LA MÚSICA SACRA ANTES Y DESPUÉS DEL CONCILIO VATICANO II
Mons. Valentino Miserachs Grau
Conferencia impartida por Mons Valentino Miserachs, director del Coro de
la Capilla Sixtina en el Congreso de Música Sagrada de México 2006. Es
cierto que puede parecer un `poco larga` pero no tiene desperdicio. De
cualquier manera me he permitido subrayar algunas ideas que he considerado
centrales y que son desarrolladas a lo largo del texto de manera magistral.
¿La leemos y comentamos? Agradezco al Mtro. Gabriel Frausto Zamora.
Secretario Ejecutivo del Departamento Nacional de Música Sagrada de México
por hacérnosla llegar.
Es con verdadera emoción que me encuentro por segunda vez en México, y ahora
no como simple turista, sino para tomar parte activa en este XXVIII Congreso
Nacional de Música Sagrada. Como “preside” – o director – del Pontificio
Istituto di Musica Sacra no pude rehusar la amable invitación episcopal. El
Exc.mo Sr. Obispo Francisco Moreno Barrón se personó en Roma para formular
tal invitación, y aunque fuera para mí algo complicado dejar el Instituto y
la Basílica de Santa María la Mayor durante tantos días, juzgué que valía la
pena hacer un esfuerzo para venir a México, y por muchas y poderosas
razones, a más de la amabilidad que suponía la invitación y el afecto con el
que estábamos más que seguros que seríamos recibidos, puesto que ya tenía la
experiencia del pasado viaje y, además, el trato con estudiantes y maestros
mexicanos es para mí una agradable relidad de todos los días.
Este es el punto que considero el más importante, o sea las hondas y
provechosas relaciones que el PIMS tuvo ya desde su fundación – y está
teniendo en nuestros días – con México, con el mundo musical y litúrgica de
la Iglesia de México. Las experiencias que voy a vivir – que estoy viviendo
– en estos días son para mí muy enriquecedoras, y tal vez la presencia y el
trato con el Preside de Música Sacra, junto con el Maestro Parodi, puede ser
benéfico para dar un espaldarazo a vuestras fatigas y empeños. No puedo
dejar de pensar – in primis – en las escuelas de música sacra de México,
especialmente en las que están vinculadas a nosotros por lazos de
afiliación. Estos lazos, para que sean efectivos, necesitan del contacto
vivo con las personas y las instituciones. Hay que trazar juntos un balance
de la situación actual, y juntos mirar cómo podemos avanzar para obtener
siempre mejores resultados.
Les ruego, pues, que acepten mi modesta persona como si se tratara de un
mensajero de la música sacra. Efectivamente, yo no soy especialista ni en
musicología, ni en canto gregoriano, ni en liturgia y tanto menos en
historia, sino que yo me defino como un músico práctico, a quien ha tocado
sin embargo la responsabilidad, en momentos delicados, de representar de
alguna manera la música litúrgica de la Iglesia católica desde una
institución académica pontificia. Y les puedo asegurar que, desde hace ya
diez años, pongo en ello mi máximo empeño y toda la buena voluntad de qué
soy capaz. Que no se busque, pues, en mis intervenciones un rigor científico
que no es de mi especialidad, sino la buena voluntad de un mensajero que
cree un deber moral hablar también de las cosas que practica. Sólo bajo
estas condiciones he aceptado varias invitaciones a hablar en congresos y
jornadas de estudio.
Otra premisa que me parece útil es esta: que voy a usar ordinariamente la
expresión «música sacra» en el sentido de “música litúrgica”, o sea
destinada a la celebración de los sagrados misterios, en el mismo sentido en
que viene usada en los documentos de la Iglesia, inclusive el documento de
san Pío X. Es importante, ya que la expresión “música sacra” se presta a
confusión. Hay, sin duda, música sacra cuyo destino no es la liturgia, sino
el concierto. Y aún aquí cabría distinguir: hay música sacra, basada sobre
texto litúrgico, que en algunas latitudes es exclusivamente “de concierto”,
por sentido común, mientras que en otras se ejecuta en las iglesias como
música litúrgica: las misas de Mozart o de Schubert, por ejemplo, son “de
concierto” en el mundo latino, mientras que en el mundo anglosajón se
ejecutan todavía en celebraciones eucarísticas.
Veremos que el mismo san Pío X deja la puerta abierta a estas posibilidades,
con delicado sentido pastoral, y con ciertas condiciones. Las Pasiones y las
Cantatas de Bach son música “de concierto” para nosotros, mientras que son
música litúrgica para las iglesias reformadas. Un “Requiem alemán” de Brahms
(“Ein deutsches Requiem”), aunque se base exclusivamente sobre textos de la
Sagrada Escritura, creo que no tiene cabida en ninguna liturgia, ni en rito
católico ni protestante; es música pensada por el mismo autor para el
concierto. No digo “sala de concierto”, ya que puede haber también concierto
en las iglesias, aunque sería mejor llamarlo “elevación espiritual”,
acompañada de lecturas.
La misma instrucción de la Sagrada Congregación de Ritos del 1967, relativa
al cap. VI de la constitución “Sacrosanctum Concilium” sobre la liturgia,
del Vaticano II, exhorta a dar cabida en este tipo de marco espiritual a
aquellas músicas, sacras o religiosas, que no pueden razonablemente entrar
en la liturgia, empezando por aquellas que eran usuales antes de la reforma
conciliar (pienso, por ejemplo, en los responsorios de la Semana Santa de
T.L. de Victoria y de otros grandes polifonistas).
Nuestra consideración va a partir de la historia próxima, o sea de los
primeros años del siglo XIX. En 1903 se produce un hecho de capital
importancia para la música sacra. Es el “motu proprio” de san Pío X; la
conmemoración de su centenario, que dió ocasión al quirógrafo de Juan Pablo
II, es todavía reciente. Por eso voy a insistir en este capítulo.
HISTORIA GENÉTICA DEL MOTU PROPRIO
Pasemos pues a ver un poco la historia, el génesis, por decirlo así, de este
documento capital, sin duda el más importante de la historia de la Iglesia
dedicado al tema de la música sacra, por lo menos hasta el Vaticano II.
Importante también por la repercusión que tuvo y por las benéficas
consecuencias que trajo consigo. Entre el Concilio de Trento y el Vaticano
II, fueron varios los pontífices que intentaron poner orden en las cosas de
la música sacra, especialmente Benedicto XIV con la encíclica “Annus qui”
del 1749, y también los immediatos predecesores y sucesores de San Pío X, o
directamente o a través de la Congregación de Ritos (actualmente “del Culto
y disciplina de los sacramentos”). Pero los tiempos no estaban maduros y,
antes de san Pío X, todo quedó en el terreno de las buenas intenciones. A él
le cupo el éxito: las circunstancias y la preparación del ambiente por lo
menos desde 25 años atrás, con el espíritu restaurador de lo antiguo y
original propio de su época, le permitieron tomar las cosas en serio y, a
pesar de la previsión de muchas dificultades, tener la fundada confianza que
no faltaría un “motor”, que ya estaba funcionando, capaz de llevar a la
práctica cuanto él exponía doctrinalmente en el nuevo “código jurídico de la
música sacra”.
