“CRISTO NOS ENSEÑA A AMAR": 30 preguntas para no equivocarse en la aventura más importante de la vida
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Amor y de Carácter - Una mirada objetiva
Preparado por el
Instituto Pontificio
Juan Pablo II para estudios sobre el Matrimonio y la Familia
CONTENIDOS
1. El amor,
¿vive en el mundo real o el de los sueños?
2. ¿Por qué el amor nos atrae
tanto?
3. ¿El amor es siempre igual, siempre verdadero, o hay también amores falsos?
4. ¿Existen distintos tipos de
amores?
5. El
amor, ¿es algo que se encuentra, o hay que aprenderlo?
6. ¿El amor es algo espiritual o se vive y expresa gracias a nuestro cuerpo?
7. ¿Es
verdad que nuestro cuerpo está hecho a imagen de Dios?
8. ¿El hombre y la mujer son en verdad diferentes, en qué consiste su
distinción?
9. El sexo, ¿es algo
corpóreo o espiritual?
10. ¿Cómo comportarse cuando se experimenta la atracción hacia alguien?
11. En mi cuerpo siento una llamada a amar: ¿cómo puedo responder a ella?
12. El pudor que experimento ante la sexualidad, ¿no es acaso una limitación que
hay que superar?
13. Si el sexo es un impulso natural, ¿por qué hay tantas normas que lo
prohíben?
14. ¿Por qué la masturbación es un pecado, si no hago mal a nadie?
15. ¿Cómo debe comportarse quien siente una inclinación sexual ante una persona
del mismo sexo?
16 ¿El amor es exclusivo, o podemos enamorarnos de dos personas al mismo tiempo?
17. Si el sexo es algo bueno, ¿por qué en la Iglesia hay gente que no se casa y
consagra su virginidad a Dios?
18. ¿No es excesivo un amor
para siempre?
19. Si estamos sinceramente enamorados, ¿por qué no entregarnos sexualmente
antes del matrimonio?
20. ¿No impone el matrimonio demasiadas normas y responsabilidades, todas a la
vez?
21. Si el amor entre el hombre y la mujer es algo natural, ¿por qué hace falta
casarse por la Iglesia con un sacramento?
22. ¿Por qué dos esposos que se dan cuenta de que se han equivocado no pueden
divorciarse?
23. ¿Es posible considerar modelos de familia diversos del “tradicional”?
24. Si el amor humano es en sí algo tan bueno, ¿por qué no basta un matrimonio
civil?
25. ¿Existe un momento justo para tener hijos y un momento en el que conviene
cerrarse a la posibilidad de la procreación?
26. ¿Por qué
debemos estar abiertos a la procreación?
27. ¿Por qué no acudir a los distintos anticonceptivos? Las técnicas de
planificación natural de la fertilidad, ¿no son acaso unos anticonceptivos
permitidos?
28. El aborto, ¿no puede ser considerado en algunos casos límite, un mal menor?
29. Si no se tienen hijos y se desean mucho, ¿por qué no recurrir a las técnicas
de reproducción asistida?
30. Si el amor es cosa de dos, ¿por qué, para casarnos, es necesario una
celebración pública?
“El amor no es cosa que se aprenda, ¡y sin embargo no hay nada que sea más
necesario enseñar! Siendo aún un joven sacerdote aprendí a amar el amor humano.
Si se ama el amor humano nace también la viva necesidad de dedicar todas las
fuerzas a la búsqueda de un «amor hermoso». Porque el amor es hermoso. Los
jóvenes, en el fondo, buscan siempre la belleza del amor, quieren que su amor
sea bello” (Juan Pablo II).
1. El amor,
¿vive en el mundo real o el de los sueños?
“Mantente despierto, la vida es breve” decía el anuncio de una marca de café.
Nos recordaba así que muchas veces vivimos nuestra vida como si durmiésemos,
como quien está soñando. Por muy vivos que sean los sueños nunca podrán
sustituir la realidad. Por muy bellos o agradables que sean, son solo una
construcción nuestra: no tiene un origen, y sobre todo, no tienen una meta, no
tienen destino. Para vivir de verdad, para vivir en la realidad, es necesario
estar despiertos, como dice el anuncio. Es necesario aceptar que vivimos en un
mundo con personas reales que pueden enriquecernos o defraudarnos, porque no las
creamos nosotros. Es decir, para despertar a la vida, es necesario despertar al
amor. Solo se despierta quien ama. El amor evita que confundamos la vida con un
sueño. Este es el mundo real, el de las personas que están a nuestro lado, con
una existencia que es siempre más grande que nuestros deseos o que las ideas que
nos hacemos de ellas. El amor hace surgir un horizonte que no se desvanece de
golpe, como el de los sueños, sino que se ensancha siempre hacia la meta, hacia
un destino lejano y maravilloso. La vida es breve... ¡despierta al amor!
2. ¿Por qué el amor nos atrae
tanto?
“Hoy la tierra y los cielos me sonríen / hoy llega al fondo de mi alma el sol. /
Hoy la he visto..., / la he visto y me ha mirado... / ¡Hoy creo en Dios!” Así
decía un poeta español, queriendo describir sus sensaciones de enamorado.
También a él, como a todos, el amor le cambiaba la vida, le llenaba de un
entusiasmo inesperado e incontenible, hasta parecerle sobrenatural, incluso
divino. Esta es la fuerza del amor: eleva al que ama más allá de sus
expectativas, le abre nuevos horizontes e infinitas posibilidades. Es tan grande
la alegría que da el amor, que quien lo experimenta corre un peligro: creer que
ha llegado ya a la meta. El enamorado queda tan sorprendido de la luz que ha
inundado su vida que no hace otra cosa que contemplarla. Al igual que le sucede
a un caminante que, tras haber avanzado por senderos oscuros, se encuentra ante
una llanura maravillosa e interminable y, en vez de atravesarla, se parase a
contemplar la nueva visión. Cuando un enamorado se comporta así, su amor acaba
por agotarse, pronto cansa o aburre. El amor nos fascina porque contiene una
promesa de belleza, algo tan grande que deseamos poseerlo inmediatamente, en un
instante. Pero esto no es posible. El amor nos invita a caminar a lo largo de su
sendero, un sendero nuevo que podemos construir solo paso a paso. Si no
aceptamos la invitación que nos hace el amor, si nos olvidamos que es una
promesa de belleza y no una cosa ya hecha, rápidamente acabará por
desilusionarnos. “La felicidad no se compra. Se construye” decía el eslogan de
otra campaña publicitaria. Lo mismo pasa con el amor.
3. ¿El amor es siempre igual, siempre verdadero, o hay también amores falsos?
