LA MONODIA CRISTIANA: EL CANTO GREGORIANO (Resumen Histórico)
Fue la influencia judía la que predominó en los primeros tiempos de la
música cristiana. Aunque no se tuviera ninguna otra prueba, todavía hoy se
podría discernir el parentesco entre los cantos de las liturgias hebraica y
católica, que nos recuerda que el cristianismo nació en el seno del
judaísmo, que durante el período apostólico se extendió primeramente entre
los judíos de la “diáspora” y que Jerusalén perduró como su capital.
Los primeros oficios cristianos se modelaron conforme al culto hebraico.
Tenían el mismo fondo, los textos, los salmos del Antiguo Testamento. Filón
resalta las analogías entre los cánticos de los cristianos del siglo I y los
de los sectarios judíos, mayormente esenios y terapeutas. La cantillation
del oficiante católico, una salmodia apenas cantada que no marcaba un
contorno melódico salvo al final de las frases (por ejemplo en el prefacio
de la misa), y los cantos antifónicos donde el solista cantaba un salmo que
los fieles interrumpían después de cada versículo por un breve estribillo o
una aclamación, proceden directamente del judaísmo. Por lo demás, las dos
características esenciales de la música judía, monódica y modal, se
encuentran en toda la música de la alta Edad Media cristiana.
La adopción directa de voces hebreas, que jamás se han traducido y perviven
en los cantos de la Iglesia como símbolos del legado judío, “hosanna, amén,
aleluya”, data evidentemente de los primeros años de la predicación.
Las trompetas, las arpas, las flautas, habían realzado brillantemente las
ceremonias del Templo de Jerusalén. Pero cuando se crearon las sinagogas,
después del exilio a Babilonia, los instrumentos fueron desterrados excepto
el primitivo shofar , el cuerno del carnero, que no emite sino dos o tres
notas y que se hace sonar siempre en las grandes fiestas judías. También en
este apartado la Iglesia continuó la tradición israelita, y durante diez
siglos no admitió en sus santuarios sino la voz humana. Para ella todos los
instrumentos eran sospechosos de paganismo.
Los historiadores del siglo XIX, educados en las humanidades clásicas,
enseñaban el origen puramente griego de la música cristiana. No se les
ocurrió pensar que la teoría griega era demasiado complicada para los
cristianos primitivos. Más cerca de nosotros, Henri Punières, en su Musique
du Moyen Art et de la Rennaisance, publicada en 1934, presenta como prueba
“irrefutable” de la filiación helénica un conocido papiro que se remonta a
finales del siglo III y contiene un himno a la Santísima Trinidad en lengua
y notación griegas. Prunières ignoraba que poco antes se había logrado
descifrar un gran número de textos musicales bizantinos, para observar su
estrecha similitud con el himno de la Santísima Trinidad, que no ha
conservado del sistema griego más que su notación.
Sin embargo, y como reacción a estos errores, no hay que extrapolar en un
sistema el paralelismo entre la sinagoga y la Iglesia. Al alejarse de su
cuna judía, el cristianismo abrazó ciertas tradiciones musicales de los
países a los que llevaba el evangelio. En el Oriente mediterráneo, donde el
helenismo había preservado su vigencia, las aclamaciones de los fieles, las
doxologías 8fórmulas de alabanza al señor al final de los salmos, tales como
el Gloria Patri), dimanaban de los himnos griegos, pero sustituían las loas
de las divinidades paganas por las de dios. Otras influencias más oscuras,
más localizadas, célticas por ejemplo en la Galia, debieron de intervenir
sin ninguna duda, aunque sean difíciles de determinar; se poseen muy pocos
documentos auténticos sobre los cuatro primeros siglos de la era cristiana.
LOS HIMNOS
Los musicólogos se han preguntado con frecuencia por qué una religión tan
interior, tan desapegada del mundo como el cristianismo de las primeras
eras, había admitido en su culto el canto, que los místicos, los
contemplativos iniciales, los Padres del desierto, juzgaban superfluo y aun
escandaloso.
Los antiguos teólogos también se lo habían cuestionado y sólo atinaron a
responder invocando la costumbre, que los sociólogos de veinte siglos más
tarde interpretarían como la supervivencia, inexpugnable en todas las
religiones, de las magias y los exorcismos primitivos, del poder milagroso
atribuido a los encantamientos.
La Iglesia, a decir verdad, en un principio no sacrificó apenas nada a esta
costumbre y acometió la tarea de regularla estrictamente. Si había música en
el recitativo casi sin inflexión del sacerdote que leía los textos del
Antiguo y el Nuevo Testamento o pronunciaba la palabra sagrada, y en los
responsorios salmodianos de los asistentes, era desde luego una música en su
estadio más humilde. No había veleidades artísticas, sino un exclusivo afán
de subrayar mejor y de grabar en las memorias las enseñanzas divinas. La
belleza de la voz era indiferente, bajo ningún pretexto había que
cultivarla. Se cantaba para rezar, y antes que nada en el corazón.