No se llega ciertamente al “Tra le sollecitidini” porque un buen día se
levanta el Papa Sarto y se dice a sí mismo: hoy me siento inspirado, y voy a
escribir ese documento. Como no se hubiera llegado al Vaticano II, a pesar
de la inspirada intuición de Juan XXIII, sin que muchos años antes se
preparase ya el terreno con la evolución de la historia y de la misma
conciencia de la Iglesia. Los que somos ya algo mayores nos acordamos de
cómo las decisiones conciliares, particularmente en el campo litúrgico,
venían a sancionar unos deseos que en muchos sitios habían sido ya objeto,
más o menos tímidamente, de reflexión e incluso de experimentación.
Situación da la música sacra en el siglo XIX
Ante todo, ¿cuál era la situación de la música sacra en el siglo XIX, cuál
era, digamos, el estado de prostración que provocó la toma de conciencia de
algunos grupos y personas hasta la cristalización de tales deseos en el
documento pontificio? Una descripción fenomenológica y sintética, la
hallamos en la carta pastoral que el Patriarca Sarto había dirigido a clero
y fieles de Venecia poco antes de su elevación al solio de san Pedro,
exactamente en 1895. El cardenal Sarto describe así los efectos de la
invasión del estilo teatral en la música de iglesia: “De tal género
(profano) es el estilo teatral que arreció en Italia durante este siglo. No
presenta nada que recuerde el canto gregoriano y las formas más severas de
la polifonía; su carácter intrínseco es la ligereza sin reservas; su forma
melódica, aunque muy agradable al oído, es dulzona hasta el exceso (…). Su
fin es el placer de los sentidos, y no busca otra cosa que el efecto
musical, tanto más agradable para el vulgo cuanto más amanerado en las
piezas concertadas y clamoroso en los coros; su forma es lo máximo del
convencionalismo: (…) aria del bajo, romanza del tenor, duetto, cavatina,
cabaletta y coro final, piezas todas convencionales, y que no faltan nunca
(…). Muchas veces se tomaron las mismísimas melodías teatrales aplicándoles
por fuerza el texto sacro; más a menudo se compusieron otras nuevas, pero
siempre de estilo teatral, o con reminiscencias, convirtiendo las funciones
más augustas de la Religión en representaciones profanas, cambiando la
iglesia en teatro, profanando los misterios de nuestra fe hasta el punto de
merecer la repulsa de Cristo a los mercenarios del templo: lo habéis
convertido en cueva de ladrones” .
¿Cómo se pudo llegar a una tal degeneración? Esclarecer las causas nos
llevaría muy lejos. Tal vez sería conveniente analizar, al menos “per summa
capita”, la entera historia de la música de la Iglesia. Brevemente: después
del período de oro del canto gregoriano (ss. IX-XI) empezó la proliferación
de formas amplificativas, muy del gusto de la época, como las secuencias y
los tropos, que llegarían a desembocar en el teatro medieval. Poco después,
empezó a dar sus primeros vagidos la polifonía, muy imperfecta en sus
inicios, hasta adquirir un gran prestigio en la época del Renacimiento (s.
XVI).
El Concilio de Trento no prohibió la polifonía, pero pretendió de ella gran
claridad y simplificación, para que se entendiera bien el texto, exhortando
al mismo tempo a que las obras polifónicas se basaran en la temática del
canto gregoriano. Los nombres de Palestrina, Lasso, Morales, De Victoria,
Guerrero y muchos otros son lo bueno y mejor de la polifonía, los autores
que mejor encarnan los ideales tridentinos. El Concilio de Trento intentó
también potenciar el canto gregoriano, que había decaído mucho; se le
llamaba “canto llano”. Pero faltaban las premisas para ello; cabría esperar
unos siglos todavía para que el renacimiento del canto gregoriano se pudiera
basar en estudios serios, sin los cuales no puede existir una práctica
aceptable y de categoría artística.
Lo que pasó desde Trento hasta mediados del siglo XIX se puede resumir en
esta frases de Giacomo Baroffio: “De hecho (…) en pleno siglo XVII la
polifonía absorbe la cultura musical de la época (la música concertada del
barroco). Y de tal contaminación no se eximirá ni el mismo canto monódico
litúrgico (…). La presencia de centenares de formularios escritos en los ss.
XVII-XVIII en este estilo -rico de préstamos de canciones populares (…)-,
abre la puerta a una total insensibilidad relativamente al carácter peculiar
de la música en la liturgia. La situación precipitará. A pesar de algunas
críticas aisladas, en las iglesias italianas acabará imponiéndose el estilo
operístico hasta la reforma de san Pío X” .
Quisiera notar, antes de pasar adelante, una cosa que no deja de ser
curiosa, y que es fruto de mi observación y, digamos, de mi oficio. Los
maestros de capilla de nuestras basílicas, en los siglos XVII-XIX, a pesar
de escribir mucha música concertada en el estilo de la época, también de vez
en cuando se acordaban de ser sucesores de Palestrina y de los grandes
polifonistas, e intentaban escribir en el estilo antiguo, con buena técnica
pero, claro está, con artificio y sin el perfume de las cosas auténticas. El
lenguaje tonal se había impuesto de manera aplastante, los viejos modos eran
ya sólo un recuerdo fantasmagórico. De todas maneras, podría decirse que la
devoción sacral al canto gregoriano y a la grande polifonía nunca se apagó
del todo, por lo menos en algunas iglesias privilegiadas.
“Preparación próxima” del documento
San Pío X, nacido en Riese (Treviso) en 1835, habiendo vivido en ambiente
musical desde la infancia, y habiendo practicado la música antes de ser
obispo, incluso como maestro de coro, sensible a todo lo que se estaba
moviendo en su tiempo para intentar salir del pantano de la música teatral,
estaba destinado a ser el hombre de la Providencia por lo que se refiere a
la restauración de la música sacra. La reforma se preparó, y no sólo en
Italia, en el seno de las Asociaciones de Santa Cecilia. La más antigua es
la de Ratisbona, y remonta al 1868, con Franz Xaver Witt. La escuela de
música de esa ciudad fue fundada ya antes del “motu proprio”; el mismo
Perosi fue alumno de ella. En Munich trabajaron Ett, Aiblinger y Prosker.
