento de la Iglesia. Véase, en
este sentido, la documentación desde el motu proprio “Inter sollicitudines”
de San Pío X hasta nuestros días, pasando por Pío XII (“Musicae sacrae
disciplinae”), el capítulo VI sobre la instrucción de la liturgia del
Segundo Concilio Vaticano, la subsiguiente instrucción por la Congregación
de Ritos en 1967, y el reciente quirógrafo de Juan Pablo II en conmemoración
del centésimo aniversario de “Inter sollicitudines”, editada en 1903.
Tenemos otro ejemplo en la afirmación proveniente del sínodo de obispos
reunidos en octubre último: “...comenzando con su entrenamiento en el
seminario, los sacerdotes deben estar preparados para comprender y celebrar
la Misa en Latín. También deben... poder apreciar el valor del Canto
Gregoriano... los fieles mismos deben ser educados a ese respecto”.
La motivación de estos deseos es ampliamente demostrable, y aún evidente en
sí misma. De hecho, la casi completa prohibición del Latín y el Canto
Gregoriano -que hemos presenciado en los últimos cuarenta años- es
incomprensible, sobre todo en países occidentales. Es incomprensible y
deplorable.
El latín y el Gregoriano, que están profundamente conectados con las fuentes
bíblicas, patrísticas y litúrgicas, son parte de la “lex orandi”, forjada a
través de un lapso de casi veinte siglos. ¿Cómo puede tener lugar una
amputación tal, y tan irreflexivamente? Es como cortar nuestras raíces
–ahora que se habla tanto sobre las raíces.
El eclipse de una tradición entera de plegaria formada durante dos milenios
ha favorecido la heterogénea y anárquica proliferación de nuevos productos
musicales que, en la mayor parte de los casos, no han sido capaces de
enraizarse en la tradición esencial de la Iglesia, resultando no sólo en un
empobrecimiento generalizado, sino en un daño que puede ser difícil reparar
(asumiendo que exista el deseo de remediarlo.)
El Gregoriano cantado por la asamblea no solo puede ser restaurado: debe ser
restaurado, junto con el canto de la Schola y de los celebrantes, si es que
se desea un retorno a la seriedad litúrgica, forma sonora y universalidad
que deben caracterizar a toda clase de música litúrgica digna de su nombre,
tal como San Pío X enseño y Juan Pablo II repitió, sin alterar ni una coma.
¿Cómo puede un puñado de canciones insípidas, recortadas sobre el molde de
la música popular más trivial, llegar a reemplazar la nobleza y robustez de
las melodías gregorianas, que son capaces de elevar hasta el cielo los
corazones de la gente?
Hemos infravalorado la capacidad del pueblo cristiano para aprender; los
hemos prácticamente forzado a olvidar las melodías gregorianas que conocían,
en lugar de expandir y profundizar sus conocimientos, incluyendo la propia
instrucción sobre el significado de los textos. En cambio, los hemos
indigestado con banalidades.
Al cortar, de esta manera, el cordón umbilical de una tradición hemos
privado a los compositores actuales de música litúrgica –asumiendo, sin
garantías, que tengan la suficiente preparación técnica- del “humus”
indispensable para componer en armonía con el espíritu de la Iglesia.
Hemos infravalorado, insisto, la habilidad de la gente para aprender. Es
obvio que no todo el repertorio es adecuado para que cante la gente; esto
sería una distorsión de la correcta participación que se espera de la
asamblea: como si, en materia de canto litúrgico, el pueblo fuese el único
protagonista en escena. Debemos respetar el orden propio de las cosas: el
pueblo tiene que cantar su parte, pero el mismo respeto debe mostrarse por
el papel de la Schola, el cantor, el salmista y, naturalmente, el celebrante
y los distintos ministros, quienes, a menudo, prefieren no cantar. Lo ha
enfatizado Juan Pablo II en su reciente quirógrafo: “De la buena
coordinación de todo –el sacerdote celebrante, el diácono, los acólitos,
ministros, lectores, salmista, “Schola”, músicos, cantor y asamblea- emerge
la correcta atmósfera espiritual que hace intenso, participatorio y
fructífero el acto litúrgico”.