No obstante, el pueblo sentía la necesidad, que pronto fue reconocida, de
cantar su fe fuera de la liturgia. La respuesta la halló en los himnos y las
composiciones eclesiásticas. Sus textos ya no se extraían de las Escrituras,
sino que los componía el clero para la enseñanza de los fieles.
La existencia de los himnos, de origen oriental, se ha atestiguado desde el
siglo I, pero no se tiene información sobre su contenido antes del siglo IV.
Se sabe que los himnos siríacos de san Efrén, el predicador de Edesa (hacia
el 306-378), y los himnos griegos de su contemporáneo san Gregorio
nacianceno fueron unos medios de contrapropaganda destinados a dar batalla a
los cantos de los arrianos y los gnósticos, rebosantes de fórmulas
heréticas. Lo mismo ocurría con los himnos latinos, de los que se poseen
algunos fragmentos, de san Hilario de Poitiers, que había adquirido en una
estancia forzosa en Oriente el gusto por aquellos cantos más vivos y
melódicos. Además, no era infrecuente superponer letras devotas a las
antiguas melodías paganas que formaban parte de los folklores. San cesáreo,
un hombre realista, recomendaba que se hicieran cantar los himnos para tener
ocupados a los fieles durante unos larguísimos oficios de los que no
comprendían nada.
Compuestos en griego, en siríaco, en latín y luego casi exclusivamente en
esta última lengua a partir de mediados del siglo IV, los himnos abandonaron
la métrica por largas y breves sobre la que se había fundado toda la música
de los antiguos, pero que los cristianos de la masa popular ya no
distinguían. Se escribían en versos rimados, y su ritmo se establecía según
el número de sílabas y la alternancia de las que marcaba o no un acento
tónico. Por otra parte, los semitonos de la escala cromática que aún
retenían de su nacimiento oriental fueron enseguida prohibidos por las
autoridades eclesiásticas, a causa de los resabios de paganismo, de las
“impresiones mundanas y voluptuosas” que solían asociarles. En este
respecto, durante toda la edad Media la severidad de la Iglesia poco había
de relajarse.
LAS INNOVACIONES LOCALES. AMBROSIANO Y MOZÁRABE
Del siglo IV al VI, el cristianismo, reconocido oficialmente por
Constantino, multiplica sus conquistas. Pero la expansión coincide con la
acometida de los bárbaros y la consiguiente proliferación de las herejías
arriana, monofisita, nestoriana y pelagiana, que atrae a cantidades de
neófitos y gana a pueblos enteros.
Esta confusión se extiende a los ritos y a sus cantos. Roma, cuya autoridad
es precaria –con unos papas muy controvertidos-, posee su propia liturgia,
pero ésta no excede el ámbito regional. En las costas de Provenza, donde
subsiste la impronta fenicia, los sacerdotes ofician en latín y los fieles
les responden en griego. En el interior de la galia, la población, reacia a
los giros orientales, practica los cantos de la liturgia galicana,
probablemente unas melodías breves, silábicas, muy rítmicas, de índole más
tonal que modal, próximas a nuestro ut mayor.
Milán se convierte en el crisol más interesante y más activo de estos
particularismos. Su arzobispo, san Ambrosio (hacia el 340-397) favorece para
distraer e instruir a su grey la difusión de unos himnos fáciles de retener
y de cantar, sobre melodías muy sencillas, de corte popular, en unas
estrofas de cuatro versos del mismo metro a las que se vinculará siempre su
nombre. Incluso compone por lo menos cuatro, de entre los cuales el aeterne
rerum conditor y el Veni Redemptor son ciertamente de su mano. La edad Media
le atribuirá casi doscientos. Mientras que nada subsiste de los cantos
galicanos ni de la primera liturgia romana, el repertorio ambrosiano se ha
conservado mediante numerosos manuscritos que le son posteriores en varios
siglos, pero los cuales ofrecen aparentemente versiones bastante fidedignas.
Se sabe que estos himnos, cuyo ritmo se amolda al del paso humano, eran
cantados por coros que se respondían o se alternaban con el oficiante y la
capilla del templo.
La Iglesia española tenía también sus cantos especiales, los de la liturgia
mozárabe, revisada y consagrada en el siglo VII por san Isidoro de Sevilla.
Algunos autores hispanizantes ven un parentesco entre el ambrosiano y el
mozárabe. Otros recalcan que el mozárabe fue introducido en españa por los
invasores visigodos, que eran arrianos.
El término “mozárabe” designa a los cristianos que durante la larga
ocupación mora se quedaron “entre los árabes” y, aislados de la catolicidad,
conservaron el rito que había difundido san Isidoro. No se ha detectado en
sus cantos ninguna influencia islámica. A decir verdad, no se conocen estos
cantos más que por unas versiones del siglo XV, sin saber hasta qué punto
son fieles a las colecciones más antiguas, cuya notación neumática permanece
indescifrable. Agobiado de interdictos pontificios, el rito mozárabe fue
reinstaurado por el cardenal Ximénez de Cisneros.
