La reforma de la reforma litúrgica
Conferencia de monseñor Guido Marini, maestro de las Celebraciones Litúrgicas
del Papa, el 6 de enero 2010, al dirigirse a una peregrinación de presbíteros de
habla inglesa a la tumba de San Pedro con motivo del Año Sacerdotal.
Índice
1.
La Liturgia, el regalo de Dios más grande a la Iglesia
2. La orientación de la oración litúrgica
3. Adoración y unión con Dios
4. Participación activa
Música sagrada o litúrgica
INTRODUCCIÓN AL ESPÍRITU DE LA LITURGIA
Quiero concentrarme con ustedes en algunos aspectos ligados al espíritu de la
liturgia. Quiero abarcar mucho, y querría decir muchas cosas. No sólo porque es
una tarea exigente y compleja hablar sobre el espíritu de la liturgia, sino
también porque se han escrito muchos trabajos importantes que tratan esta
materia por autores de incuestionable más alto calibre en teología y liturgia.
Pienso en dos personas en particular entre otros muchos: Romano Guardini y
Joseph Ratzinger.
Por otra parte, es verdad que hoy es particularmente necesario hablar sobre el
espíritu de la liturgia, especialmente para nosotros, sacerdotes. Es urgente
reafirmar el "autentico" espíritu de la liturgia, tal y como está presente en la
ininterrumpida tradición de la Iglesia, y está atestiguado, en continuidad con
el pasado, en las más recientes enseñanzas del Magisterio: comenzando desde el
Concilio Vaticano II hasta Benedicto XVI. Uso a propósito la palabra
"continuidad", una palabra muy querida por nuestro actual pontífice, que h a
hecho de ella el único criterio autoritativo por medio del cual uno puede
correctamente interpretar la vida de la Iglesia, y mas específicamente, los
documentos conciliares, incluyendo todas las propuestas de reforma contenidas en
ellos. ¿Cómo podría ser de otro modo? ¿Puede uno verdaderamente hablar de una
Iglesia del pasado y de una Iglesia del futuro como si hubiera tenido lugar una
ruptura histórica en el cuerpo de la Iglesia? ¿Podría alguien decir que la
Esposa de Cristo ha vivido sin la asistencia del Espíritu Santo en un particular
periodo del pasado, de manera que su recuerdo debiera ser borrado, olvidado a
propósito?
Sin embargo, a veces parece que algunos dan la impresión de apoyar una auténtica
ideología, o más bien una preconcebida noción aplicada a la historia de la
Iglesia que nada tiene que ver con la fe auténtica.
Fruto de esta engañosa ideología es, por ejemplo, la continua distinción entre
la Iglesia preconciliar y la posconciliar. Este lenguaje puede ser legítimo,
pero a condición de que de este modo no se esté hablando de dos Iglesias: una,
la Iglesia preconciliar, que no tiene nada más que decir o que dar, porque ya ha
sido superada, y una segunda, la Iglesia posconciliar, una nueva realidad nacida
del Concilio y, por su supuesto espíritu, en ruptura con su pasado. Esta manera
de hablar y aún más de pensar, no debe ser la nuestra. Además de ser incorrecta,
está superada y anticuada, quizá es históricamente comprensible, pero está
ligada a una época en la vida de la Iglesia que ya ha concluido.
Lo que hemos dicho hasta ahora sobre la "continuidad", ¿tiene algo que ver con
el asunto que queremos afrontar? Si, totalmente. Pues no puede haber auténtico
espíritu de la liturgia si no se acerca a ella con espíritu sereno, dejando de
lado todas las polémicas con respecto al pasado reciente o remoto. La liturgia
no puede y no debe ser un terreno de conflicto entre aquellos que sólo ven lo
bueno en lo que vino antes de nosotros, y aquellos que, por el contrario, casi
siempre ven lo malo en lo que vino antes. La única disposición que nos permite
alcanzar el autentico espíritu de la liturgia, con gozo y verdadero gusto
espiritual, es considerar el pasado y el presente de la liturgia de la Iglesia
como un patrimonio en continuo desarrollo homogéneo. Un espíritu, por tanto, que
debemos recibir de la Iglesia y no una invención nuestra. Un espíritu, añado,
que nos lleva a lo esencial de la liturgia, es decir, a la oración inspirada y
guiada por el Espíritu Santo, en quien Cristo continúa a hacerse presente entre
nosotros hoy, e irrumpe en nuestras vidas. En realidad, el espíritu de la
liturgia es la liturgia del Espíritu.