El amor contiene una promesa de felicidad: para vivirlo es preciso aceptar con
confianza la promesa que nos hace. Quien confía solo en las propias seguridades
porque no quiere cometer errores, ese no cree en el amor, jamás podrá amar. El
amor es algo que no nos pertenece, que no depende de nosotros. Es necesario
confiarse al amor, abrirse a él, dejarse conducir por él. No importa que hayamos
tenido malas experiencias. El amor no es el sentimiento débil y fugaz que
algunos nos describen. El amor es más bien la fuerza que nos acompaña desde el
inicio de nuestra vida; que existía antes de que viniésemos al mundo, en el
abrazo de nuestros padres; que ha sostenido nuestros primeros pasos. Y entonces
decimos: Sí, es posible creer en el amor, porque el amor ha venido a mí primero.
Dale crédito al amor: el amor ya te ha dado crédito a ti. De este modo la
apertura al amor no es un salto en el vacío. Todo amor tiene siempre una meta.
Si no la tiene, entonces gira en redondo y se pierde en instantes fugaces,
incapaz de seguir un sendero que conduzca hacia el horizonte lejano. Cuando no
tiene meta, el amor deja de ser amor. ¿Cuál es nuestra ruta y nuestra brújula
para creer en el amor? ¿Cómo distinguir el amor verdadero del falso? Pregúntate
si tu amor tiene meta o si das vueltas en círculo. Pregúntate si tu amor
construye algo o si es un amor-burbuja, en que dos amantes se limitan a mirarse
embelesados el uno al otro... Pregúntate si tu amor te hace crecer y madurar...
si te promete y abre un camino. “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y
hemos creído en él” (1Jn 4,16), dice la Biblia. Conocer a Jesús y tener fe en
Él, es creer en su amor, porque su amor te ha encontrado ya a ti. Es
experimentar su fuerza y saber que, con este amor, se puede llegar al final.
4. ¿Existen distintos tipos
de amores?
La música es una sola y, sin embargo, hay muchas formas distintas de tocarla.
Del mismo modo, también hay formas distintas de amar. La música, por ejemplo,
puede cantarse en coro. Nuestra voz se une con otras voces. Así es más fácil
seguir la melodía y no perder el tono. Cuando cantamos en coro nos une un mismo
ritmo, nos contagiamos la pasión por la misma música, nos atrae un mismo
misterio. Pues bien, cantar en coro se parece a un tipo de amor, la amistad.
Cada amor se distingue por los bienes que se comparten en él: a los amigos les
une un ideal común, una visión común, una obra común. Por eso los amigos quieren
lo mismo y rechazan lo mismo, hasta verse a sí mismos en el otro, igual que
quienes cantan a coro están unidos en una misma pasión y en una melodía común.
Hay otro tipo de música: un dúo de instrumentos que dialogan entre sí, cada uno
poniendo una parte de la pieza, de forma que entre los dos se haga armónica y
bella. Se parece esto al amor esponsal, entre hombre y mujer. Aquí también están
los dos unidos por un mismo amor a la música, pero ahora cada uno desempeña un
papel distinto, y los dos se complementan, se inspiran, sacan lo mejor del otro
en su diferencia. Sin el otro no podrían tocar la partitura, que quedaría
incompleta, llena de silencios, rota. ¿Qué bienes comparte este amor? Se trata
de la unión en la intimidad, es más, de la formación de una intimidad común, que
se abre a la transmisión de la vida. Por eso este amor es exclusivo de la
pareja: abrirlo a un tercero es infidelidad.
Por último, podemos pensar en otro tipo de música, la de una orquesta. Un único
director reparte a cada músico su papel y su entrada, convierte el sonido de
todos en un único movimiento de ritmo y armonía. Esta música se parece a otro
tipo de amor, el amor filial, que cada hombre y cada mujer recibe de sus padres
y, en último término, de Dios Creador. Este es el amor primero, de donde bebe el
amor de los amigos y los esposos, la fuente de todos los tipos de música.
5. El
amor, ¿es algo que se encuentra, o hay que aprenderlo?
Cuando se encuentra el amor, nos parece que ya hemos alcanzado la felicidad
plena. Todo nos parece hermosísimo, perfecto; corremos el riesgo de hacer como
el caminante: pararnos a mirar el horizonte que se ha abierto ante nosotros. Sin
embargo, como ya hemos dicho, no basta contemplar nuestro amor para vivirlo en
su verdad; al igual que no basta amar la música para saber tocarla. Es necesario
el tiempo, el estudio y mucha práctica para llegar a ser verdaderos músicos.
Como la música, el amor es un arte que no se aprende ni cultiva en solitario,
sino junto a la persona amada. Y hay que contar también con la ayuda de un
maestro al que nos abrimos, dejando que sus palabras resuenen en nosotros y nos
introduzcan en el arte de amar.
¿Quién es este amigo, experto en el arte de amar, que nos ofrece su amistad y su
sabiduría? Lo dice así un escritor cristiano: “Muchos han tratado de entender el
amor. Pero ninguno lo ha conseguido como los discípulos de Cristo. Porque tienen
como Maestro a la misma Caridad”. Cristo es el Maestro del que tenemos necesidad
para aprender a amar: Él nos ha amado primero y nos amará hasta el fin de
nuestros días, sin reservarse nada. En su escuela cada uno aprenderá, no solo la
fascinación de la música, sino el arte de tocarla, de componer nuevas melodías.
6. ¿El amor es algo espiritual o se vive y expresa gracias a nuestro cuerpo?
Nuestro cuerpo no es un objeto más. Se parece, es verdad, al resto de las cosas
(tiene un peso, un tamaño, un color...). A veces otros lo tratan así: pasan a
nuestro lado sin saludar o nos miran con ojos posesivos o nos tratan con
violencia. Pero nos sentimos mal cuando esto ocurre. Y es que el cuerpo no está
solo fuera de nosotros, no es solo lo que observo por fuera, sino también lo que
siento por dentro, mi propia intimidad. Con el cuerpo hacemos cosas, pero en el
cuerpo forjamos también nuestras inclinaciones, nuestros gustos y preferencias.
El cuerpo no es solo una cosa que tengamos, sino algo que somos: las sensaciones
que experimentamos, los deseos que nos mueven. De esta forma el cuerpo me habla.
Es como si tuviese un lenguaje. ¡Y qué importante es saber descifrarlo! Quien no
lo entiende no se entiende a sí mismo. El lenguaje del cuerpo me dice, en primer
lugar: no eres un ser aislado. Por el cuerpo nuestra vida se manifiesta a otros,
los acontecimientos nos afectan por dentro, participamos en el mundo que nos
rodea. Gracias al cuerpo entendemos, también, que no nos hemos dado la vida a
nosotros mismos. Nuestro cuerpo se formó, admirablemente, en el seno materno.
Por eso el cuerpo te invita a mirar a tu origen: ¿de dónde vengo? Y el cuerpo
responde con palabras de la Biblia: “tus manos me formaron en las entrañas
maternas...” (Job 10,8; Jer 1,5). Es verdad que a veces no nos gusta nuestro
cuerpo. ¿Y si fuera más alto, más fuerte, más atractivo? La respuesta suena:
entonces no serías tú; y la gente que te ama de verdad te ama por lo que eres y
como eres. Lo que importa no es tener un cuerpo perfecto, sino saber que tu
cuerpo es bueno y aceptarlo como un regalo, incluyendo sus límites. Solo
entonces aprenderás a entender el lenguaje del cuerpo, y sabrás también
expresarte con él.