GREGORIO EL MAGNO Y EL CANTO ROMANO
Durante casi todo el siglo VI, Roma vio sucederse a unos papas de escasa
envergadura que se vieron obligados a afrontar una situación lamentable,
navegando entre los reyes ostrogodos y arriano de Italia con los que
colaboraban y las exigencias e intrigas de los emperadores de Constantinopla
que allanaron el terreno a varios antipapas y fueron acaparados más tarde
por las desgracias de un país que asolaría la invasión lombarda.
No obstante, en el 590 un hombre excepcional, Gregorio I el Magno, ascendía
al trono de Pedro. Era romano, de familia noble, alto funcionario, un monje
por vocación que había fundado distintos conventos en la nueva regla de san
Benito y que fue elevado a las jerarquías contra su voluntad. Desde el
comienzo de su pontificado, que duraría catorce años, puso genialmente en
práctica su experiencia de administrador y de diplomático, sacó de la
miseria a Roma, que durante las invasiones había caído de un millón a
cincuenta mil habitantes, implantó las bases de futuro estado pontificio,
usó un hábil tacto con el emperador, una firmeza paternal frente a los reyes
bárbaros a los que se esforzó en reagrupar alrededor de la Santa Sede por
una presciencia de lo que sería la cristiandad en los años venideros, hizo
emprender la evangelización de Inglaterra y efectuó además una labor
doctrinal y litúrgica cuya influencia abarcó todo el Medievo. Fue el primer
gran papa en quien revivió el sentimiento de la “romanidad”, que veía en la
Iglesia la continuadora del Imperio, mereciendo el título de Consul Dei
grabado en su tumba.
En música y en liturgia, como en otros capítulos, su obra tiende a la
unificación de los cantos y los ritos en torno a la unidad de Roma.
Materialmente, no tiene la amplitud legendaria que le otorgó la Edad Media,
conforme a su hábito de acumular reformas y textos muy diversos bajo un
patrocinio ilustre. Se le debe de hecho un ordo (ordenación de la liturgia
por cada fecha del calendario), la redacción de un sacramentario (las
oraciones de la misa en las diferentes fiestas) y sin duda un antifonario
(recopilación de los cánticos de la misa). Reaccionó presumiblemente, dada
su inclinación a la ascesis, contra las cantinelas orientales demasiado
cromáticas, los melismas demasiado exuberantes. Ordenó elegir a los chantres
entre los subdiáconos, que quedaban así especializados, facultados para
adquirir una experiencia musical que no podía exigirse a todos los clérigos.
Estas disposiciones atañían al canto romano, purificado, regularizdo,
destinado a suplantar en Occidente las liturgias regionales. No se empezó a
hablar de canto gregoriano hasta más de un siglo después de la muerte del
insigne pontífice. Sin embargo, el término es histórica y moralmente exacto.
Define un inmenso trabajo teórico y práctico que continuó que continuó
fielmente durante cuatro siglos el de Gregorio I, y las innumerables
melodías situadas bajo ese vocablo ostentan la huella espiritual de aquel
hombre santo.
Desde el siglo VII, gracias al impulso dado por Gregorio I, los papas que le
sucedieron lograron constituir un conjunto litúrgico fijo, aunque todavía
muy restringido. Un enorme paso hacia la unidad fue el que auspiciaron
Pipino el Breve y su hijo Carlomagno, ambos grandes admiradores del canto
romano, que introdujeron en las iglesias galofrancas. Al parecer, recibió en
su seno algunas modificaciones que fueron bien acogidas en Roma. Aquel canto
romano-galicano sería la base del gregoriano propiamente dicho.
CANTO LLANO O GREGORIANO. LOS PRIMEROS NEUMAS
Fortunato, obispo de Poitiers y poeta latino, hablaba ya en el siglo Vi del
cantus planus de apacibles melodías en contraste con la animación profana,
el fremitus y el gemitus de los instrumentos. El término planus calificó
durante al menos ocho siglos (del Vi al XIV) un canto simple, con voces
iguales, lo que significa que ninguna del coro se superpone a las otras, no
destaca por una emisión más potente, más elevada; un canto en definitiva de
un movimiento uniforme, exceptuando las aceleraciones o disminuciones de
cadencia en ciertos modos rituales.
El cantus planus encontraba su ideal en un unísono que no debía de ser nada
fácil de obtener en los primitivos chantres, de ahí las incesantes
recomendaciones de orden práctico cuyo sentido agrandaron tan abusivamente
los comentaristas. Pero en aquella búsqueda del unísono no entraba ninguna
consideración estética. Según la tradición heredada de la iglesia de las
primeras eras, favorecía el recogimiento, exhalaba una piadosa serenidad,
ataba corto las tentativas de lirismo personal, de abandono al placer
puramente vocal, y en suma el virtuosismo del ejecutante.