¿Quién no se acuerda de los nombres de Haller y Mitterer, cuyas obras
cantábamos en nuestra juventud? En Italia los nombres más importantes, entre
los precursores, son los de Guerrino Amelli y del P. Angelo De Santi, S.I.,
que fue el primer Préside de le Escuela Superior de Música Sacra -hoy
Pontificio Istituto di Musica Sacra- después que san Pío X la fundara en
1911. En 1888 el Patriarca Sarto pidió al P. De Santi que la preparara una
relación o “voto” según lo que iba escribiendo en sus magistrales artículos
de “La Civiltà Cattolica”. Pues bien, este “voto”, con muy pequeños
retoques, es el texto del futuro “motu proprio” de san Pío X. Es consabido
-y cosa normal- que los peritos preparan los documentos y los Papas los
firman y hacen suyos.
Entre los músicos que empezaron a trabajar en Italia según los criterios del
“motu proprio” estaban Salvatore Meluzzi (maestro de la “Cappella Giulia” de
San Pedro), el friulano Jacopo Tomadini, hasta llegar a Lorenzo Perosi,
Ernesto Boezi, Augusto Moriconi, Licinio Refice (mi gran predecesor en la
capilla de Santa María la Mayor, de cuya muerte, acaecida en 1954, se
cumplieron los cincuenta años el mes de septiembre de 2004) y Raffaele
Casimiri, a quien cabe el grande mérito de ser el restaurador de la
polifonía clásica, con sus estudios, transcripciones y ejecuciones con sus
“cantori romani” que, segun confesión de ancianos colaboradores, arrancaban
aplausos propios de un estadio de fútbol en los conciertos que daban por
todo lo ancho del mundo. De la herencia de Casimiri, muerto en 1943, el
mismo año en qué yo nacía , todavía estamos viviendo; la práctica polifónica
que yo mismo enseño a nuestros alumnos de Roma es la que proviene de
Casimiri, a través del magisterio personalísimo de Domenico Bartolucci.
También el órgano italiano fue objeto de revisión y de reconstrucción ideal,
como instrumento y como repertorio. Los nombres de Costantino Remondini,
Marco Enrico Bossi, Ulisse Matthey, con nuestro Mons. Raffaele Manari, son
los más destacados. Digo nuestro, porque él fue el profesor de órgano de
nuestro Instituto, y dos grandes nombres salieron de su escuela: Fernando
Germani y Ferruccio Vignanelli, amén de otros muchos. Manari proyectó y
estrenó el grande órgano Mascioni de cinco teclados de nuestra Sala
Académica, que por cierto está siendo integralmente restaurado con el
contributo de la “Generalitat de Catalunya”, teniendo en consideración que
tres de los ocho “présides” que han gobernado el Instituto en su historia
casi centenaria han sido o son catalanes: un gregorianista come el abad
Gregori M. Suñol, un musicólogo como Mons. Higini Anglès, y, actualmente, ya
lo ven, el “músico práctico” que ahora les está hablando. El órgano se está
restaurando una vez terminados los trabajos de acondicionamiento da la Sala
Académica según las normas internacionales más modernas, y este será el
broche de oro de unas obras de restauración total del edificio y del parque
circunstante de la sede didáctica del Instituto, sita en Via di Torre Rossa
n. 21 (ex-abadía de San Girolamo), enfrente del Colegio Español. La obra
ingente que está llevando a cabo la Administración del Patrimonio de la Sede
Apostólica se integra con la restauración total de la Biblioteca, promovida
por la Fundación “Pro Musica e Arte Sacra”; también la Sala Académica, junto
al grande órgano, se verá enriquecida con un magnífico piano de gran cola
Fazioli, regalado al Papa Juan Pablo II para nosotros por Telecom Italia.
Perdonen esta digresión, pero creo interesante constatar que no todo es
negativo en estos momentos, y que hay interés por parte de la Santa Sede en
potenciar la música sacra. También esto, a cien años de distancia, se puede
considerar un fruto del “motu proprio” de san Pío X.
Los congresos tuvieron una importancia extraordinaria, especialmente el
“Congresso Cattolico di Venezia” del 1874, el de Milán de 1880, el de Soave
(Verona) de 1889, y los que se celebraron después del “motu proprio”; entre
ellos quisiera mencionar el de Barcelona de 1912, Tercer Congreso Nacional
Español de Música Sacra, en el cual se puso de manifiesto hasta qué punto el
“motu proprio” había sido acogido con fervor en toda España, y
particularmente en Cataluña. En dicho congreso fueron protagonistas nuestros
grandes maestros: Millet, con su “Orfeó Català” (por quien Mons. Casimiri,
presente en el congreso, sentía una admiración ilimitada), Mn. Romeu,
Nicolau, Gibert, etc. Los nombres destacados en todo el ámbito geográfico
español son constelación: Otaño, Torres, Iruarrízaga, Goicoechea, Urtega,
Beobide, Guridi, etc., etc Ya quisiera yo añadir todos los de México, pero
me voy a limitar a un nombre ilustre entre todos, gloria también de nuestro
Instituto : el Maestro Miguel Bernal Jiménez..
Tuvieron gran influjo los periódicos y, naturalmente, las escuelas. Ya antes
de la fundación de la escuela de Roma, amén de la de Ratisbona, surge en
París, en 1878, la famosa “Schola Cantorum”, precedida en 1817 por la
“Institution royale de musique classique et réligieuse”; en Bélgica, bajo el
numen de Lemmens y de Gevaert, funcionaba en Malinas la escuela de música
sacra. La “Associazione italiana di Santa Cecilia” (A.I.S.C.) nació en 1880.
Ya en 1873 había surgido en Estados Unidos una asociación ceciliana, y una
Asociación de San Gregorio Magno se fundó en Holanda en 1876, y en 1884 nace
una asociación ceciliana en Inglaterra.
Como podemos ver, el ambiente estaba bien caldeado. Efectivamente san Pío X,
apenas elegido pontífice romano en 1903, teniendo entre sus primeras
preocupaciones -tra le sollecitudini- el problema della liturgia y de la
música sacra, puede publicar solemnemente su capital documento convencido
que, a pesar de las previsibles resistencias que iba a encontrar, de todas
formas su voz no se perdería en el desierto.
LOS PRINCIPIOS PERENNES
Después de este esbozo del contexto histórico en que nació y se propagó el
“motu proprio”, con peculiares referencias a Italia, por ser la cuna de san
Pío X y de su documento, y el centro de la Iglesia Católica, y también por
ser el lugar habitual de mi residencia y de mi trabajo desde hace más de
cuarenta años, vamos ahora a pasar a una análisis y breve comentario de los
puntos esenciales, que son la introducción, los principios generales y los
géneros de la música sacra. Todo esto, en líneas generales, continúa
manteniendo su validez. Es en las disposiciones concretas donde más se acusa
el paso del tiempo y, por lo tanto, son de menor interés para nosotros. Les
remito a la lectura integral del documento, comparándolo con el cap. VI de
la “Sacrosanctum Concilium” del Vaticano II y la subsiguiente instrucción de
la Sagrada Congregación de Ritos de 1967. Naturalmente, no faltará alguna
referencia al quirógrafo de Juan Pablo II.