7.
¿Es verdad que nuestro cuerpo está hecho a imagen de Dios?
En nuestro cuerpo son evidentes las huellas de quien nos ha formado, los dedos
del Creador que actuaron a través del amor de nuestros padres. Por eso, antes de
nada, nuestro cuerpo nos “dice” que hemos sido hechos, que somos “hijos”. El
cuerpo, además, nos “habla” de las personas que nos rodean y nos permite
dialogar con ellas. La mano tendida es un signo de ayuda, la sonrisa es signo de
aprobación, el abrazo un gesto de acogida. Y en el encuentro del hombre y la
mujer, el cuerpo nos permite amarnos en totalidad, hasta hacernos una sola
carne. El cuerpo, donde vivimos nuestra intimidad, nos abre a la intimidad con
otras personas, permite compartir el mundo. Por eso el cuerpo nos invita a
descubrir al otro y a acogerle en nosotros. En el encuentro del hombre y la
mujer habla el cuerpo, a través de la sexualidad, el lenguaje del amor conyugal.
Un lenguaje que, también en este caso, es difícil de aprender: hablarlo es todo
un arte. Pero quien lo domina bien, evitando faltas de ortografía y usando las
palabras correctas, puede comunicarlo todo, en la plenitud del amor.
Entendemos ahora por qué el cuerpo es tan importante para el hombre: es capaz de
expresar el amor. Nos dice que venimos del amor y que vamos hacia el amor; nos
dice que nuestra vida da fruto en el amor. En la primera epístola de Juan (1Jn
4,8) leemos que Dios es amor. Él no es un ser apartado de todo, solitario,
encerrado en sí mismo. Sino el amor pleno y eterno entre el Padre y el Hijo, que
se unen en el Espíritu Santo. Dios no vive en un monólogo, sino en un diálogo
continuo de amor y vida. Y ese misterio de su vida interior lo ha querido
comunicar a nosotros a través del cuerpo: en el cuerpo se puede inscribir la
imagen de Dios, porque Dios es amor. Cuando recibimos nuestro cuerpo con
gratitud, aceptándolo como un regalo; cuando expresamos con nuestro cuerpo el
amor a los otros, acogiéndoles, ayudándoles. Entonces en el cuerpo Dios pone su
sello, Dios se hace visible y se transparenta en el mundo. Y nos asemejamos a
Él.
8. ¿El hombre y la mujer son en verdad diferentes, en qué consiste su
distinción?
Ciertamente, el hombre y la mujer son diferentes. El cuerpo tiene su lenguaje, y
este nos “habla” también de la diferencia sexual. Esta diferencia permite la
unión más plena entre el hombre y la mujer: una unión fecunda, que puede dar la
vida. La diferencia de la que hablamos, sin embargo, no se debe al desarrollo
accidental realizado por la evolución biológica o a las diferentes culturas, con
sus costumbres y modos de educar.
El hombre y la mujer no provienen del azar, sino del amor de sus padres,
mediante el cual se manifiesta la fuerza creadora del amor de Dios. Si la
diferencia sexual entre el hombre y la mujer fuera solo fruto de la casualidad o
de los acontecimientos de la historia, también sería fortuito el amor que nos ha
traído a la existencia, y la vida sería un viaje de la nada hacia la nada, como
un sueño. La diferencia que existe entre un hombre y una mujer es más profunda
que la que vemos entre las razas, las lenguas y las culturas. El hombre y la
mujer son, no solo diferentes, sino también complementarios. Se necesitan el uno
al otro para enriquecerse recíprocamente.Esto no quiere decir que hombre y mujer
sean como las piezas de un puzzle. El hombre y la mujer no son una “media
naranja” para el otro que, cuando se unen, quedan cerrados en sí, formando una
burbuja. Su amor, por el contrario, se expande, da fruto más allá de ellos,
construyen algo juntos y se abren a un misterio que siempre ofrece más. Y es que
el amor entre hombre y mujer se basa sobre algo más grande que ellos dos. Ambos
se unen en la dimensión de Dios, que les creó y escribió en sus cuerpos el
lenguaje de la sexualidad; que les descubre el misterio de la persona amada y
bendice su unión con el fruto de una nueva vida, de valor infinito. Sí, hombre y
mujer, con la misma dignidad, son diferentes. La diferencia les obliga a salir
de sí mismos, a aceptar al otro, a abrirse a un misterio más grande, el misterio
mismo de Dios, hacia quien caminan juntos.
9. El sexo, ¿es algo
corpóreo o espiritual?
La Iglesia prefiere, más que de sexo, hablar de sexualidad, porque la sexualidad
afecta a toda nuestra vida y no solo a una parte de ella, a un órgano o a un
deseo particular. La sexualidad, por otra parte, tiene distintas dimensiones:
genética (hombre y mujer tienen distinto ADN), gonádica (diferentes órganos
sexuales), fisiológica (distinta forma del cuerpo), psicológica (tenemos
distinto modo de ser, de reaccionar afectivamente) y, por último, espiritual (la
sexualidad toca a nuestro mismo centro como personas, a la manera en que amamos
y somos amados). No son dimensiones separadas, sino que todas se unen en mi
cuerpo, que es la fuente de donde brotan nuestras vivencias. Ser hombre o ser
mujer no es un simple dato que ponemos en nuestro pasaporte, sino una dimensión
de nuestra identidad, un modo de responder a la pregunta fundamental: “¿quién
soy yo?” Pensemos, por ejemplo, en lo importante que es haber recibido la vida
de otros, haber sido engendrado del amor de nuestros padres. Y también en la
capacidad que tenemos para dar vida a otras personas. Esto no es accesorio, sino
central para nuestra vida, y está unido a la sexualidad. Por eso la sexualidad
no es solo una atracción hacia la otra persona, sino también un elemento que nos
ayuda a comprendernos a nosotros mismos, a partir del cual nos construimos a
nosotros mismos y nuestras relaciones.
La importancia de la sexualidad nos es bien conocida por la fuerza con la que se
manifiesta. Los otros deseos corporales como el hambre, la sed, o las ganas de
poseer algo se extinguen cuando obtenemos el objeto que buscábamos. No sucede lo
mismo cuando anda por medio la sexualidad. ¿Cómo es esto? Es que la sexualidad,
como hemos dicho, es una ventana abierta a un misterio, que no se dirige a una
cosa, sino a la comunión con una persona. Por la sexualidad percibo que no puedo
vivir para mí mismo. En ella encuentro una llamada profunda al amor, y en el
amor se juega el sentido de mi vida. Si alguno la utiliza solo para darse fácil
satisfacción, no realiza una comunión personal y se convierte en presa de un
narcisismo estéril.
10. ¿Cómo comportarse cuando se experimenta la atracción hacia alguien?