Durante ocho siglos la música cristiana se había transmitido únicamente por
tradición oral. Los chantres aprendían cortas frases melódicas que enlazaban
entre sí según unos principios más o menos estipulados tal como se
practicaba, y se practica todavía, en Oriente. Esta mnemotecnia, pese a los
riesgos de alteraciones que entrañaba, era suficiente para unas fórmulas
sencillas, poco numerosas y vecinas unas de otras.
Fue el enriquecimiento y la progresiva complicación del repertorio lo que
suscitó la necesidad de una notación. Se descubre un primer esbozo con los
neumas, una combinación de barras y de puntos que aparece en ciertos
fragmentos de los manuscritos a mediados del siglo XI y que deriva
indudablemente de los acentos de la escritura literaria.
Las barras, inclinadas, corresponden a las notas agudas, los puntos a las
notas graves. Estos signos, superpuestos a las sílabas del texto que va a
cantarse, no dan ninguna indicación sobre los intervalos ni la altura
absoluta de los sonidos. No constituyen sino un “memorándum” destinado a
recordar al chantre si la melodía que ya conoce en mayor o menor grado sube
o bien desciende.
Hacia mediados del siglo X, los neumas, cuya utilidad se ha ido reconociendo
poco a poco, se multiplican, acompañan a manuscritos enteros y libros de
liturgia. Se añaden indicaciones rítmicas o, mejor dicho, dinámicas. Luego
las barras se adornan en el extremo con una protuberancia, primera
figuración de nuestras notas, encaminada a localizar el sonido, que se
transformará en un punto y más tarde en un cuadrado. Unos signos de matiz
sobrecargan también algunos neumas, ya sean letras del alfabeto latino o
unas rayitas horizontales llamadas episemas. Su interpretación, muy
polémica, ha provocado en nuestros días interminables controversias.
En el transcurso del siglo X, un monje que ha quedado en el anonimato tuvo
la idea de trazar una línea representando un sonido concreto, y encima y
debajo de la cual se ordenaban los neumas. Pasados cincuenta años se
utilizaban dos líneas, una roja correspondiente al grado de fa, la otra
amarilla correspondiente al ut. Antaño, esta página de la historia musical
estaba dominada por un nombre, Guido d’Arezzo (hacia el 995-1050). Sin
embargo, la crítica moderna ha retirado a este benedictino, quizá parisiense
de nacimiento, pero cuya vida se desenvolvió en Italia, casi todas las
invenciones que se atribuían milagrosamente a su genial cerebro. La
solmización (designación de las notas por las primeras sílabas del himno a
san Juan Bautista, Ut queant laxis Re sonare fibris) que se le atribuía
universalmente, fue al parecer posterior a su muerte en unos sesenta años.
En cuanto al pentagrama, no fue el hallazgo de un solo hombre. No obstante,
Guido d’Arezzo contribuyó eminentemente a perfeccionarlo agregando dos
líneas, una negra para el la y la cuarta ora roja ora negra, y espaciándolas
de modo regular. Preconizó asimismo un sistema bastante abstruso de notación
alfabética del que se encuentran aún algunas reliquias en la terminología
anglosajona y alemana, donde “A” significa la, “B” si bemol, “C” do, etc.
Desde el siglo XI, el pentagrama de cuatro líneas se difundió por toda
Italia, el país más avanzado en este campo, y de allí pasó a Francia. El
pentagrama de cinco líneas apareció en España en el siglo XIII. En la misma
época, para indicar los valores de duración, desestimados hasta entonces, se
diferenciaban las notas largas, representadas por un cuadrado con un
apéndice, de las breves, un simple cuadrado.
Las seis notas inscritas en el pentagrama eran las del hexacordo, base de la
práctica medieval: ut, re, mi, fa, sol, la. El si quedó innominado. Para
designar el sonido que le correspondía, se operaba un cambio de hexacordo
denominado mudanza, un sistema tan artificial como complicado en el que el
sol se leía ut, el la se leía re, etc. El si tendría que esperar hasta el
siglo XVI para recibir –tras infinita palabrería- su nombre, su autonomía y
procurar al fin su séptimo grado a la gama racional.
Imaginada, parece ser, al margen de toda preocupación estética e incluso
intelectual, la notación encerraba para los músicos incalculables promesas.
Era un paso tan decisivo como el de la transmisión oral a la escritura en la
expresión literaria. Los neumas, que contienen en germen tantas formas
desconocidas, son los primeros brotes anunciadores del Renacimiento.
APOGEO Y TEORÍA DEL CANTO LLANO GREGORIANO
En esta lenta pero vasta curva de progreso, resulta muy difícil situar el
canto llano gregoriano. Sus admiradores y sus comentaristas más autorizados
estiman que su declive comenzó con la aparición de los neumas cuadrados, que
liberaba el pensamiento musical armándolo de una herramienta precisa. El
advenimiento de la polifonía, verdadero acto natalicio de la música de
Occidente, delimitó su interrupción y su muerte.