Aunque no pertenezca directamente al tema que nos ha sido delimitado, es
casi imposible, leyendo la descripción del Patriarca Sarto sobre la penosa
situación de prostración de la música sacra en el siglo XIX, y la saludable
reacción restauradora que el “motu proprio” sancionó, es casi imposible,
repito, no ver las analogías con la situación actual, a la que alude el
mismo Juan Pablo II en su reciente encíclica “Ecclesia de Eucharistia”
cuando dice que “cabe lamentar que, sobre todo a partir de los años de la
reforma litúrgica postconciliar, a causa de un malentendido afán de
creatividad y de adaptación, no hayan faltado abusos (…). Una reacción al
‘formalismo’ ha llevado algunos (…) a considerar no obligatorias la “formas”
escogidas (…) y a introducir innovaciones no autorizadas y a menudo no
convenientes. Siento por tanto el deber de exhortar con calor a que, en la
celebración eucarística, se observen con gran fidelidad las normas
litúrgicas”. Vendrá, pues, espontáneo -y no creo que sea desatinado ni
inútil- hacer alguna consideración de este tipo de en la exposición del
contenido del “motu proprio”, a la que vamos a pasar acto seguido.
Vamos a fijarnos primeramente en lo que podríamos llamar “principios
perennes” de la música sacra, breve y magistralmente expuestos por san Pío
X. Notemos ya desde ahora que su doctrina, con algunos matices, es asumida
por el Concilio Vaticano II en el mencionado cap. VI de la Constitución
sobre la Liturgia. El Concilio alude claramente al “motu proprio” cuando,
con relación a la doctrina pontificia habida durante los siglos sobre esta
cuestión, dice explícitamente: “præeunte Sancto Pío X”; como para afirmar
que el Papa Sarto emanó el documento más importante de toda la historia de
la Iglesia sobre nuestra cuestión, más notable en cuanto fueron mayores los
éxitos que obtuvo. Importantes documentos anteriores, como la encíclica
“Annus qui” de Benedicto XIV, ya vimos que quedaron en la práctica letra
muerta San Pío X, dando el valor de “código jurídico de la música sacra” a
su “motu proprio”, enumera las connotaciones que la deben caracterizar, y
que nacen de una premisa imprescindible, es decir: “la música sacra, como
parte integrante de la liturgia, participa de su finalidad general, que es
la gloria de Dios y la santificación de los fieles”. Fustigando aquella
música que no se armoniza con esta finalidad, usa estas tremendas palabras:
“sería vano esperar que (…) descienda abundante sobre nosotros la benedición
del Cielo, cuando nuestro obsequio al Altísimo, en lugar de ascender en olor
de suavidad, pone, en cambio, en las manos del Señor los azotes con los
cuales el Divino Redentor arrojara del templo a los idignos profanadores”.
Debiendo, pues, ser la música sacra cónsona a la “dignidad y santidad del
templo”, y siendo ésta una exigencia de todo tiempo y de todo lugar, de ello
se desprende que “la música sacra tiene que poseer en el mejor de los grados
las cualidades que son propias de la liturgia”, que se reducen a tres:
santidad, arte verdadera o bondad de formas, de las que fluye
espontáneamente la tercera cualidad, que es la universalidad.
La “santidad” de la música sacra
La música sacra “debe ser santa, con exclusión de cualquier profanidad, no
sólo en sí misma, sino también en el modo de ser propuesta por parte de los
ejecutores”.
Ya hemos dicho que la música “profana”, o de sabor profano, que san Pío X
pretendía alejar del templo era la de molde teatral. La acción del Papa
quiere ser sumamente enérgica, obligando en conciencia a todo el mundo,
desde los obispos hasta el último “agente” litúrgico, desafiando con firmeza
la impopularidad que la instrucción, según la previsión catastrófica de
muchos, iba a encontrar. En la conclusión del documento no se olvida de
nadie: “Se recomienda a los maestros de capilla, cantores, personas del
clero, párrocos y rectores de iglesias, canónigos de colegiatas y
catedrales, y sobre todo a los ordinarios diocesanos, que favorezcan con
todo el celo estas sabias reformas, deseadas desde hace mucho tiempo y
concordemente invocadas por todos, a fin de que no caiga en menosprecio la
misma autoridad de la Iglesia, que repetidamente las ha propuesto y ahora
nuevamente las inculca”. Contra las posibles reacciones desfavorables, y
para que no suceda como en el pasado, invoca el prestigio de la autoridad de
la Iglesia, que tiene que ser salvado con la colaboración de todos.
En la carta pastoral de Venecia había esgrimido un argumento que tiene
resonancias muy actuales, cuando decía: “el solo placer no fue nunca el
recto criterio para juzgar de las cosas sagradas, y el pueblo no tiene que
ser nunca favorecido en las cosas malas (non buone), sino educado e
instruido”. Este es un principio que habría que tener muy presente cuando,
con el pretexto de atraer al pueblo, y sobre todo a los jóvenes, se
introducen hoy en la liturgia – ¿con qué competencia y con qué
autorización?- tonadillas insulsas y efímeras, mala imitación de productos
ligeros o exóticos que, a todas vistas, son y serán, en su esencia endeble,
nada más que musiquillas “profanas”, que sería mejor, según el sentido
etimológico de la palabra “profano”, tener fuera del templo, lejos de la
celebración de los sagrados misterios. Ya sé que hoy no es fácil entender la
palabra “santidad” en sentido unívoco cuando tanto han sido ensalzadas las
realidades “profanas” y lo proprio de cada latitud. Incluso san Pío X
reconoce lo vidrioso del tema cuando dice en la introducción del “motu
proprio”: “sea por la naturaleza de esta arte (la música), que es fluctuante
y variable, sea por la sucesiva alteración del gusto y de las costumbres en
el decurso del tiempo, o bien por el funesto influjo que ejerce en el arte
sagrado el arte profano y teatral, o por el placer que la música
directamente produce y que resulta difícil contener en sus justos límites,
(…) hay una continua tendencia a desviarse de la recta norma (…)”.
Yo me pregunto: si todo el mundo está de acuerdo -cosa hoy muy difícil- en
que hay que observar un cirto estilo en los ornamentos sagrados, en la
arquitectura y decoración de las iglesias, no digamos en la corrección y
sobria elegancia de las versiones de los textos litúrgicos, etc…, ¿es
posible que la música sea el “rancho grande” donde lo bueno y lo malo tengan
el mismo valor, y donde el concepto mismo de “profanidad” ya no tenga que
ser tenido en cuenta?