No pretendo agotar el tema propuesto, ni tratar todos los diferentes argumentos
necesarios para un entendimiento panorámico y amplio de la cuestión. Me limitaré
a considerar algunos aspectos de la esencia de la liturgia, haciendo referencia
en concreto a la celebración de la Eucaristía, tal y como la Iglesia los
presenta, tal y como he aprendido a profundizar en ellos durante estos dos años
al servicio de nuestro Santo Padre, Benedicto XVI. Él es un autentico maestro
del espíritu de la liturgia por su enseñanza o por el ejemplo que de su manera
de celebrar.
Si en estas reflexiones sobre la esencia de la liturgia hago observaciones sobre
algunos comportamientos que no considero en completa armonía con el autentico
espíritu de la liturgia, lo haré sólo como una pequeña contribución para este
espíritu pueda destacar aún más en toda su belleza y verdad.
1. La Sagrada Liturgia, el regalo de Dios más grande a la Iglesia
Como sabemos, el Concilio Vaticano II dedicó totalmente su primer documento a la
liturgia: Sacrosanctum Concilium, definido como como la constitución sobre la
sagrada liturgia.
Quiero subrayar el término sagrado en su aplicación a la "liturgia". No se trata
de una casualidad ni de un dato sin importancia. De hecho, los padres
conciliares buscaron reforzar el carácter sagrado de la liturgia.
Pero, ¿qué significa carácter sagrado? Los orientales hablarían de la dimensión
divina de la liturgia, es decir, de esa dimensión que no queda abandonada a la
arbitraria voluntad del hombre, porque es un don que viene de lo alto. Se trata,
en otras palabras, del misterio de la salvación en Cristo, confiado a la Iglesia
para hacerlo disponible en cada momento y en cada lugar por medio del carácter
objetivo del rito litúrgico-sacramental. Por tanto, es una realidad que nos
sobrepasa, que debe ser acogida como un don, y a la que debemos dejar que nos
transforme. El Concilio Vaticano II afirma: "... toda celebración litúrgica, por
ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción
sagrada por excelencia..." (Sacrosanctum concilium, n.7)
Desde esta perspectiva no es difícil darse cuenta de lo alejados que están del
autentico espíritu de la liturgia algunas prácticas. En ocasiones, bajo el
pretexto de una mal entendida creatividad se ha logrado subvertir la liturgia de
la Iglesia. En nombre del principio de adaptarse a la situación local y a las
necesidades de la comunidad, uno se atribuye el derecho a quitar, añadir o
modificar el rito litúrgico, según la subjetividad y la emotividad. En esto,
nosotros los sacerdotes, tenemos una gran responsabilidad.
Por esta razón, ya en 2001, el cardenal Ratzinger afirmaba: "es necesario como
mínimo de una nueva conciencia litúrgica que quite espacio a la tendencia de
tratar la liturgia como si fuera un objeto que puede manipularse. Hemos llegado
al punto donde grupos litúrgicos se crean por su cuenta la liturgia dominical.
El resultado es ciertamente el producto de a imaginación de un grupo de
individuos capaces y hábiles. Pero de esta manera falta el espacio en donde uno
puede encontrarse con el "totalmente Otro", en el cual lo santo se ofrece a sí
mismo como don; con lo que me encuentro es solamente con la habilidad de un
grupo de personas. Entonces nos damos cuenta de que no estamos buscando eso. Es
demasiado poco, y al mismo tiempo, algo diferente. Lo más importante hoy es
volver a adquirir el respeto por la liturgia, y ser consciente de que no puede
manipularse. Aprender nuevamente a reconocer en su naturaleza una creación viva
que crece y ha sido dada como don, por medio de la cual participamos en la
liturgia celestial. Renunciar a buscar en ella nuestra propia realización
personal y ver más bien en ella un don. Esto, creo, lo primero: vencer la
tentación de un comportamiento despótico, que concibe la liturgia como un
objeto, como la propiedad de un hombre, y volver a despertar el sentido interior
de lo sagrado" (‘Dios y el Mundo', Edizioni San Paolo, Cinisello Balsamo 2001.