Al hombre le atrae el cuerpo femenino, y a la mujer el masculino. Despiertan en
ellos impulsos y deseos. Para aprender a amar es necesario descifrar el lenguaje
de esta atracción sexual hacia la otra persona, que tiene tres niveles. El
primero es el de la atracción física que experimentamos hacia la persona del
otro sexo. Esta tiene tanta fuerza porque apunta a algo más grande que nosotros,
al misterio de la persona amada. Solo quien descubre esa belleza más profunda
puede descifrar el verdadero sentido de los deseos. Quien se queda solo en el
placer físico acaba en desilusión: como ocurre con la droga, la sexualidad cada
vez le da menos placer y cada vez le hace más adicto a ella. Está luego el nivel
psicológico de la sexualidad: nos atraen las cualidades masculinas o femeninas
de la otra persona. Es el mundo de los afectos y sentimientos que me ligan al
otro. Estos son tan bellos porque veo en ellos la posibilidad de construir un
mundo común: la otra persona se hace presente en mí.
Ahora bien, los sentimientos van y vienen, como las olas del río. Muchas de esas
olas se estrellan en la orilla y allí se acaba su fuerza. Pero el río tiene un
movimiento más profundo, el de su corriente, que le conduce hacia el mar. El
arte de amar es lograr que mis sentimientos se vuelvan también hondos, que
impulsen la vida, que hagan madurar y crecer el amor mutuo. Para ello he de
descubrir que, más allá del sentimiento, está el encuentro con la otra persona,
que me aparece como alguien único, singular, distinto de todas las demás cosas.
Es el nivel personal de la sexualidad, en que aprendo a “vivir para el otro”
trenzando una vida común. El periodo de noviazgo sirve para comprobar si nuestra
atracción y sentimiento han madurado hasta el fondo, si hemos llegado al nivel
personal. ¿Nos movemos todavía según las vibraciones del río, que se estrellan
en la orilla? ¿O hemos encontrado un amor estable, que abre un camino, el de la
corriente que va hasta el océano, llenando de vida sus márgenes?
11. En mi cuerpo siento una llamada a amar: ¿cómo puedo responder a ella?
Nos cuenta la Biblia (1Sam 3,1-18) que el joven Samuel escuchó, en la noche, una
llamada. Se despertó por tres veces y preguntó quién le había llamado, pero sin
respuesta. ¿Era solo su imaginación? Algo parecido nos ocurre a nosotros. En
nuestro cuerpo sentimos también como una llamada, y vamos preguntando quién será
su origen y qué querrá decirnos. Como Samuel, nos dirigimos a quienes tenemos
cerca: “¿me has llamado tú?”
El camino del amor, decía Juan Pablo II, es como subir por un torrente que viene
de la montaña, hasta encontrar el manantial. Para entender adónde nos lleva el
amor, hemos de descubrir de dónde viene. ¿Quién ha escrito en mi cuerpo estos
deseos de amar? ¿Por qué me fascina tanto la belleza? Y, ¿cómo hacer que mi vida
esté a la altura de esa llamada, que sea también una vida bella?
Como hemos visto, nuestro cuerpo nos revela ante todo que el manantial del amor
es Dios, que nos ha creado a través del amor de nuestros padres. Es Él quien nos
habla, es Él quien nos llama al amor. Para responderle basta aceptar con
gratitud el don de la vida y ponernos a su disposición como hijos. Solo si somos
hijos, si recibimos el don de Dios, descubrimos que el amor nos convoca a una
entrega. Entonces entendemos el amor esponsal: Dios me ha dado a esta persona
para que la ame; Dios ha confiado mi vida a esta persona que me ama y recibe.
¡Somos los dos un regalo del Padre! Y si nuestro amor bebe del manantial, que es
el origen del amor, entonces los dos juntos rebosaremos vida, con amor paterno y
materno, dando un fruto insospechado. Ser hijos, esposos, padres: es la mayor
respuesta a la llamada del amor.
12. El pudor que experimento ante la sexualidad, ¿no es acaso una limitación que
hay que superar?
El pudor es un sentimiento con doble significado. Tiene un lado negativo: con
ella queremos esconder algo, evitar que salga a la luz. Pero hay también una
vertiente positiva: si escondemos algo es porque tiene valor, porque
comprendemos que es bello y precioso y no queremos que otros abusen de ello. Se
ha comprobado que en todas las culturas, aun las más primitivas, existe el pudor
en el comportamiento sexual. Es que se trata de una experiencia fundamental que
revela el significado principal de nuestra vida y nuestras acciones. No solo
sentimos pudor en relación a la sexualidad, sino también en todo lo que toca a
nuestra intimidad. Nuestra intimidad es algo precioso y solo la revelamos a
quien la recibe con aprecio en un marco de mutua comunicación. Por eso nos
enfada que un amigo revele nuestros secretos sin nuestro permiso. Pues bien, la
sexualidad es una dimensión de la intimidad humana que toca al centro de quiénes
somos. Tiene que ver con la capacidad de amar, con la verdad del cuerpo, con el
hacerse “una carne” en el amor entre hombre y mujer (Gén 2, 24). La revolución
sexual de nuestros días ha denigrado el pudor, como si fuera propio de personas
reprimidas. Pero el efecto real ha sido banalizar la intimidad humana. Vivir en
plenitud la sexualidad no consiste en dejar atrás el pudor, sino en descubrir el
rico significado que contiene y la intimidad que permite.
13. Si el sexo es un impulso natural, ¿por qué hay tantas normas que lo
prohíben?
La sexualidad, las inclinaciones que conlleva, son cosas naturales. Pero no se
pueden vivir de cualquier manera. Hace falta interpretar su lenguaje, descubrir
su significado. No pueden ser fuerzas que tiren de nosotros en distintas
direcciones, dividiendo nuestra vida. ¿Cómo integrarlas en un solo haz? De esto
depende nuestra respuesta a la gran llamada, la gran “vocación al amor” que es
la vida del hombre en la tierra. En la sexualidad está en juego nuestra
capacidad de amar y por eso hacen falta indicaciones que nos ayuden a
orientarnos: las normas morales no representan solo reglas y prohibiciones, sino
que nos permiten reconocer errores en nuestras acciones, errores que nos hacen
daño.
Es como el árbol que, cuando es pequeño, necesita que lo atemos a un palo recto,
y protejamos con una valla sus raíces, para que pueda hacerse alto y dar mucho
fruto. Lo importante en el árbol no es la verja que lo protege, ni el pequeño
palo que lo endereza, sino el fruto y la sombra que llegará a dar. Lo mismo
ocurre en nuestras acciones: lo más importante no son los límites sino, sobre
todo, el camino hacia una perfección. Pero existen unos mínimos. Por debajo de
ellos no se da el amor verdadero. La Iglesia no solo enseña las normas que
prohíben los actos malos (actos, es bueno recordarlo, que en primer lugar hacen
malo a aquél que los realiza), sino que se preocupa sobre todo por transmitir el
significado pleno de la sexualidad. No nos dice solo un “no”. La Iglesia sobre
todo nos invita a pronunciar un gran “sí”, a abrazar nuestros deseos más
verdaderos. Y para hacerlo, nos recuerda que es necesario poseer una virtud: la
castidad. Castidad no significa “no realizar actos sexuales”. La castidad
consiste en unificar todas las aspiraciones y deseos del corazón para que puedan
expresarse en plenitud, en comunión con la persona amada. La castidad significa
integrar todos los significados de la sexualidad para que puedan ser vividos
plenamente. La castidad significa amar de verdad.