Yo creo que las comisiones diocesana e interdiocesanas -¡y ojalá que Roma
asumiera también sus responsabilidades!- tendrían que controlar los
repertorios locales y excluir aquellas músicas -y aquellos textos,
naturalmente- que son descaradamente profanos, y que, en todo caso, son
pasables para encuentros conviviales o excursiones, pero que desentonan en
el contexto sacro de la celebración de los sacramentos, y especialmente de
la misa. San Pío X añadía, con relación a la “santidad”: “no sólo en sí
misma, sino también en el modo de ser propuesta por parte de los
ejecutores”. ¿Creen Vds. que es aceptable ver junto a los sagrados
ministros, junto al altar sagrato, a veces en el mismísimo sagrado
presbiterio, conjuntos de guitarras, baterías y otras hierbas, como si
estuviéramos en una discoteca? Para terminar este párrafo, voy a recordar
una frase de Pablo VI dirigida al congreso del A.I.S.C. en 1968: “No todo lo
que se encuentra fuera del templo tiene aptitudes para franquear sus
umbrales”.
La “bondad de forma” de la música sacra
El segundo “principio perenne” que el “motu proprio” pretende de la música
sacra es el concepto de “arte verdadera” o de “bondad de formas”. Es un
principio de evidente buen sentido. Yo diría que no cualquier música, aunque
se trate de música de verdad y bien escrita, es digna “ipso facto” de entrar
en el patrimonio sacro.
Es evidente. Los valses de Strauss son bellísimos y de factura impecable,
pero no son para la iglesia. Pero me parece igualmente evidente el pretender
que cualquier música sacra tenga que ser “música de verdad”, escrita y
ejecutada con todas las reglas del arte, por más que se trate de música
sencilla o popular. Pensemos en lo sublime de la “Missa Brevis” gregoriana.
Pensemos en la nobleza de inspiración y riqueza de módulos musicales de un
canto que nuestro pueblo catalán ejecuta todavía a pulmón henchido: el “Crec
en un Déu” de Mn. Romeu. Límpidos ejemplos de cómo puede haber música
litúrgica simple y popular, que sea, al mismo tiempo, excelso producto de
arte.
Quisiera subrayar que las reformas da la música sacra operadas en el curso
de los siglos, inclusive la de san Pío X, tuvieron el carácter de una
purificación; pero está el hecho de que las músicas que se pretendía alejar
del repertorio, aun en el caso de ser mediocres o inadecuadas, por lo menos
presentaban una cierta “corrección formal”. El Concilio de Trento no
prohibió la polifonía, sino un cierto tipo de polifonía de carácter
exhibicionista, de grandes alardes técnicos, pero que poco tenía en cuenta
el texto litúrgico, que era mero pretexto para encumbrar una vanidad humana
de alta sabiduría técnica y de sofisticada ejecución. San Pío X tuvo que
luchar para desterrar la música teatral, de repelente sabor profano, pero
escrita, en el fondo, siguiendo las reglas de la armonía y de la sintaxis
musical.
En cambio, la reforma a la que hoy se aspira tiene que habérselas muchas
veces con “musiquillas” que ni tan sólo conocen el abecedario de la
gramática musical. ¿Cómo se podría hablar de “verdadera arte” cuando nos
hallamos con productos banales, a imagen y semejanza de la “música de
consumo” más trivial, melodías sin melodía, ritmos obsesionantes, sin otra
armonización que algunas sumarias indicaciones de acordes para ejecuciones
“guitarreras”? Esto es lo que tristemente emerge repasando el repertorio de
la mayoría de iglesias italianas; mas no creo que el problema se limite a
Italia.
Tampoco hay que ignorar los nobles esfuerzos que en muchas partes se hacen
para limpiar y mejorar el repertorio. ¡Y lejos de mí afirmar que hoy todo es
malo, y que lo que se hizo a raíz del “motu proprio” todo fue bueno! Los
mayores nos acordamos, por ejemplo, de una misa que circulaba y gozaba de
gran popularidad en nuestras iglesias de Cataluña; esta misa pretendía
inspirarse en el “motu proprio” y, para más inri, ostentaba el título de
“Misa de Pío X”; su autor era un tal Julián Vilaseca. Era la cosa más
ramplona de este mundo, de una pedestre teatralidad, exactamente la música
que san Pío X pretendía desterrar. ¿Quién podría perorar la “santidad” y la
“bondad de forma” de esa música irrisoria y de efectismos casi cómicos,
comparándola con la nobleza, la profunda piedad y la sublime perfecciòn
artística de una “Pregària a la Verge del Remei” de Millet, o de “l’Himnari
dels Fidels” de Dom Ireneu Segarra?
La “universalidad” de la música sacra
Pasemos ahora a la tercera “connotación”, al tercer “principio perenne”: la
“universalidad”. El Concilio Vaticano II prefirió no mencionar este punto.
Ni la “Sacrosanctum Concilium” ni la instrucción de 1967 hablan de
“universalidad”. Es más, el comentario auténtico de esta Instrucción afirma
textualmente que “habiendo puesto el Concilio el principio de admitir en la
Sagrada Liturgia aquellas expresiones peculiares que responden a la índole,
cultura y tradición de cada pueblo, este tercer elemento (la
“universalidad”) ya no se podía proponer”.
Yo me permito no estar de acuerdo con una tal conclusión, que me parece
apresurada. Tal vez la “culpa” sea de Pío XII, que en su encíclica “Musicæ
sacræ disciplina” vinculaba la connotación de “universalidad” al solo canto
gregoriano, haciendo, a mi juicio, un paso atrás con respecto al documento
de San Pío X.
Que el canto gregoriano, impuesto con el latín a todo el mundo que usa el
rito romano, pudiera tener un carácter de universalidad, es evidente. Pero
aquí se trata de convencer, no de vencer. El canto gregoriano puede ser
“universal” menos por su imposición que por sus características intrínsecas.
Y esas son las que pondera san Pío X. Desde luego, el “canto gregoriano” en
sí mismo, patrimonio acumulado en el curso de tantos siglos con la fusión
armónica de tantas y tan distintas tradiciones, incluso heterogéneas, sobre
las alas de la lengua latina, tenía y tiene por su misma personalidad y
fuerza artística y espiritual, vocación de universalidad. En este canto
sublime -bajado directamente del cielo junto con el canto popular, en frase
del M° Lluís Millet- es donde San Pío X ve brillar “in grado sommo” los tres
principios que juzga indispensables para la música sacra: santidad, bondad
de formas, universalidad.
Esto por lo que al canto gregoriano se refiere. Pero san Pío X no es
exclusivo; también la mejor polifonía sacra, empezando por la escuela romana
o palestriniana, reluce por estas cualidades, sobre todo cuando sus temas
nacen del canto gregoriano, y con este sublime canto monódico comparte
modalidad, libertad rítmica (primado del texto), claridad (compatible con la
grandiosidad arquitectónica) etc. La apertura de san Pío X es total hacia la
música de nueva composición, mientras esté sujeta a los principios generales
enucleados, y, desde luego, la piedra de toque para verificar la validez de
una música nueva para la liturgia -que se supone escrita “a regola d’arte”-
es siempre el canto gregoriano: “ Fue siempre considerado -dice- el modelo
supremo de la música sacra, y se puede establecer con todo fundamento la
siguiente ley general: una nueva composición de iglesia será más sacra y
litúrgica cuanto más se acerque en su aire, en su inspiración y en su sabor
a la melodía gregoriana, y será menos digna del templo cuanto más se aleje
de aquel supremo modelo”.