Traducción del italiano).
Afirmar, pues, que liturgia es sagrada significa subrayar el hecho de que no
vive de modificaciones esporádicas y de invenciones siempre nuevas por parte de
un individuo o grupo. La liturgia no es un circulo cerrado en el que decidimos
reunirnos, tal vez para animarnos unos a otros, para sentirnos que somos los
protagonistas de una fiesta. La liturgia es convocación por parte de Dios para
estar en su presencia; es la venida de Dios entre nosotros; es Dios que nos sale
al encuentro en nuestro mundo.
Una forma de adaptación a situaciones particulares está prevista y es bueno que
así sea. El mismo Misal la indica en algunas de sus secciones. Pero en éstas y
sólo en éstas, y no arbitrariamente en otras. La razón para esto es importante y
es bueno reafirmarla: la liturgia es un don que nos precede, un tesoro precioso
que se nos ha entregado por la oración de siglos de la Iglesia, el lugar en el
cual la fe ha encontrado su forma en el tiempo y su expresión en la oración.
Todo esto no depende de nuestra subjetividad. No la podemos manipular, pues de
este modo puede estar íntegramente a disposición de todos, ayer como hoy y
también mañana. "También en nuestros tiempos," escribió el Papa Juan Pablo II en
su carta encíclica Ecclesia de Eucharistia, "la obediencia a las normas
litúrgicas debería ser redescubierta y valorada como reflejo y testimonio de la
Iglesia una y universal, que se hace presente en cada celebración de la
Eucaristía" (n. 52)
En la estupenda encíclica Mediator Dei, que es a menudo citada en la
constitución sobre la sagrada liturgia, el Papa Pío XII define la liturgia como
"...el culto público... la adoración dada por el Cuerpo Místico de Cristo en la
totalidad de su Cabeza y sus miembros" (n. 20). Como queriendo decir, entre
otras cosas, que en la liturgia, la iglesia "oficialmente" se identifica a sí
misma en el misterio de su unión con Cristo como esposo, y en donde ella
"oficialmente" se revela a sí misma. ¿Con qué enfermiza despreocupación
podríamos atribuirnos el derecho de cambiar de manera subjetiva los signos
sagrados que el tiempo ha depurado, por medio de los cuales la Iglesia habla de
sí misma, de su identidad y de su fe?
El pueblo de Dios tiene un derecho que no puede ser ignorado nunca, en virtud
del cual, a todos se les debe permitir acercarse a lo que no es solamente el
pobre fruto del esfuerzo humano, sino la obra de Dios, y precisamente porque es
obra de Dios, es fuente de salvación y de vida nueva.
Me detengo un momento más en este punto, que el Santo Padre lleva en el corazón,
según puedo testimoniar, compartiendo con ustedes, un pasaje de Sacramentum
Caritatis, la exhortación apostólica de Benedicto XVI, escrita después del
Sínodo sobre la Eucaristía: "al subrayar la importancia del ars celebrandi,"
escribe el Santo Padre, "se pone de relieve el valor de las normas... Favorece
la celebración eucarística que los sacerdotes y los responsables de la pastoral
litúrgica se esfuercen en dar a conocer los libros litúrgicos vigentes y las
respectivas normas... En las comunidades eclesiales se da quizás por descontado
que se conocen y aprecian, pero a menudo no es así. En realidad, son textos que
contienen riquezas que custodian y expresan la fe, así como el camino del Pueblo
de Dios a lo largo de dos milenios de historia" (n. 40).
2. La orientación de la
oración litúrgica
Más allá de los cambios que han caracterizado, durante el curso del tiempo, la
arquitectura de las iglesias y los lugares en los cuales la liturgia tiene
lugar, una convicción ha quedado clara entre la comunidad cristiana, casi hasta
nuestros días. Me refiero a la oración orientada hacia oriente, una tradición
que se remonta en los orígenes del cristianismo.
¿Qué se entiende por "oración dirigida hacia oriente"? Se refiere a la
orientación del corazón orante hacia Cristo, de quien viene la salvación, y
hacia quien se dirige tanto en el comienzo como en el fin de la historia. El sol
nace en oriente, y el sol es un símbolo de Cristo, la Luz que surge de oriente.