14. ¿Por qué la masturbación es un pecado, si no hago mal a nadie?
El pecado no es solo lo que daña al otro. Pues puedo dañarme a mí mismo,
incapacitarme para el amor verdadero, aunque no dañe directamente a otra
persona. Esto es lo que ocurre en la masturbación, donde busco la excitación
sexual para mí mismo. Con ello hago expresarse a mi sexualidad en contra de sus
significados básicos: la unión con la otra persona y la fecundidad. Es como si
mintiese con mi cuerpo. Este pecado lo suele provocar la tristeza de quien se
siente solo y conduce a una tristeza todavía mayor: el vacío de un placer sin
sentido.
La malicia de este acto se comprende mejor cuando descubrimos la luz contenida
en la pureza. Esta consiste en unos ojos limpios, que permiten descubrir una luz
especial, la luz del amor. Mi sexualidad se comprende entonces como una fuerza
para entregarme a la otra persona y descubrirla en su dignidad. El cuerpo de la
otra persona se respeta en su belleza, a la luz del amor. “Bienaventurados los
limpios de corazón”, dice Jesús (Mt 5,8). Esta bienaventuranza promete nada
menos que la visión de Dios, cuya clave es precisamente el amor. Los limpios de
corazón son capaces de mirar el mundo con una mirada nueva, pues descubren la
luz del amor, que viene de Dios. Por eso sus fuerzas de amar no están
desperdigadas, sino unidas: el amor es un centro que ordena todas sus fuerzas
para amar y les da armonía y belleza. Y pueden querer con toda el alma una sola
cosa. La guarda de los sentidos, en especial la vista, es necesaria para vivir
con alegría y fidelidad la vocación al amor.
15. ¿Cómo debe comportarse quien siente una inclinación sexual ante una persona
del mismo sexo?
Si queremos comunicar algo no podemos usar las palabras en el orden que nos
parezca. El lenguaje tiene sus propias leyes, su gramática, que no depende solo
de mis sentimientos o mis inclinaciones. Pues bien, del mismo modo ocurre con el
amor y su lenguaje. Por eso no es suficiente que sienta en mí una inclinación
para que un acto sexual sea bueno. Hace falta que me exprese según el lenguaje
del acto conyugal, que viva íntegramente sus significados objetivos y corpóreos.
¿Cuáles son estos significados? La unión de hombre y mujer en una diferencia
sexual, que es capaz de crear comunión y hacerse fecunda porque está abierta a
la vida. Ahora bien, son estos precisamente los significados de que carece un
acto homosexual. Si uso el lenguaje de la sexualidad contra estos significados,
no estoy comunicando la verdad del amor, vivo en una ficción.
Es importante distinguir: cuando digo que realizar un acto homosexual es malo no
estoy diciendo que la persona con inclinación homosexual sea mala. Los actos son
intrínsecamente malos: carecen de los significados básicos para realizar la
comunión de personas por medio de la sexualidad. En cambio, la persona no es
mala por sentir esa inclinación. Al decir que los actos homosexuales son malos
tampoco estamos discriminando a nadie. En efecto, los significados de la
sexualidad son objetivos y válidos para todos, igual que una lengua tiene la
misma gramática para todos. Lo que se pide a la persona que experimenta
inclinaciones homosexuales es lo que se pide a todos: vivir la castidad en el
propio estado. Es verdad que esta persona puede sentir mayor dificultad
subjetiva para esto, según la fuerza de esta inclinación desordenada. Por eso se
requiere una ayuda próxima y comprensiva por parte de la comunidad eclesial.
16 ¿El amor es exclusivo, o podemos enamorarnos de dos personas al mismo tiempo?
Hay enamoramientos que parecen suceder de golpe, sin que nos demos cuenta. Por
eso se habla de amor a primera vista. Al dios pagano Cupido, responsable de
estos amores, se le representa como un niño con alas, armado con una flecha que
traspasa los corazones de los amantes. Se sugiere así la idea equivocada de que
el enamoramiento sucede sin que podamos hacer nada. Afortunadamente no es así:
el amor no prescinde de nuestra libertad. Podemos sentir gusto en la presencia
de otra persona y en el trato con ella. Pero esto no es directamente signo de un
amor verdadero. Por eso se puede sentir hacia varias personas. La cosa cambia
cuando nos implicamos personalmente en el amor para construir una intimidad
común, viviendo el uno para el otro. Aquí se requiere apreciar que la otra
persona es única, en su cuerpo y en su espíritu. Por eso se experimenta una
progresiva exclusividad en ese amor. Ya no se puede tener de igual modo hacia
dos o más personas.
Cuando creemos que estamos enamorados no podemos concentrarnos solo en la
intensidad de nuestro sentimiento. Estos pueden cambiar con rapidez e incluso
apagarse. Lo que determina un amor verdadero no es solo la fuerza del
sentimiento, sino la intención de “vivir para el otro”. Por tanto, enamorarse no
es algo que simplemente “me sucede” pasivamente. Es un proceso por el que la
otra persona se va convirtiendo poco a poco en un fin de mi vida (y así, en una
vocación). No es un mero instante que fascina, sino una llamada, cuya respuesta
requiere la madurez interior y la fidelidad en el tiempo. El amor no depende de
un momento de fascinación, sino de la respuesta voluntaria y libre que damos a
una llamada. Al profundizar en el conocimiento de la otra persona se madura en
la relación mutua y es posible construir una vida común, contenido propio de la
promesa matrimonial.
17. Si el sexo es algo bueno, ¿por qué en la Iglesia hay gente que no se casa y
consagra su virginidad a Dios?
Al hacerse hombre, Cristo inauguró un nuevo modo de vivir el camino de amor
hacia el Padre, un nuevo modo de expresarse con el lenguaje del cuerpo, de vivir
con plenitud también la sexualidad. Lo hizo así porque, para hacer eterno el
amor, había que trasformarlo, hacerlo semejante a Dios mismo. Con este nuevo
lenguaje Jesús pudo amar a los hombres totalmente, entregándose por todos, con
nombre y apellido, con una entrega esponsal, única. Y dijo: “Tomad, esto es mi
cuerpo” (Mc 14,22).