Se puede fechar el gregoriano propiamente dicho en la primera mitad del
siglo VII hasta el XII. Gracias a los manuscritos, se tiene de él un
conocimiento directo, aunque con frecuencia sujeto a salvedades, a partir
del siglo IX, que es también la época de su apogeo.
El gregoriano es un canto para voces de hombre que recorre teóricamente dos
octavas, exclusivamente homófono (al unísono), en diatónico puro, sin nota
sensible, Tiene por fundamento la salmodia recto tono, o sea la música
apenas diferenciada de la palabra.
Según la regla de la Iglesia primitiva, pretende ser tan sólo plegaria. No
ambiciona otra función que poner fiel y humildemente de relieve los textos
sagrados.
En el repertorio gregoriano los cantos comunes a todas las misas son los más
sencillos, porque originariamente se reservaban al pueblo y al clero
inferior: Kyrie, una de las antiguas formas de la liturgia, Gloria, Credo,
Sanctus, posiblemente herencia de la sinagoga y cantada desde el siglo II,
Agnus Dei. Los cantos particulares de determinadas fiestas están mucho más
desarrollados e incluyen numerosas vocalizaciones, sobre todo los Aleluyas,
derivados del canto de los salmos. Hay que tener en cuenta que, en la misa
medieval, el coro y sus solistas ejercían un auténtico papel litúrgico. Las
partes del oficio que cantaban no eran dichas como en la actualidad por el
celebrante, al que en cierta manera reemplazaban.
Además de la liturgia de la misa, el gregoriano comprende los himnos que
acompañaban a los oficios de las distintas horas canónicas, maitines y
laudes, prima, vísperas, completas. Sus estrofas son cantadas de ordinario
por dos coros que se alternan. Cuando tienen un estribillo, cuya melodía
puede ser de hecho la misma que la del resto, es ejecutada por el coro y las
estrofas por dos o tres chantres.
Los musicógrafos modernos hablan con toda naturalidad de los compositores y
las composiciones del gregoriano. Estos términos sólo corresponden muy
lejanamente al sentido que adquirirían más tarde. Es erróneo afirmar como se
hace tan a menudo que la edad Media musical, volcada de un modo exclusivo en
reproducir lo más exactamente posible lo que había aprendido, ignoraba la
noción de obra personal. De haber sido así, no se hubiera preocupado de
conservar los nombres de los autores reales o supuestos de innúmeros himnos.
Pero un análisis atento del repertorio gregoriano ha permitido distinguir la
repetición frecuente de unas melodías tipo, ya empleadas, sobre las que se
reescribían otras letras y que llevaban el nombre de timbres (una
denominación que mantuvo este mismo significado hasta el siglo XVIII), y
observar también el método muy extendido de la centoneización, es decir, el
agrupamiento de fórmulas, de fragmentos extraídos de diversas piezas.
El tropo, otro método común del gregoriano, era un arte más excelso, a pesar
de la extravagancia de sus orígenes. Las vocalizaciones cada vez más
desarrolladas de los Kyrie y los Aleluyas se hicieron difíciles de retener,
en un momento en el que la escritura neumática estaba aún poco asentada.
Unos chantres concibieron la idea, para grabarlas mejor en la memoria, de
adaptarles una letras cualesquiera en las que cada sílaba respondía a una
nota. Se adjudica esta iniciativa, que tal vez tuviera antecedentes
orientales, a los monjes de la abadía de Jumièges, en Normandía, hacia
mediados del siglo IX. Un benedictino de Saint-Gall, centro monástico a la
sazón muy importante, Notker Balbulus o Notker el Tartamudo (830-912), se
enamoró de aquella invención que llamaban tropo y consagró la moda, aunque
bajo una forma más artística. Hizo piezas independientes, tras haber
suprimido las primeras y últimas sílabas rituales de la vocalización,
sustituido luego el texto rudimentario por estrofas versificadas, y al fin
hilado una nueva melodía sobre las notas iniciales. El tropo así
transformado adoptaría el nombre de secuencia o prosa, un término
desconcertante para un texto versificado, pero que no era sino una
abreviatura mal interpretada de pro sequentia. El éxito del nuevo género no
tardó en propagarse a toda la cristiandad occidental, en particular a las
abadías lemosinas. Incluso se atribuían a lasa composiciones de Notker
poderes benéficos o malignos, y se cantaban al echar los sortilegios. Los
tropos debían sufrir otras muchas mutaciones, las más famosas de las cuales
son el Dies Irae y el Stábat, si bien se emplazan pasado ya el período
gregoriano.
LOS MODOS
Durante largo tiempo se enseñó que la teoría del canto gregoriano ara una
prolongación de ñas griegas. Hubo que llegar a principios de nuestro siglo
para que se percibieran todas las antífrasis que ocultaba este concepto
clásico.
Los dos tratados sobre los que han trabajado todos los escolistas del canto
llano son el de Boecio y el de Aureliano, un monje de la diócesis de
Langres, que data aproximadamente del 850.