Basta recordar el pasaje mesiánico del cántico del Benedictus: "Por la
insondable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de
oriente".
Estudios muy serios e incluso sumamente recientes ya han demostrado que, en oda
época de su pasado, la comunidad cristiana ha encontrado el modo de expresar
incluso con los signos litúrgicos externos y visibles esta orientación
fundamental para la vida de fe. Por este motivo en la construcción de las
iglesias el ábside está orientado hacia oriente. Cuando no se podía dar esta
orientación al espacio sagrado, se recurrió al gran Crucifijo colocado sobre el
altar, hacia el cual todos pudieran dirigir la mirada. Basta pensar también en
los ábsides decorados con espléndidas representaciones del Señor, hacia las
cuales se invitaba a elevar los ojos en el momento de la Liturgia Eucarística.
Sin entrar en el detalle de un recorrido histórico que nos llevaría a una
reflexión sobre el desarrollo del arte cristiano, nos interesa reafirmar en este
contexto que la oración orientada hacia oriente, más específicamente, orientada
hacia el Señor, es una expresión característica del autentico espíritu de la
liturgia. En este sentido, como bien recuerda el diálogo introductivo del
Prefacio, en el momento de la Liturgia Eucarística, se nos invita a dirigir el
corazón al Señor: "levantemos el corazón," exhorta el sacerdote, y todos
responden: "lo tenemos levantado hacia el Señor". Ahora bien, si esta
orientación siempre debe ser adoptada interiormente por toda la comunidad
cristiana cuando se reúne en oración, también tiene que manifestarse con signos
externos. El signo exterior tiene que ser verdadero, de manera que en él se
manifieste la auténtica actitud espiritual.
Este fue el motivo de la propuesta presentada por el entonces cardenal
Ratzinger, y reafirmada ahora durante su pontificado, de colocar el Crucifijo en
el centro del altar, para que todos, durante la celebración de la Liturgia
Eucarística, puedan verdaderamente mirar hacia el Señor, orientando así también
su oración y su corazón. Escuchemos directamente a Benedicto XVI, quien en el
prefacio del primer libro de sus "Obras Completas", dedicado a la liturgia,
escribe lo siguiente: "La idea de que el sacerdote y el pueblo deberían mirarse
recíprocamente durante la oración, nació sólo en la cristiandad moderna, y es
completamente extraña a la antigua Iglesia. El sacerdote y el pueblo no rezan
uno hacia el otro, sino hacia el único Señor. Por tanto, miran hacia la misma
dirección durante la oración: ya hacia oriente como un símbolo cósmico del Señor
que viene, o, donde esto no sea posible, hacia la imagen de Cristo en el ábside,
hacia un Crucifijo, o simplemente hacia los cielos, como nuestro Señor mismo
hizo en su oración sacerdotal la noche antes de su Pasión (Juan 17, 1). Mientras
tanto, afortunadamente, está abriéndose cada vez más camino la propuesta que
presenté al final del capitulo que trata de esta cuestión en mi obra "El
Espíritu de la Liturgia": en vez de proceder con nuevas transformaciones,
simplemente basta colocar el Crucifijo en el centro del altar, de manera que
pueda ser visto por el sacerdote y los fieles y puedan dejarse guiar hacia el
Señor, a quien todos se dirigen juntos en la oración".
Y no se puede decir que el Crucifijo impide que los fieles vean al celebrante.
¡Los fieles no tienen que mirar al celebrante en ese momento de la liturgia!
¡Tienen que dirigir su mirada hacia el Señor! Del mismo modo, quien preside la
celebración siempre debería poder dirigir su mirada hacia el Señor. El Crucifijo
no es un impedimento para nuestra mirada; más bien abre el horizonte al mundo de
Dios, lleva a contemplar el misterio, introduce la mirada en ese Cielo del que
procede la única luz capaz de dar sentido a la vida en esta tierra. Nuestra
mirada, en verdad, quedaría oscurecida y obstruida si nuestros ojos
permanecieran fijos sólo en la presencia del hombre y su obra.