Las personas que se consagran y viven virginalmente en la Iglesia, siguen este
modo de vivir de Jesús. Pueden vivir así porque participan de Cristo y reciben
su llamada singular. Recuerdan a todas las parejas pasadas que su amor viene de
Dios y que tiene que caminar siempre hacia Dios. Nos enseñan a ver la meta del
amor, más allá de la muerte, en el abrazo del Padre misericordioso. Vivir
virginalmente no es una renuncia del cuerpo. Al contrario, este amor se vive
también en el cuerpo, y se vive como hombre y mujer. Es más, la persona
consagrada nos enseña a ver la gran dignidad del cuerpo: es capaz de entregarse
totalmente a Dios, de hacerle transparente en el mundo, de hacer vivo su amor
divino. Entendemos así que el amor de Dios no es abstracto, sino real y
concreto, que toca nuestro corazón de carne y lo llena, que nos hace capaces de
vivir totalmente entregados a Él.
18. ¿No es excesivo un
amor para siempre?
Parece imposible que dos personas que no son eternas prometan un amor eterno. Y,
sin embargo, no hay un enamorado que, cuando se declara a su enamorada, no diga
que el suyo será un amor “para siempre”. El sentimiento puede cambiar, la
atracción física disminuir; pero el amor, recordemos, llega más hondo que las
atracciones y sentimientos. Es como la corriente profunda que empuja el agua del
torrente hacia el mar, el último destino de la persona. Solo cuando miran a este
destino, los enamorados sienten vibrar la promesa de algo más grande, y se hace
posible amar para siempre. Es que en ese destino, que está inscrito en la
persona, se percibe algo eterno.
Para amar para siempre debemos entonces reconocer lo que hay de eterno en la
otra persona: su nombre, su historia, su destino. Sin la ayuda de Dios y de su
amor, que se manifiesta también mediante la relación con la familia, los amigos
y la misma Iglesia, es imposible tener fe en esta promesa de eternidad. Alguien
preguntará: ¿no dejamos de ser libres cuando decimos para siempre? ¿no es mejor
vivir sin compromisos? Pero sucede justo al revés. Para decir “para siempre” hay
que tener el futuro en las manos. El que no puede prometer, ese vive solo en el
presente estrecho, no tiene espacio para moverse, el futuro no es suyo... no es
libre. No puede proyectar el mañana ni soñar en dar fruto. Solo tiene un camino
quien no cambia de horizonte. La promesa de eternidad que vive en el amor,
requiere ser mantenida paso a paso. El “para siempre” que lleva dentro de sí se
juega en el “día a día”, construído con la paciencia y el perdón.
19. Si estamos sinceramente enamorados, ¿por qué no entregarnos sexualmente
antes del matrimonio?
La sexualidad es una dimensión propia del amor entre el hombre y la mujer, pero
no todas sus expresiones son justas: todo depende de la verdad del amor que
expresan. Todo depende de la verdad del amor que expresen. Comprendemos
fácilmente que no basta con “gustarse” para realizar un acto sexual con otra
persona. Es que la verdad de tal acto no es “gustarse juntos” sino formar una
vida en común. Por eso la verdadera unión sexual con el otro exige una comunión
de personas: es la entrega real y definitiva de “vivir para el otro”. Por eso,
antes del matrimonio, las manifestaciones afectivas y sexuales deben respetar la
verdad de un don recíproco, que no se ha dado todavía en plenitud. Si realizo el
acto conyugal sin haber dicho a la otra persona un “sí para siempre”, entonces
estoy mintiendo con mi cuerpo. Mi sexualidad expresa algo (te amo para siempre)
que no quiero de verdad decir a la otra persona. La experiencia enseña que las
relaciones prematrimoniales no hacen más estables a los matrimonios, sino al
revés. La razón es que enturbian gravemente el sentido de entrega propio de la
sexualidad humana.
20. ¿No impone el matrimonio demasiadas normas y responsabilidades, todas a la
vez?
Para amar, hay que abandonar el individualismo. Si esto no ocurre, entonces el
matrimonio es solo una convivencia satisfactoria, en que importan sobre todo los
deseos subjetivos de quienes conviven: mis gustos, mis ideas de la vida, mis
proyectos. Pero entonces, cuando llega una desilusión, o la frustración ante
dificultades, se descubre lo frágilque es el vínculo. Pero el matrimonio es
mucho más que dos personas que se unen para conseguir cada uno su propia
felicidad. El matrimonio es una comunión de dos personas. Su grandeza es que
cada esposo vive “para otro”, y por eso puede realizar un plan que supera los
deseos de los dos amantes. Hay algo más grande, un “nosotros” común, una
historia juntos: ambos dicen “sí” al bien de la comunión entre ellos. Y ahora la
medida de la unión ya no son los deseos subjetivos de cada uno. Lo que les une
es la grandeza de una promesa que han visto en la otra persona y les supera a
los dos: perciben en su amor una promesa de Dios hacia ellos. Por eso, el
contenido del matrimonio no queda al capricho de los esposos, sino que obedece a
un plan de Dios al que consienten el día de su boda. Y ahora no solo se prometen
el amor que sienten: dicen “sí quiero” a lo que Dios les promete, con toda su
grandeza y sus exigencias. Por eso la “comunión de personas” nunca se acaba en
la simple situación de estar juntos, sino que requiere la promesa de una “íntima
comunidad de vida y amor” (Gaudium et spes, n. 48).
21. Si el amor entre el hombre y la mujer es algo natural, ¿por qué hace falta
casarse por la Iglesia con un sacramento?
El primer milagro de Jesús tiene lugar en las bodas de Caná (Jn 2, 1-11). Dos
esposos estaban celebrando su matrimonio cuando se acabó el vino. Entonces Jesús
quiso hacerles un regalo, el regalo de su amor, de su gozo. Para ello les pidió
algo humilde (el agua) y la convirtió en algo mejor, en aquello de lo que tenían
necesidad (el vino). Aquello que ocurrió en Caná es lo que sucede cuando
celebramos un sacramento como el matrimonio. Jesús, para hacer el regalo de su
vino, pide a los esposos que le presenten el agua de su amor humano, la entrega
que se hacen el uno al otro, el “Sí” que se intercambian. Jesús toma este amor
tal como es para hacerse presente en él, para hacerlo signo del amor que le une
con su Iglesia. El don que reciben los esposos es su bendición, su fuerza, su
amor divino, el único capaz de sostener el amor que les une. Por eso es muy
importante que nos casemos en la Iglesia de Cristo: porque solo si llevamos ante
Él nuestro débil amor, podemos amar a la otra persona como Él nos ha amado.
22. ¿Por qué dos esposos que se dan cuenta de que se han equivocado no pueden
divorciarse?
Cuando nos equivocamos, cosa que sucede a menudo en la vida, es necesario
corregirse: en el trabajo, en el familia, en la sociedad. Sin embargo, con el
amor, las cosas son distintas. Si dos personas se aman y deciden casarse, su
elección no puede tener fecha de caducidad. Nadie dice “te amo hasta el 30 de
Junio” o “te amo los viernes por la tarde.” El amor se alimenta de una fidelidad
que requiere permanencia por encima de las pruebas.