La norma es, pues, no la letra sino el “espíritu” del canto gregoriano”.
El “espíritu” del canto gregoriano
El “espíritu” se halla, por supuesto, en el mismo canto gregoriano. Mi
experiencia me enseña que el canto gregoriano tiene cualidades para poder
ser propuesto a todas las culturas. Cuantas veces lo he preguntado a
nuestros alumnos, que provienen de todos los cuatro puntos cardinales de la
tierra, la respuesta ha sido siempre positiva, unánime. Entonces yo me
pregunto: ¿cómo se justifica el abandono general del canto gregoriano en
nuestra Europa, sobre todo en los países de cultura latina, que deberían ser
los más próximos a este canto por tradición musical, lingüística y cultural?
¿Tal vez el Vaticano II dijo que había que arrinconar el canto gregoriano?
Esto es lo que suelen decir muchos curas cuando una cosa no les va a genio:
¡lo ha prohibido el Concilio! En el tanto citado cap. VI de la “Sacrosanctum
Concilium”se lee todo lo contrario: “La Iglesia reconoce el canto gregoriano
como canto proprio de la liturgia romana; por esto, en las acciones
litúrgicas, en paridad de condiciones, se le reserve el lugar principal”.
Implícitamente, a más de la normativa explícita, se prescribe el uso del
latín, al canto gregoriano indisolublemente unido. ¿Como ha sido posible un
abandono tan general? ¿Con qué ventajas? Tal abandono, que a veces roza el
hastío, tanto de conocimiento como de práctica del canto gregoriano, es, a
mi juicio, una de las causas de la pobreza actual. Nos lamentamos de ella,
pero nos falta el coraje para encontrar antídotos y, muchas veces,
preferimos ni hablar del tema.
Creo necesario, si se quiere pensar seriamente en una “reforma”, en el
sentido de fidelidad al Concilio, que se restituya el canto gregoriano según
las posibilidades de cada comunidad, sino olvidar que nada que valga la pena
se obtiene sin constancia y sin esfuerzo. Además, habría que conservar un
repertorio “de base” (por lo menos el “Jubilate Deo” de Pablo VI) o, aun
mejor, el “Liber cantualis”, en todos los repertorios locales. El canto
gregoriano nos une a todos, pone de manifiesto y “crea” la unidad de la
Iglesia, tiene un valor de tipo sacramental.
El “espíritu” del canto gregoriano tendría que informar toda música de
iglesia; sería ya de por sí una garantía de que las nuevas composiciones de
cualquier género (polifónico, concertado, monódico, complejo, simple,
popular, etc.) estuvieran en condiciones de tener las cualidades necesarias.
No se trata de copiar, sino de impregnarse del “espíritu”. Pensemos en las
composiciones litúrgicas de un Duruflé, de Bartolucci, del P. Segarra, en la
“missa del Roser” y en la del Centenario de Balmes, de Mn. Romeu, en el
océano de música espiritual y religiosa de nuestros grandes maestros.
El canto gregoriano, siendo producto genuino de antiguas tradiciones,
incluso populares, de nuestro mundo mediterráneo, europeo y oriental
-incluso el canto de la sinagoga-, tiene puntos de contacto, analogías, con
todas las tradiciones musicales auténticamente populares esparcidas en lo
ancho del mundo. Me encanta escuchar melodías africanas, asiáticas,
americanas, con todos sus ritmos, sus instrumentos, sus percusiones, siempre
que de auténtica tradición popular se trate. Cantos orientales, árabes, lo
que sea. Sus modos, sus escalas, sus melodías son parientes del canto
gregoriano. Basta non confundir lo auténticamente “popular” con la
pseudo-cultura de la “Coca-cola”. La fusión hermanadora entre canto
gregoriano y cantos de las más diversas regiones sería una excelente base
para la “inculturación”, que tendría que ser de doble dirección, y que
resultaría tanto más acertada cuanto más cada cultura local se “inculturase”
en el tesoro tradicional de la Iglesia. Este es uno de los retos que están
ya desafiando muchos de nuestros ex-alumnos de estos países.
Y todavía una consideración final, que habla de la apertura de ánimo de san
Pío X. Mientras Pío XII, como decíamos, vinculaba la “universalidad” de la
música de iglesia al solo canto gregoriano, el “motu proprio” reconoce el
derecho “a cada nación de admitir en las composiciones de iglesia aquellas
formas particulares que constituyen en cierto modo el carácter específico de
su propia música, con tal que se subordinen a los caracteres generales de la
música sacra (santidad y bondad de formas), de tal manera que ninguna
persona de otra nación pueda llevarse una mala impresión al escucharlas”.
Creo que san Pío X pensaba en la tradición de usar en la liturgia músicas
concertadas y orquestales, propias de los paises anglosajones. Oyendo una
misa de Mozart o de Schubert en sede litúrgica, podemos pensar que no son
propias de nuestra tradición, pero en modo alguno nos llevamos una mala
impresión o nos escandalizamos. Sólo los que se creen el ombligo del mundo
son propensos al escándalo.
Pero es que el horizonte se ensancha. Tampoco creo que puedan producir una
mala impresión las auténticas expresiones de cultura “popular” de cualquier
rincón del mundo. La puerta está abierta para reconocer el carisma de
“universalidad” a cualquier tradición musical que pueda exhibir las
connotaciones consabidas de “santidad” o verdadera expresión de
religiosidad, y de “arte verdadera”, aunque sencilla y popular. Hay que ir
con más cuidado, en cambio, con la música “culta”, en el sentido de que no
todas las producciones “sacras” contemporáneas (o del pasado), con ser tal
vez “arte de verdad”, pueden entrar indiscriminadamente en el repertorio
litúrgico, o por hermetismo de lenguaje, o por otras rarezas, que ponen en
tela de judicio su “universalidad”. Dice con frase feliz Giacomo Baroffio
que “el oratorio no tiene que convertirse en laboratorio”. Sedes habrá más
adecuadas para este tipo de experimentos que las celebraciones litúrgicas,
que tienen que ser “aptas para todos los públicos”.
La formación musical
Otro aspecto validísimo del “motu proprio”, sobre el cual ya no nos es
posible detenernos, pero sí por lo menos insinuarlo, es el de la educación.