De esta forma uno puede llegar a entender por qué es todavía posible hoy
celebrar la Santa Misa sobre los antiguos altares, donde los aspectos
arquitectónicos y artísticos de nuestras iglesias lo sugieran. También en esto,
el Santo Padre nos da un ejemplo cuando celebra la santa Eucaristía en el
antiguo altar de la Capilla Sixtina, con motivo de la Fiesta del Bautismo del
Señor.
En nuestro tiempo, ha entrado en nuestro vocabulario común la expresión
"celebrar de cara al pueblo". Si con esta expresión se pretende describir el
lugar del sacerdote, que debido a la ubicación del altar con frecuencia se
encuentra ante la asamblea, se puede aceptar. Pero sería categóricamente
inaceptable si quisiera un contenido teológico. Teológicamente hablando, la Misa
está siempre dirigida a Dios por medio de Cristo nuestro Señor, y sería un grave
error imaginar que la principal orientación de la acción sacrificial es la
comunidad. Esta orientación hacia el Señor debe animar interiormente la
participación litúrgica de cada quien. Es igualmente importante que esta
orientación también sea bien visible en el signo litúrgico.
3. Adoración y unión con Dios
La adoración es el reconocimiento, lleno de admiración, podríamos decir incluso
de éxtasis, (porque nos lleva a salir de nosotros mismos y de nuestro pequeño
mundo), del infinito poder de Dios, de su incomprensible majestad, y de su amor
sin límite que nos ofrece de manera totalmente gratuita, de su omnipotente y
providente señorío. Consecuentemente, la adoración lleva a la reunificación del
hombre y de la creación con Dios, al abandono del estado de separación, de
aparente autonomía, a la pérdida de uno mismo, que es la única manera para
ganarse a uno mismo.
Ante la inefable belleza de la caridad de Dios, que toma forma en el misterio
del Verbo Encarnado, que murió y resucitó por nosotros, y que encuentra su
manifestación sacramental en la liturgia, lo único que podemos hacer es
permanecer en adoración. "El acontecimiento pascual y la Eucaristía que lo
actualiza a lo largo de los siglos," afirma el Papa Juan Pablo II en Ecclesia de
Eucharistia, "tienen una 'capacidad' verdaderamente enorme, en la que entra toda
la historia como destinataria de la gracia de la redención. Este asombro ha de
inundar siempre a la Iglesia, reunida en la celebración eucarística" (n. 5).
"Señor mío y Dios mío", se nos ha enseñado a decir desde la infancia en el
momento de la consagración. De este modo, tomando prestadas las palabras del
apóstol Tomás, se nos ayuda a adorar al Señor, presente y vivo en las especies
eucarísticas, uniéndonos a Él, y reconociéndolo como nuestro Todo. Y a partir de
ahí se puede retomar el camino diario, habiendo encontrado el correcto orden de
la vida, el criterio fundamental por el cual vivir y morir.
Por este motivo todo, en la acción litúrgica, en el signo de la nobleza, de la
belleza, de la armonía, debe llevar a la adoración, a la unión con Dios: la
música, el canto, el silencio, la manera de proclamar la Palabra del Señor, y la
manera de rezar, los gestos empleados, las vestiduras litúrgicas y los vasos
sagrados y otros accesorios, así como el edificio sagrado en su totalidad. Desde
esta perspectiva debe ser tomada en cuenta la decisión de Benedicto XVI, quien,
comenzando por la fiesta del Corpus Christi de 2008, empezó a distribuir la
sagrada Comunión directamente en la lengua a los fieles arrodillados. Con este
ejemplo, el Santo Padre nos invita a hacer visible nuestra actitud de adoración
ante la grandeza del misterio de la presencia eucarística del Señor. Una actitud
de adoración que debe ser aún más salvaguardado al acercarse a la santísima
Eucaristía según otras formas hoy concedidas.
Me gusta citar una vez mas otro pasaje de la exhortación apostólica postsinodal
Sacramentum Caritatis: "Mientras la reforma daba sus primeros pasos, a veces no
se percibió de manera suficientemente clara la relación intrínseca entre la
santa Misa y la adoración del Santísimo Sacramento. Una objeción difundida
entonces se basaba, por ejemplo, en la observación de que el Pan eucarístico no
habría sido dado para ser contemplado, sino para ser comido. En realidad, a la
luz de la experiencia de oración de la Iglesia, dicha contraposición se mostró
carente de todo fundamento. Ya decía san Agustín: 'nemo autem illam carnem
manducat, nisi prius adoraverit; [...] peccemus non adorando - Nadie come de
esta carne sin antes adorarla [...], pecaríamos si no la adoráramos'. En efecto,
en la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea unirse a
nosotros; la adoración eucarística no es si no la continuación obvia de la
celebración eucarística, la cual es en sí misma el acto más grande de adoración
de la Iglesia. Recibir la Eucaristía significa adorar al que recibimos.