Es imposible hablar del amor entre esposos sin asumir su continuidad en medio de
las dificultades, “en la prosperidad y la adversidad, en la salud y en la
enfermedad”. La entrega conyugal es incondicional. Esta entrega no puede
cuestionarse, sino que encuentra en las pruebas la posibilidad de manifestar su
verdad. Cuando lleguen los problemas tenemos que pensar: no nos hemos equivocado
al amar, ni cuando elegimos entregarnos, sino que hemos de seguir amando de un
modo que responda a estos acontecimientos concretos de la vida, que nos vienen
sin elegirlos nosotros. Las dificultades de la convivencia, en especial cuando
se sufre la infidelidad del otro cónyuge, son motivo de grandes sufrimientos que
hacen difícil o incluso imposible continuar viviendo juntos. Es aquí donde el
cristiano sabe que experimenta una fidelidad mayor que sí mismo: es la fidelidad
de Cristo a la Iglesia. Cristo es fiel aunque el hombre sea infiel. Por eso el
cristiano, aun abandonado injustamente, encuentra sentido en su fidelidad plena
al compromiso adquirido, que excluye cualquier tipo de unión posterior mientras
viva el otro cónyuge. La gracia del sacramento le permitirá descubrir este
sentido y convertirlo en fuente de vida y de perdón. Un amor que perdona es un
amor que permanece y descubre la fuente del amor eterno de Dios (1Co 13,8).
23. ¿Es posible considerar modelos de familia diversos del “tradicional”?
A veces los problemas en la familia son tan grandes que parecen insuperables: la
música del amor parece que se ha apagado, o nos cuesta perdonar las ofensas
recibidas... En estos momentos debemos recordar que lo que nos une como familia
es algo más grande que nosotros mismos y nuestros problemas. Aquello que une a
los esposos, su bien común, es más importante que el bien de cada uno tomado
individualmente. En vista de tal bien merece la pena seguir adelante. En todo
caso, la solución nunca es echar todo el pasado por la borda y empezar de cero:
la vida del hombre no se puede “reinventar” cada vez que las condiciones son
desfavorables.
Los problemas que afectan a la intimidad de las personas no se resuelven con
soluciones técnicas a lo que es en verdad una cuestión personal, que pone en
juego la felicidad y libertad humanas. En concreto, hay que rechazar la imagen
de una “familia a la carta” como solución a los problemas familiares. La
construcción de una familia es la formación de una comunión de personas que
cuenta con un plan trascendente, más allá de las simples decisiones humanas.
Esto hace estables e incondicionales las relaciones familiares, que son soporte
imprescindible para la madurez personal y base de la sociedad. No se puede
pretender igualar la realidad de una familia fundada en el auténtico matrimonio
con otro tipo de uniones que dependen solo del deseo subjetivo de las personas.
Considerar distintos “modelos familiares” es ignorar la relación entre los
deseos humanos y la plenitud de vida que ofrecen. En estos modelos familiares
“alternativos” el deseo de las personas no comparte todos los bienes de la unión
matrimonial y no garantiza ninguna estabilidad, lo cual daña tanto a los que
constituyen este núcleo familiar “alternativo”, como a la sociedad. El don de la
estabilidad, la educación inicial de los hijos y la acogida de las personas que
ofrece la familia son bienes que deben ser apreciados por el Estado y
reconocidos como el fundamento de las políticas familiares, por la aportación
inmensa que las familias ofrecen a la sociedad. Solo la familia con su
estabilidad garantiza de hecho un verdadero progreso social.
24. Si el amor humano es en sí algo tan bueno, ¿por qué no basta un matrimonio
civil?
Sabemos que el amor humano es muy frágil, su lenguaje nos es oscuro y el camino
al que nos conduce es difícil de seguir. Por eso es importante que el hombre y
la mujer pongan delante de Cristo su promesa: solo de este modo, como en Caná,
Él recibirá el don de los esposos y lo hará crecer, trasformándolo en algo
mejor, más fuerte. En el matrimonio religioso el hombre y la mujer piden a Jesús
participar de la fuerza de su amor, el mismo amor que le ha permitido
sacrificarse hasta la muerte. Este es el regalo que marido y mujer reciben de
Cristo el día de su boda: la misma caridad de Jesús, ese amor que le hizo
entregarse hasta la muerte. Ese amor es el Espíritu Santo (Rom 5,5), que se
derrama sobre hombre y mujer en el matrimonio. Ahora se pueden amar con caridad
conyugal, su amor se transforma en el vino del amor de Cristo. En el sacramento
los esposos se aman como Cristo les ama. Desde Cristo descubren que son
acogidos, amados, perdonados. Además, a través de Cristo su amor se hace fecundo
en vida eterna: ya no entregan a sus hijos solo la vida de la tierra, sino
también una vida hacia el cielo. Se hacen instrumentos por los que Dios
transmite su paternidad divina.
25. ¿Existe un momento justo para tener hijos y un momento en el que conviene
cerrarse a la posibilidad de la procreación?
Nadie desea una vida infecunda. Encerrarse en los propios intereses y
conveniencias es el mejor modo de arruinar la propia vida. Pero no es fácil
vivir la fecundidad, que requiere gran madurez interior: estar dispuesto a una
nueva entrega más allá de lo que uno controla o domina. Por eso la fecundidad es
una dimensión del amor que no depende de las meras decisiones humanas o de un
criterio nuestro subjetivo y no puede ser guiada solo por nuestros deseos.
Contraer matrimonio supone entonces estar dispuestos, en condiciones normales de
salud y de edad, a recibir hijos de Dios. La disposición inicial a tener hijos
se vive dentro de unas circunstancias concretas, en que los cónyuges son
responsables del bien común de toda la familia. La posibilidad de recibir un
hijo de Dios se ha de vivir según esta responsabilidad. Es aquí donde los
cónyuges pueden juzgar si conviene o no una nueva concepción. Es un juicio que
corresponde solo a los esposos ante Dios, teniendo en cuenta los motivos graves
asociados a la grandeza de recibir una nueva vida. Este juicio práctico, aunque
a veces pueda ser negativo, no es una cerrazón a la vida, ya que no quita la
disposición a aceptar el juicio de Dios, Señor de la vida. Solo Él puede decidir
en última instancia acerca de la existencia de un nuevo ser. Por eso la
paternidad responsable puede juzgar que no es conveniente un nuevo embarazo,
pero no puede decidir que no quiere de ningún modo que un hijo venga al mundo.
Esto sí sería una decisión anticonceptiva, cerrada a la vida.
26. ¿Por qué
debemos estar abiertos a la procreación?
La procreación es uno de los significados propios del amor conyugal que no puede
ser nunca negado. Pues los esposos, en cada acto, se comunican totalmente, tal y
como son, incluyendo también el don de la fecundidad. Cuando no quiero donar
esto a mi cónyuge no me estoy entregando del todo.
“La posibilidad de procrear una nueva vida humana está incluida en la donación
integral de los esposos. [...] De este modo no solo se asemeja al amor de Dios,
sino que participa de él, que quiere comunicarse llamando a la vida a personas
humanas. Excluir esta dimensión comunicativa mediante una acción que trate de
impedir la procreación significa negar la verdad íntima del amor esponsal, con
la que se comunica el don divino” (Benedicto XVI).