Para obtener los efectos deseados, además de comisiones de música sacra que
tienen que velar por el repertorio y por su ejecución, es necesario que la
música se estudie en los seminarios y casas religiosas, y que se creen
“scholæ canturum” para la ejecución de la polifonía y de la buena música
litúrgica. Quiere que se hable de la música sacra en las clases de otras
disciplinas (liturgia, moral, derecho canónico) en los puntos que tengan
relación con ella; asimismo, se instituyan “scholæ cantorum”, de mayor o
menor grado, en todas las iglesias. Para tener buenos formadores, cabe
sostener y promover las escuelas superiores de música sacra y fundar otras
nuevas.
Casi con las mismísimas palabras de san Pío X se expresa también el Concilio
Vaticano II. El P.I.M.S. y otras muchas instituciones en todo el mundo,
están cumpliendo con vitalidad y entusiasmo estas consignas. También las
escuelas de música sacra de México. Hay que profundizar en este tema.
Pero es justo hacer otra observación: las condiciones de la vida moderna, en
comparación can las del período preconciliar, son muy distintas. En los
seminarios de nuestra juventud había clase diaria de solfeo y, después, de
canto gregoriano y de canto religioso, ejercitándonos en la polifonía en la
“schola cantorum”, y estudiando piano y órgano quien lo deseaba o tenía
cualidades. Actualmente, ni siquiera en la “ratio studiorum” propuesta por
la Congregación de la Educación católica hay rastro alguno de música, de
ningún tipo. Por lo menos hasta hace poco tiempo. Creo que son muchos los
que desean que se insista otra vez, junto con los estudios “humanísticos”,
base idónea donde asentar filosofía y teología, también en estudios
musicales, por lo menos elementales, sin cuyo conocimiento no se puede
cencebir un estudio y una práctica concreta de la música sacra.
CONCILIO Y POSTCONCILIO
Así, de la mano de san Pío X, llegamos a los mismos umbrales del Concilio
Vaticano II. Los documentos de Pío XII y de la Congregación de Ritos se
limitaron a aplicar el “motu proprio”, a veces limitando su amplia visión.
Lo que pasó después del Concilio, lo hemos vivido en nuestra carne, y a
menudo como misterio de pasión. Sobretodo al constatar que la praxis ha
seguido rutas muy distintas – por no decir opuestas – a cuanto dijo el
Concilio. Me voy a limitar a dar un resumen de lo que se lee en el cap. VI
de la Constitución “Sacrosanctum Concilium” sobre la Liturgia, capítulo
dedicado enteramente a la música sacra:
1. La Iglesia aprueba todas las formas de arte auténtico, adornadas de las
cualidades necesarias, y las admite en el culto divino. La finalidad de la
música sacra es la gloria de Dios y la santificación de los fieles.
2. Es necesario conservar y fomentar con la máxima atención el tesoro de la
música sacra y promover diligentemente las “scholae contorum”, sin olvidar
la participación activa de los fieles.
3. Hay que dar mucha importancia a la formación y a la práctica musical en
seminarios, noviciados, casas de estudios religiosos, etc. (...) También se
recomienda la erección de institutos superiores de música sacra.
4. La Iglesia reconoce el canto gregoriano como canto propio de la liturgia
romana; por eso en las acciones litúrgicas, en paridad de condiciones, le
corresponde el lugar principal.
5. No se excluyen los otros géneros de música sacra, especialmente la
polifonía.
6. El órgano tubular ha de ser tenido en grande estima en la Iglesia latina.
Su sonido puede añadir un admirable fulgor a las cerimonias y elevar
potentemente las almas a Dios y a las cosas superiores. Se podrán admitir
otros instrumentos, siempre y cuando sean aptos o adaptables al uso sagrado,
sean cónsonos a la dignidad del templo y ayuden de verdad a la edificación
de los fieles. (...)
7. Los músicos cristianos deben sentirse llamados al cultivo de la música
sacra. Compongan melodías que tengan las características de la auténtica
música sacra, para los coros grandes, los más modestos, y para el pueblo.
La Instrucción de la Congregación de Ritos del 5 de marzo de 1967 da mayores
precisiones, como es natural, poniendo de relieve, entre otras cosas, la
importancia aún mayor de la “Schola”, pero sin apartarse en nada de lo
decidido por el Concilio. Juzguen ahora ustedes mismos si, en lo que nos ha
tocado vivir en estos cuarenta años de postconcilio, se ha venido observando
lo que entonces fue decidido o no. Yo me atreviría a decir que en ningún
ámbito de los que abordó el Concilio – y fueron prácticamente todos – se ha
producido desviación mayor que en el campo de la música sacra.
Se podría hablar durante horas, pero creo que todo lo que ha pasado se
podría resumir en una palabra, y es esta: anarquía. En un sector tan
importante por su estrecha, íntima, inseparable vinculación con los sagrados
misterios, Roma nunca hubiera debido declinar su gran responsabilidad
normativa, como desgraciadamente ha pasado. Ha sido necesario esperar
cuarenta años para que se produjera un documento pontificio de importancia,
como es el quirógrafo de Juan Pablo II, cuyo título es “Mossi dal vivo
desiderio”, conmemorativo del centenario del “motu proprio” de san Pío X.
Pero ¿quién conoce tal documento? ¿Quién ha hablado de él? Yo les puedo sólo
decir que es la convalidación de la doctrina de san Pío X, sin cambiar ni
una coma de lo que es esencial; es más, recuperando algunos aspectos a los
que el Concilio había puesto la sordina, como la connotación de
“universalidad”, en el sentido de aptitud para todos los públicos. Ustedes
pueden encontrar este documento en la antología de textos específicos del
Magisterio de la Iglesia publicada recientemente por nuestro Instituto, cuyo
título es “Iucunde laudemus”.
Hace ya algunos años que me esfuerzo en convencer a mis superiores – y la
cosa ya es de público dominio, por tanto el clamor va “in crescendo” – de la
necesidad de un organismo pontificio que tenga autoridad normativa en un
sector tan vital para la Liturgia de la Iglesia. Una autoridad y competencia
que muchos creen que pertenece al Pontificio Istituto di Musica Sacra,
mientras que no es así: nosotros somos sólo una institución académica, y si
alguna autoridad tenemos es sólo moral, lo que en italiano llaman
“autorevolezza”. No creo lejano el día en que la Iglesia del Papa Benedicto
XVI vaya a dar este paso que podría ser, a mi modesto juicio, de grande
ayuda para salir del
atolladero en que nos encontramos.