Precisamente así, y sólo así, nos hacemos una sola cosa con Él y, en cierto
modo, pregustamos anticipadamente la belleza de la liturgia celestial" (n. 66).
Entre los pasajes leídos, creo que éste no debe pasar inadvertido: "[La
celebración eucarística] es en sí misma el acto más grande de adoración de la
Iglesia". Gracias a la Eucaristía, sigue diciendo Benedicto XVI, "lo que antes
era estar frente a Dios, se transforma ahora en unión por la participación en la
entrega de Jesús, en su cuerpo y su sangre" (Deus Caritas est, n.13). Por esta
razón, todo en la liturgia, y más específicamente en la liturgia eucarística,
debe llevara a la adoración, todo en el desarrollo del rito debe ayudar a entrar
en la adoración de la Iglesia a su Señor.
Considerar la liturgia como lugar de adoración, para unirse con Dios, no
significa perder de vista la dimensión comunitaria de la celebración litúrgica,
y mucho menos olvidar el horizonte de la caridad. Por el contrario, sólo a
través de una renovada adoración de Dios en Cristo, que toma forma en el acto
litúrgico, nacerá una autentica comunión fraterna y una nueva historia de
caridad y amor, que depende de la capacidad de maravillarse y actuar
heroicamente, lo cual sólo la gracia de Dios puede darlo a nuestros pobres
corazones. No lo recuerdan y enseñan las vidas de los santos. "La unión con
Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No
puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con
todos los que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para
ir hacia Él, y por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos"
(Deus Caritas est, n. 14).
4. La participación activa
Han sido precisamente los santos quienes han celebrado y vivido el acto
litúrgico participando en él activamente. La santidad, como resultado de sus
vidas, es el testimonio más bello de una participación verdaderamente activa en
la liturgia de la Iglesia.
Por este motivo, y de manera providencial, el Concilio Vaticano II insiste tanto
en la necesidad de promover una autentica participación por parte de los fieles
en la celebración de los sagrados misterios, al recordar la llamada universal a
la santidad. Esta autorizada indicación ha sido confirmada y relanzada por
muchos documentos sucesivos del magisterio hasta nuestros días.
Sin embargo, no siempre se ha entendido correctamente el concepto de
"participación activa", tal y como la Iglesia la enseña y exhorta a los fieles a
vivirla. Ciertamente hay participación activa cuando, durante el curso de la
celebración litúrgica, se cumple con el servicio propio de cada quien; se da
también una participación activa cuando se tiene una mejor comprensión de la
palabra de Dios escuchada o de la oración recitada; también se da una
participación activa al unir la propia voz a la de los demás en el canto... Todo
esto, sin embargo, no significaría una participación verdaderamente activa si no
lleva a la adoración del misterio de la salvación en Cristo Jesús, quien murió y
resucitó por nosotros: sólo quien adora el misterio, acogiéndolo dentro de su
vida, demuestra que ha comprendido lo que está celebrando, y, por tanto, que
participa realmente en la gracia del acto litúrgico.
Como confirmación y respaldo de lo que acabo de afirmar, escuchemos una vez más
las palabras de un pasaje del entonces cardenal Ratzinger, de su libro
fundamental "El Espíritu de la Liturgia": "¿En qué consiste esta participación
activa? ¿Qué debemos hacer? Por desgracia, esta expresión fue rápidamente
malentendida, siendo reducida a su significado exterior, el de la necesidad de
una acción común, como si se tratara de poner en acción al mayor número posible
de personas, lo más a menudo posible. La palabra participación hace referencia,
sin embargo, a una acción principal, en la que todos deben tener parte. Si, por
tanto, se quiere descubrir de qué acción se trata, ante todo hay que estar
seguros de cuál es esta 'actio' [acción, ndt.] central, en la que todos los
miembros de la comunidad deben tener parte. Con el término 'actio' referido a la
liturgia, se entiende la Plegaria Eucarística. La auténtica acción litúrgica, el
verdadero acto litúrgico, es la 'oratio'... Esta 'oratio' -la solemne Plegaria
Eucarística, el canon- es mucho más que un discurso; es 'actio' en el sentido
más alto de la palabra. En ella, Cristo mismo se hace presente y toda su obra de
salvación, y por esta razón, la 'actio' humana se convierte en secundaria y deja
espacio para la 'actio' divina, la obra de Dios".