Boecio es un intelectual, adepto a las doctrinas pitagóricas que crean un
universo regido por las leyes de una matemática musical. Escribe
textualmente que “toda la música es racionalismo y especulación”, y no
siente sino desdén hacia sus patricios, que sólo actúan por instinto. Este
abstractor relata episódicamente la notación alfabética de los griegos, sin
entender que era la contribuci��n más preciosa de su tratado. Sin embargo,
debido a su cultura, es aún heredero del pensamiento de los antiguos, y
cuando expone el sistema musical de la Grecia clásica parece captar bien sus
mecanismos mentales.
Tres siglos después, Aureliano, al recopiar el sistema, no comprende ya
nada; es éste un fenómeno típicamente medieval. Ignora la notación de los
griegos, pero designa con los mismos nombres que ellos unos intervalos
diferentes de los suyos. La nomenclatura griega de los modos, mixolidio,
lidio, etc. Se conserva, pero empleada al revés en virtud de las
transposiciones que exige la práctica del canto gregoriano. Por otra parte,
Aureliano y sus sucesores confunden el modo y el tono, es decir la octava
situada a una altura fija. De todas maneras, la asimilación de los dos
sistemas es imposible, ya que el griego se cimenta en el tetracordio que no
interesa al gregoriano, y además la escala medieval va de abajo arriba como
nuestra gama, mientras que la griega es descendente. No debe olvidarse
tampoco que la Iglesia, por razones morales, prohibía el género cromático y
el género enarmónico que tan generosamente usaron los griegos. Mas el
prestigio de la Hélade había atravesado siglos, a despecho de la condenación
del paganismo y de la edificación de una sociedad inconcebible para un
ateniense.
En lo que respecta al valor expresivo, al ethos que los musici asignaban a
los distintos modos, perduró tan fluctuante como en los modelos griegos y
dio vía libre a las contradicciones de los comentaristas, que veían por
ejemplo en el tono de sol ya fuera la expresión del júbilo triunfante, ya la
del dolor.
Los chantres debían enfrentarse a las diversas enmiendas y complicaciones de
una teoría más bien tardía que quería doblegar bajo sus normas varios siglos
de práctica. Y para ello tomaban unos y dejaban otros. Sabían que la música
de su repertorio comprendía cuatro modos auténticos o reales determinados
por la nota final, re, mi, fa, sol, y al desdoblarlos en el intervalo de
cuarta inferior los modos plagales de la, de si, de do y de re, siendo por
consiguiente este último el plagal del auténtico de sol. Podían modular
mediante el paso de un auténtico a su plagal y de un hexacordo a otro.
Fruto de una teoría difusa, también mal copiada de los griegos, el ritmo,
excepto en los himnos versificados y silábicos, ignoraba la periodicidad
regular de nuestra música acompasada.
Si el gregoriano pertenece a Occidente, es sobre todo por su ámbito
geográfico. Se desarrolló a contrapelo de nuestras músicas populares, que
perseguían instintivamente la envergadura, la cadencia, y se movían en torno
al ut mayor. El gregoriano debía a Oriente su carácter más personal, esas
vocalizaciones en intervalos disminuidos, pero era un Oriente censurado,
privado de su colorido. En su calidad de canto ritual, solía tomarse
libertades muy singulares con su función religiosa. No podía decirse que las
cesuras que cortaban un versículo, que lo distribuían entre el solista y el
coro con menosprecio del sentido y de la sintaxis, fuesen modelos de respeto
al texto sacro.
LAS TENTATIVAS DE REFORMA
Llegó el concilio de Trento y su reforma: en la Santa Sede –y sin duda con
derecho- se opinó que el gregoriano merecía ser retocado, quizás abreviado.
Ello fue confiado a Palestrina y a Aníbal Zoilo, en 1577. En 1582, sin
embargo, Giovanni Guidetti, alumno de Palestrina, obtenía el privilegio de
editar el canto reformado; sin embargo en esta época apareció únicamente el
Directorium Chori (1582). Tras la muerte de Palestrina (1594) se observa una
pausa; después apareció una edición del Gradual en 1614-1615, la famosa
edición medicea.
Por primera vez no aparecía la melodía, que habían conservado los propios
manuscritos del siglo XVI; una distribución matemática de los acentos, la
supresión de la mayor parte de melismas, el hecho de transportar lo que no
estaba ”en el tono” eran los menores defectos de esta edición. En 1632, los
viejos himnos fueron a su vez condenados por una orden de Urbano VIII; el
viejo repertorio desapareció.
En principio, los libros recomendados por el concilio de trento habían sido
adoptados en Francia, salvo en Lyon. Pero la diócesis, en estado de anrquía
litúrgica, conservaba también sus antiguos libros; entonces surgieron
numerosas tentativas destinadas a restaurar el canto oficial: fue el
movimiento neogalicano, mal llamado así puesto que se extendía a una gran
parte de Europa.
En primer lugar llegaron los teóricos: Jumilhac (1611-1682) y Nivers (h.