¿Queremos nosotros la restitución del Gregoriano en la asamblea? Debe
comenzarse con las aclamaciones, el Pater noster, los cantos del Ordinario
de la Misa, especialmente el Kyrie, Sanctus y Agnus Dei. En muchos lugares,
el pueblo estaba muy familiarizado con el Credo III, el entero Ordinario de
la misa “de Angelis” ¡y no sólo con esto! Conocían el Pange lingua, el Salve
Regina y otras antífonas. La experiencia muestra que la gente, siguiendo una
simple invitación, puede cantar también la Misa brevis y otras antiguas
melodías gregorianas que conoce de oído, aún si es la primera vez que tiene
que cantarlas. Hay un pequeño repertorio que debe ser aprendido, contenido
dentro del “Jubilate Deo” de Pablo VI o en el “Liber cantualis”. Si la gente
crece acostumbrada a cantar el repertorio Gregoriano adecuado, entonces
estará en buena forma para aprender nuevos cantos en las lenguas vivas;
aquellas canciones, se comprende, dignas de ser colocadas junto al
repertorio Gregoriano, que debe siempre retener su primacía.
Es preciso un esfuerzo didáctico perseverante. Es es la condición primera
para una recuperación adecuada y necesaria: esto es algo que los sacerdotes
olvidamos a menudo, ya que estamos prontos a elegir las soluciones que
supongan el menor esfuerzo. O bien preferimos, en lugar de una nutrición
espiritual substancial, cosquillear el oído con melodías “placenteras” o con
el discordante rascar de guitarras; olvidando que -como apuntó agudamente el
futuro Papa Pío X a la clerecía de Venecia- el placer nunca ha sido el buen
criterio para juzgar en las cosas sagradas.
Es necesaria una obra de formación. ¿y cómo podemos formar al pueblo, si no
nos formamos primero a nosotros mismos? El congreso general de la
“Consociatio Internationalis Musicae Sacrae” se reunió recientemente en el
Instituto Pontificio de Música Sacra, dedicándose justamente a este tema, la
formación de los clérigos en la música sacra. Desde hace años, seminaristas,
religiosos y religiosas, no tienen una verdadera formación en la tradición
musical de la Iglesia, ni aún la más elemental instrucción musical. San Pío
X, y tras él, el entero magisterio de la Iglesia, han comprendido muy bien
que ningún trabajo de reforma o recuperación es posible sin la formación
adecuada.
Uno de los frutos más sustanciales del “motu proprio” de 1903, sostenido a
través de los años y renovado en nuestros días, es el Instituto Pontificio
de Música Sacra en Roma, que ha celebrado ya el centésimo aniversario de su
fundación. ¡Cuántos maestros de Canto Gregoriano, de polifonía, de órgano,
cuántos ejecutantes de música sagrada esparcidos en cada rincón del mundo
Católico, han sido formados en sus aulas! Esto, sin mencionar las otras
altas escuelas de música sacra y aún las escuelas diocesanas, y los variados
cursos de formación litúrgico-musical. ¿Pero es que realmente se enseña allí
Gregoriano? ¿y cómo se lo enseña? ¿no se arrastra el prejuicio de considerar
el Gregoriano como pasado de moda, como algo que debe dejarse de lado
definitivamente?
¡Qué enorme error! Quiero ir más lejos y decir que sin Canto Gregoriano la
Iglesia está mutilada, y que no puede existir “música de la Iglesia” sin el
Gregoriano.
Los grandes maestros de la polifonía fueron todavía mayores cuando se
basaron en el Gregoriano, arrancando de él los temas, los modos, la
configuración melódica. Este espíritu, al revestir sus refinadas técnicas,
esta fiel adherencia al texto sagrado y al momento litúrgico, hizo a Lassus,
a Palestrina, a Victoria, Morales, Guerrero y otros grandes.
La renovación desencadenada por “Inter Sollicitudines” será tanto más válida
en cuanto tome su inspiración del Canto Gregoriano. En sus obras más
inspiradas, Perosi y Refice, y hoy Bartolucci, han hecho del Gregoriano la
esencia de sus creaciones. Y esto no es sólo verdad en cuanto a sus obras
corales complejas, sino también en la creación de nuevas melodías, en Latín
o en vernáculo, tanto para la liturgia como para actos devocionales.
Y el verdadero canto popular sagrado será más válido y sustancial si toma su
inspiración del Canto Gregoriano. Juan Pablo II hizo suyo el principio
afirmado por San Pío X: “Una composición para la Iglesia es tanto más
sagrada y litúrgica cuanto más su desarrollo, inspiración, y sabor se
aproximen a la melodía gregoriana; y menos digna será en la medida en que se
distinga de ese modelo supremo”.