Para salpicar lo doctrinal con lo anecdótico, les voy a contar lo que
sucedió en Roma alrededor de los años 60. Fue el fenómeno llamado “messa
beat”, compuesta por Marcello Giombini – que, por cierto, no era lego en
música – y patrocinada por el mismísimo cardenal Giacomo Lercaro, una misa
con ritmos y percusiones y melodía de festival de música ligera, que debía
operar el milagro de acercar toda la juventud a la Iglesia. El milagro ha
sido todo lo contrario: pasó la “messa beat” sin pena ni gloria, y las
iglesias se han vaciado, sobretodo de jóvenes. El mismo Giombini – que se
profesaba ateo – tuvo todavía tiempo de hacer un “mea culpa” y reconocer
públicamente su error. No tuvo tiempo el cardenal Lercaro, pero
undudablemente lo hubiera hecho, puesto que era un grande hombre de Iglesia.
Que quede bien claro que yo no juzgo la buena fe de las intenciones, sino
los fallos objetivos. Es más, en aquellos momentos yo mismo, que estaba en
la flor de la juventud, me dejé arrastrar también por el entusiasmo. De
hecho, esta misa “beat” fue el primero de toda una cadena de errores que
dura hasta nuestros días, como la experiencia misma del Congreso lo
atestigua. Hemos sido capaces de entronizar músicas blandengas que nada
tienen de solidez técnica ni del sabor de la verdadera música de iglesia;
esa tiene su parámetro irrenunciable en el canto gregoriano y no en músicas
de película de falso sabor modal, tipo “Exodus”.
La misa “beat” fue desgraciadamente como una deflagración nuclear, con la
fatal consecuencia de otorgar “carta de gracia” a una praxis tan peligrosa
como atrevida, a saber: que la música litúrgica podía ser – ¿o tenía que
ser? – una pura y simple transposición de la música profana de moda.
Erróneamente y contra toda justicia a este tipo de música de consumo,
inconsistente, vacía, insípida y efímera, la llaman “música popular”, como
ahora también llaman “concierto” a los espectáculos hechos de ruídos
ensordecedores y contorsiones, que si alguna calificación merecen es la de
“desconcierto”. Es precisamente este falso género “popular”, impuesto por la
fuerza arrolladora de los “mass media”, al servicio de comerciantes sin
escrúpulos, que ha secado las fuentes puras del canto gregoriano y del
verdadero canto popular, fomentando incluso un odio, un hastío de cuyo
origen maligno no se puede dudar, hacia lo que era, es y será la gloria más
pura de las celebraciones de la Iglesia católica.
De manera paralela a lo que pasó en tiempos de san Pío X, se impone también
ahora una reforma, en el sentido de una purificación, de una conversión
positiva hacia la “norma” de la Iglesia, que es el canto gregoriano, ya en
sí mismo que como principio inspirador de cualquier música litúrgica. “Nova
et vetera”: el tesoro de la tradición, y lo nuevo enraizado en la tradición.
Ipso facto, las cosas endebles o malas caerán por sí mismas, como cayó la
misa “beat”. No se trata de vencer sino de convencer.
Estoy preparando un libro con las numerosas conferencias que en estos años
he pronunciado por lo ancho del mundo, como hoy aquí en Torreón, y que
tendrá por título la frase del salmo: “Excitabo auroram”. Yo presiento ya en
el horizonte esta nueva aurora. Siento que las instancias que empujan esta
nueva aurora están en la base, en un deseo que se está difundiendo y
afianzando en sectores cada vez más amplios del pueblo de Dios. A nosotros
nos toca el catalizar y reforzar estos deseos. No será cosa fácil, pero lo
importante es tener una dirección clara, una meta hacia la cual orientar
nuestros trabajos. Y ustedes, con su admirable sentido de fe entusiástica,
serán los primeros a secundar esta “conversión” que nos incumbe a todos, no
para procurarnos satisfacciones personales, sino para obrar la verdad y la
justicia.
Termino con la lectura de los últimos párrafos de mi ponencia en la Jornada
dedicada a la música sacra el pasado 5 de diciembre de 2005, a cargo de la
Congregación del Culto Divino, ponencia que fue recibida por el público
presente con ovaciones extraordinarias, y que ha tenido un eco inesperado:
ya casi estoy cansado de entrevistas con televisiones, radios, revistas y
periódicos, amén del correo electrónico que llega sin cesar. Cansado, pero
contento... “Excitabo auroram”.
Decía entonces, y lo repito ahora:
“El canto gregoriano no debe permanecer en el ámbito de la academia, no
tiene que ser una momia de museo, sino que debe recuperar su papel de canto
vivo, también de la asamblea en lo que le toque, seguro de que va a hallar
en él la satisfacción de sus más profundas tensiones espirituales, y se
sentirá verdaderamente pueblo de Dios.
Es hora de decidirse, es hora de que de las iglesias mayores, de las
catedrales, de los monasterios, de los conventos, de los seminarios y de las
casas de formación venga el ejemplo luminoso. Y así también las parroquias,
hasta las más humildes, incluso los grupos y movimientos eclesiales,
acabarán por sentir el contagio de la belleza suprema del canto de la
Iglesia, que va a resonar persuasivo y va a amalgamar al pueblo con el
verdadero sentido de la catolicidad. Y el canto gregoriano informará también
las composiciones de nuevo cuño y guiará con el auténtico “sensus Ecclesiae”
los esfuerzos de una recta inculturación.
Es más, mi experiencia me afianza en la idea de que las más remotas
tradiciones locales son parientes próximas del canto gregoriano, y también
en tal sentido el canto gregoriano es verdaderamente universal, apto para
todos los públicos, con capacidad de constituir una amalgama, en el respeto
de la unidad y la pluralidad, característica constitutiva de la Iglesia
católica.
Todo esto será posible con el concurso de dos factores que juzgo de la
máxima importancia:
1) La necesidad de la formación musical y litúrgica de sacerdotes,
religiosos y fieles. Hay que actuar con seriedad para evitar perjudiciales
dilectantismos. Hay que arrastar en el compromiso – asegurando también una
justa remuneración – a quienes con tanto ahinco se prepararon para tal
servicio. En una palabra, hay que saber destinar dinero para la música. No
es lógico que se gaste en todo, inclusive flores y alfombras, excepto que en
la música. ¿Qué sentido tendría animar los jóvenes a estudiar y después
tenerlos en huelga, o más aún, humillados y zarandeados por nuestros
caprichos y nuestra escasa seriedad?
2) Necesidad de concordia en la acción. Nos recuerda Juan Pablo II en su
quirógrafo: ‘El aspecto musical de las celebraciones litúrgicas no se puede
dejar a la improvisación ni al arbitrio de los particulares, sino que hay
que confiarlo a una bien concertada dirección en el respeto de las normas y
competencias’.Respeto, pues, de las normas. Este es el deseo cada vez más
general. Esperamos indicaciones dignas de crédito e impartidas con
autoridad. Este es un servicio que, coordinando todas las iniciativas e
instancias locales, compete a la Iglesia de Roma, a la Santa Sede. Este es
el momento oportuno, y no hay tiempo que perder.”
Muchísimas gracias por su atención.
Torreón Coahuila, 22 de febrero de 2006
(cortesía Martín http://www.foros.catholic.net/)