1632-1714), que dejaron una obra considerable. Después, en 1669, aparecieron
las misas de Du Mont, todavía cantadas, que nos dan una idea de lo que
fueron estas reformas. Varios breviarios notados fueron publicados en
provincias, siendo el más importante el de monseñor de Harlay (París, 1681).
Estos ensayos continuaron durante todo el siglo XVIII: en 1736 y 1739, el
breviario de monseñor de Vintimille; en 1741, el tratado de Lebeuf; en 1750,
el tratado de Poisson; en 1783, el breviario de Vienne.
Un movimiento, basado en el buen sentido, se hizo esperar hasta principios
del siglo XVIII: Alexandre Choron (1772-1834) estuvo encargado de restaurar
las escuelas de canto sacro desaparecidas en la tormenta. Antiguo estudiante
de la politécnica, director de la Ópera donde mandaba castigar con la cárcel
a los tenores y los barítonos que faltaban a los ensayos, apóstol de la
enseñanza musical, había sido uno de los primeros en señalar las bellezas
ocultas de los añejos cantos de iglesia, en propiciar su publicación (muy
deficiente) y en organizar conciertos, poco concurridos, en los que se
escuchaba a los viejos maestros.
Poco a poco, las investigaciones en las bibliotecas, las sacristías y los
desvanes de los monasterios sacaron a la luz un tesoro de manuscritos
viejos. Se descubrió que los neumas sin pentagrama de los precursores podían
descifrarse por comparación con las notaciones sobre líneas. La Iglesia, por
su parte, tras el azote de la revolución, propugnaba un regreso al orden y a
las fuentes, y el restablecimiento en Francia de la liturgia romana.
El honor de los estudios decisivos recaería nuevamente en los benedictinos,
empezando por el restaurador de la orden en Francia, Dom Prosper Guéranger,
(1805-1875), primer abad de Solesmes, un vetusto priorato abandonado en la
orilla del Sarthe donde había recibido permiso para instalarse y en el que
soñaba rehacer sin alardes una miniatura de su querida Edad Media”. Dom
Guéranger, en su primera juventud, había sido admirador y discípulo de
Lamenais, el Lamenais de antes de la ruptura con Roma, y que entonces se
batía por la Iglesia tradicional. El primer escrito del joven monje sobre
las antiguas secuencias, el año mismo de la batalla de Hernani, es de un
estilo florido a lo Chateaubriand.
Las otras obras de Dom Guéranger, apoyadas en la práctica cotidiana del
canto medieval con el coro de sus monjes, no exhibían ya ningún rastro de
este romanticismo. Su alumno y sucesor, Dom Joseph Pothier (1835-1923),
verdadero músico y gran medievalista, acometió con la colaboración de Dom
Mocquereau (1849-1930) el repertorio fotográfico, sinóptico y comentado de
todos los manuscritos del canto llano. Aquella labor monumental, que debía
formar los volúmenes de la Paléographie musicale, permitiría delimitar la
versión más pura y fiel de cada melodía comparando sus diferentes estados.
Por el tiempo, la sabiduría, la paciencia y la minuciosidad que exigía, sólo
unos benedictinos podían llevarla a buen término.
Discutida durante largo tiempo, obstaculizada por la hostilidad abierta o
taimada de ciertas diócesis y las intrigas de los editores de música que
nadaban en privilegios, la publicación de la Paléographie musicale recibía
finalmente en 1903 el patrocinio del Vaticano. El mismo año, un motu proprio
de Pío X, adherido a esta idea ya de antiguo, declaraba que “el canto
gregoriano tradicional debería restaurarse ampliamente en las funciones del
culto”.
Pero su victoria encontró a los benedictinos franceses gravemente divididos.
Dom Pothier había hecho admitir en todas partes, para la ejecución del canto
gregoriano, el principio del ritmo libre oratorio, no sometido a un compás
regular sino calcado del ritmo del discurso, con unas notas que tienen como
las sílabas un valor determinado, cuya proporción viene fijada únicamente
por el instinto del oído: un ritmo a base de intensidad, sobre una
concatenación de tiempos fuertes y débiles, y subordinando la música al
verbo. Dom Mocquereau se separó de su maestro. Pese a reconocer como él que
el gregoriano no podía obedecer bajo ningún concepto a una medida fija,
reprochaba al sistema de Dom Pothier que era demasiado inconcreto. Elaboró,
fundamentándola en el estudio de los manuscritos y de un tratado de 1200
páginas, la teoría del ritmo libre musical en el canto gregoriano, un ritmo
de una precisión absoluta pero exento de compases en el que los tiempos, sin
ser de una duración idéntica, existen, son percibidos por el oído; un ritmo
que se convierte en “una cuestión de movimiento, una relación no de tiempos
débiles a tiempos fuertes sino de impulsos a descansos, de ímpetus y de
caídas, de elevaciones y de sosiegos, en una sucesión de ondulaciones como
las olas del mar”. El acento rítmico es completamente independiente del
acento tónico latino: “El acento es un fenómeno melódico, no una fuerza
pesada sino un hálito ligero, vivo, alerta”.