Pero, ¿cómo puede dedicarse uno a la creación de un repertorio de alta
calidad para la liturgia, en las lenguas hoy habladas, si los compositores
se resisten a reconocer el Canto Gregoriano?
Por supuesto, la mejor escuela para dominar un repertorio, para penetrar sus
secretos, es la práctica, en la vida real, de ese repertorio: algo que
nosotros, a medio camino entre la vieja y la nueva generación, tuvimos la
fortuna de experimentar. Pero, desafortunadamente, después de nosotros cayó
el telón. ¿Porqué esta resistencia a restaurar, total o parcialmente y
dependiendo de las circunstancias, la Misa en Latín y en Gregoriano? ¿Son
quizás las generaciones actuales más ignorantes que las del pasado?
El nuevo misal propone los textos latinos del Ordinario junto a las
versiones en lenguas modernas. La Iglesia espera eso. ¿Por qué nos falta el
coraje para esta conversión?
El Gregoriano no debe quedarse en la academia, la sala de conciertos o las
grabaciones. No debe ser momificado como un objeto de museo; debe retornar
como canto viviente, cantado también por la asamblea, quien encontrará que
satisface sus más profundas tensiones espirituales y se sentirá ella misma
verdaderamente el Pueblo de Dios.
Es tiempo de romper con la inercia, y el brillante ejemplo debe venir de las
catedrales, las iglesias mayores, los monasterios, los conventos, los
seminarios y las casas de formación religiosa. Y así las humildes parroquias
serán, a su tiempo, “contaminadas” por la suprema belleza del canto de la
Iglesia.
Y reverberará el persuasivo poder del Gregoriano y consolidará a la gente en
el verdadero sentido del Catolicismo.
Y el espíritu del Gregoriano dará forma a una nueva especie de
composiciones, y guiará con el verdadero “sensus Ecclesiae” los esfuerzos
hacia una nueva cultura.
Aún quiero decir que las melodías de las diferentes tradiciones locales,
incluyendo aquellas que provienen de territorios lejanos con culturas muy
diferentes de la europea, son parientes cercanos del Canto Gregoriano, y en
este sentido, también, el Gregoriano es verdaderamente universal, capaz de
ser propuesto a todos y de actuar como amalgama respecto a la unidad y a la
pluralidad.
Además, son precisamente estas culturas lejanas que han aparecido
recientemente en el horizonte de la Iglesia Católica, las que nos enseñan a
amar el canto tradicional de la Iglesia. Estas jóvenes iglesias de África o
de Asia, junto a la ayuda ministerial que ya están brindando a nuestras
fatigadas Iglesias Europeas, nos darán el orgullo de reconocer, aún dentro
del canto, la roca en la que fuimos tallados.
Dos factores más que, yo sostengo, son indispensables para la renovación del
Gregoriano y la música sagrada son los siguientes:
1. Sobre todo, la formación musical de los sacerdotes, religiosos y fieles
requiere seriedad, y el evitar el débil amateurismo que vemos en algunos
voluntarios. Aquellos que han hecho grandes esfuerzos por prepararse a sí
mismos deben ser remunerados; y se les debe asegurar un pago adecuado. En
una palabra: debemos aprender a gastar dinero en la música. Es impensable
que gastemos dinero en todo género de cosas, desde flores a banderas, pero
no en música. ¿Qué sentido puede tener el animar a los jóvenes a estudiar y
después dejarlos sin empleo, o peor, humillados y atormentados por nuestros
caprichos y nuestra falta de seriedad?
2. El segundo factor necesario es la armonía en el accionar. Juan Pablo II
nos recordaba: “El aspecto musical de la celebración litúrgica no puede ser
librado a la improvisación o a la decisión de algunos, sino que debe ser
confiado a un liderazgo bien coordinado, con respeto a las normas y
autoridades competentes, como resultado sustancial de una adecuada formación
litúrgica.” Así, entonces, respeto hacia las normas –lo que es ya un
difundido deseo. Estamos esperando directivas autorizadas e impartidas con
autoridad. Y la coordinación de todas las iniciativas y prácticas locales es
un servicio que legítimamente corresponde a la Iglesia de Roma, a la Santa
Sede. Este es el momento oportuno; y no tenemos tiempo que perder.
(cortesía: http://aica.org/ Traducción de Claudio Morla)