Este significado procreativo se fundamenta en el lenguaje del cuerpo y no es una
mera intención de los cónyuges, sino la expresión de su amor, que se manifiesta
mediante el acto conyugal. Por eso un acto sexual entre los esposos al que
intencionadamente se priva del significado procreativo, no se puede considerar
conyugal, y es por tanto inmoral. Del mismo modo que tampoco es verdadero acto
conyugal uno que se impone a la otra persona contra su voluntad, pues se suprime
ahora el otro significado del acto: la unión de amor entre los esposos. La
realidad del cuerpo impide la reducción de la fecundidad a una mera intención
genérica o global en la existencia. Esta se hace presente en toda donación
corpórea. Por eso no basta estar abiertos a la vida en general, y luego realizar
actos anticonceptivos; igual que no basta tener una actitud general de aprecio
por la verdad, si luego en ocasiones decimos una mentira.
Esta dimensión de la fecundidad no se manifiesta solo en la procreación, sino
también en la educación de los hijos. La persona humana no se produce, sino que
se engendra, y la educación es la expresión continuada de la generación humana.
La paternidad responsable significa custodiar y educar a los hijos hasta que
alcancen la madurez suficiente para encontrar su propia vocación al amor.
27. ¿Por qué no acudir a los distintos anticonceptivos? Las técnicas de
planificación natural de la fertilidad, ¿no son acaso unos anticonceptivos
permitidos?
Las técnicas anticonceptivas privan deliberadamente al acto conyugal de su
dimensión procreativa. Los esposos que los usan han decidido renunciar a su
fecundidad, a través de un acto intrínsecamente malo, contrario a la verdad de
su amor conyugal. Pero supongamos otro caso distinto: dos esposos prevén que un
acto sexual será fecundo y juzgan responsablemente que no es conveniente
concebir un hijo. Por eso consideran inconveniente el acto y no lo realizan.
Ahora no se trata de un acto anticonceptivo, porque los esposos no actúan contra
ninguno de los significados de su amor conyugal. Por el contrario, estamos ante
un ejercicio de responsabilidad dentro de una disposición real de apertura a la
vida. He aquí, la diferencia fundamental entre las técnicas anticonceptivas y
los métodos naturales: los unos manipulan el significado del acto conyugal, los
otros favorecen la acción responsable de los esposos. La diferencia es de
contenido y no ligada al hecho de que unos son artificiales y otros naturales.
Los unos son inmorales, los otros pueden ser aceptados.
28. El aborto, ¿no puede ser considerado en algunos casos límite, un mal menor?
Un acto es moralmente malo porque daña a la persona que lo comente. Más allá de
sus consecuencias o de la intención subjetiva, el aborto es el homicidio de un
inocente y el que lo realiza se convierte en un homicida. Por eso la gran
víctima del aborto es la mujer que elige hacerlo. Es ella la que necesita más
ayuda para sanar la herida terrible del mal cometido. El aborto no es nunca un
mal menor. Llegar a comprender las razones de quien quiere abortar no impide
desenmascarar los falsos argumentos con los que se intenta justificar el mal.
Los cristianos deben ayudar a cada persona, a través de un ejercicio de verdad,
a reconocer su culpa y a recibir la misericordia de Dios. La Iglesia no solo
lucha por defender el derecho delmás débil, del no nacido; sino también por
ayudar a las madres que tienen dificultad para llevar adelante a sus hijos; y
por “sanar” a las que han abortado, ayudándolas en el difícil camino de
arrepentimiento y reconciliación.
29. Si no se tienen hijos y se desean mucho, ¿por qué no recurrir a las técnicas
de reproducción asistida?
El deseo de paternidad de cada pareja de esposos es siempre lícito, justo y
bello. Un hijo, sin embargo, es algo más que un deseo, es algo demasiado
precioso para que pueda depender solo de una decisión personal. Al hijo no
podemos desearle como se desea un objeto, que se consigue a base de esfuerzo o
dinero. La única forma de recibir un hijo es acogerle en toda su dignidad
personal. Las técnicas de reproducción asistida siguen una lógica productiva:
eliminan cualquier producto (hijo) defectuoso, congelan los embriones,
investigan sobre ellos y destruyen aquellos que no se consideran convenientes.
Esto es, obran de modo contrario a la dignidad personal.
Solo se puede recibir a un hijo como un don de Dios. Así lo recuerda Eva, la
primera mujer, la primera madre de la historia: “He concebido un hijo con la
ayuda de Dios” (Gén 4,1). Por eso no puede decirse que los cónyuges “tengan
derecho” sobre una persona, sino que se han de disponer a recibirla con el
agradecimiento de un don. Lo contrario se opondría a la dignidad del hijo. La
Iglesia conoce bien el sufrimiento de los esposos que no pueden tener hijos. Les
ayuda informándoles de los medios lícitos para tenerlos y liberándoles del deseo
de procrear “a toda costa”, invitándoles más bien a descubrir su fecundidad
dentro del plan de Dios. La Iglesia les hace ver la fecundidad dentro del plan
de Dios, que también se puede vivir por la adopción, la acogida o la entrega
generosa en el cuidado de la infancia.
30. Si el amor es cosa de dos, ¿por qué, para casarnos, es necesario una
celebración pública?
Nuestra vida se apoya siempre en otros, los necesita, como necesitamos oxígeno
para respirar. Necesita sobre todo a Dios, que sostiene el amor, lo hace durar y
le permite crecer. Por esto tenemos necesidad de una celebración pública: porque
en el rito religioso se manifiesta la petición de ayuda a aquellos que nos
ayudarán a construir el amor. Es la ayuda de nuestras familias, de nuestros
amigos, de la sociedad. Es la ayuda de Dios, que nos promete su presencia.
El amor de los esposos tiene una dimensión social. Solos no pueden amarse. El
amor que sienten lo han aprendido en una familia, y con su familia construyen la
sociedad. Por eso su amor no es algo privado, que solo les concierna a ellos. Al
entrar en la Iglesia, el amor de los esposos pide ayuda, reconoce necesitar
apoyos: los de otras familias, los de la sociedad, de la comunidad creyente, de
Dios. La Iglesia, en la liturgia, dice a los esposos algo importante: “no estáis
solos. Yo os ofrezco un lugar en el que construir vuestro hogar. Yo os abro a
una gran familia para que os apoyéis en ella para fundar la vuestra. Solo así
podréis vivir plenamente vuestro destino de amor y acoger los dones que Dios os
dará.”
Y, a la vez, en esa liturgia, los esposos se preguntan: ¿qué podemos hacer
nosotros por la Iglesia? La construiremos en lo pequeño, en el día a día, con el
testimonio de nuestro amor y trabajo. Haremos de nuestra vida una liturgia, de
nuestro hogar un templo donde oramos y enseñamos a nuestros hijos a orar, de
nuestro trabajo una alabanza al Señor, fuente de todo bien. Seremos una pequeña
iglesia, una iglesia doméstica.