De este modo, la verdadera acción que se realiza en la liturgia es la acción de
Dios mismo, su obra salvadora en Cristo, en la que participamos. Esta es, entre
otras cosas, la verdadera novedad de la liturgia cristiana con respecto a
cualquier otro acto de culto: Dios mismo actúa y realiza lo que es esencial,
mientras el hombre es llamado a abrirse a la acción de Dios, a dejarse
transformar. Consecuentemente, el aspecto esencial de la participación activa
consiste en superar la diferencia entre la acción de Dios y nuestra acción, que
lleguemos a ser uno con Cristo. Por este motivo, reafirmando lo que antes he
dicho, no es posible participar sin adorar. Escuchemos otro pasaje de
Sacrosanctum Concilium: "Por tanto, la Iglesia, con solícito cuidado, procura
que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos
espectadores, sino que, comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones,
participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada, sean
instruidos con la Palabra de Dios, se fortalezcan en la mesa del Señor, den
gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada
no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él; se perfeccionen día a
día por Cristo Mediador en la unión con Dios entre sí, para que, finalmente,
Dios sea todo en todos" (n. 48).
Comparado con esto, todo lo demás es secundario. Me refiero en particular a las
acciones externas, si bien importantes y necesarias, previstas sobre todo
durante la Liturgia de la Palabra. Hago referencia a las acciones externas
porque, si se convierten en la preocupación esencial y se reduce la liturgia a
un acto genérico, en ese caso se malentendería el autentico espíritu de la
liturgia. Por tanto, una autentica educación en la liturgia no puede consistir
simplemente en aprender y practicar acciones exteriores, sino en una
introducción a la acción esencial, que es Dios mismo, el misterio pascual de
Cristo, a quien siempre debemos permitirle encontrarnos, involucrarnos,
transformarnos. Y no hay que confundir el cumplimiento de gestos externos con la
correcta participación corporal en el acto litúrgico. Sin quitar nada del
significado y la importancia de la acción externa que acompaña el acto interior,
la Liturgia exige mucho más del cuerpo humano. Requiere, de hecho, su esfuerzo
total y renovado en las acciones diarias de esta vida. Esto es lo que el Santo
Padre, Benedicto XVI llama "coherencia eucarística". El ejercicio oportuno y
fiel de esta coherencia constituye la expresión mas auténtica de la
participación, incluso corporal, en el acto litúrgico, la acción salvífica de
Cristo.
Y añado: ¿estamos de verdad seguros de que la promoción de una participación
activa consiste en hacer que todo sea inmediatamente comprensible? ¿No será que
la penetración en el misterio de Dios puede acompañarse mejor en ocasiones con
aquello que toca las razones del corazón? ¿A caso no se da en ocasiones un
espacio desproporcionado a las palabras vacías y triviales, olvidando que forman
parte de la liturgia palabra y silencio, canto y música, imágenes, símbolos, y
gestos? ¿Y no pertenecen quizá a este lenguaje que introduce en el corazón del
misterio y, por tanto, a la verdadera participación, el latín, el canto
gregoriano, la polifonía sagrada?
Música sagrada o litúrgica
De hecho, para entrar de manera auténtica en el espíritu de la liturgia, no se
puede prescindir de la cuestión de la música sagrada o litúrgica.
En este sentido, me permito sólo una breve reflexión orientativa. Uno podría
preguntarse por qué la Iglesia por medio de sus documentos, mas o menos
recientes, insiste en indicar un cierto tipo de música y de canto como
particularmente adecuados para la celebración litúrgica. Ya en tiempos del
Concilio de Trento la Iglesia intervino en el conflicto cultural que se
desarrollaba en ese entonces, restableciendo la norma, según la cual, la
fidelidad a la palabra es prioritaria, limitando el uso de instrumentos e
indicando una clara diferencia entre música profana y música sagrada. La música
sagrada, no puede ser entendida como una expresión puramente subjetiva. Se basa
en textos bíblicos o de la tradición, que se celebran en forma de canto.