Dom Mocquereau insiste asimismo en la indivisibilidad absoluta del tiempò
primero, tanto en el gregoriano como en la antigua música griega. Si el
tiempo primero corresponde a una corchea, no hay lugar en la pieza para las
semicorcheas o las fusas; el gregoriano no puede contener nunca tresillos.
La ejecución debe ser muy cohesionada, aunque dejando perceptibles las
articulaciones, los incisos verbales y melódicos. Hay qe cuidar la suavidad
de las notas superiores, que no constituyen una interrupción: “la subida
pertenece al descenso, lo prepara. Es comparable al arco romano, redondeada
igual que él”.
Dom Pothier, una mente liberal y dispuesta a ver en el gregoriano
“interesantes combinaciones, muy musicales, de dosillos, tresillos y
sextillos”, no tomó nunca posiciones públicamente contra Dom Mocquereau, su
alumno emancipado. Pero las uadacias de este último, sus afirmaciones
insólitas –su concepción del acento latino, entre otras, es de lo más
heterodoxa- provocaron una polémicas de una virulencia insospechada en
semejante campo. El musicólogo alemán Peter Wagner llegó incluso a tratar a
Dom Mocquereau de “gran maestre de la francmasonería gregoriana”. La
controversia fue especialmente enconada entre los partidarios de Solesmes y
los “mensuralistas”, que doblegaban el gregoriano a la medida (el compás),
queriéndola unos rigurosa, otros mitigada.
Todavía hoy no ha podido lograrse el consenso, lo cual es comprensible, ya
que las divergencias se centran en aspectos de la paleografía tan espinosos
como la lectura exacta de unos neumas de innumerables formas. En Francia, el
método más aceptado es el de Dom Mocquereau, continuado en Solesmes con
entusiasmo por su sucesor Dom Gajard. También tiene sus adeptos en Estados
Unidos, en Bélgica, en Italia, en Austria, en la Suiza francófona e incluso
en las iglesias anglicanas de Gran Bretaña. En cambio, la abadía de San
Vandrilo, en Normandía, pertenece fiel al estilo de Dom Pothier, que fue uno
de sus abades. Los “mensuralistas”, a quienes los “ritmicistas” habían
anunciado hace tiempo una desaparición vergonzante, abundan todavía en los
países germánicos, donde se apoyan en una erudicción considerable.
En Francia, el gregoriano se conoce principalmente por las peregrinaciones
musicales a Solesmes y por los numerosos discos grabados en la abadía bajo
la ferviente dirección de Dom Gajard. Sin ningún género de dudas, el método
de Solesmes es el que mejor confiere al gregoriano esa flexibilidad y esa
nitidez que admiraba ya Richard Wagner. Pero la teoría de Solesmes resulta
especulativa en muchas facetas, por ejemplo en la aseveración de que los
neumas no se crearon para indicar los matices, que éstos se deducen de la
línea melódica –por no decir que son dejados a la sensibilidad de los
intérpretes-, o también en el establecimiento de unos tempi donde lo
arbitrario ocupa un lugar capital frente a la ausencia de cualquier
indicación en los manuscritos.
Los comentarios de los benedictinos asombran por el universo de sentimientos
y de ideas que descubren en estas melodías de una serenidad monocorde; es el
caso de la imploración angustiada que invitan a oír en el De Profundis
Clamavi del domingo de Septuagésima, una larga y plácida melodía ornamental,
despojada de cualquier acento dramático, escasamente apropiada para la
letra. Es difícil, por supuesto, para unos oyentes que viven en el siglo
compartir el talante de unos monjes que pasan su existencia entera rodeados
de esta música, no conocen ninguna otra y vierten en ella todas sus
meditaciones, toda su piedad, lo que remite a la definición religiosa del
gregoriano: una oración mucho más que una música. El gregoriano no se
escucha “desde el exterior”. Debe ser practicado, vivido, es decir, cantado
en el coro.
De esta oración, musicalmente algo primitiva, Dom Mocquereau y sus sucesores
hicieron no obstante una obra de arte refinada, cuya ejecución, obediente a
reglas sutiles y complejas, no podría confiarse más que a una élite de onjes
experimentados. Queda ya muy lejos el motu propio de pío X, que hablaba de
devolver al gregoriano su universalismo medieval. Actualmente el abandono
del latín en la inmensa mayoría de los oficios nos distancia todavía más de
aquel noble programa. Los cánticos habituales de las iglesias católicas, que
ninguna reforma ha logrado liberar de su mediocridad, parecen estar llamados
a caer en el último peldaño de la tosquedad o de la insignificancia. De la
restauración del gregoriano, que suscitó tantas esperanzas e hizo correr
tantos ríos de tinta erudita, no pervivirán quizá sino los servicios, si
bien son inestimables, prestados por los sabios monjes de San Benito a la
arqueología musical.