Piercing: moda y sistema de tortura que se impone con insólita rapidez.
Enrique Monasterio
MC, II.01
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La palabra vino de América como el ketchup y define un sistema de tortura
que se impone con insólita rapidez.
Rafa, por ejemplo, un chaval de pelo engominado y espinoso, porta cuatro
arandelas al norte de su oreja izquierda. Son unas argollas gruesas como
llaveros. Cuando se las clavaron, vio las estrellas, pero si le preguntáis
por qué lo hizo, lo más probable es que se encoja de hombros y os conteste
como a mí:
- Porque mola.
Sandra, una chica grande y lustrosa, además de tener los dedos blindados con
diez o doce anillos, luce en el labio inferior un aro que le traspasa el
belfo en sentido vertical.
Ana se hizo agujerear la lengua y se metió una especie de alfiler con una
bola dorada en cada extremo.
En su casa no saben nada. Y eso que, desde la operación, no pronuncia bien
las erres, y tiene que buscar sinónimos para no enredarse con las palabras
más comprometidas.
- Hija mía, no sé que te pasa últimamente en la lengua; pareces francesa.
- Jo, mamá, no seas plasta.
Según me cuenta, estuvo varios días en ayunas, curándose la herida sin que
se enteraran sus padres.
- También me hice otro piercing en el ombligo...
- ¿Y cuánto te costó la faena?
- Quince papeles. ¿Te la enseño?
- Ni se te ocurra.
Sé muy bien que no hay peor tabú que el de la moda. Nunca ha estado bien
visto ir contra ella. Quien se atreva a criticar "lo que hace todo el mundo"
es excluido de la tribu, y no seré yo quien corra ese riesgo: me encuentro
muy a gusto integrado en el planeta de los chicos danone.
Sin embargo, como las modas nunca son del todo arbitrarias, vale la pena
preguntarse por qué ha surgido el piercing y qué sentido tiene. ¿Es sólo un
virus masoquista que afecta a la tribu?
Es evidente que los chavales de este milenio son tan blandos y asustadizos
como los del pasado, pero no les importa someterse a intervenciones
quirúrgicas dolorosas y nada asequibles con tal de lucir una argolla en la
ceja o una perla en la nariz.
Todo el mundo sabe que el lóbulo de la oreja es un perchero del que puede
colgarse sin peligro cualquier cosa. Pero el resto del organismo no tiene la
misma función. De hecho, los pinchaombligos profesionales causan abundantes
y peligrosas infecciones entre la chavalería.
Ortega escribió en El espectador que los adornos corporales, los pendientes,
el sombrero o la pluma del indio americano, son como el marco de un cuadro:
sirven para resaltar la belleza o la dignidad de quien los porta. Por eso,
cuando el guerrero siux se coloca una pluma sobre la cabeza, no pretende que
nos fijemos en ella, sino en la testa que hay debajo. Esa pluma es un
acento, y el acento no se acentúa a sí mismo, sino a la letra en que se
apoya.
Pero el piercing nada tiene que ver con la belleza. Rafa no se perfora la
oreja con tres grilletes de acero para estar más elegante. No quiere que nos
fijemos en su apuesto perfil ni en la dudosa perfección de sus apéndices
auriculares, que, por lo demás, suelen estar sucios. El piercing, para él,
es como la pintura de guerra de los apaches: un signo belicoso de
pertenencia a la tribu.
Heinz Kloster asegura además que, en algunas chicas, la profusión de metales
perforantes tiene otro significado añadido: según él, cuando una adolescente
no se gusta a sí misma, trata de compensar sus complejos estéticos con un
disfraz agresivo que desvíe la mirada del prójimo y le impida fijarse en lo
superfea que ella se ve.
Teorías aparte, el piercing revela, sobre todo, hasta qué punto esta
generación es capaz de los mayores sacrificios. ¡Quién lo diría! En vano les
enseñaron sus padres que la mortificación, los cilicios y el ayuno son cosas
del pasado; que ahora lo único obligatorio es la búsqueda del placer y del
confort; que la cruz sirve sólo como gargantilla. La tribu ha comprendido
que el dolor puede tener un sentido, que hay razones por las que sí vale
pena torturarse sin piedad. Lo extraño es que esas razones sean tan pobres.
El día que descubran la grandeza del amor de Dios, quién sabe lo que serán
capaces de hacer. La tentación del heroísmo puede ser irresistible.
Por eso, cuando llego cada mañana a clase y contemplo el panorama de los
autoperforados, casi me lleno de optimismo. ¡Si supiera hablarles de
santidad; si fuésemos capaces de sacarles de ese pasotismo artificial en el
que algunos vegetan ... !