Posteriormente, el Papa san Pío X tuvo una intervención análoga, al tratar de
alejar la música de la ópera de la liturgia e indicando el canto gregoriano y la
polifonía de la época de la renovación católica como el criterio para la música
litúrgica, que debe ser distinguido de la música religiosa en general. El
Concilio Vaticano II no hizo más que reafirmar las mismas indicaciones, así como
los más recientes documentos magisteriales.
¿Por qué insiste la Iglesia en proponer ciertas características típicas de la
música sagrada y del canto litúrgico de manera que se distingan de todas las
demás formas de música? Y, ¿por que el canto gregoriano y la sagrada polifonía
clásica se han convertido en las formas ejemplares a la luz de las cuales hay
que seguir produciendo música litúrgica y popular?
La respuesta a estas preguntas reside precisamente en lo que hemos tratado de
afirmar con respecto al espíritu de la liturgia. Esas formas de música, en su
santidad, su bondad y su universalidad, traducen en notas, en melodías y en
canto el autentico espíritu litúrgico: orientando a la adoración del misterio
celebrado, favoreciendo una autentica e íntegra participación, ayudando a quien
escucha a captar lo sagrado y, por tanto, la esencial primacía de la acción de
Dios en Cristo, permitiendo un desarrollo musical anclado en la vida de la
Iglesia y en la contemplación de su misterio.
Permítanme citar a J. Ratzinger por última vez: "Gandhi subraya tres espacios
vitales en el cosmos, y demuestra cómo cada uno de ellos comunica incluso su
propio modo de ser. Los peces viven en el mar y están callados. Los animales
terrestres gritan, pero los pájaros, cuyo espacio vital son los cielos, cantan.
El silencio es propio del mar, el grito es propio de la tierra, y el canto es
propio de los cielos. El hombre, sin embargo, participa en los tres: lleva en sí
lo profundo del mar, el peso de la tierra, y la altura de los cielos; por este
motivo los tres modos de existencia le pertenecen: el silencio, el grito y el
canto. Hoy... vemos que, despojado de trascendencia, todo lo que le queda al
hombre es gritar, por que desea ser únicamente tierra y busca convertir en
tierra incluso los cielos y el fondo del mar. La verdadera liturgia, la liturgia
de la comunión de los santos, lo restaura a la plenitud de su existencia. Ella
le enseña de nuevo a volar, la naturaleza de un ángel; elevando su corazón, hace
resonar de nuevo en él esa canción que en cierto modo ha quedado dormida. Es
más, podemos decir que la verdadera liturgia se reconoce precisamente por el
hecho de que nos libera del modo común de actuar, y nos restituye la profundidad
y la altura, el silencio y el canto. La verdadera liturgia se reconoce por el
hecho de que es cósmica, no está hecha a la medida de un grupo. Canta con los
ángeles. Se calla con la profundad del universo en espera. Y de este modo redime
a la tierra" ("Cantate al Signore un canto nuovo", p. 153-154, traducción del
italiano).
Termino. Desde hace algunos años, en la Iglesia, algunas voces hablan de la
necesidad de una nueva renovación litúrgica, de un movimiento en cierto sentido
análogo al que sentó la base para la reforma promovida por el Concilio Vaticano
II, capaz de operar una reforma de la reforma, o más bien, un paso adelante en
el entendimiento del autentico espíritu de la liturgia y de su celebración:
llevando así a cumplimiento esa providencial reforma de la liturgia que los
padres conciliares llevaron adelante pero que no siempre, en su aplicación
práctica, ha podido realizarse de una manera oportuna y feliz.
No cabe duda de que en esta nueva renovación litúrgica somos nosotros los
sacerdotes quienes debemos recobrar un papel decisivo. Con la ayuda de nuestro
Señor y de la Santísima Virgen María, madre de todos los sacerdotes, que este
más hondo desarrollo de la reforma también sea el fruto de nuestro sincero amor
por la liturgia, en fidelidad a al Iglesia y al Papa.